EL PARAÍSO HEECHEE
No importa en qué dirección se moviera Lurvy en el interior de la nave: siempre tenía delante la pantalla de navegación moteada de gris. La pantalla no le mostraba nada que pudiera reconocer, pero aquel vacío le resultaba familiar.
Mientras viajaron a velocidad más rápida que la luz, de camino al Paraíso Heechee, estuvieron solos. El universo en torno suyo estaba vacío, a excepción de aquel gris granuloso y cambiante. Ellos eran el universo. Ni siquiera durante el largo viaje a la Factoría Alimentaria había estado tan solo. Al menos había habido estrellas. También planetas. Pero en el espacio tau —en el irracional espacio por el que las naves Heechees volaban, o atravesaban o circunnavegaban, fuera éste del tipo que fuera— no había nada. Las últimas ocasiones en que Lurvy había estado en un vacío semejante había sido durante sus misiones para Pórtico, y aquéllos no eran precisamente recuerdos placenteros.
La nave de Wan era con diferencia la mayor que había visto. La más grande de las de Pórtico podía llevar cinco personas. Ésta podía albergar veinte o más. Comprendía ocho compartimientos separados. Tres de ellos eran de almacenaje, y se llenaban automáticamente (les había dicho Wan) con los productos de la Factoría Alimentaria mientras estaba allí amarrada. Dos parecían camarotes, pero desde luego no para seres humanos. Si es que las literas que asomaban en las paredes eran realmente literas, pues resultaban demasiado pequeñas para un humano adulto. Wan dio a conocer una de las habitaciones como la suya propia, a la que invitó a Janine para compartirla con ella. Cuando Lurvy vetó la propuesta, él se sometió de mal humor, y decidieron instalarse los chicos a un lado y las chicas en otro. La habitación de mayor tamaño, sita en el centro exacto de la nave, tenía la forma de un cilindro cerrado por ambos extremos. No tenía suelo ni techo, si se exceptuaba la diferenciación que entre ambos proporcionaban tres asientos, sujetos a la superficie de la pared y enfrentados a los paneles de control. Como la superficie era curva, los tres asientos estaban inclinados los unos hacia los otros. Eran de diseño bastante sencillo, del tipo con el que Lurvy había pasado cuatro meses: dos planchas de metal liso unidas en forma de V.
—En las naves de Pórtico acostumbrábamos a atar una lona de plancha a plancha —sugirió Lurvy.
—¿Qué es «lona»? —preguntó Wan; y cuando se lo hubieron explicado, dijo—: ¡Qué buena idea! Eso haré en el próximo viaje. Puedo tomar el material prestado de los Difuntos.
Como en todas las naves Heechees, los controles eran casi totalmente automáticos. Había una docena de ruedas radiadas que formaban una hilera vertical, con luces de colores en cada rueda. Cuando se las hacía girar (no en pleno vuelo, por supuesto; eso era un suicidio seguro), las luces cambiaban en color e intensidad, dibujando bandas de luz y sombra como si se tratara de las líneas de un espectro. Representaban los objetivos de viaje. Ni siquiera Wan podía leerlos, y Lurvy y los demás, aún menos. Pero desde la época de Lurvy en Pórtico, con gran pérdida de vidas humanas, los grandes cerebros electrónicos habían acumulado una buena cantidad de datos al respecto. Determinados colores significaban una magnífica oportunidad de conseguir un destino que valiera la pena. Algunos hacían referencia a la duración del viaje seleccionado. Otros —la mayoría— habían sido clasificados como números negativos, porque toda nave que había entrado en el hiperespacio con esos números en el selector, se había quedado en él, o por lo menos en algún otro sitio. O al menos no había vuelto a Pórtico. Sin haber recibido órdenes en ese sentido, y sin que fuera lo acostumbrado, Lurvy se dedicó a fotografiar cada fluctuación que apareciera en los colores o en la pantalla de navegación, incluso cuando la pantalla no mostraba nada que a ella le pareciera digno de ser fotografiado. Una hora después de haber partido de la factoría, las estrellas comenzaron a concentrarse en un punto de brillo parpadeante. Habían alcanzado la velocidad de la luz. Y después, desapareció también el punto. La pantalla tomó la apariencia de un barro gris agujereado por las gotas de lluvia, y así se quedó.
Para Wan, naturalmente, la nave era algo así como el autobús escolar de toda la vida, usado para desplazarse yendo y viniendo desde que había tenido la edad y la fuerza suficiente para desplazar la teta del selector. Paul no había estado nunca con anterioridad en una nave Heechee, y pasó algunos días atónito por completo. Tampoco Janine había estado antes en una nave Heechee, pero una nueva maravilla no era ninguna novedad en su corta vida. Para Lurvy la cosa era distinta: aquélla era una versión corregida y aumentada de las naves en que había ganado sus brazaletes de prospectora, lo cual hacía también que aumentara su miedo.
No podía evitarlo. No lograba autoconvencerse de que aquella nave, era, a fin de cuentas, un transbordador de línea regular. Había adquirido demasiados temores al lanzarse al vacío como piloto de Pórtico. Se obligó a sí misma a recorrer el vasto espacio de que disponía —relativamente vasto, ¡casi ciento cincuenta metros cúbicos!—; y se preocupó. La terrosa pantalla no era lo único que le obsesionaba: por un lado estaba el contenedor de color oro que se suponía contenía el propulsor MRL, y que explotaba si se intentaba abrirlo. Estaba también la espiral de cristal dorado que se calentaba (nadie sabía porqué) de vez en cuando, y que se iluminaba con un débil resplandor caliente al inicio y al final de cada viaje, y también en otro momento crucial.
Era ése el momento que Lurvy esperaba. Y cuando, exactamente a los veinticuatro días, cinco horas y cincuenta y seis minutos de haber abandonado la Factoría Alimentaria, la espiral se encendió y comenzó a iluminarse, no pudo evitar dejar escapar un suspiro de alivio.
—¿Qué pasa? —preguntó Wan con suspicacia.
—Eso quiere decir que estamos a mitad de camino —respondió Lurvy anotando la hora en el cuaderno—. Este es el punto que señala la mitad del recorrido. Es la señal que esperas en las naves de Pórtico. Si alcanzas ese punto habiendo consumido sólo una cuarta parte de tus víveres, entonces estás seguro de no quedarte sin y morirte de hambre.
—¿Es que no me crees, Lurvy? —se quejó Wan—. No nos moriremos de hambre.
—Es agradable poder estar seguro —le sonrió; y de pronto dejó de sonreír al pensar en como sería el lugar de destino.
De esta manera siguieron procurando evitar todo tipo de fricciones lo mejor que pudieron, sacándose de quicio unos a otros constantemente. Paul enseñó a Wan a jugar al ajedrez, a mantenerse ocupado sin pensar en Janine. Wan volvía una vez y otra sobre todo aquello que podía contarles acerca del Paraíso Heechee, a veces con paciencia, las más de las veces perdiendo los estribos.
Dormían tanto como podían. En la estrecha litera junto a Paul, los jóvenes humores de Wan bullían y fluían. Se revolvía nervioso y se daba la vuelta a cada una de las débiles y casuales aceleraciones de la nave, deseando estar solo para poder hacer aquellas cosas que parecían estar prohibidas en público, o mejor, con el deseo de estar a solas con Janine, para poder hacer todas aquellas cosas aún más agradables que Tiny Jim y Henrietta le habían descrito. Le había preguntado a Henrietta en numerosas ocasiones cuál era el papel que desempeñaba la hembra en la cópula. Era una pregunta a la que ella siempre respondía, incluso cuando se mostraba reacia a hablar en general; pero nunca lo hacía de tal manera que lo que decía le resultara útil a Wan. Independientemente de cómo iniciara las frases, éstas acababan volviendo indefectiblemente, y lacrimosamente, al tema de las terribles traiciones de que su marido la hacía objeto con aquella putilla, Doris.
No sabía realmente cuáles eran las diferencias físicas entre el macho y la hembra. Fotos y palabras no lo aclaraban. Hacia el final del viaje, la curiosidad venció a la falta de información y les pidió a Lurvy y a Janine que cualquiera de ellas le permitiera comprobarlo por sí mismo. Aunque fuera sin tocar.
—¡Pero serás cerdo! —sentenció Janine. Pero no estaba enojada; al contrario, sonreía—. Espera que te llegue el momento, chico, y podrás tocar cuanto quieras.
Pero a Lurvy no le hizo ninguna gracia, y después de que Wan se alejara desconsolado tuvo una larga conversación a solas con su hermana. Al menos, tan larga como lo toleró Janine.
—Lurvy, cariño —dijo ésta por fin—, eso ya lo sé. Ya sé que sólo tengo quince años, bueno, casi, y que Wan no es mucho mayor. Tengo muy claro que no me quiero quedar preñada a cuatro años de distancia de cualquier médico, y teniéndonos que enfrentar con montones de cosas que desconocemos. Todo eso ya lo sé. Ya sé que piensas que no soy más que tu hermanita pequeña. Vale, es lo que soy. Pero resulta que tienes una hermanita pequeña bastante espabilada. Cuando dices algo que vale la pena, te escucho. Así que puedes irte a la porra, querida Lurvy.
Sonriendo tranquilamente se fue tras Wan, y entonces se detuvo, volvió y besó a Lurvy.
—Papá y tú, me sacáis de quicio los dos. Pero os quiero mucho. Y a Paul, también.
Lurvy sabía que no era sólo culpa de Wan. Todos olían a rayos. Entre sus sudores y secreciones había feromonas suficientes como para poner cachondo a un monje, y con más razón a un impresionable muchacho aún virgen. Y de eso no tenía la culpa Wan. Más bien todo lo contrario. De no haber insistido él, hubieran cargado menos agua en la nave, con lo cual, estarían todavía más sucios y sudorosos de lo que estaban después de sus aseos racionados. Ahora que pensaba en ello, se daba cuenta de que habían partido de la Factoría Alimentaria demasiado impulsivamente. Payter llevaba razón.
Con bastante sorpresa por su parte, Lurvy se percató de que echaba en falta al viejo. En su nave, habían estado absolutamente distantes el uno del otro. ¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría bien? Habían tenido que llevarse consigo la unidad de bioanálisis: sólo tenían una, y cuatro la necesitaban más que uno. Lo cual no había sido realmente un acierto, ya que en tanto no pudieran volver a establecer contacto con Vera desde el Paraíso Heechee, la unidad no sería más que un amasijo de cables inmóvil. Y mientras tanto, ¿qué le sucedería a su padre?
Lo curioso del caso es que Lurvy quería al viejo, y creía que él también a ella. Lo había mostrado con todo tipo de manifestaciones salvo las verbales. Había sido su ambición y su dinero lo primero que les había puesto de camino hacia la Factoría Alimentaria, al pagarles la cuota de aspirantes, rascando, para conseguirlo, no solo el fondo de sus bolsillos, sino también de su ambición. Había sido su dinero lo que le había permitido a ella ir a Pórtico la primera vez, y cuando las cosas se le pusieron feas, no se lo reprochó. O, como mínimo, no demasiado e indirectamente.
Al cabo de seis semanas en el interior de la nave de Wan, Lurvy empezó a adaptarse. Se sentía incluso bastante cómoda, dejando de lado los olores y los malos humores; al menos, se sentía tan cómoda como le permitían los malos recuerdos que le habían dejado los viajes con los que había adquirido sus cinco brazaletes en Pórtico. Había muy pocas cosas buenas que recordar al respecto.
Su primer viaje había sido un desastre. Catorce meses, entre la ida y la vuelta, para llegar finalmente a la órbita de un planeta que había sido devorado por las llamas de una nova. Tal vez en algún tiempo hubiera habido algo allí, pero no había nada cuando Lurvy llegó, desoladamente sola y hablando consigo misma en su nave monoplaza. Aquello la escarmentó de volver a aceptar misiones individuales, y su siguiente vuelo fue en una tres. No había sido un cambio para mejor. Ninguno de los vuelos que siguieron al primero fue mejor. En Pórtico ganó cierta fama, convirtiéndose en un objeto de curiosidad; ostentaba el récord de más viajes realizados con el índice más bajo de beneficios. No era un honor que le agradara, pero la cosa fue aún peor en su último viaje.
Aquello sí que fue un desastre. Cuando todavía no habían llegado a su objetivo, despertó al horror después de un sueño agitado y en absoluto reparador. La mujer que se había convertido en su mejor amiga flotaba junto a ella bañada en sangre, y la otra yacía muerta un poco más allá, y los dos hombres, que constituían el resto de la tripulación de la Cinco, estaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo a muerte, entre gritos y navajazos.
Las normas de la Corporación de Pórtico establecían que todo pago resultante de un viaje tenía que dividirse a partes iguales entre los supervivientes. Al parecer, su compañero de tripulación Stratos Kristianides había decidido ser el único superviviente.
En la actualidad ya no vivía. Perdió la batalla frente al otro tripulante, Héctor Possanbee, el amante de Lurvy. El vencedor, junto con Lurvy, siguió adelante para encontrar… nada, nuevamente. Un gigante gaseoso en llamas, lastimero acompañante de una estrella tipo M con la que formaba un sistema binario. Y no hubo manera de acercarse sin perecer al único planeta del sistema, una especie de Júpiter cubierto de metano.
Lurvy había vuelto a la Tierra con el rabo entre las piernas, después de aquel último viaje, sin más oportunidades a la vista. Había sido Payter quien le había proporcionado aquella nueva oportunidad, y no creía que hubiese podido encontrar ninguna otra. Los ciento y pico mil dólares que le había costado pagarle a ella el pasaje a Pórtico habían mellado considerablemente el capital que él había ido ahorrando durante los sesenta o setenta años —ignoraba cuántos años tuviera el viejo— de su vida. Y le había fallado. No solo a él. Y ella acabó por aceptar que, al margen de su amabilidad y de la imposibilidad de que la odiara, el viejo la quería, quería a su hija de verdad, y también, con cariño y sin duda, a Paul y a la tonta de Janine. Payter les quería a todos a su manera.
Y no era mucho lo que recibía a cambio, juzgó Lurvy.
Acarició con afecto sus cinco brazaletes: habían costado mucho de conseguir.
No se engañaba a sí misma con respecto a su padre, ni con respecto a lo que les aguardaba todavía.
Hacer el amor con Paul le ayudó a pasar el tiempo; eso cuando conseguían convencerse mutuamente de que podían pasar un cuarto de hora sin vigilar a los jóvenes. Pero no le resultaba igual que hacerlo con Héctor, el hombre que había sobrevivido con ella al último viaje de Pórtico, el hombre que la había pedido en matrimonio. El hombre que le pidió embarcarse una vez más con él para construir una nueva vida juntos. Bajo, robusto, siempre activo, siempre alerta, una dinamo en la cama, atento y paciente cuando ella estaba enferma, irritada o asustada; había mil razones por las que hubiera aceptado casarse con él. Y sólo una, en realidad, para no hacerlo. Al despertar de aquel terrible sueño encontró a Héctor y Stratos peleando. Mientras los observaba, Stratos murió.
Héctor le explicó que Stratos había enloquecido y había intentado matarlos a todos. Pero ella estaba dormida cuando la reyerta empezó. Uno de los hombres había tratado, obviamente, de acabar con sus compañeros.
Pero jamás supo con certeza cuál de los dos.
Él se le declaró en el peor momento, un día antes de llegar a Pórtico, durante el lastimoso viaje de vuelta.
—Estamos mucho mejor juntos, Dorema —le dijo mientras la rodeaba consoladoramente con sus brazos—. Nosotros solos sin nadie más. Creo que no hubiera podido soportar esto con los demás alrededor. ¡Habrá más suerte la próxima vez! Así que, ¿por qué no nos casamos?
Ella clavó la barbilla en el hombro de él, duro, cálido, color chocolate.
—Tengo que meditarlo, cariño —le contestó ella mientras sentía en su nuca la mano que había matado a Stratos.
De modo que Lurvy se alegró de que el viaje terminara y de que Janine la llamara a gritos, nerviosísima, desde el otro lado de la habitación; la gran espiral de cristal estaba iluminada con rayos de hiriente luz dorada, la nave avanzaba a trompicones en una dirección u otra, la película gris moteada había desaparecido de la pantalla, y había estrellas. Más que eso, lo que había era un objeto de brillo azulado entre el fondo monótono de color gris. Tenía forma de limón y rotaba lentamente, y Lurvy no pudo hacerse una idea exacta de su tamaño hasta que observó que la superficie del objeto no era uniforme. Había finas protuberancias apuntando aquí y allí, y reconoció las más pequeñas como naves de las del tipo de Pórtico: Unos, Tres, e incluso una Cinco, allí, sí. ¡El limón aquel debía de medir más de un kilómetro de largo! Wan, sonriendo con orgullo, se instaló en el asiento central de pilotaje —lo habían cubierto con lona sobrante, ardid que nunca se le había ocurrido a Wan— y sujetó las palancas del control de aterrizaje. Todo lo que Lurvy podía hacer era estarse quieta. Wan se había pasado media vida realizando aquella maniobra. Con una tosca pericia, condujo la nave a bandazos hacia una espiral que sobresalía del limón azulado, en uno de los lentos giros que éste efectuaba, e interceptó uno de los fosos de anclaje, apagó los motores y se volvió en espera de un aplauso. Habían llegado al Paraíso Heechee.
La Factoría Alimentaria resultó ser una nadería en comparación al limón, que era un todo un mundo. Tal vez, al igual que Pórtico, hubiera sido un asteroide; pero de ser así, había sido tan manipulado y remodelado que no quedaba rastro de la estructura original. Tenía kilómetros cúbicos de masa. Era una especie de montaña en rotación. ¡Había tanto que explorar! ¡Tanto que aprender!
¡Y tanto de que asustarse! Anduvieron remoloneando, o paseando, a través de las viejas estancias, y Lurvy notó como apretaba la mano de su marido. Y como él apretaba la suya. Lurvy se obligó a observarse y a hacer comentarios. Las paredes, a ambos lados, estaban surcadas por venas de color escarlata brillante; el cielo raso era del habitual metal Heechee azul brillante. En el suelo (y era un suelo de verdad; había gravedad allí si bien una décima parte de la gravedad normal de la Tierra), montículos en forma de diamante contenían tierra donde crecían plantas.
—Bayas —dijo Wan con orgullo, por encima del hombro, señalando hacia un arbusto que le llegaba a la cintura y del que colgaban hojas color esmeralda—. Si os apetece, podemos parar y comer unas cuantas.
—Ahora no —dijo Lurvy. A una docena de pasos de distancia, más allá corredor adelante, había otro recipiente para plantas, que contenía unos zarcillos de color verde pizarra y unos matojos de apariencia blanda parecidos a coliflores.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Wan se detuvo y la miró. Pensaba, a las claras, que aquélla era una pregunta tonta.
—No son comestibles —dijo con desprecio su voz aguda—. Probad las bayas. Tienen un sabor bastante bueno.
De manera que se detuvieron en un lugar en que dos corredores de estrías rojas se cruzaban y uno de ellos cambiaba a azul. Pelaron las peludas cáscaras de color caqui y mordisquearon, expectativamente al principio, con placer después, los sabrosos jugos de su interior, mientras Wan explicaba la geografía interna de aquel Paraíso Heechee. Aquella era la sección roja, y en la que mejor se estaba. Allí había comida, y buenos lugares donde dormir; la nave estaba cerca y los Primitivos no se acercaban nunca por allí. ¿Es que nunca se alejaban de sus lugares habituales en busca de bayas? ¡Desde luego que sí! Pero nunca venían aquí (y su voz se elevó una octava). Nunca había sucedido. En los azules, sí. Su voz se diluyó, en volumen y tono. Allí los Primitivos iban con cierta frecuencia, o al menos, a ciertos lugares de los pasillos azules. Pero todo aquello estaba muerto. De no ser porque los Difuntos estaban en la zona azul, él no se hubiera ni acercado. Y Lurvy, al mirar hacia el pasillo al que él señalaba, sintió el escalofrío de hallarse en un antiguo recinto. Parecía Stonehenge, Gizeh o Angkor. Hasta los techos eran más oscuros en la zona azul, y las plantas escaseaban y eran más raquíticas. En los verdes, continuó, no se estaba mal del todo, pero no funcionaban correctamente. Los motores del agua no funcionaban. Las plantas morían. Y los pasillos dorados…
Todo el placer que experimentaba al hablar desapareció al hacerlo sobre los dorados. Era allí donde vivían los Primitivos. Porque necesitaba los libros y algo de ropa, pues de lo contrario no iría allí jamás, si bien los Difuntos no hacían más que decirle que fuera. No le gustaba encontrarse con los Primitivos.
Paul aclaró su garganta antes de decir:
—Pues me temo que hemos de hacerlo, Wan.
—¿Por qué? —exclamó— ¡Si no son interesantes!
Lurvy le puso la mano sobre el brazo.
—¿Qué pasa, Wan? —le preguntó con amabilidad, observando su expresión. Lo que el chico sentía se veía en su cara; nunca había tenido necesidad de disimular.
—Parece que el chico tiene miedo —comentó Paul.
—El chico no tiene miedo —le contestó Wan—. ¡Es que no entendéis este sitio! ¡No vale la pena ir a los pasillos dorados!
—Wan, cariño, el caso es que hemos de hacer todo lo posible por saber más acerca de los Heechees. No sé si sabría explicarte lo que eso significa para nosotros, pero cuanto menos, significa dinero. Mucho dinero.
—No sabe qué quiere decir dinero —interrumpió Paul con impaciencia—. Wan, presta atención. Vamos a hacer lo siguiente. Dinos cómo podemos hacer para ir los cuatro a explorar los pasadizos dorados.
—¡Los cuatro es imposible! Una persona sí puede. Yo puedo —rugió.
Estaba molesto y lo demostraba. ¡Paul! Sus sentimientos hacia Paul eran encontrados, y más de la mitad eran negativos. Al hablar con él, Paul elegía las palabras tan cuidadosamente, tan despreciativamente. Como si no le creyera lo suficientemente inteligente como para entenderle. Cuando él y Janine estaban juntos, Paul estaba siempre cerca. Si Paul era una muestra de lo que eran los machos humanos, Wan lamentaba ser uno de ellos.
—¡He ido a los dorados millones de veces —gruñó—, a por libros, o bayas, o simplemente para observar las tonterías que hacen! ¡Son tan divertidos! Pero tampoco son tontos de remate. Yo puedo ir allí sin correr riesgos. Una persona sola puede hacerlo, pero si vamos todos, seguro que nos ven.
—¿Y? —preguntó Lurvy.
Wan se encogió de hombros a manera de respuesta. Desconocía la respuesta, pero sabía que su padre había pasado mucho miedo.
—No son interesantes —repitió contradiciéndose.
Janine chasqueó los dedos y echó las bayas vacías a los pies del arbusto.
—¿Sabéis —suspiró— que sois muy poco prácticos? Wan, ¿hasta dónde llegan los Primitivos?
—Hasta el límite de los dorados, siempre, y a veces se meten en los azules o en los verdes.
—Bien, si les gustan las bayas, y si conoces un lugar al que vayan a buscarlas, ¿por qué no dejamos una cámara allí? Podemos verlos a ellos y ellos no nos verán a nosotros.
Wan gritó triunfante.
—¡Claro! ¡Lo ves, Lurvy, como no hace falta ir allí! Janine tiene razón, sólo que —dudó—, Janine, ¿qué es una cámara?
A medida que avanzaban, Lurvy tenía que hacer acopio de valor cada vez que cruzaban una intersección, sin poder evitar el echar miradas a los pasillos que seguían en ambas direcciones. Pero no oyeron nada, ni nada vieron que se moviera. El lugar era tan silencioso como la Factoría Alimentaria antes de llegar ellos, y era igual de extraño. O más extraño aún. Los hilillos de luz sobre los muros, los contenedores de cultivos, y sobre todo, el atemorizante pensamiento de que podía haber Heechees vivos en cualquier lugar cerca de ellos. En cuanto hubieron ocultado la cámara en un arbusto de bayas situado en la intersección donde se encontraban pasillos verdes, azules y dorados, Wan los sacó de allí a toda prisa, llevándolos directamente a la habitación en que vivían los Difuntos. Eso era lo que debía hacerse en primer lugar: llegar hasta la radio que les permitiría ponerse en contacto con el resto del mundo. Aun cuando el resto del mundo no fuera más que el viejo Payter, dando vueltas por la Factoría lleno de resentimiento. Si ni tan siquiera conseguían hacer eso, razonó Lurvy, no les quedaría ya nada que hacer allí, excepto volver a la nave y después a casa; no tenía sentido explorar si no conseguían radiar sus informes.
Wan, recobrando el valor en la misma proporción en que se alejaba de los Primitivos, encabezaba la marcha a través, primero, de un trecho verde; después, hacia arriba, ya en la zona azul, hasta llegar finalmente a una puerta también azul.
—Veamos si aún funciona correctamente —dijo con afectación al pisar una placa metálica que había ante ella.
La puerta vaciló, dejó escapar un suspiro y se abrió con un quejido, y Wan, satisfecho, les guió al interior.
Como mínimo, aquel lugar parecía humano. Aunque no dejara de ser extraño. Hasta olía a humano, seguramente porque Wan había pasado aquí la mayor parte de su corta vida. Lurvy tomó una de las minicámaras de Paul y se la echó al hombro. El pequeño aparato susurró mientras la película pasaba ante la lente, al filmar una sala octogonal en que había tres asientos Heechees, dos de ellos rotos, y una sucia pared en que se veían los instrumentos Heechees, hileras de luces de colores. Había un ligero zumbido, un chasquido apenas perceptible tras aquella pared, a la cual se dirigió Wan.
—Aquí es donde viven los Difuntos —dijo—, si es que «vivir» es la palabra adecuada para describirlo —añadió intentando ser chistoso.
Lurvy apuntó la cámara hacia los asientos y las esferas radiadas que había delante de éstos, y después, hacia un objeto convexo que había debajo de la sucia pared. Estaba a la altura del pecho, y se hallaba montado sobre unos cilindros algo aplanados sobre los que se podía desplazar el objeto con una sola mano.
—¿Qué es eso, Wan?
—Es lo que los Difuntos utilizan para capturarme de vez en cuando —balbució—. No lo usan muy a menudo. Es muy viejo. Cuando se estropea, tarda una eternidad en autorrepararse.
Paul miró la máquina con desconfianza y se alejó de ella.
—Pon en marcha a tus amigos, Wan —le ordenó.
—Por supuesto, es tan sencillo… —dijo con orgullo—. Si prestáis atención, también vosotros conseguiréis hacerlo.
Se sentó, con un desparpajo que demostraba familiaridad, en el único asiento no roto, y se concentró en los controles.
—Os enseñaré a Tiny Jim —decidió, y tecleó los controles ante sí. Las luces sobre la pared manchada se encendieron después de refulgir un instante, y Wan dijo—: Despierta, Tiny Jim. Hay alguien que quiere verte.
Silencio.
Wan frunció el ceño, miró a los demás por encima del hombro y ordenó acto seguido:
—¡Tiny Jim! ¡Contéstame inmediatamente!
Apretó los labios y escupió a la pared. Lurvy comprendió qué producía las manchas de la pared, pero no dijo nada.
Una voz cansada sonó por encima de sus cabezas:
—Hola, Wan.
—Eso está mejor —gritó sonriendo a los otros—. Escucha, Tiny Jim, diles a mis amigos algo interesante, o volveré a escupirte.
—Me gustaría que fueras más respetuoso —suspiró la voz—, pero en fin. Veamos. En el noveno planeta de la estrella Saiph hay una antigua civilización. Sus gobernantes forman una curia de «manejadores de mierda» y ejercen el poder limpiando tan sólo los excrementos de aquellas personas que son honestas, trabajadoras e inteligentes y que no dejan de pagar sus impuestos. El día de su festividad principal, a la que denominan con el nombre de Fiesta de San Gautama, las primogénitas de cada familia que sean todavía doncellas, se bañan en aceite de flores, se ponen una avellana entre los dientes y, de modo ritual…
—Tiny Jim —le interrumpió— ¿es verdad lo que nos cuentas?
Pausa.
—Metafóricamente, sí —contestó de mal humor.
—Qué tonto eres —le reprochó Wan—. Me avergüenzas ante mis amigos. Presta atención. Ésta es Dorema Herter-Hall, pero debes llamarla Lurvy; ésa es su hermana Janine. Y Paul. Salúdales.
Larga pausa.
—¿Hay más humanos contigo, Wan? —preguntó la voz dubitativamente.
—¡Pero si te acabo de decir quién hay!
Otra larga pausa. Entonces:
—Adiós, Wan —dijo la voz tristemente.
Y no volvió a hablar, por más que Wan se lo ordenase gritando furiosamente y escupiendo a la pared.
—¡Cristo! —soltó Paul— ¿Siempre se porta así?
—No, no siempre. Pero a veces es peor. ¿Lo intento con algún otro?
—¿Será más efectivo?
—Bueno, no —admitió Wan—. Tiny Jim es el mejor de todos.
Paul cerró los ojos desesperado, y cuando volvió a abrirlos, miró a Lurvy.
—Qué asquerosamente divertido es todo esto. ¿Sabes qué estoy empezando a pensar? Pues que tu padre tenía razón. Tendríamos que habernos quedado en la Factoría.
Lurvy respiró profundamente.
—Pues no nos quedamos allí —señaló—. Estamos aquí. Concédamonos cuarenta y ocho horas más y entonces decidiremos.
Antes de que transcurrieran las cuarenta y ocho horas había decidido quedarse. Al menos, un cierto tiempo. Simplemente había demasiadas cosas de los Heechees como para abandonar el artefacto.
El factor que más influyó en la decisión fue el contactar con Payter a través de la radio MRL. A nadie se le había ocurrido preguntarle a Wan si se podía llamar a la Factoría Alimentaria desde el Paraíso Heechee, dado que sí podía hacerlo a la inversa. Resultó que no era así. Wan no había tenido nunca la oportunidad de comprobarlo, ya que cuando él no estaba allí, no había nadie en la Factoría Alimentaria. Lurvy ayudó a Janine a acarrear comida y alguna otra cosa desde la nave a la habitación de los Difuntos, y estuvo todo el trayecto luchando contra la depresión y la preocupación; al regresar, se encontraron con un Paul orgulloso y un Wan lleno de júbilo. Habían establecido contacto.
—¿Cómo está? —preguntó de inmediato.
—¿Tu padre? Está perfectamente —contestó Paul—. Ahora que lo pienso, parecía un poco enfadado. El mal de camarote, me temo. Había una burrada de mensajes. Los despachó todos en una sola transmisión condensada y los tengo aquí grabados. Pero nos llevará una semana pasarlos uno a uno.
Revolvió entre las cosas que Lurvy y Janine habían traído hasta encontrar las herramientas que buscaba. Trataba de arreglar un transmisor de imágenes digitalizadas para utilizarlo juntamente con los circuitos audio de la radio MRL.
—Sólo podemos recibir de momento —dijo con los ojos fijos en la pantalla—, pero si nos quedamos lo suficiente, puedo construir un transmisor digitalizado. De momento, ya tenemos voz y… ah, sí, el viejo dijo que te besara de su parte.
—Entonces supongo que nos vamos a quedar por algún tiempo —dijo Janine.
—Entonces supongo que será mejor sacar más cosas de la nave —coreó su hermana—. Wan, ¿dónde dormiremos?
Así que mientras Paul trabajaba en las comunicaciones, Wan y las dos mujeres se dieron prisa por amontonar lo más necesario en unas habitaciones que había en la zona de los corredores rojos. Wan estaba orgulloso de poder hacer de guía. Las paredes ofrecían unos nichos algo mayores que los de la nave de Wan, lo suficientemente largo incluso para Paul, en caso de que no le importara dormir con las piernas ligeramente encogidas. Había una especie de cuarto de baño, de diseño no demasiado humano. Consistía en una serie de placas metálicas sobre el suelo, al modo de las letrinas del este de Europa. Hasta había una especie de bañera. Era algo a medio camino entre la ducha y la bañera, con una protuberancia que se parecía a una alcachofa de ducha, de la que salía agua tibia cuando uno se ponía debajo. Todos empezaron a oler mucho mejor. Wan, en concreto, se bañaba exageradamente a menudo, desvistiéndose a veces para bañarse de nuevo cuando tenía el cogote todavía húmedo del baño anterior. Tiny Jim le había dicho que era una costumbre que debía observarse entre la gente educada. Además, se había dado cuenta de que Janine lo hacía con cierta frecuencia. Lurvy, observándolos, recordó lo difícil que había sido conseguir que Janine se bañara de camino a la Factoría Alimentaria, y guardó silencio.
Como piloto, y por ello capitán, Lurvy se constituyó en cabeza del grupo. Le asignó a Paul la tarea de establecer y mantener comunicación con su padre, allá en la Factoría, con la ayuda de Wan cuando se trataba de comunicarse con los Difuntos. Asignó a Janine, contando con su propia ayuda y la de Wan, las tareas de una ama de casa, como lavar la ropa en el chorro de agua tibia. A Wan, con la ayuda de quien estuviera disponible, le asignó recorrer las zonas no peligrosas para grabar y fotografiar de cara a enviar una transmisión a su padre y a la Tierra. Generalmente, la compañera de Wan era Janine. Cuando se podía, alguno de los adultos hacía de carabina, pero eso sucedía raras veces.
A Janine parecía darle igual. Para ella era todavía una aventura poder disfrutar de la tan reciente compañía de Wan, y no parecía tener prisa por llevar las cosas a un plano distinto… salvo cuando se tocaban. O cuando le sorprendía mirándola. O cuando percibía aquel abultamiento en la haraposa falda que él llevaba. En aquellas ocasiones, sus fantasías y ensoñaciones se acercaban bastante a aquel otro plano, lo suficiente para ella por el momento. Jugaba con los Difuntos, comía aquellas bayas marrones por fuera, verdes por dentro, hacía sus tareas y esperaba a ser un poquito mayor.
No había demasiadas objeciones que hacer a las reglas de Lurvy, ya que ésta se había preocupado por asignarle a cada uno las tareas que prefería hacer, lo cual, además, le permitía a ella estudiar las recomendaciones grabadas que le llegaban de su padre, y a través de éste, de la lejana Tierra.
Las comunicaciones distaban de ser satisfactorias. Lurvy no había apreciado lo bastante la ayuda de Vera hasta que se encontró sin ella. No podía decidir qué mensajes eran verdaderamente prioritarios, ni agruparlos por temas a través de la computadora. No había allí computadora alguna de que servirse, a no ser la sobrecargada computadora de su cabeza. Los mensajes llegaban en desorden, y cuando los contestaba o enviaba los informes que debían pasar a la Tierra, no estaba jamás segura de que llegaran a donde debían.
Los Difuntos parecían ser básicamente memorias de lectura solamente, interactivas pero limitadas, y sus circuitos habían sido además perturbados por el esfuerzo adicional de servirse de ellos para establecer contacto con la Factoría Alimentaria, una tarea para la que no habían sido diseñados. (¿Pero para qué habían sido diseñados? ¿Quién los había programado?). Wan, que no hacía más que fanfarronear en su pose de experto, de pronto se vio obligado a reconocer tristemente que no era aquella la función que se esperaba que los Difuntos desempeñaran. A veces, conectaba a Tiny Jim y salía Henrietta, y a veces, un antiguo profesor de literatura que se llamaba Willard; en una ocasión, hasta salió una voz que no había oído nunca antes, una voz que temblaba y murmuraba casi en el límite de lo perceptible, balbuciendo presa de una vieja locura.
—Ve a los dorados —lloriqueó Henrietta, más alarmada que nunca.
Y acto seguido, se oyó la voz de tenor de Tiny Jim sobresalir por encima de la de aquélla:
—¡Te matarán! ¡No les gustan los parias!
Aquello daba miedo. Sobre todo porque Wan decía que Tiny Jim era el más sensato de todos ellos. Lurvy se sorprendió al comprobar que no podía estar más asustada de lo que ya estaba, aunque lo cierto era que había tenido que sobreponerse a demasiadas alarmas y temores, y ya se había acostumbrado a ello. También sus circuitos estaban sobrecargados.
¡Y los mensajes! Un solo minuto de grabación digital concentrada contenía catorce horas de grabación. Las órdenes del contacto de la Tierra eran: Informar de la distribución de los controles que impulsaban el artefacto. Intentar hacerse con muestras del tejido de los Heechees o Primitivos. Congelar y almacenar tallos, hojas y frutos de los arbustos de bayas. Extremar las precauciones. Había media docena de mensajes inconexos de su padre; estaba solo; no se encontraba bien; no podía recibir la adecuada atención médica puesto que se habían llevado la unidad de bioanálisis; le bombardeaban desde la Tierra con órdenes perentorias. Los mensajes de la Tierra eran: Sus primeros informes habían sido recibidos, analizados e interpretados, y en aquellos momentos se estaban efectuando sugerencias para llevar a cabo programas en consonancia con los informes. Debían interrogar a Henrietta acerca de los fenómenos astrofísicos a que se refería; la computadora de su nave, Vera, no era capaz de interpretarlos, la matriz de Vera en la Tierra no podía establecer comunicación inmediata con ella, y el viejo Peter no sabía la suficiente astrofísica como para formular las preguntas adecuadas, de forma que el interrogatorio de los Difuntos era cosa suya. Tendrían que interrogar a los Difuntos acerca de los recuerdos de las misiones de Pórtico que habían realizado, en el supuesto de que recordaran algo. Tendrían que intentar averiguar cómo los prospectores vivos eran convertidos en programas computerizados. Tendrían que… tendrían que hacerlo todo, ellos solos. Y deprisa. Y prácticamente todo lo que tenían que hacer era imposible ¡Muestras de tejido! ¡Menuda ocurrencia! Cuando llegaba un mensaje claro, de tipo personal y que nada pedía, Lurvy lo guardaba como oro en paño.
Y algunos eran auténticas sorpresas. Además de las cartas de los fans y amigos de Janine y de las constantes súplicas a propósito de cualquier información que pudiesen conseguir para el viudo de Trish Bover, llegó uno personal destinado a Lurvy, de Robinette Broadhead:
«Dorema, sé que estáis sobrecargados de trabajo. Ya antes de empezar, vuestra misión era vital y peligrosa, y ahora lo es mucho más. Sólo espero que lo hagáis lo mejor posible. No tengo el poder suficiente como para pasar por encima de las órdenes de la Corporación de Pórtico. No puedo cambiar los objetivos que os asignaron. Pero quiero que sepáis que estoy con vosotros. Averiguad todo lo que podáis. Procurad no embarcaros en nada de lo que tengáis que arrepentiros. Y yo haré todo lo que esté en mi mano para que se os recompense tanto y tan generosamente como tenéis derecho a esperar. De veras, Lurvy, te doy mi palabra».
Era un mensaje raro, una extraña atención. Le sorprendía incluso que el propio Broadhead supiera su sobrenombre. Su relación había sido estrictamente profesional. Mientras ella y los suyos eran interrogados para obtener la misión de la Factoría Alimentaria, habían estado con Broadhead muchas veces. Pero la relación había sido la del monarca y el súbdito, y no había habido en ningún caso una mutua amistad demasiado estrecha. Y además, no le había gustado demasiado. Era bastante amable y cándido —un multimillonario con bastante don de gentes—, pero estaba preocupadísimo por cada dólar que gastaba y por cada nuevo paso dado en cada proyecto en que sus intereses se veían afectados. No le había gustado demasiado ser el cliente de un caprichoso magnate de las finanzas.
Y, para ser sinceros, ella había acudido a cada una de sus entrevistas con un cierto prejuicio. Había oído hablar de Robinette Broadhead mucho antes de que tuviera que ver con sus vidas. En la época en que ella estuvo en Pórtico, había salido en una Tres, de cuya misión formaban parte también una mujer madura que en cierta ocasión había sido compañera de viaje de Gelle-Klara Moynlin. La mujer le contó la historia del último viaje de Broadhead, la que le había convertido en millonario. Había algo cuestionable en relación a aquella misión. Habían muerto nueve personas. Broadhead había sido el único superviviente. Y una de las víctimas había sido Klara Moylin, de quien —decía la mujer—, Broadhead había estado enamorado. Tal vez la propia experiencia de Lurvy en una misión en que casi toda la tripulación había muerto, hacía que viera las cosas de determinado modo. Pero no podía evitarlo.
Lo curioso respecto de la misión de Broadhead fue que la palabra «muerto» no era la que mejor podía aplicarse a las víctimas. La tal Klara y los demás habían quedado atrapados en un agujero negro, y quizás allí seguían, tal vez vivos, prisioneros de un tiempo más lento, a lo mejor apenas unas horas más viejos a pesar de los años transcurridos.
Así que ¿cuál era la orden oculta del mensaje de Broadhead? ¿Estaba tratando de incitarles a que encontraran un modo de penetrar en la prisión de Gelle-Klara Moynlin? ¿Era él mismo consciente de ello? Lurvy no podía asegurarlo, pero al menos se percató de que por primera vez pensaba en su jefe como en un ser humano. Semejante pensamiento era conmovedor. No la ayudaba a sentirse menos atemorizada, pero sí menos sola. Cuando le llevó a Paul la última remesa de mensajes, a la sala de los Difuntos, para que los grabara a alta velocidad y los enviara cuando pudiera, se detuvo un momento, le pasó los brazos alrededor y le abrazó, lo que a él le sorprendió muchísimo.
Algo le decía a Janine que avanzara con cautela cuando regresó a la sala de los Difuntos de una exploración con Wan. Pudo mirar adentro sin que la oyeran, y vio a su hermana y a su cuñado sentados cómodamente contra la pared, escuchando a medias la absurda charla de los Difuntos, a medias diciéndose cosas el uno al otro. Se dio la vuelta, con el índice sobre los labios y guió a Wan afuera.
—Creo que prefieren estar solos —explicó—, y además, yo estoy cansada. Vamos a descansar un poco.
Wan se encogió de hombros. Encontraron un lugar adecuado en la intersección de varios corredores, a una docena de pasos de distancia, y él se instaló, pensativo, detrás de la muchacha.
—¿Están copulando?
—¡Caramba, Wan! Es la única idea que tienes en mente —pero no estaba enfadada, y le dejó que se acercara un poco a ella, hasta que la mano de él se plantó en su pecho—. Quítala de ahí —dijo con suavidad.
Él retiró la mano.
—Estás muy molesta estos días —se quejó él.
—¡Oh, sal de detrás mío de una vez!
Pero cuando se separó de ella unos milímetros, Janine se dejó caer para estar cerca de él. Estaba satisfecha de haber conseguido que él la deseara, y estaba bastante segura de que, de suceder algo, pues estaba claro que «algo» iba a suceder, sucedería cuando ella quisiera. Después de casi dos meses con Wan había llegado a quererle, incluso a tenerle confianza, y lo demás podía esperar. Disfrutaba teniéndolo a su lado.
Incluso cuando estaba malhumorado.
—No estás rindiendo al máximo —se quejó.
—¿Rindiendo en qué sentido, por amor de Dios?
—Tendrías que hablar con Tiny Jim —le respondió severamente—. Él te podría explicar comportamientos más adecuados en lo referente a la reproducción. Yo estoy seguro de estar rindiendo al máximo porque él me ha explicado cuál debe ser mi comportamiento. Claro que en tu caso es distinto. Básicamente lo mejor que puedes hacer es consentir en que copule contigo.
—Sí, eso ya me lo habías dicho. ¿Sabes una cosa, Wan? Hablas demasiado.
Él se calló, perplejo. No podía defenderse de semejante acusación. No comprendía ni tan siquiera por qué ello constituía una acusación. Durante la mayor parte de su vida, la única forma de comunicación había sido hablar. Repasó mentalmente todas las explicaciones de Tiny Jim, y entonces, su expresión se iluminó.
—Comprendo. Lo que quieres es que te bese antes.
—¡No! Ni antes ni después. ¡Y quítame la rodilla de la entrepierna!
La soltó de mala gana.
—Janine —le explicó—, el contacto físico es esencial en el amor. Eso reza para los animales inferiores lo mismo que para nosotros. Los perros se huelen. Los primates se pavonean. Los reptiles se enroscan unos a otros. Hasta los brotes de las rosas crecen cerca de las plantas adultas; al menos, eso dice Tiny Jim, aunque no cree que se trate de una manifestación sexual. Pero vas a quedarte fuera de la competición sexual si no te andas con cuidado, Janine…
Ella se echó a reír.
—¿Ah, sí? ¿Desplazada por quién, por la vieja Henrietta?
Pero al ver que se molestaba, sintió lástima por él, y dijo con la suficiente suavidad:
—¿Sabías —habló mientras se levantaba— que tienes unas cuantas ideas equivocadas? Lo último que deseo, si es que alguna vez llegamos a «copular», como tú dices, es quedarme encinta en un lugar como éste.
—¿Encinta?
—Preñada —le aclaró—. No quedarme fuera de la competición sexual y tener que cargar con una criatura. Oh, Wan —le dijo revolviéndole el cabello—, sigues sin enterarte de nada. Seguro que vamos a copular hasta hartarnos un día de estos, y a lo mejor hasta acabamos casándonos o algo así, y lo de la competición sexual nos importará un bledo. Pero de momento, no eres más que un mocoso, y yo lo mismo. Tú no quieres reproducirte, lo único que quieres es hacer el amor.
—Sí, bueno, eso es cierto, pero Tiny Jim dice…
—¿Pero es que no vas a dejarme en paz con Tiny Jim? —se irguió del todo y le miró un instante, y luego dijo cariñosamente—: Mira, ¿sabes qué? Yo me vuelvo a la sala de los Difuntos. ¿Por qué no vas a leer un rato hasta que se te enfríen los ánimos?
—¡Pareces tonta! —le gritó—. ¡No tengo ni libros ni descifradores!
—¡Por el amor de Dios! ¡Entonces vete a dar una vuelta hasta que se te pase la calentura!
Wan la miró, y después se miró su ropa recién lavada. No había ningún bulto a la vista, pero sí se veía una mancha pálida y creciente de humedad. Sonrió con cara de bobo.
—Me temo que ya no hace falta —dijo.
Cuando volvieron, Paul y Lurvy habían dejado de acunarse amorosamente, pero Janine pudo observar que estaban más tranquilos que de costumbre. Lo que Lurvy pudo detectar en Janine y en Wan era menos tangible. Los miró pensativamente, estuvo a punto de preguntarles qué habían estado haciendo, pero se calló. Paul estaba, a todas luces, mucho más interesado en lo que acababan de descubrir.
—Escuchad esto, muchachos.
Marcó el número de Henrietta, esperó hasta que la voz llorosa balbució un saludo, y le preguntó:
—¿Quién eres?
La voz sonó decidida.
—Soy un análogo computerizado. Mientras estuve viva, era la señora de Arnold Meacham, en misión orbital 74D19. Poseo la licenciatura en Ciencias y la cátedra de la Universidad de Tulane, y el doctorado en Físicas por la Universidad de Pensilvania, y mi especialidad es la astrofísica. Tras veintidós días de viaje llegamos a un artefacto, en el que aterrizamos, a consecuencia de lo cual sus ocupantes nos capturaron. En el momento de mi muerte, tenía treinta y ocho años, dos menos que… —la voz vaciló—, que Doris Filgren, nuestro piloto, la cual… —vaciló de nuevo—. La que… a quien mi marido creo que… con quien tuvo un lío con la cual…
La voz comenzó a sollozar, y Paul la desconectó.
—Bueno, no es mucho, pero al menos ya es algo —dijo—. La pobre Vera le ha conseguido una conexión con el mundo real. Y no solo a ella. ¿Quieres saber cómo se llamaba tu madre, Wan?
El muchacho le miraba con ojos desorbitados.
—¿El nombre de mi madre? —preguntó.
—O de cualquier otro. El de Tiny Jim, por ejemplo. Era un piloto de la flotilla de Venus que marchó a Pórtico, de Pórtico llegó aquí. Su nombre era James Cornwell. Willard era un profesor inglés. Desfalcó el dinero destinado a los estudiantes para pagarse el viaje a Pórtico, y por lo que se ve, le sirvió de bien poco. Su primera misión le trajo aquí. La matriz de Vera en la Tierra escribió un interrogatorio para Vera, y ella lo ha puesto en práctica. ¿Pero qué te pasa, Wan?
El chico se pasó la lengua por los labios.
—¿El nombre de mi madre? —repitió.
—Oh, lo siento —se disculpó Paul, recobrando los modales. No se le había ocurrido pensar que la noticia podía haber afectado los sentimientos del muchacho—. Se llamaba Elfega Zamorra. Pero según parece, no es ninguno de los Difuntos, Wan. No sé por qué. Y tu padre…, bueno, eso resulta curioso. Tu padre real estaba ya muerto cuando ella llegó aquí. El hombre al que te referías como tu padre debe de ser otra persona. No sé quién. ¿Tienes idea?
Wan se encogió de hombros.
—Quiero decir, por qué tu madre o, me imagino que es así como tendrías que llamarle, tu padrasto no están entre los Difuntos.
Wan abrió los brazos sin saber qué decir.
Lurvy se le acercó. ¡Pobre chico! Intentó calmarle pasándole el brazo alrededor, y le dijo:
—Supongo que esto es duro para ti, Wan. Estoy segura de que averiguaremos aún mucho más.
Señaló a la maraña de grabaciones, codificadores y procesadores que llenaba la sala antaño vacía.
—Todo lo que averiguamos lo transmitimos a la Tierra —explicó.
Él la miró con agradecimiento pero sin acabar de comprender, mientras ella trataba de explicarle cómo aquel vasto complejo de computadoras en la Tierra analizaba, comparaba, cifraba e interpretaba cada pequeña muestra del Paraíso Heechee y de la Factoría Alimentaria, sin mencionar, claro está, cualquier otro bit de información que les llegara desde dondequiera que fuese. Hasta que Janine intervino.
—Oh, dejadle en paz. Entiende lo bastante —dijo inteligentemente—. Dejad que lo asimile.
Revolvió la caja de raciones de comida en busca de las cajas verde pizarra, y entonces dejó caer:
—A propósito, ¿por qué está la cosa esa haciéndonos señales?
Paul prestó atención y se arrojó sobre la masa informe de sus aparatos. El monitor conectado a las cámaras portátiles estaba emitiendo un débil cuip-cuip. Maldiciendo en voz baja, le dio la vuelta para que todos lo vieran.
Era la cámara que habían dejado donde los arbustos de bayas, abandonada allí para que grabara pacientemente la inamovible escena y sonar la alarma en cuanto notara el menor movimiento.
Y eso era lo que estaba pasando. Un rostro les miraba ceñudo.
Lurvy sintió un escalofrío de terror.
—Heechee —resolló.
Pero si de ello se trataba, aquel rostro no daba muestras de albergar una inteligencia capaz de colonizar una galaxia. Parecía estar a cuatro patas, mirando la cámara con preocupación, y detrás había cuatro o cinco más como él. El rostro carecía de barbilla. El arco supraciliar se proyectaba hacia adelante desde un cráneo peludo; había más vello en el rostro que en la cabeza. De haber tenido un abultamiento occipital, podría haber sido un gorila. En conjunto, no difería demasiado de la reconstrucción computerizada de la descripción de Wan, pero era de apariencia más cruda, más animalesca. Y sin embargo, no eran animales sin más. Al desplazarse la cabeza hacia un lado, Lurvy pudo ver que los otros, desperdigados en torno al arbusto, llevaban algo que un animal jamás llevaría de forma espontánea. Iban vestidos. Había además indicios de ornamentación en lo que llevaban puesto, motas de color cosidas a sus túnicas, tatuajes o algo parecido en los lugares en que la piel aparecía desnuda, incluso una tira de cuentas de bordes afilados alrededor del cuello de uno de los machos.
—Supongo —dijo Lurvy convulsivamente— que hasta los Heechees degeneran con el tiempo. Y han tenido mucho tiempo para degenerar.
La imagen de la cámara viró vertiginosamente.
—Maldita sea —espetó Paul—. No habrá degenerado tanto cuando ha sido capaz de descubrir la cámara. ¡La ha levantado! ¡Wan! ¿Crees que saben que estamos aquí?
El muchacho se encogió de hombros indiferente.
—Claro que lo saben. Siempre lo saben. Lo que pasa es que no les importa.
La imagen se estabilizó, el Primitivo que la había levantado se la estaba pasando a otro. Wan lo vio y dijo:
—Ya os dije que casi nunca vienen a esta parte de la zona azul. Tampoco van a la roja. Y no hay razón para que vayan a la verde. Allí nada funciona, ni los surtidores de agua ni los descifradores. Casi siempre se quedan en los dorados. Siempre y cuando no se hayan comido todas las bayas y quieran más.
El altavoz del monitor soltó una especie de aullido y la imagen volvió a temblar. Se detuvo momentáneamente en una de las hembras, que se chupaba un dedo; al punto, ésta se acercó funestamente a la cámara, que volvió a dar vueltas hasta quedarse definitivamente en blanco.
—¡Paul! ¿Qué han hecho? —preguntó Lurvy.
—La han roto, me imagino —dijo, mientras intentaba en vano recuperar la imagen—. La pregunta es más bien: ¿Qué hacemos nosotros? ¿No es suficiente ya? ¿No sería hora de ir pensando en volver?
Y en eso estuvo pensando Lurvy. Todos pensaron en ello. Por más solapadamente que se lo preguntaran, Wan insistía tozudamente en que no había de qué tener miedo. Los Primitivos NUNCA le habían causado problema alguno en los corredores de luz roja. En los verdes no los había visto jamás, aunque a decir verdad, él iba allí bien poco. En los azules, rara vez los había visto. Y, sí, por supuesto que sabían que había gente —los Difuntos le habían asegurado que los Primitivos tenían máquinas que escuchaban, y que a veces veían también, por todas partes; eso cuando no estaban rotas, claro. Simplemente, les traía sin cuidado.
—Si no nos metemos en los corredores dorados, no nos causarán problemas —dijo lleno de optimismo—. A menos que salgan de ellos, claro está.
—Wan —dijo Paul con sorna—, no puedes hacerte una idea de lo tranquilo que me dejas.
Aquella no era sino la manera que tenía el muchacho de decir que las apuestas a su favor eran bastante altas.
—Suelo ir a los corredores dorados para divertirme —dijo con presunción—. También a por libros. Y nunca me han cogido, ¿sabes?
—¿Y qué pasa si a los Primitivos les da por venir aquí a divertirse o a por libros? —preguntó Paul.
—¡A por libros! ¿Y qué diantres iban a hacer ellos con los libros? En todo caso, a por bayas. A veces salen con las máquinas. Tiny Jim dice que sirven para reparar lo que se estropea. Pero no siempre. Y las máquinas no es que funcionen muy bien, ni muy a menudo. Además, ¡si se les oye a kilómetros de distancia!
Se sentaron en silencio durante unos instantes, mirándose unos a otros. Entonces Lurvy dijo:
—Lo que yo creo es que deberíamos concedernos aún otra semana más aquí. No creo que eso sea abusar demasiado de nuestra suerte. Tenemos… ¿cuántas son en total, Paul? Cinco cámaras más. Las plantamos por ahí, las conectamos al monitor y las dejamos. Si lo hacemos con cuidado, podemos ocultarlas de modo que los Heechees no las vean. Exploraremos los corredores rojos, que son los más seguros, y los verdes y azules en la medida de lo posible, recogiendo muestras y haciendo fotos. Quiero echarles un vistazo a las máquinas para reparaciones. Y cuando hayamos hecho todo lo que podamos, veremos… cuánto tiempo nos queda. Y entonces tomaremos la decisión de ir o no ir a los pasadizos dorados.
—Pero no más de una semana a partir de ahora —reiteró Paul. En realidad no es que insistiera en ello; es que quería dejar las cosas bien claras.
—No, no más de una semana —acordó Lurvy, y Janine y Wan asintieron.
Pero cuarenta y ocho horas después ya estaban en los dorados, a pesar de todo lo dicho.
Habían decidido reemplazar la cámara estropeada, y así, los cuatro juntos, volvieron sobre sus pasos hasta la triple intersección en que crecían los arbustos de bayas, desnudos de frutos maduros. Wan marchaba el primero, de la mano con Janine, quien se separó del grupo para inclinarse sobre los restos de la cámara.
—La espachurraron a base de bien —se maravilló—. No nos habías dicho que fuera tan fuertes, Wan. ¡Mira! ¿Es eso sangre?
Paul se la arrebató de las manos, dándole la vuelta y mirando concentradamente la costra negra que había a lo largo de uno de los bordes.
—Parece que hubieran intentado abrirla. Yo mismo no podría hacerlo sólo con la fuerza de mis manos. Debió de resbalar y se cortó.
—Oh, sí —dijo Wan indiferente—, son bastante fuertes.
Pero su atención no se centraba en la cámara. Miraba corredor adelante, olisqueando el aire, prestando más atención a cualquier sonido distante que a lo que le decían.
—Me estás poniendo nerviosa —se quejó Lurvy—. ¿Es que oyes algo?
Wan se mostró irritado.
—Se les huele antes de verles; pero no, no huelo nada. No están cerca. ¡Y no tengo ningún miedo! Vengo aquí a menudo a buscar libros y a divertirme con las tonterías que hacen.
—Ya —dijo Janine, recibiendo de Paul la cámara rota mientras éste buscaba un sitio en que ocultar la nueva. No había demasiados escondrijos. La decoración Heechee era más bien escasa.
Wan estalló.
—¡He llegado por este pasillo hasta donde alcances a ver! —presumió—. El mismo lugar donde están los libros se encuentra mucho más adentro, ¿te enteras? Sólo algunos están en los pasillos.
Lurvy miró en la dirección que Wan señalaba sin estar segura de entenderle. A una docena de metros o así, había un montón brillante de desperdicios, pero nada de libros. Paul, que estaba cortando cinta adhesiva para colgar del muro la cámara tan alta como pudiera, dijo:
—Qué pesado estás con los dichosos libros. ¿Quieres explicarme qué es lo que puede hacer un Heechee con Moby Dick o Don Quijote?
Wan entonó con dignidad:
—Paul, eres idiota. Ésos no son más que los que me dan los Difuntos, no los libros de verdad. Los de verdad son ésos.
Janine le miró con curiosidad y avanzó unos pasos corredor adentro.
—¡No son libros! —gritó por encima del hombro.
—¡Claro que lo son! ¡Acabo de decírtelo!
—Que no, que no lo son. Míralo tú mismo.
Lurvy abrió la boca para pedirle que volviera; dudó y la siguió. El pasillo estaba vacío y Wan no parecía más agitado que de costumbre. Cuando estaba a medio camino del montón reluciente reconoció lo que veía, y se reunió rápidamente con Janine para coger uno.
—Wan —le dijo—, los he visto antes. Son molinetes de oraciones Heechees. Los hay a cientos en la Tierra.
—¡No! —se estaba enfadando—. ¿Por qué insistes en que miento?
—No digo que mientas, Wan.
Lo desenrolló entre las manos. Era como una cinta de plástico; se abría fácilmente, pero en cuanto su mano soltaba el extremo, se enrollaba de nuevo. Era el artefacto más corriente de la cultura Heechee, hallados a montones en los túneles abandonados de Venus, llevados de regreso a Pórtico después de cada misión exitosa. Nadie había sabido jamás qué hacían con ellos los Heechees, ni tampoco si el nombre que se les daba era el apropiado.
—Se les llama molinetes de oraciones, Wan.
—¡Qué no! —chilló contrariado, llevándose uno y yendo en dirección a la intersección de pasillos—. No se usan para rezar. Se leen así.
Empezó a poner el rollo sobre uno de los salientes en forma de tulipán que había en las paredes; le echó un vistazo y lo tiró al suelo.
—Éste es uno de los malos —dijo mientras revolvía por entre los montones de molinetes que había por el suelo—. Espera. Sí. No es que éste sea de los buenos, pero al menos es de los que se pueden entender.
Lo deslizó dentro del tulipán, se produjo un súbito y débil crepitar, y el rollo y el tulipán desaparecieron. Una nube coloreada en forma de limón los envolvió, y tomó la forma de un libro cosido por el lomo, abierto por una página que mostraba líneas verticales de ideogramas. Una voz débil —¡humana!— empezó a declamar algo en un idioma de registros tonales agudos.
Lurvy no entendía las palabras, pero dos años en Pórtico la habían hecho cosmopolita. Carraspeó.
—¡Creo… creo… que es japonés! ¡Y eso de ahí parecen poesías Haiku! Wan, ¿qué es lo que hacen los Heechees con los libros japoneses?
Él le contestó con un tono de superioridad:
—Pues ésos no son los originales, Lurvy, sólo copias de otros libros. Los buenos son todos como ése. Tiny Jim dice que todos los libros y las cintas de los Difuntos, todos los Difuntos, incluso los que no están aquí ya, están ahí almacenados. Eso es lo que suelo leer.
—Dios mío —dijo Lurvy—. ¡La de veces que los he tenido entre las manos sin saber qué hacer con ellos ni para qué servían!
Paul movió la cabeza pensativamente. Entró dentro de la resplandeciente imagen y sacó el molinete de oración fuera del tulipán. Salió con facilidad; la imagen se desvaneció y la voz quedó interrumpida a media sílaba. Volvió el molinete del revés entre sus manos.
—Me ha dejado pasmado —reconoció—. Todos los científicos del mundo han hecho alguna intentona. ¿Cómo demonios es que a nadie se le ocurrió lo que podían ser?
Wan se encogió de hombros. Ya no estaba enfadado: ahora disfrutaba con el triunfo de haberles demostrado a todos ellos que les superaba en conocimiento.
—A lo mejor es que también ellos son idiotas —espetó. Y luego, con más cuidado—: O tal vez es que sólo hayan encontrado los que no hay quien entienda… a excepción de los Primitivos, si es que alguna vez se han molestado en leerlos.
—¿Tienes alguno de ésos a mano, Wan? —preguntó Lurvy.
Él negó con petulancia.
—Nunca pierdo el tiempo con ésos —explicó—. Sin embargo, si no me crees…
Revolvió entre los montones, con una expresión que manifestaba a las claras que estaban perdiendo el tiempo en cosas que él ya había investigado previamente y que había catalogado como de nulo interés.
—Sí, creo que éste es uno de los desechables.
Cuando lo deslizó en el interior del tulipán, el holograma que brotó era brillante… y desconcertante. Era tan difícil de leer como el juego de colores de los controles que dirigían las naves Heechees. Más difícil incluso. Unas extrañas y oscilantes líneas que se mezclaban unas con otras, que se precipitaban en una cascada de colores y volvían a unirse. Si se trataba de un lenguaje escrito, estaba a tanta distancia del alfabeto occidental como lo estaba el cuneiforme. O tal vez más. Todos los alfabetos terrestres comparten algunas características, como mínimo, el hecho de representar símbolos dispuestos en una superficie plana. Esto, en cambio, parecía tener que percibirse en tres dimensiones. Y al mismo tiempo se oía algo así como el zumbido ininterrumpido de un mosquito, como el ruido de la telemetría captado erróneamente por una radio de bolsillo. En conjunto, desconcertante.
—No creí que fuera a gustaros —observó Wan con rencor.
—Apágalo, Wan —dijo Lurvy; y entonces añadió con energía—: Hemos de llevarnos tantos como podamos. Paul, quítate la camisa. Reúne tantos como puedas y llévatelos a la sala de los Difuntos. Y llévate también la cámara rota; dásela a la unidad de bioanálisis para ver si puede sacar alguna conclusión a partir de la sangre Heechee.
—¿Y qué vais a hacer vosotros? —preguntó Paul. Pero mientras tanto, ya se había quitado la camisa y la estaba llenando con los resplandecientes «libros».
—Iremos a continuación. Adelántate, Paul. Wan, ¿puedes decirnos cuáles son los de cada tipo? Quiero decir, los que no te interesaban y los que sí.
—Por supuesto que puedo, Lurvy. Son mucho más antiguos, a veces están incluso un poco oscurecidos, como puedes ver.
—De acuerdo. Vosotros dos, quitaos también la ropa… la que necesitéis para hacer un hatillo. Venga, ya racionaremos otras cosas —dijo quitándose el mono.
Se quedó en sujetador y panties, haciendo nudos a las mangas y perneras de la prenda. Calculó que podrían meter dentro cincuenta o sesenta molinetes, y sumados a los que podrían llevarse en la túnica de Wan y el vestido de Janine, se llevarían más de la mitad de los objetos. Con eso bastaría. No había que ser avariciosos. De todas formas, había más en la Factoría Alimentaria, aunque se trataría sólo de los que Wan había llevado allí, lo que significaba que serían únicamente de los que él era capaz de entender.
—¿Hay descifradores en la Factoría Alimentaria, Wan?
—Claro, ¿cómo si no iba a llevarme los libros allí? —contestó.
Iba seleccionando de mala gana los molinetes, murmurando para sí mientras les pasaba los más viejos, los inservibles, a Janine y a Lurvy.
—Tengo frío —se quejó.
—Todos tenemos frío. Preferiría que llevaras puesto un sujetador, Janine —le dijo ceñuda a su hermana.
Janine contestó indignada:
—¿Sabes? No había planeado quitarme la ropa. Wan tiene razón, hace frío.
—Es sólo un momento. Date prisa, Wan, y tú también, Janine, a ver si podemos recoger rápido los libros de los Heechees.
Habían llenado prácticamente su mono, y Wan, muy digno con su falda escocesa, estaba empezando a meterlos en su túnica de mal humor. Sería posible incluso, observó Lurvy, meter una docena en la falda. Al fin y al cabo, debajo llevaba un slip. Pero de todas maneras, había suficientes. Paul se acababa de llevar, por lo menos, treinta o cuarenta. Su propio mono parecía contener unos setenta y cinco. Y, en todo caso, podían volver a por el resto si así lo decidían.
Lurvy no creía que fueran a tomar semejante decisión. Con aquéllos, sobraba. Fuera lo que fuera lo que el Paraíso Heechee les reservaba todavía, de momento tenían ya algo de incalculable valor. ¡Los molinetes de oraciones eran libros! Sabiendo eso, media batalla se había ganado; con la certidumbre de su parte, los científicos podrían, con toda seguridad, dar con la clave de su lectura. Si no conseguían hacerlo de buenas a primeras, siempre contaban con los descifradores de la Factoría Alimentaria. En el peor de los casos, podían leer cada molinete ante alguno de los monitores de Vera, codificar sonido e imagen y enviar toda la información a la Tierra. Tal vez consiguieran separar uno de los descifradores y llevárselo de vuelta a casa. Pues de vuelta iban, de pronto Lurvy se sintió segura. Si no encontraban la manera de mover de su sitio la Factoría Alimentaria, la abandonarían. Nadie podría reprochárselo. De haber necesidad, otros grupos podían seguir sus huellas, pero mientras… ¡Mientras tanto, los objetos llevados por ellos a la Tierra serían los más valiosos descubrimientos del asteroide Pórtico! Se les recompensaría en consonancia con tales hallazgos, sin duda alguna. Tenía incluso la palabra de honor de Robinette Broadhead. Por primera vez desde que abandonaran la Luna, sobre la ondulante llama de sus cohetes de despegue, Lurvy pensó en sí misma ya no como en una persona que está luchando por un premio, sino como en quien ya lo ha ganado… ¡Y qué contento iba a ponerse su padre!
—Ya es suficiente —dijo, ayudando a Janine a sujetar el desbordante saco de molinetes—. Y ahora, directos a la nave.
Janine apretó el torpe bulto contra sus pequeños pechos, y cogió algunos más con la mano que le quedaba libre.
—Lo dices como si nos fuéramos a ir a casa —dijo.
—A lo mejor —sonrió Lurvy—. Por supuesto que tendremos que decidirlo y votar. ¿Wan, qué pasa?
Wan estaba en el umbral de la puerta, con la túnica llena de molinetes debajo del brazo. Y parecía asustado.
—Nos hemos demorado demasiado —susurró, escudriñando corredor adelante—. Hay Primitivos junto al árbol de bayas.
—Oh, no.
Pero así era. Lurvy miró con cautela hacia el fondo del pasillo, y allí estaban, mirando la cámara que Paul había fijado al techo. Con dificultad, uno de ellos la alcanzó y la arrancó mientras ella miraba.
—Wan, ¿hay otra manera de llegar a resguardo?
—Sí, a través de los dorados, pero…
Su pituitaria trabajaba con denuedo.
—Creo que también allí hay unos cuantos. Puedo olerlos. ¡Y, sí, también puedo oírles!
Y era verdad. Lurvy podía oír un débil susurro de gruñidos agudos y gorjeos, que llegaban desde el lugar en que el corredor se doblaba en un recodo.
—No tenemos elección —dijo—. Sólo hay dos de ellos en el camino por el que vinimos. Les tomaremos por sorpresa y nos abriremos paso a la fuerza. ¡Vamos!
Sujetando todavía los molinetes, empujó a los otros dos delante de sí. Los Heechees podían ser fuertes, pero Wan había dicho que eran lentos. Con un poco de suerte…
Pero no la tuvieron. Al llegar a la intersección se dieron cuenta de que había más de dos, tal vez media docena o incluso más, de pie y observándoles desde las bocas de los pasillos.
—¡Paul! —le gritó a la cámara—. ¡Nos han cogido! Ve a la nave, y si no aparecemos…
No pudo decir más, porque los Primitivos se les echaron encima, ¡y eran condenadamente fuertes!
Les hicieron subir a empellones media docena de niveles, con un raptor a cada brazo, impasiblemente hablando entre ellos mediante gorjeos, absolutamente indiferentes a cualquier cosa que ellos tres pudieran decir, y también a sus forcejeos. Wan no hablaba. Dejó que le empujaran a placer durante todo el recorrido, hasta que todos desembocaron en un espacio abierto en forma de huso, donde esperaba otra media docena de Primitivos, a cuyas espaldas una enorme máquina de brillo azulado aguardaba en silencio. ¿Practicaban los Heechees sacrificios? ¿Realizaban experimentos con sus prisioneros? ¿Acabarían ellos mismos como los propios Difuntos, llenos de obsesiones, divagando en espera del siguiente grupo de visitantes? Lurvy contempló aquel abanico de interesantísimas preguntas sin poder contestar a ninguna. No había llegado todavía a experimentar miedo. Sus sentimientos no se habían adecuado aún a la nueva situación, hacía demasiado poco que se había permitido experimentar la sensación del triunfo. El temor tendría que esperar.
Los Primitivos se comunicaron entre sí mediante gorjeos, gesticulaciones en dirección a los prisioneros, a los corredores, a la gran máquina silenciosa que parecía un tanque sin cañones. Era como una pesadilla. Lurvy no entendió ni una sola palabra, si bien la situación era más que clara. Tras unos minutos de charla desordenada los empujaron al interior de un cubículo en el que encontraron —¡sorprendentemente!— objetos más que familiares. Una vez cerrada la puerta, Lurvy deambuló entre ellos: había ropa, un juego de ajedrez, raciones de comida deshidratadas desde hacía mucho. En la punta de un zapato había un grueso rollo de billetes brasileños, más de un cuarto de millón, calculó. ¡No habían sido los primeros cautivos del lugar! Pero no había nada parecido a un arma entre aquellos desperdicios. Se volvió hacia Wan, quien temblaba palidísimo.
—¿Qué pasará? —quiso saber.
Él sacudió la cabeza como uno de los Primitivos. Era todo lo más que podía contestar.
—Mi padre —empezó, y tuvo que tragar saliva antes de poder continuar— …Capturaron a mi padre una vez, sí, de veras, y le dejaron marchar. Pero me temo que ésa no es la regla general, porque mi padre me advirtió que no debía dejarme capturar jamás.
Janine intervino:
—Al menos Paul ha podido escapar. Tal vez… tal vez pueda conseguirnos ayuda.
Pero se detuvo sin esperar respuesta alguna. Cualquier respuesta esperanzada hubiera sido un alarde de fantasía, ya que a cualquier nave le llevaría cuatro años llegar hasta la Factoría Alimentaria. En caso de que recibieran ayuda, tardaría en llegar.
Empezó a escoger prendas de entre la ropa.
—Al menos podremos ponernos algo encima —dijo—. Ánimo, Wan, vístete.
Lurvy siguió su ejemplo, y entonces un extraño sonido emitido por su hermana la paralizó. ¡Era una carcajada!
—¿Qué es lo que te divierte tanto? —explotó.
Janine se puso un viejo jersey antes de contestarle. Le venía demasiado grande, pero era cálido y confortable.
—Pensaba en las órdenes que recibimos, las que decían que debíamos recoger muestras de tejido Heechee, ¿te acuerdas, no? Bueno, a la vista de los acontecimientos, parece que son ellos los que tienen las muestras. De todas las clases, por cierto.