8

SCHWARZE, PETER

Cuando sonaba el timbre que comunicaba la llegada del correo, Payter se despertaba inmediatamente y por completo. Una de las pocas ventajas de la vejez era el sueño superficial y el despertar inmediato. Se levantó, enjuagó su boca, orinó y se lavó las manos y se llevó consigo a la terminal dos paquetes de comida.

—Deposita el correo —ordenó mientras masticaba algo que sabía a pan ácimo y que se suponía que tenía que ser un pastelito.

Al ver en qué consistía el correo, se le pasó el buen humor. Había seis cartas para Janine, una para Paul y otra para Dorema y para él había únicamente una petición dirigida a «Schwarze, Peter», firmada por mil niños en edad escolar de la ciudad de Dortmund, en la que le pedían que volviese para convertirse en su Bürgermeister.

—¡Cabeza hueca! —insultó a la computadora—. ¿Por qué me despiertas para esto?

Vera no pudo responderle porque no había tenido tiempo de identificarle, y rebuscó por entre sus dinamos electromagnéticas en busca de su nombre. Antes de que lo consiguiera, él se estaba quejando de nuevo.

—¡Y además la comida no vale ni para los cerdos! ¡Encárgate de ello inmediatamente!

La infeliz Vera anuló la orden de interpretar la primera pregunta y se ocupó de la segunda con paciencia.

—El sistema de reciclaje está por debajo de los niveles de masa adecuados…, Mr. Herter —dijo—. Además, mis sistemas procesadores han estado sobrecargados algún tiempo. Muchos programas han sido aplazados.

—Pues no vuelvas a aplazar el asunto de la comida nunca más —le espetó él—, o me matarás, que todo tiene un límite.

De mal humor le ordenó dar paso al correo, mientras se obligaba a sí mismo a masticar el resto de su desayuno. Las órdenes fueron apareciendo durante diez largos minutos. ¡Qué ideas tan geniales le preparaban en la Tierra! Y si al menos él pudiera desdoblarse en cien tal vez conseguiría realizar la centésima parte de las tareas que le proponían. Dejó que el rollo de papel siguiera saliendo hasta el final, sin mirarlo siquiera, mientras se afeitaba las viejas mejillas rosadas y peinaba su escaso cabello ¿Y por qué estaba el sistema de reciclado tan congestionado como para no funcionar correctamente? Porque sus hijas y sus respectivos consortes se habían ido llevándose los utilísimos derivados, así como el agua que había robado Wan. ¡Robado, sí! No había otra palabra para definirlo. Se habían llevado también la unidad autónoma de bioanálisis de manera que sólo tenía el analizador del sanitario para controlar su estado de salud. ¿Y cómo le podía ayudar eso si le subía la temperatura o sufría una arritmia cardiaca? Además se habían llevado consigo todas las cámaras menos una, así que él tenía que cargársela al hombro cada vez que iba a algún sitio. Y se habían llevado también…

Y se habían llevado también sus propias personas, y, Schwarze, Peter, por primera vez en su vida, estaba completamente solo.

Y no era sólo que lo estuviera, sino que nada podía hacer para remediarlo. Si su familia volvía, lo haría cuando le pareciera oportuno, no antes. Hasta entonces, él no era más que una unidad de reserva, un soldado de plomo en una caja, un programa auxiliar. Él tenía demasiadas cosas de que ocuparse, pero el verdadero centro de la acción estaba muy lejos de allí.

A lo largo de su longeva vida, Peter se había enseñado a sí mismo a ser paciente, pero jamás había conseguido aprender a disfrutar de tal virtud. Era enloquecedor verse obligado a esperar de aquella manera: cincuenta días de espera para recibir respuesta a las razonables preguntas y propuestas que hacía a la Tierra. Esperar casi lo mismo a que su familia y el gamberro del chico llegaran adonde se dirigían, (si es que llegaban) y comunicarle luego que habían llegado (si tenían la amabilidad de hacerlo). Esperar no es tan malo si uno puede disponer del suficiente tiempo, ¿pero cuánto le quedaba a él realmente? Pongamos por caso que sufría una apoplejía. O que se le declaraba un cáncer. O que alguna de las delicadas conexiones que hacían que su corazón latiera, su sangre circulara, sus intestinos trabajaran o su cerebro pensara se estropeaba. ¿Y entonces, qué?

Y eso había de pasar algún día, porque Payter era viejo. Había mentido tantas veces acerca de su edad que ni siquiera él mismo estaba ya seguro de cuál era. Tampoco sus hijas lo sabían. Las historias que les había contado acerca de la juventud de su abuelo pertenecían en realidad a su propia juventud. La edad, en sí misma, no era el problema. El Certificado Médico Completo se ocupaba de cualquier contingencia, en cuestión de reparar o sustituir, mientras no fuera el cerebro la parte dañada; y su cerebro estaba en la mejor de las formas. ¿O acaso no se había ocupado éste de planearlo y apañarlo todo para traerle hasta aquí?

Pero «aquí» no había la posibilidad de hacer valer el Certificado Completo, y los años empezaban a ser un problema.

¡Ya no era ningún jovenzuelo! Pero una vez lo había sido, y ya entonces había sabido que de algún modo, algún día, poseería todo lo que poseía en la actualidad: la clave del deseo humano. ¿Bürgermeister de Dortmund? ¡Eso era menos que nada! El joven y huesudo Peter, el más joven y bajito de su ciudad en las Juventudes Hitlerianas, y aun así, su líder, se había prometido mucho más. Había llegado incluso a adivinar que se hartaría de algo como esto, una enorme silueta futurista que emergería ante él, y sólo él sería capaz de encontrar el modo de gobernarla, como si de un arma se tratara, como un hacha, como una guadaña, para castigar, segar o rehacer el mundo. ¡Bien, helo aquí! ¿Y qué es lo que estaba haciendo con todo ello? Esperar. En las historias de su juventud, las de Juve, Gail, Dominik, o las del francés, Verne, las cosas no sucedían de esta manera, los personajes nunca tenían que malgastar su tiempo esperando.

Pero al fin y al cabo ¿qué otra cosa podía hacer?

De modo que mientras esperaba a que aquella pregunta se solucionara por sí sola, siguió con su rutina diaria. Tomaba cuatro comidas ligeras al día, una sí y otra no a base de comida CHON, y dictaba a Vera metódicamente sus impresiones acerca del sabor y la consistencia. Le ordenó a Vera que diseñara un nuevo modelo de bioanalizador, utilizando todos los sensores que pudieran emplearse, y que trabajara en su construcción en cuanto tuviera tiempo libre, para ir completando así las diferentes partes del proyecto. Él por su parte trabajaba diariamente diez minutos con las pesas por la mañana, y por la tarde dedicaba media hora a las flexiones y estiramientos. Metódicamente, recorría a diario los distintos pasillos de la factoría, cámara en ristre. Escribía largas cartas a sus superiores en la Tierra quejándose y argumentando cautelosamente la conveniencia de abortar la misión y de regresar a la Tierra tan pronto como pudiera reunir a su familia de nuevo, y llegó a enviar incluso un par de ellas. A su abogado le escribía finas y perentorias indicaciones, en que discutía su postura y le pedía que revisara su contrato. Pero sobre todo, concebía proyectos, la mayoría sobre la Traümeplatz.

Rara vez conseguía ahuyentar de sus pensamientos el lugar aquel de los sueños con todo su sorprendente potencial. Cuando se sentía deprimido y preocupado pensaba en lo bien empleado que le estaría a la Tierra que él lo reparara y llamara a Wan para que volviera a sacudirles con la fiebre. Cuando se sentía lleno de fuerza y determinación iba a mirarlo, con la cubierta colgando de una protuberancia ornamental de la pared y las junturas y sujeciones siempre en el macuto de su mono de trabajo. Qué fácil sería utilizar un soplete y soltarlo, meterlo en la nave junto con el comunicador de los Difuntos y todos los demás tesoros que pudieran encontrar y salir disparado en el cohete en dirección a la Tierra reanudando la larga espiral descendente que finalmente le traería… ¿Qué le traería? ¡Dios de los cielos! ¡Qué es lo que le traería! ¡Fama! ¡Poder! ¡Prosperidad! Todo aquello que se le debía, sí, todo lo que constituía su propiedad de pleno derecho, sólo con que consiguiera regresar a tiempo para disfrutarlo.

Le ponía enfermo pararse a pensarlo. El reloj seguía pasando las horas sin cesar. Cada minuto que se consumía le acercaba al final de su vida. Cada segundo desperdiciado en la espera, era un segundo robado al tiempo de feliz grandeza y lujo que él había ido atesorando. Se obligó a comer, sentado en el límite de su reservado, mirando con ansia los mandos de la nave.

—La comida no mejora, Vera —le reprochó.

La compungida máquina no contestó.

—¡Vera! ¡Tienes que hacer algo al respecto! —Pero la máquina siguió sin contestarle durante unos cuantos segundos.

Y luego tan solo:

—Un momento, por favor… Mr. Herter.

Aquello enfermaba a cualquiera. De hecho, notó, se sentía mareado. Miró con hostilidad al plato que se había obligado a deglutir con tozudez, que se suponía tenía que ser una especie de Schnitzel, o algo parecido teniendo en cuenta la limitada capacidad de Vera, pero que sabía a whisky o a sauerkrant, o ambas cosas a la vez. Lo puso en el suelo.

—No me encuentro bien —anunció.

Pausa. Luego:

—Un momento, por favor… Mr. Herter.

Pobrecita Vera, qué estúpida e incapaz era. Estaba procesando un nuevo envío de mensajes desde la Tierra, intentando mantener una conversación con los Difuntos a través de la radio ultralumínica, codificando y transmitiéndolo todo a través de su propia telemetría, todo a un tiempo. Simplemente no tenía tiempo para ocuparse de sus náuseas. Pero lo que resultaba innegable era su creciente malestar: una hipersecreción de saliva bajo la lengua, rápidas contracciones del diafragma. Apenas si consiguió echar algo en el sanitario. Lo vomitó casi todo allí mismo, todo lo que se había tomado. Al final, soltó una maldición. Prefería no vivir para ver una vez más como aquellos desechos orgánicos del demonio eran reciclados para volver a pasar por su intestino. Una vez estuvo seguro de que había acabado de vomitar se acercó a la consola y pulsó los botones de prioridad.

—Que todas las funciones queden paralizadas salvo ésta —ordenó—. Conecta el analizador del sanitario inmediatamente.

—Muy bien —contestó acto seguido— …Mr. Herter.

Hubo unos momentos de silencio mientras el analizador del sanitario hacía lo que podía con lo que Peter acababa de depositar.

—Sufre usted una intoxicación por ingerir alimentos en mal estado —informó—, Mr. Herter.

—¡Vaya! ¡Eso ya lo sé! ¿Qué es lo que tengo que hacer?

Pausa mientras el débil cerebro trataba el problema.

—Si pudiera usted añadirle agua al sistema, la fermentación y el reciclado estarán mejor controlados —dijo—, Mr. Herter. Como mínimo cien litros. Ha habido una pérdida considerable, debida a la evaporación en el volumen mucho mayor de espacio de que se dispone ahora, así como a la cantidad que se llevó el resto de su equipo. Mi recomendación es que llene usted el sistema con agua tan pronto como le sea posible.

—¡Pero si el agua de que se dispone aquí es mala incluso para los cerdos!

—Las soluciones presentan problemas —reconoció—, por ello opino que al menos la mitad del agua que se añada sea destilada antes. El sistema puede encargarse del resto de los residuos tóxicos, Mr. Herter.

—¡Dios del cielo! ¿Es que además de crear una depuradora de la nada, tengo que convertirme también en aguador? ¿Y qué hay de la unidad autónoma de bioanálisis, para que esto no vuelva a suceder?

Vera dudó cuál de las dos preguntas contestar primero.

—Sí, creo que eso será lo adecuado —asintió—. Si lo desea, puedo facilitarle planos constructivos. También… Mr. Herter, es posible que debiera usted considerar la posibilidad de incrementar el porcentaje de comida CHON en su dieta, ya que no parece provocarle reacciones de importancia.

—Aparte el hecho de que sepa a galletas para perro —bromeó—. Muy bien. Termina los planos constructivos de inmediato. Por escrito, usa todos los materiales disponibles ¿me has entendido?

—Sí…, Mr. Herter.

La computadora permaneció muda un rato inventariando las piezas sobrantes, ideando las conexiones que realizarían el trabajo. Era una tarea formidable para su pobre inteligencia. Peter tomó un vaso de agua y se enjuagó la boca, desenvolvió mohíno uno de los pocos atractivos paquetes de comida CHON, y mordisqueó vacilante una esquina. Mientras esperaba por si volvía a vomitar, se enfrentó a la posibilidad de que podía morir allí solo. Ni siquiera le quedaba la opción que había estado acariciando, la de abandonarlo todo a la deriva y volver solo a la Tierra, lo que no era posible si no añadía el agua que hacía falta y se aseguraba al máximo de que ninguna otra cosa funcionaba mal.

Y sin embargo, la tentación era cada día mayor.

Ello significaba abandonar a su yerno y a sus hijas a su suerte.

¿Pero es que iban a volver? Supongamos que no. Supongamos que ese muchacho maleducado apretaba la palanca equivocada o se quedaba sin carburante. O lo que sea. Supongamos que se morían. ¿Tendría que sentarse a esperar, consumiéndose hasta morir él también? ¿En qué beneficiaría ello a la humanidad, si él moría allí, y había que empezar otra vez, con una nueva tripulación? ¿Y en qué le beneficiaría a él, Schwarze, Peter, si se quedaba sin recompensa, sin fama, sin poder, sin vida?

¿O acaso había —una idea le sobrevino— otra opción? ¿Qué pasaría si daba con los controles que dirigían a la maldita Factoría Alimentaria, en constante movimiento? ¿Qué sucedería si conseguía cambiar su curso y llevarla a la Tierra, no en más de tres años sino en cuestión de días? A decir verdad, eso condenaría a muerte a su familia. Pero tal vez no. Tal vez regresaran —si es que regresaban— a la misma Factoría Alimentaria, estuviera donde estuviera. ¡Incluso en la misma órbita terrestre! Ah, de qué manera tan prodigiosa se les solucionarían todos los problemas de una vez por todas…

Arrojó los restos de la comida al sanitario, para añadirlos a la reserva de orgánicos.

Du bist verrückt!, Peter! —se dijo.

El fallo de aquella fantasía suya no podía ignorarlo: lo había intentado tanto como había podido, pero los controles de la factoría no habían aparecido.

El sonido como de aceite friéndose de la impresora lo sacó de sus pensamientos. Tiró de la tira de papel y se concentró en ello un momento. ¡Qué cantidad de trabajo! ¡Cómo mínimo veinte horas! Y no era sólo el tiempo, sino que gran parte era duro trabajo físico. Tendría que salir al espacio a por tubos de los montantes que sujetaban en su sitio los transmisores auxiliares, separarlos y llevarlos a la nave; sólo entonces podría empezar a soldarlos en forma de espiral. ¡Y solo para el condensador! Se percató de que volvía a temblar. Llegó al sanitario justo a tiempo.

—¡Vera! —rugió— ¡Necesito medicarme contra esto!

—Enseguida… Mr. Herter. En el equipo médico encontrará unas tabletas en las que se lee…

—¡Cabeza hueca! ¡El equipo médico se lo han llevado a Jauja!

—Oh, es cierto… Mr. Herter. Un momento. Sí. Puedo proporcionarle los medicamentos yo misma, tengo un programa adecuado. Llevará unos veinte minutos prepararlos.

—En veinte minutos puedo haberme muerto —soltó Peter. Pero como no podía hacer otra cosa, se sentó y estuvo consumiéndose durante veinte minutos.

Malestar, hambre, soledad, agotamiento, resentimiento, temor. ¡Ira! En eso se fundían finalmente todos aquellos sentimientos. Cuando el dispensario de Vera arrojó las píldoras, aquel sentimiento de ira había condensado todos los demás. Se las tragó ávidamente y se retiró a su reservado en espera de resultados.

Parecía que funcionaban. Se tumbó boca arriba mientras el fuego que le quemaba el vientre se iba calmando, y se quedó dormido imperceptiblemente.

Al despertarse se sintió al menos físicamente mejor. Se lavó, se limpió los dientes, se peinó su escaso cabello rubio y entonces vio aquella especie de árbol navideño que eran las luces de alarma en la consola de Vera. Sobre la pantalla aparecía en brillantes letras rojas:

SOLICITO PERMISO URGENTE

PARA VOLVER A LOS SISTEMAS HABITUALES

Se rió para sus adentros. Había olvidado borrar la orden de prioridad. Hubo un estallido de luces y pitidos y una cascada de papel salió de la impresora cuando ordenó a la computadora que volviera al trabajo habitual. De la memoria de Vera salió también una voz, la de su hija mayor:

—Hola, papá. Siento no haberte podido comunicar antes que llegamos bien. Vamos a explorar. Me pondré en contacto contigo más tarde.

Debido a que Peter Herter amaba a su familia, la noticia de su llegada sana y salva alegró su corazón y le animó… durante unas horas. Casi dos días. Pero la felicidad es una flor delicada que no puede sobrevivir en una atmósfera de irritación y preocupaciones. Habló con Lurvy un par de veces, y no más de treinta segundos cada vez. Vera era sencillamente incapaz de aguantar la conexión durante más tiempo. La pobre Vera estaba incluso sometida a más presión que el propio Peter, sobre todo después de haberse tenido que desprender de ciertos componentes y ser reajustada nuevamente, manteniendo como estaba una comunicación de sentido doble entre el Paraíso Heechee y la Tierra, debiendo aplazar las prioridades más relevantes cuando se presentaban problemas que reclamaban una prioridad aún más acuciante. La conexión monocanal con el Paraíso Heechee no podía con todo el volumen de comunicación que se suponía que debía soportar, y lo que no podía permitirse era una mera charla intrascendente entre el padre y su hija.

La cosa no le parecía injusta a Peter. Lo cierto es que estaban encontrando cada maravilla; lo injusto era que entre los mensajes urgentes y trascendentales, Vera encontraba tiempo para pasarle una mezcolanza de órdenes dirigidas a él, ninguna de las cuales era razonable. Algunas era literalmente imposible llevarlas a cabo. Cambiar los reactores de lugar. Inventariar los alimentos CHON. Enviar a vuelta de mensaje un análisis de los paquetes de 2cm x 3cm x l,5cm de color rojo y lavanda ¡No enviar análisis innecesarios! Enviar un análisis metalúrgico del «diván de los sueños». Preguntarles a los Difuntos en relación a la navegación Heechee. Preguntarles a los Difuntos en relación a los paneles de control. ¡Preguntarles a los Difuntos! ¡Qué fácil era ordenarlo! Y qué difícil llevarlo a cabo, cuando empezaban a divagar y a chillar y a quejarse, eso cuando podía oírles, ya que rara vez se le permitía hacer uso de la radio MRL. Algunas de las órdenes de la Tierra se contradecían entre sí, y muchas llegaban fuera de tiempo con la etiqueta «prioritario» completamente obsoleta. Y algunas no llegaban. Los circuitos de memoria y almacenado de Vera estaban llegando a la sobrecarga, y ella trataba de eliminar el exceso de datos poniéndolos por escrito, para que él se encargara de ellos como pudiera; pero eso creaba un nuevo tipo de problemas ya que el sistema de reciclado de los rollos de papel era el mismo que alimentaba el sistema de reciclado de la comida de que se alimentaba él, y la reserva de materia orgánica estaba casi agotada. Así que Peter tenía que arrojar comida CHON al sanitario y apresurarse en la construcción de la depuradora.

Incluso de haber tenido Vera tiempo que dedicarle, a él no le quedaba tiempo para dedicárselo a Vera. Tenía que forcejear con su equipo espacial. Salir al exterior y deambular por sobre el casco de la Factoría Alimentaria. Cortar tubos y atarlos juntos. Sudar la gota gorda al llevarlos al interior de la nave, luchando sin cesar contra la enojosa y empecinada aceleración de la Factoría Alimentaria a medida que ésta avanzaba en una u otra dirección. Sólo ocasionalmente podía entretenerse echándoles un vistazo a las imágenes que se recibían del Paraíso Heechee. Vera las exhibía en cuanto llegaban, una imagen por vez; pero cada nueva imagen desaparecía para poder disponer del suficiente espacio de almacenado para todas, y si Peter no estaba allí para verlas, desaparecían sin que nadie las hubiera visto. Incluso de esta forma ¡Santo Dios, qué cosas se veían! Los Difuntos, tan informes. Los pasillos del Paraíso Heechee. Los Primitivos, que hicieron que casi se le paralizara el corazón a Peter cuando vio el ancho rostro de uno de ellos en pantalla. Pero sólo tenía tiempo de echar un vistazo y cuando la construcción de la depuradora quedó completada, tuvo que ponerse manos a la obra en una nueva tarea. Construirse un balancín para llevar pesos a la espalda. Fundir piezas de plástico para hacer cubos (¿una nueva gotera?) en el sistema de reciclado. Acuclillarse impacientemente junto al único surtidor de agua en función —aunque apenas funcionaba— para recoger el agua sucia en botellas. Cargar el agua y vaciarla, la mitad en la depuradora, la otra mitad directamente en los tanques de reciclado. Dormir a salto de mata. Comer cuando conseguía obligarse a hacerlo. Atender su propia correspondencia, que le llegaba con cuentagotas, cuando no podía efectuar ningún trabajo físico. Otro mensaje desde Dortmund, esta vez trescientos trabajadores municipales; ¡estúpida Vera, dejar pasar semejantes mensajes! Una carta codificada de su abogado que le llevó media hora traducirla. Y cuando acabó de hacerlo sólo decía: «Estoy intentando conseguir términos más favorables. No prometo nada. Mientras, aconsejo obediencia total a sus superiores». ¡Mundo cerdo! Peter, jurando, se sentó ante la consola, pulsó el botón de prioridad y dictó su respuesta.

—¿Qué obedezca a todos esos estúpidos superiores que acabarán matándome? ¡¿Y luego, qué?!

Y lo envió a las claras, sin codificar; que Broadhead y los de la Corporación de Pórtico le entendieran como quisieran.

Y sin embargo, tal vez el mensaje no fuera un embuste. Entre tanto estrés y precipitación, Peter no tenía tiempo para preocupaciones y dolores de cabeza. Siguió comiendo los alimentos CHON, y cuando el sistema de reciclado empezó a producir los suyos de nuevo, también echó mano de ellos. Incluso cuando sabían mal —a veces a trementina, a veces a moho—, no le sentaban mal. No era lo que se dice una comida ideal. Peter era consciente de estar sobreviviendo gracias al estrés y a la adrenalina, y que llegaría el momento en que lo pagaría caro. Pero no veía manera de evitarlo.

Y cuando finalmente consiguió que el procesador de alimentos volviera a funcionar relativamente bien otra vez, y consiguió solventar lo que parecía la más perentoria de sus obligaciones, se sentó medio dormido ante la consola de Vera, y asistió a la mayor maravilla de todas. Su rostro reflejó su estupefacción. ¿Qué es lo que estaba haciendo el inútil del chico con un molinete de oración? ¿Por qué —en la siguiente imagen— lo introducía en aquellos objetos absurdos que parecían floreros? Y entonces la siguiente imagen apareció en pantalla y Peter soltó un grito. De pronto había aparecido una imagen, la imagen de un libro, chino o japonés, a juzgar por las apariencias.

Estaba fuera de la nave y a medio camino de la Traütmeplatz antes de que la parte consciente de su cerebro pudiera articular lo que la otra parte había entendido de pronto. ¡Los molinetes contenían información! No se detuvo a preguntarse porqué aquella información estaba en lenguaje terrestre, o en lo que parecía serlo. Había conjeturado el hecho esencial y estaba determinado a comprobarlo por sí mismo. Jadeando, se precipitó en la habitación y rebuscó enfebrecido entre los molinetes. ¿Cómo se haría? ¿Por qué demonios no había esperado a ver más para saber cómo se hacía? Pero allí estaban los candelabros o floreros, o lo que fueran; metió con sus manos, a presión, uno de los molinetes en el más cercano. Nada ocurrió.

Lo intentó con seis molinetes, metiendo primero el extremo más estrecho, luego el más ancho, de todas las maneras que se le ocurrieron, hasta que pensó que tal vez no todas las máquinas de lectura funcionasen. Y el segundo con el que probó estiró el molinete de su mano y a continuación se iluminó. Se encontró mirando a seis bailarines que llevaban caretas negras y unas mallas del mismo color, y oyó una canción que no escuchaba desde hacía muchos años.

¡Era la grabación de un espectáculo de Piezovisión! ¡No! Ni tan siquiera eso. Era aún más vieja. Tenía muchos años, quizá fuera un poco más reciente que el descubrimiento del asteroide Pórtico; su segunda mujer estaba viva todavía, y Janine no había nacido aún, cuando empezó a popularizarse aquella tonada. Se trataba de una grabación televisiva, anterior a la época en que los circuitos piezoeléctricos Heechees se incorporaron a los sistemas de comunicación humanos. Quizá formara parte de una colección de algún prospector de Pórtico, sin duda alguno de los Difuntos, que de algún modo había sido transcrita a un molinete de oraciones.

¡Vaya decepción!

Pero entonces se acordó de que había miles de molinetes de oraciones en la Tierra, en los túneles de Venus, e incluso en el propio Pórtico; allí donde los Heechees habían estado, habían dejado molinetes tras de sí. Cualquiera que fuera la procedencia de aquél en concreto, la mayoría de los demás los habían dejado los propios Heechees. ¡Y sólo aquél, Dios, sólo aquél valía incluso más que la mismísima Factoría Alimentaria, ya que desvelaba la clave de todo el conocimiento Heechee! ¡Menuda bonificación le iban a dar por ello!

Exultante, Peter probó otro molinete (una vieja película), y otro más (un delgado volumen de poesía en inglés, de alguien llamado Elliot), y otro más aún. ¡Qué desagradable! Si era de éste de donde Wan había adquirido sus nociones del amor —algún prospector lascivo que se había llevado de Pórtico consigo grabaciones pornográficas para pasar el rato— no era de extrañar que su comportamiento hubiera sido tan asqueroso. Pero no pudo permanecer enfurruñado largo rato, porque tenía mucho de que alegrarse. Lo sacó del descifrador, y entonces, en la quietud, oyó el distante timbre de Vera que reclamaba con urgencia su atención.

El sonido le pareció escalofriante, antes incluso de que regresara a la nave, antes incluso de que oyera la voz de su yerno, crispada por el miedo.

—¡Mensaje con prioridad absoluta! ¡Para Peter Herter y de inmediato a la Tierra! ¡Lurvy, Janine y Wan han sido capturados por los Heechees, y creo que vienen a por mí!

La ventaja de su nueva situación es que ahora que no llegaban mensajes desde el Paraíso Heechee, Vera se las apañaba mejor con su sobrecarga. Con paciencia, Peter consiguió recuperar todas las fotografías que habían llegado antes de la grabación del mensaje de Paul, y pudo ver al grupo de Heechees al final del pasillo, el confuso forcejeo, media docena de rápidas tomas del techo del pasillo, algo que parecía la nuca de Wan, y después, nada. O nada que significara algo. Peter no podía saber que la cámara había sido metida en la blusa de uno de los Primitivos, pero pudo ver que quizá no había nada que ver: formas obscuras entre sombras, tal vez el relieve de una textura.

La mente de Peter se mantenía clara. Pero también vacía. No quiso permitirse pensar en lo vacía que, de pronto, se había quedado su vida. Programó a Vera con cuidado para continuar sobre los mensajes audio y a seleccionar lo más significativo, y escuchó todo lo que habían dicho. No pudo extraer nada que le permitiera abrigar esperanzas. Ni siquiera cuando una imagen, y después otra, y otra más, tomaron cuerpo en la pantalla. En una media docena de tomas no había nada que tuviera sentido, quizá se tratara de un puño que tapaba la lente, o una toma del suelo. De pronto, en un ángulo de la última imagen, apareció algo que podía ser… ¿qué? ¿Uno de aquellos Sturmkampfwagen de su tierna adolescencia? Pero desapareció enseguida, y la cámara volvió a enfocar la nada, y así se mantuvo durante cincuenta secuencias.

Lo que no hizo en ningún caso fue mostrar rastro alguno de sus hijas o de Wan después de ser capturados. Y por lo que hacía a Paul, el viejo no poseía pista alguna; después de su frenético mensaje, había desaparecido.

De un rincón olvidado de su mente afloró la idea que ahora bien pudiera ser, era a buen seguro, el único superviviente de la misión, y que cualesquiera que las bonificaciones fueran, le pertenecían ahora todas.

Mantuvo aquel pensamiento donde podía soportarlo. Pero a fin de cuentas nada significaba. Se encontraba ahora irremediablemente solo, más solo que nunca, tan solo como Trish Bover, congelada en su nave que giraba en una órbita eterna que no la conduciría a lugar alguno. Quizás podría evitar la muerte. ¿Pero cómo evitaría volverse loco?

Le costó mucho conciliar el sueño. No temía dormir. Lo que le causaba pavor era el despertar que seguiría al sueño, y cuando sucedió, fue tan terrible como había temido. En un primer momento fue un día como otro cualquiera, y fue sólo después de un apacible lapso en que se desperezó y bostezó cuando recordó lo sucedido.

—Peter Herter —se dijo en voz alta—: Estás solo en este maldito lugar, y cuando te mueras, aquí mismo, seguirás estando solo.

Se percató de que se estaba hablando a sí mismo. Ya.

Siguiendo con los hábitos adquiridos durante todos aquellos años, se lavó, se limpió los dientes, se peinó el cabello y entonces se tomó cierto tiempo para recortarse los pelillos que le sobresalían de los oídos y de la base del cuello. De todas formas daba igual lo que hiciera. Después de abandonar su reservado, tomó dos paquetes de comida CHON y se los comió metódicamente antes de preguntarle a Vera si había mensajes del Paraíso Heechee.

—No —dijo—, …Mr. Herter. Pero hay órdenes de la Tierra.

—Más tarde —dijo. No le importaban.

Le dirían que hiciera cosas que ya había hecho, seguramente. O le dirían que hiciera cosas que no tenía intención de hacer, quizás que saliera al exterior para cambiar la situación de los reactores, para volver a intentarlo. Pero la factoría, por supuesto, volvería a contrarrestar cada aceleración con una aceleración de igual intensidad y de sentido inverso, para continuar Dios sabía dónde y por razones que Él podía conocer. De todas formas, nada de lo que se recibiera de la Tierra en los siguientes cincuenta días tendría relevancia alguna en relación a los nuevos acontecimientos.

Y en menos de cincuenta días…

En menos de cincuenta días, ¿qué?

—Te comportas como si tuvieras un abanico de posibilidades donde elegir, Peter Herter —gruñó para sí.

Bueno, tal vez las tuviera, pensó, de poder darse cuenta de cuáles eran. Mientras tanto, lo mejor que podía hacer era continuar lo que había hecho siempre. Mantenerse fastidiosamente limpio. Realizar todas aquellas tareas que razonablemente podía hacer. Mantener sus perfectamente establecidos hábitos. Durante todas aquellas décadas había aprendido que el mejor momento para evacuar era unos cuarenta y cinco minutos después de desayunar; era casi aquella hora; lo apropiado era hacerlo. Mientras estaba acuclillado en el sanitario sintió una débil aceleración que le preocupó. Era un fastidio que las cosas sucedieran sin él saber el motivo, y no dejaba de ser una interrupción de lo que estaba haciendo con su acostumbrada eficacia. Desde luego que uno no podía esperar demasiada eficacia de unos esfínteres que habían sido comprados y trasplantados gracias a un desgraciado (o hambriento) donante, o de un estómago que había sido trasplantado intacto de otro cuerpo. Sin embargo, le agradaba que funcionaran tan bien.

«Te interesa el funcionamiento de tus intestinos hasta un límite que raya la morbosidad», se dijo sin hablar.

También sin hablar —aunque no parecía tan malo hablarse a uno mismo mientras nadie le oyera—, se autodefendió. No carecía de justificación, pensó. Eso sucedía porque tenía en mente el ejemplo de la unidad de bioanálisis, que durante tres años y medio había estado mostrándoles cada producto de deshecho de sus cuerpos. ¡A fin de cuentas, es lo que tenía que hacer! ¿Cómo, sino, iba a controlar su salud? Y si a una máquina le era lícito pesarle y evaluarle los excrementos a uno, ¿no le era lícito al padre de la criatura?

Du bist verrückt —dijo en voz alta, sonriendo.

Asintió con la cabeza, completamente de acuerdo consigo mismo mientras se limpiaba y se abrochaba el mono, porque lo había asumido del todo. Se había vuelto loco.

En relación al comportamiento del hombre medio.

¿Pero es que acaso un hombre medio se hubiera encontrado en su misma situación?

Así pues, cuando uno decía estar loco, no decía nada que tuviera importancia, después de todo. ¿Qué le importaba a Schwarze, Peter el comportamiento del hombre medio? A fin de cuentas era sólo en relación a los hombres extraordinarios como se le podía juzgar, ¡y ésos constituían un grupo bien variopinto! Drogadictos y borrachos. Adúlteros y traidores. Tycho Brahe tenía nariz de gutapercha, y nadie dejó de considerarlo extraordinario por ello. El Reichsfürer no comía carne. El propio Federico el Grande invirtió mucho tiempo que podía haber dedicado a la construcción de un imperio en escribir música para grupos de cámara. Paseó en dirección a la computadora y llamó:

—Vera, ¿qué ha sido el empujón ese de hace un momento?

La computadora se demoró mientras contrastaba la descripción que de él poseía con la imagen que captaba.

—No puedo asegurarlo… Mr. Herter. Pero la inercia se patentiza en el momento en que alguno de los cargueros observados aterriza o despega.

Él, de pie, apretó el borde del asiento de la consola.

—¡Qué imbécil! —gritó—. ¿Por qué no se me ha dicho que podía tratarse de eso?

—Lo siento… Mr. Herter —se disculpó—. El análisis en que sugería tal posibilidad le ha sido transcrito por copia de impresora. Tal vez lo pasó por alto.

—¡Qué imbécil! —repitió, pero esta vez no quedó muy claro a quién se refería—. ¡Los cargueros, claro!

Habían pasado por alto durante todo el tiempo que la producción de comida de la Factoría tenía que ir a parar a algún sitio y habían pasado también por alto que las naves tenían que volver de vacío para ser reabastecidas. ¿Para qué? ¿Dónde?

Eso era lo de menos. Lo que importaba era darse cuenta de que quizás no siempre iban a volver de vacío. Y, siguiendo el razonamiento, darse cuenta de que al menos una nave, que debía volver a la Factoría Alimentaria, estaba ahora en el Paraíso Heechee. Si tenía que volver, ¿qué o quién habría dentro?

Peter se frotó un brazo, que había empezado a dolerle. Con dolor o sin él, tal vez pudiera hacer algo al respecto. Pasarían varias semanas antes de que la nave volviera. Podía… ¿Qué? ¡Sí! Hacer una barricada en el pasillo. Podía arreglárselas para mover máquinas, armarios —todo lo que tenía masa— para bloquearlo, de modo que cuando regresara, si regresaba, quienquiera que fuese se vería detenido, o al menos obstaculizado. Y era tiempo de empezar a hacerlo.

No se entretuvo más y empezó a buscar material para construir una barricada.

Teniendo en cuenta la imperceptible aceleración de la Factoría Alimentaria, no era difícil mover objetos incluso de gran volumen. Pero era agotador. Y empezaron a dolerle ambos brazos. Y poco después, mientras empujaba un objeto de metal azul parecido a una canoa corta y ancha en dirección al pozo de aterrizaje, notó una extraña sensación que parecía provenir de la raíz de sus dientes, casi como un dolor de muelas; y la saliva empezó a manar de debajo de su lengua.

Peter se detuvo y respiró profundamente, obligándose a relajarse.

No consiguió nada, como había previsto. Poco después empezó a dolerle el pecho, primero ligeramente, como si alguien presionara sobre su esternón con un palo de esquí, y después sintió una dolorosa, profunda, abrasadora punzada, como si sobre el palo de esquí se apoyara un individuo de cien kilos.

Estaba demasiado lejos de Vera para conseguir ayuda médica. Tendría que esperar a que se precipitaran los acontecimientos. Si era una angina de pecho, tal vez sobreviviría. Se sentó, paciente y calmado, para ver qué ocurría, mientras la ira le crecía en el pecho. ¡Qué tremenda injusticia!

¡Qué tremenda injusticia! A cinco mil Unidades Astronómicas de distancia, las gentes del mundo, libres de toda preocupación, seguían con sus asuntos, sin saber ni interesarles que el hombre que tanto iba a hacer por ellos —¡qué ya había hecho!— podía estar muriéndose, solo y atormentado por el dolor.

¿Serían capaces de sentir gratitud? ¿De mostrar respeto, aprecio, o al menos un comportamiento decente?

Tal vez les diera una oportunidad. Si respondían, sí, les colmaría de regalos nunca antes vistos. Pero si eran malvados y desobedientes…

¡En ese caso Peter Schwarze les colmaría de tales maldiciones que todo el mundo temblaría y se estremecería de terror! De una forma u otra nunca habían de olvidarle… con sólo que consiguiera sobrevivir a lo que se le avecinaba.