6

TRAS LA FIEBRE

Menos de dos horas. La fiebre no había sido nunca tan corta. Ni tampoco tan intensa. El uno por ciento más sensible de la población había estado fuera de sí durante varias horas más, y prácticamente todo el mundo se había visto afectado de cierta consideración.

Yo fui de los más afortunados, porque después de la fiebre me encontré encerrado en mi habitación del hotel con apenas un chichón en la cabeza, como resultado de mi caída. Ni me encontraba atrapado en un autobús accidentado, ni el avión en que viajaba se había estrellado, ni me había atropellado un coche, ni me había desangrado en la mesa de operaciones mientras los cirujanos y las enfermeras se retorcían sobre el suelo del quirófano sin poder ayudarme. Sólo padecí una hora, cincuenta minutos y cuarenta segundos de mísero delirio, y aun eso diluido entre los once mil millones de habitantes del planeta que lo compartieron conmigo.

Por supuesto, la mitad de esos once mil millones había intentado ponerse en contacto con la otra mitad, todos a la vez, y las comunicaciones habían quedado fuera de servicio. Harriet se proyectó a sí misma para comunicarme que, como mínimo, se habían recibido once llamadas preguntando por mí, una de mi programa científico, una de mi programa de asesoría jurídica, tres o cuatro de los programas de contabilidad de mis holdings y unas cuantas de personas vivas, reales. Ninguna de ellas era de Essie, me explicó Harriet con embarazo cuando se lo pregunté; por el momento, los circuitos de Tucson seguían colapsados, y yo tampoco podía ponerme en contacto con ella desde donde me encontraba. Por lo demás, ninguna máquina se había visto afectada por la locura. Nunca les pasaba. Las únicas ocasiones en que había algún problema con ellas era cuando alguien se conectaba a la red de circuitos por cuestiones de mantenimiento o reajuste. Y como, estadísticamente, eso sucedía un millón de veces por minuto en algún lugar del mundo, con una máquina u otra, no era sorprendente que a algunas les llevara algún tiempo ponerse a funcionar de nuevo.

El primer mandamiento del credo de los negocios es El Negocio; tenía que reunir los fragmentos que quedaran de éste. Le pasé a Harriet una lista con una jerarquía de prioridades, y ella procedió a pasarme los informes. Un rápido boletín de las minas de comida: no había daños importantes. Estado real: algunos incendios y derrumbamientos, nada de importancia, en suma. Alguien se había dejado una barrera abierta en una de las piscifactorías, y seiscientos millones de salmonetes se había escapado para perderse en el mar abierto; pero de todas formas, yo no era más que un detallista en la cría de salmonetes. Aun sumando todos los daños, podía decirse que yo había salido incólume de la crisis, pensé, o al menos, muchísimo mejor que otros muchos. La fiebre había azotado al subcontinente indio después de la medianoche de un día en que el país había padecido el peor huracán de los últimos cincuenta años. La mortandad era inmensa. Los equipos de socorro habían permanecido inactivos las dos horas que duró la fiebre. Decenas, centenares tal vez, de millones de personas no habían podido salvarse ascendiendo a tierras más elevadas y firmes, y el sur de Bangladesh era un pantano de cadáveres. A eso había que añadirle la explosión de una refinería en California, un accidente ferroviario en Gales y una serie de desastres aún por calibrar; las computadoras no poseían todavía un número aproximativo de muertos, pero los informes que se iban recibiendo la calificaban como la peor de las crisis jamás padecidas.

Cuando acabé de recibir las llamadas realmente urgentes, los ascensores empezaron a funcionar otra vez. Ya no estaba prisionero. Mirando por la ventana, comprobé que las calles de Washington estaban bastante tranquilas. Por el contrario, mi vuelo a Tucson seguía siendo impracticable de momento. Como la mitad de los reactores en vuelo se habían mantenido en el aire con el piloto automático durante casi dos horas, consumiendo peligrosamente el carburante, habían tenido que aterrizar donde buenamente habían podido, y las líneas aéreas se encontraban con la mitad de sus efectivos en un lugar equivocado. Los horarios estaban totalmente trastocados. Harriet me reservó el mejor vuelo que pudo, pero el primero en el que le fue posible reservarme plaza no salía hasta el mediodía siguiente. No podía ni siquiera llamar a Essie, ya que los circuitos seguían paralizados. Pero eso era sólo un fastidio, no un problema. Si realmente me apetecía enfrentarme a problemas graves de verdad, quedaban aún un buen número de asuntos que resolver a mi disposición; también los ricos lloran. Pero los ricos tienen también sus placeres, y decidí que sería divertido sorprender a Essie dejándome caer donde ella se encontraba.

Y mientras tanto, tenía tiempo que matar.

Y mientras, mi programa científico había estado consumiéndose a la espera de poderme informar de las novedades. Me lo había reservado como si de un postre se tratara. Lo había ido posponiendo hasta tener la oportunidad de poder mantener con él una charla larga y animada; y ese momento había llegado.

—Harriet —dije—, ponme con Albert.

Y Albert Einstein apareció en la matriz del proyector de hologramas, inclinado hacia delante, revolviéndose nervioso.

—¿Qué pasa, Al? —le pregunté—, ¿algo bueno?

—¡Seguro que sí, Robin! Ya sabemos de dónde procede la fiebre. ¡De la Factoría Alimentaria!

Había sido culpa mía. Si le hubiese dejado decirme lo que sabía cuando me lo había pedido, en vez de aplazarlo una y otra vez, no hubiera sido el último en enterarme de que el lugar que tantos problemas nos había estado causando era, además, la fuente de la fiebre, y que por si fuera poco, me pertenecía. Eso fue lo primero que me chocó, y mientras Albert me mostraba las pruebas, no hice más que pensar en mis posibles responsabilidades, y calculando las ventajas que de ello pudieran derivarse. En primer lugar, y de manera concluyente, estaban por supuesto, las pruebas recogidas sobre el terreno en la propia Factoría Alimentaria. Pero hubiéramos debido saberlo mucho antes.

—Si hubiera cronometrado con más atención los momentos en que se producía el inicio de cada ataque de fiebre —se culpó a sí mismo—, hubiésemos podido localizar la fuente hace años. Y había montones de pistas, de acuerdo con la naturaleza fotónica de la fiebre.

—¿Su naturaleza qué?

—Es electromagnética, Robin —explicó. Apretó el tabaco en la cazoleta de la pipa y buscó una cerilla—. Supongo que habrás comprendido que lo hemos establecido en base al tiempo de transmisión. Recibíamos la señal de lo que quiera que sea que causa la locura, no en el mismo instante en que ésta se producía, sino cuando la radiación llegaba hasta nosotros.

—Un momento. Si los Heechees tienen una onda de radio más rápida que la luz, ¿cómo te explicas entonces que esto sea distinto?

—¡Ah, Robin! ¡Si pudiéramos saber por qué! —sus ojos brillaron al encender la pipa—. Sólo puedo conjeturar que este particular modo de transmisión no es comparable con el otro, pero de momento ni siquiera puedo especular con respecto a las causas —continuó dándole unas pipadas a la pipa—. Y por supuesto, de ello se desprenden una serie de preguntas sobre las que ahora no tenemos ni la más remota certidumbre.

—Por supuesto —dije, pero no le pregunté cuáles eran. Mi intención era otra—. Albert, muéstrame las naves y las estaciones de las que recibes información desde el espacio.

—Seguro que sí, Robin.

El cabello despeinado y el rostro arrugado y sonriente se desdibujaron, y la proyección se llenó con una representación del espacio circumsolar. Nueve planetas. Un anillo de polvo que representaba el cinturón de asteroides, y una nube de polvo en forma de concha que simulaba la nube de Oort. Y unos cuarenta puntos de luz coloreada. La representación estaba hecha en base a una escala logarítmica, para poder abarcarlo todo y el tamaño de naves y planetas se había aumentado enormemente. La voz de Albert iba explicando:

—Las cuatro naves verdes son nuestras, Robin. Los once objetos azules son instalaciones Heechees; las de forma redonda, las que sólo se han detectado; las de forma estrellada, son las que han sido visitadas, y en su mayor parte están habitadas por personal humano. Las demás son naves que pertenecen a otras compañías o gobiernos.

Estudié el esquema. Había pocos resplandores cerca de la nave verde y la estrella azul que señalaba la Factoría Alimentaria.

—Oye, Albert, si alguien quisiera llevar una nave hasta la Factoría, ¿quién crees tú que llegaría antes?

Apareció en el ángulo inferior izquierdo de la proyección, ceñudo y dando chupadas a la pipa. Un punto dorado cerca de Saturno comenzó a brillar con intermitencia.

—Hay un carguero brasileño que acaba de salir de Tetys que podría llegar en dieciocho meses —dijo—. Sólo he representado las naves que estaban en mi radio de acción, pero hay muchas —nuevas luces empezaron a brillar en dispersión por toda la imagen— que podrían llegar antes, en el supuesto de que dispongan del equipamiento adecuado y suficiente combustible, pero ninguna llegaría en menos de un año.

Suspiré.

—Apágalo, Albert —le dije—. El caso es que nos hemos topado con algo que no esperaba.

—¿De qué se trata? —preguntó, volviendo a llenar la proyección con su figura, con las manos cruzadas sobre el vientre en una cómoda postura.

—Del diván, Albert. No me encaja. No le veo la utilidad. ¿Para qué sirve, Albert? ¿Tienes alguna idea?

—Seguro que sí, Robin —dijo, asintiendo complacido—. Mis mejores conjeturas están por debajo del índice mínimo aceptable, pero se debe a que hay demasiadas incógnitas. Imaginemos que eres un Heechee antropólogo, o algo que se le parezca, y digamos que te interesa lo referente a la evolución, y que quieres estar al tanto de lo que sucede en una civilización en desarrollo. Bien, la evolución es algo que lleva mucho tiempo, de manera que lo que quieres evitar es tener que sentarte para pasar el tiempo mirando inútilmente. Digamos que lo que quieres es ir echando vistazos para ir haciendo estimaciones, cada mil años más o menos, algo así como controles inmediatos. Teniendo algo parecido al nicho en forma de caparazón que llamamos diván de los sueños, puede enviar a alguien de vez en cuando, pongamos, cada mil años; bien, éste se sube al nicho, se tiende en el diván, cierra la cubierta del caparazón sobre su cabeza, y experimenta la sensación correspondiente a lo que está teniendo lugar. Es cuestión de minutos. —Se detuvo, para pensar, antes de continuar diciendo—: Entonces, (bueno, esto es especular sobre una conjetura, y no me jugaría un cabello a que tenga el menor viso de certidumbre), entonces, si encuentras algo de interés, puedes seguir investigando. Podrías incluso… aunque esto sea ir demasiado lejos tal vez. Podrías incluso sugerir cosas. El diván transmite igual que recibe, Robin, que es lo que produce la fiebre. Quizá pueda también transmitir conceptos, además de sensaciones. Sabemos que a lo largo de la historia de la humanidad muchos de los inventos más importantes tuvieron lugar al mismo tiempo, apareciendo, tal vez independientemente, por todo el mundo. ¿Se trata de sugerencias Heechees a través del diván?

Se sentó, dando pipadas a la pipa, y sonriéndome, mientras yo meditaba todo aquello.

Por más que pensara en ello, no podía conseguir que el asunto me pareciera claro; ni divertido. Escalofriante, tal vez. Pero desde luego, nada ante lo cual pudiera sentirme tranquilo. Desde que se descubrieran en Venus, por primera vez, excavaciones Heechees, el mundo había ido cambiando radicalmente, y cuanto más explorábamos, más cambiaba todo. Un muchacho extraviado, jugando con algo que no podía comprender, había sometido a la humanidad entera a recurrentes períodos de locura durante más de una década. Si seguíamos jugando con cosas que no entendíamos, ¿iban a darnos los Heechees una segunda oportunidad?

Sin contar la espeluznante sugerencia de Albert acerca de la posibilidad de que aquellas criaturas nos hubieran estado espiando durante cientos de miles de años, llegando de vez en cuando a arrojarnos unas cuantas migajas para ver qué éramos capaces de hacer con ellas.

Le dije a Albert que me mantuviera al corriente de todo lo que supiera en relación a lo que sucedía en la Factoría, y mientras él echaba un vistazo a los datos científicos, llamé a Harriet. Apareció en un extremo de la proyección, mirando inquisitiva, y tomó nota de lo que quería para comer, mientras Albert seguía con la conferencia. Estaba pasándome incesantemente por el monitor todas las transmisiones, incluso las que estaban recibiendo en aquellos mismos momentos, y me mostraba escenas escogidas en que aparecían el muchacho, los Herter-Hall o los interiores del artefacto. El maldito cacharro seguía empeñado en mantener su rumbo. Los cálculos más precisos parecían señalar que se dirigía a un nuevo grupo de cometas, a varios millones de kilómetros de distancia; a la velocidad actual, llegaría allí en unos pocos meses.

—¿Y entonces? —le pregunté.

Albert se encogió de hombros a modo de disculpa.

—Presumiblemente se quedará allí hasta que consuma todos los ingredientes CHON que encuentre.

—¿Podremos moverlo entonces?

—Parece ser que no. Pero no es imposible que así sea. A propósito, tengo una teoría acerca de los mandos de las naves Heechees. Cuando una de ellas tenga a un artefacto en funcionamiento, —Pórtico, la Factoría Alimentaria, lo que sea—, sus controles se bloquean y puede ser re-dirigida de nuevo. Sea como sea, eso es, posiblemente, lo que le pasó a la señora Patricia Bover, de lo cual se desprenden ciertas implicaciones obvias.

No me gusta que un programa computerizado crea que es más listo que yo.

—¿Quieres decirme con eso que quizás haya un montón de astronautas de Pórtico incomunicados a lo largo y ancho de la galaxia debido a que sus mandos se desbloquearon y no saben cómo hacer para volver?

—Seguro que sí, Robin —dijo con aprobación—. Eso podría explicar qué son lo que Wan llama «Difuntos». Ah, por cierto, hemos recibido fragmentos de conversaciones con ellos. Sus respuestas son a veces bastante irracionales, y, claro está, nos vemos impedidos para establecer contacto directamente con ellos. Pero lo que parece claro es que son, o lo fueron, seres humanos.

—¿O sea que están vivos?

—Seguro que sí, Robin, o al menos de la misma manera en que lo está una grabación de Enrico Caruso; quiero decir, de la misma manera que esa voz perteneció en una ocasión a un tenor napolitano vivo. Que sigan vivos ahora es un problema de definición. Podrías preguntarte lo mismo —y le dio dos chupadas a la pipa— con respecto a mí.

Pensé durante un minuto.

—¿Por qué están tan locos?

—Diría que se trata de una transcripción incorrecta. Pero eso no importa demasiado.

Esperé, mientras le daba a la pipa antes de decirme qué era lo que sí valía la pena.

—Lo que parece seguro, Robin, es que la transcripción se llevó a cabo a través de una codificación química de los cerebros de los prospectores.

—¿Cómo? ¿Qué los Heechees los mataron y metieron sus cerebros en una botella?

—¡Claro que no, Robin! En primer lugar, aventuraría la opinión de que los prospectores murieron de muerte natural en lugar de que los matara alguien. Eso degradaría los componentes químicos del cerebro, y en consecuencia, también la información se degradaría. ¡Y por supuesto, no en una botella! Tal vez en una especie de preparado químico análogo. Pero la pregunta es, ¿cómo sucedió todo eso?

—¿Quieres que borre tu programa, Al? —gruñí—. Podría obtener toda esta información de manera mucho más rápida tomándola directamente de los informes sinópticos.

—Seguro que sí, Robin, pero no —parpadeó— de un modo tan entretenido. Sea como sea, la pregunta es: ¿cómo pudieron hacerse los Heechees con el equipamiento necesario para codificar cerebros humanos? Piensa en ello, Robin. Parece muy poco probable que la química Heechee fuera la misma que la nuestra. Parecida, sí. Eso lo sabemos por consideraciones generales, por ejemplo lo que comían y lo que respiraban. En lo fundamental, sus componentes químicos no eran distintos de los nuestros. Pero los péptidos son moléculas bastante complejas. Es difícil que un compuesto que representa, digamos, la capacidad para tocar un Stradivarius, o incluso el aprendizaje de la higiene personal, presente los mismos componentes químicos en nosotros que en ellos.

Comenzó a vaciar la pipa, me miró de reojo y añadió rápidamente.

—Así que la conclusión que yo saco, Robin, es que esas máquinas no estaban destinadas a cerebros Heechees.

Me sorprendió.

—¿Y entonces? ¿Para humanos? ¿Pero con qué objeto? ¿Cómo… cómo lo sabían? ¿Cuándo…?

—Por favor, Robin. Para tu información te diré que tu esposa me ha programado para extraer conclusiones de largo alcance a partir de ciertos datos. Además, no puedo probar todo lo que digo. Pero —añadió asintiendo con convencimiento— ésa es mi opinión, ciertamente.

—Jesús —exclamé.

Parecía no querer añadir nada más, así que tragué saliva y pasé al siguiente problema.

—¿Qué hay de los Primitivos? ¿Crees que son humanos?

Dio unos golpecitos con la pipa, mientras buscaba el paquete de tabaco.

—Creo que no —dijo al fin.

No le pregunté cuál era la otra alternativa. No quería ni oírlo.

Le había dicho a Harriet que cuando Albert no tuviera nada más que decir, me pusiera con mi programa fiscal. Pero no pude hablar con él en aquel preciso momento porque me trajeron la comida y el camarero era un ser humano. Me preguntó cómo me había ido con la fiebre, y así me pudo contar cómo le había ido a él, y la conversación nos llevó algún tiempo. Pero al fin pude sentarme frente al proyector de hologramas con mi pechuga de pollo, y le dije:

—Morton, adelante, ¿cuáles son las malas noticias?

Dijo en tono de disculpa:

—¿Te acuerdas del pleito de Bover?

—¿El pleito de Bover?

—El del marido de Trish Bover. O su viudo, según se mire. Decidimos apelar en relación a la comparecencia, pero el juez había sufrido un mal ataque de fiebre y… en fin. Se equivocó con la ley, Robin, pero denegó nuestra petición para fijar una sesión de careo y abrió un sumario judicial en contra nuestra.

Dejé de masticar.

—¿Puede hacer eso? —balbucí con la boca llena de pollo.

—Sí, bueno, al menos eso ha hecho. Pero le ganaremos el pleito, aunque esto va a retrasar las cosas. Su abogado consiguió apelar y señaló que Trish había enviado un informe de la misión. Así que cabe preguntarse si completó la misión o no, ¿comprendes? Mientras tanto…

A veces creo que Morton ha sido programado demasiado parecido a un hombre; en ocasiones no sabe cómo sacar una conversación adelante.

—¿Mientras tanto qué, Morton?

—Bueno, a raíz del, este, incidente, parece que hay otra complicación. La Corporación de Pórtico quiere actuar con calma hasta saber en qué situación les deja todo este asunto de la fiebre, así que han aceptado ponerse en manos de abogados. Se supone que ni tú ni la compañía para la explotación de la Factoría Alimentaria podéis seguir explotándola.

—¡Mierda, Morton! ¿Tratas de decirme con eso que no podemos utilizarla después de sacarla de órbita?

—Me temo que es aún más grave —se quiso disculpar—. Se te ordena dejar de actuar en ella. Se te ordena dejar de interferir en sus actividades normales sea como sea, so pena de que te lleven a juicio. En eso ha consistido la acción legal de Bover, partiendo de la base de que si haces que la Factoría deje de producir alimentos por llevarla a otro destino distinto del suyo, estás poniendo en peligro sus intereses. Pero estoy seguro de que podemos vencerle. Pero mientras, los de la Corporación de Pórtico habrán emprendido algún tipo de proceso para hincarle el diente a todo este asunto de la fiebre.

—¡Dios! —dejé caer mi tenedor. Había perdido el apetito—. Menos mal que esa es una orden que no pueden forzarnos a cumplir de inmediato…

—Claro, porque lleva tanto tiempo que el equipo Herter-Hall reciba un mensaje —asintió—. Por ahora…

¡Zit! Desapareció. Se deslizó en diagonal fuera de la proyección, y apareció Harriet. Su expresión era terrible. Mis programas son muy buenos ayudándome, pero no siempre me traen buenas noticias.

—¡Robin! —gritó—. Hay un mensaje del Hospital General de Mesa, en Arizona. ¡Tu mujer!

—¿Essie? ¿Está mal?

—Peor que mal, Robin. Sus constantes vitales han cesado. Se mató en un accidente de circulación. La mantienen con vida artificialmente, pero no hay pronóstico, no responde, Robin.

Ni siquiera me paré a reclamar mis derechos de prioridad. No quería perder ni un segundo en ello. Fui directamente al oficial de la Corporación de Pórtico en Washington, quien a su vez fue a la Secretaría de Defensa y me hizo sitio en un avión hospital que partía de Bolling al cabo de veinticinco minutos, y allá me fui.

El vuelo duró tres horas, durante las cuales mi estado de ánimo pendió de un hilo. A los pasajeros del vuelo no se nos ofreció ningún tipo de servicios de comunicación, pero ni siquiera los eché de menos. Sólo quería llegar a destino. Cuando, al morir mi madre me quedé solo, la cosa fue dura, pero yo era pobre, estaba bastante desorientado y acostumbrado al dolor. Cuando el amor de mi vida (o la mujer que parecía ser lo que más se acercaba al amor de mi vida, ahora que echaba la vista atrás) también me dejó —sin morir, en realidad, puesto que se encontraba atrapada para siempre en una especie de anomalía astrofísica, fuera de mi alcance ya para siempre—, fue también muy duro. Pero por aquella época yo no hacía más que sufrir. No estaba acostumbrado a la felicidad, no me había hecho aún a tal hábito. Carnot formuló una ley acerca del dolor. No se mide en valores absolutos, sino por el contraste entre la causa del dolor y el medio ambiente, y mi medio ambiente había sido demasiado protector y agasajador durante demasiado tiempo como para que me encontrara ahora preparado para esto. Estaba en pleno shock.

El Hospital General de Mesa apenas sobresalía por encima de la superficie, ya que había sido excavado en el desierto, en las afueras de Tucson. Todo lo que podía verse cuando llegamos eran los paneles de energía solar del «tejado», pero por debajo había seis plantas de habitaciones, laboratorios y quirófanos. Completamente abarrotados. Tucson es una ciudad dormitorio, y la crisis había sobrevenido en una hora punta.

Cuando por fin logré detener a una de las enfermeras y preguntarle, lo que oí fue que Essie estaba aún sujeta a un corazón artificial, pero que se lo iban a retirar en cualquier momento. Era una cuestión de posibilidades. Quizá los aparatos les fueran de más utilidad a otros pacientes, cuyas probabilidades de supervivencia eran mayores.

Me avergüenza reconocer con qué rapidez arrojé por la ventana cualquier consideración altruista cuando resultó ser mi mujer la que dependía de los aparatos. Ocupé la oficina de un médico —que no iba a utilizarla durante algún tiempo—, eché fuera al perito de una compañía de seguros que había tomado prestada la mesa del despacho, y me hice con las líneas telefónicas. Tenía a dos senadoras a la vez al teléfono cuando Harriet me interrumpió con un informe que enviaba nuestro programa medico. El pulso de Essie había empezado a responder. Ahora admitían que sus posibilidades eran lo suficientemente razonables para justificar el darle una nueva oportunidad de permanecer conectada al corazón artificial un rato más.

Por supuesto, poseer el Certificado Médico Completo ayudaba. Pero la sala de espera de al lado estaba llena de gente que esperaba recibir tratamiento, y por los collarines pude deducir que algunos también lo poseían. El hospital estaba colapsado.

No pude entrar a verla. En la U.V.I. no se admitían visitas, cosa que me excluía a mí también; había un policía de la ciudad en la puerta que intentaba mantenerse despierto después de un largo y duro día de trabajo, y que se mostraba más bien reticente a dejarme pasar. Anduve jugueteando con la mesa del doctor ausente hasta que descubrí que una de las líneas del circuito cerrado estaba conectada con la U.V.I., y mantuve la conexión. No pude ver qué tal le iba a Essie. No podía ni tan siquiera distinguir con claridad cuál de todas aquellas momias era Essie. Pero seguí mirando. De vez en cuando Harriet llamaba para informarme de nuevos asuntos. No me molestó con las llamadas de condolencia, aunque había recibido muchas, porque Essie me había programado una grabación que se encargaba de estas molestias protocolarias, y Harriet mostraba a los que llamaban una sonrisa y un «gracias» sin molestarme a mí para nada. Essie era muy buena para aquel tipo de cosas…

Era. Cuando me di cuenta de que estaba pensando en Essie en pasado, me sentí mal de veras.

Una hora después una enfermera me encontró y me dio caldo y biscotes, y algo después me pasé tres cuartos de hora haciendo cola en el lavabo de hombres; esa fue toda mi diversión en la tercera planta del Hospital General de Mesa, hasta que, por fin, una enfermera de muy buen ver asomó la cabeza por la puerta y dijo:

¿Señor Broadhead? Por favor.

El poli seguía a la puerta de Cuidados Intensivos, abanicándose con su sudado Stetson para mantenerse despierto, pero cuando me vio acompañado de semejante bombón llevándome firmemente cogido de la mano, no se atrevió a decirme nada.

Essie estaba debajo de un pulmón de acero. Había un rectángulo transparente justo encima de su rostro, y pude ver un tubo que salía de su nariz, y la mancha blanca de un vendaje sobre el lado izquierdo de la cara. Sus ojos estaban cerrados. Le habían recogido aquel cabello suyo color oro oscuro en una red. Seguía inconsciente.

Dos minutos fue todo lo que me dejaron estar, y con eso no había tiempo para nada. No daba tiempo de saber para qué servían todos aquellos voluminosos aparatos llenos de protuberancias que había debajo de la burbuja donde la mantenían con vida. No daba tiempo a que Essie se sentara y me hablara o para ver si había cambiado la expresión de su rostro. Ni siquiera para distinguir qué expresión tenía.

Afuera, en el vestíbulo, el doctor me concedió sesenta segundos. Era un viejo negro, bajo y tripudo, y a través de sus lentillas de color azul miró al trocito de papel que yo llevaba en el pecho, para saber con quién hablaba.

—Ah, sí, el señor Blackhead —dijo—. Su mujer está recibiendo los mejores cuidados, está respondiendo al tratamiento y hay alguna posibilidad de que tenga algún momento de lucidez esta tarde.

No me molesté en corregirle respecto de mi nombre, y le hice las tres primeras preguntas que tenía en mente:

—¿Sufre algún dolor? ¿Qué le pasó? ¿Necesita algo?, quiero decir, alguna cosa en concreto.

Suspiró y se restregó los ojos. Evidentemente, hacía demasiadas horas que llevaba puestas las lentillas.

—Del dolor podemos encargarnos nosotros, y además ya tiene el Certificado Médico Completo. Ya sé que es usted alguien importante, señor Brackett, pero no hay nada que pueda usted hacer. Su lado izquierdo fue alcanzado cuando el autobús se estrelló contra ella. Quedó casi doblada en dos, y estuvo así durante seis o siete horas, hasta que pudieron llegar hasta ella.

No sé si hice algún tipo de ruido, pero el doctor algo debió oír. Un brillo de comprensión asomó por las lentillas mientras me miraba fijo.

—De hecho, fue lo mejor para ella, ¿sabe?, probablemente le salvó la vida. El estar doblada fue como haber llevado puestas unas vendas compresivas; de otro modo se hubiera desangrado.

Echó un vistazo al papelito que llevaba en la mano.

—Hmm. Va a necesitar, déjeme ver, sí, una prótesis nueva para las caderas, dos costillas nuevas. Ocho, diez, catorce, tal vez veinte pulgadas de piel nueva, y además ha perdido una considerable cantidad de tejido renal. Creo que va a hacer falta un trasplante.

—Si hay algo…

—Nada en absoluto, señor Blackett —dijo doblando el papel—. Nada por ahora. Váyase ahora, por favor, y vuelva si lo desea después de las seis. Quizá pueda hablar con ella un minuto. Pero de momento necesitamos el espacio que está usted ocupando.

Harriet había hecho ya los cambios necesarios para que en el hotel llevaran las cosas de Essie de su habitación a la suite del ático; había ya pedido y puesto en su sitio todos los artículos de aseo, e incluso había introducido un par de innovaciones en su vestuario. Allí me encerré. No quería salir. No quería sufrir viendo borrachínes en la cafetería del hotel, o las calles llenas de gente que había salido sana y salva de la fiebre y que tan solo querían explicarse los unos a los otros de qué poco les había ido aquella vez.

Me obligué a comer. Luego me obligué a dormir. Conseguí obligarme, pero no estuve durmiendo mucho rato. Me tomé un buen baño caliente, con música de fondo; lo cierto es que era un buen hotel. Pero cuando pasaron de Stravinsky a Carl Orff, la directa y escabrosa poesía de Catulo me hizo pensar en la última vez en que la puse en práctica con mi lasciva, voluptuosa y, de momento, seriamente contusionada esposa.

—Apágala —dije, y la siempre alerta Harriet la apagó antes de que acabara de ordenárselo.

—¿Quieres que te pase algún mensaje, Robin? —me preguntó a través de los altavoces.

Me sequé cuidadosamente, y sólo una vez seco le contesté.

—Dentro de un minuto. En cuanto esté listo.

Seco, peinado, con ropa limpia, me senté enfrente del comunicador de la suite.

No eran ni siquiera lo suficientemente amables como para facilitar a los clientes un proyector de hologramas, pero el de Harriet seguía siendo el mismo rostro familiar de siempre, aun mirándome desde la plana pantalla bidimensional. Me tranquilizó con respecto a Essie. Seguía bajo control monitorizado, y todo evolucionaba favorablemente, pero no tan deprisa como yo hubiera deseado, claro. Pero no iba mal. Harriet me pasó un mensaje de la doctora, —de la doctora de Essie de carne y hueso, no de su programa. Se resumía en un «no te preocupes, Robin». O más bien en un «no te preocupes más de lo que creas que debes».

Harriet tenía todavía que pasarme otra tanda de mensajes con los que debía enfrentarme y tomar decisiones. Autoricé medio millón más de dólares para la extinción del fuego en las minas de alimentos, le di instrucciones a Morton para que le concertara a nuestro hombre en Brasilia una entrevista con la Corporación de Pórtico, le dije a mi corredor de bolsa qué tenía que vender para tener algo más de liquidez con que poder enfrentarnos con pérdidas aún no previstas de resultas de la fiebre. Visioné, después, los programas más interesantes, acabando con la última sinopsis de Albert en relación a la Factoría Alimentaria. Lo hice todo, como podrá suponerse con una eficacia y una lucidez totales. Había aceptado el hecho de que las probabilidades de supervivencia de Essie aumentaban con certeza, así que no desperdicié mis energías lamentándome. Y lo que no me permití, al menos no completamente, fue pararme a pensar cuántos fragmentos de piel y carne habían tenido que extirpar al encantador cuerpo de mi amor, lo que ahorró toda clase de sentimientos que prefería no experimentar.

Hubo un tiempo en que estuve sometido a un largo tratamiento psiquiátrico, en el curso del cual descubrí un buen montón de cosas en mi mente que hubiera preferido no tener. Pero bueno, una vez que los expulsas y los examinas… bien, sí, son bastante horribles, pero al menos ya los has sacado fuera, no siguen dentro envenenándote. Mi antiguo programa psiquiátrico, Sigfrid von Shrink, solía decirme que era como airear las entrañas.

Tenía razón en todo lo que decía, que era mucho; una de las cosas que me disgustaban de Sigfrid es que siempre podías esperar que estuviera en lo cierto, casi hasta hacerte rabiar. Lo que sostenía es que uno no acaba nunca de airear las entrañas. Y yo seguía produciendo nuevos excrementos; y la verdad, por más que produzcas, no llegas a acostumbrarte nunca.

Apagué a Harriet, sin desconectarla por si surgía algo urgente, y estuve un rato mirando las comedias que daban por la piezovisión. Me preparé una copa gracias al bien surtido bar de la suite, y luego otra. Ni miraba el piezovisor ni disfrutaba bebiendo. Lo que sucedía es que se estaba produciendo nueva materia fecal en mi cabeza. Mi queridísima y nunca suficientemente ponderada esposa yacía en la U.V.I. completamente destrozada, y yo estaba pensando en otra persona.

Apagué a los bailarines y pedí el programa Albert Einstein. Apareció en la pantalla con el pelo blanco completamente alborotado y la vieja pipa en la mano.

—¿En qué puedo ayudarte, Robin? —sonrió.

—Quiero que me hables de los agujeros negros —dije.

—Seguro que sí, Robin. Pero hemos hablado de ello muchas veces, ya sabes…

—¡Mierda, Albert! ¡Haz lo que te digo! Y no quiero que me hables en términos matemáticos, lo quiero tan claro como seas capaz de explicármelo.

Un día de estos haré que Essie reescriba el programa de Albert con un poco de idiosincracia.

—Seguro que sí, Robin —dijo alegremente, ignorando mi mal humor. Frunció sus espesas cejas—. Bien, veamos.

—¿Tan difícil te resulta? —pregunté, con más asombro que sarcasmo.

—Claro que no, Robin. Me preguntaba únicamente hasta dónde tenía que retroceder para empezar. Bien, empecemos con la luz. Ya sabes que la luz se compone de pequeñas partículas llamadas fotones. Posee masa y ejerce presión…

—No tan atrás, por favor Albert.

—De acuerdo, pero un agujero negro empieza con el descenso de la presión de la luz. Tomemos una estrella gigante, una de la clase O, pongamos por caso. Diez veces más densa que el sol. Consume tan deprisa su combustible nuclear que vive apenas mil millones de años. Lo que evita su colapso es la presión de la radiación —llamémosla «presión lumínica»— que se produce a partir de la reacción nuclear del hidrógeno al fundirse el helio de su interior. Pero entonces la estrella se queda sin hidrógeno. La presión cesa. Se produce el colapso. Y se produce a una velocidad vertiginosa, Robin, apenas en cuestión de horas. Y una estrella que medía centenares de miles de kilómetros de diámetro pasa a medir de pronto apenas una treintena. ¿Me sigues, Robin?

—Creo que sí. Sigue.

—Bien —dijo, mientras encendía la pipa y daba un par de chupadas. A veces no puedo evitar preguntarme si no disfrutará haciéndolo—. Esa es una de las maneras como empiezan los agujeros negros. La clásica, si prefieres llamarla así. Consérvala en tu mente, y ahora vayamos a la parte siguiente: la velocidad de escape.

—Ya sé lo que es la velocidad de escape.

—Seguro que sí, Robin —asintió—, tratándose de un veterano piloto prospector de Pórtico como tú. Bien. Imagina que cuando estabas en Pórtico hubieras arrojado una roca en línea recta desde la superficie, hacia arriba. Probablemente hubiera vuelto a caer, porque incluso un asteroide tiene algo de gravedad. Pero si pudieras arrojarla con la suficiente velocidad —a unos cuarenta kilómetros por hora—, no volvería. Alcanzaría la velocidad de escape y seguiría volando para siempre. En la Luna tendrías que hacerlo a mucha más velocidad, a unos dos o tres kilómetros por segundo. En la Tierra, aún más rápido, a más de once kilómetros por segundo.

Pausa.

—Ahora bien —continuó, echándose adelante para sacar la carbonilla del interior de la pipa y volverla a llenar—, si tú —golpeó la pipa antes de encenderla—, si tú estuvieras en la superficie de un cuerpo cuya gravedad, en la superficie, fuera muy elevada, las condiciones serían aún peores. Imagínate que la gravedad fuera tal que se necesitase una velocidad de escape de alrededor de los trescientos diez mil kilómetros por segundo. Es imposible arrojar una roca a esa velocidad. ¡Ni siquiera la luz es tan rápida! Así que —puf, puf—, ni siquiera la luz podría escapar, porque su velocidad es diez mil kilómetros por segundo demasiado lenta. Y, como sabemos, si la luz no puede escapar, nada puede hacerlo: esa es la teoría de Einstein, si se me permite decirlo —me guiñó el ojo—. De modo que eso es lo que es un agujero negro. Es negro porque no emite radiación alguna.

—¿Y qué hay de las naves Heechees? Van más rápidas que la luz.

Albert sonrió molesto.

—Por favor, Robin, entiende lo que quiero decir. Ignoramos cómo lo hacen. Quizás un Heechee sea capaz de salir de un agujero negro, ¿quién sabe? Pero no tenemos pruebas de que lo hayan conseguido.

Reflexioné un instante.

—Todavía —le dije.

—Vale, Robin —admitió—. El problema de viajar a más velocidad que la luz y el de escapar de un agujero negro son en esencia el mismo problema. —Hizo una pausa; una larga pausa. Entonces, a modo de disculpa, añadió—: Me temo que eso es todo lo más que pueda decirse al respecto, por ahora.

Me levanté para ir a enfriar mi bebida, dejándolo allí sentado, chupeteando pacientemente su pipa. A veces me resulta difícil recordar que allí, en realidad, no había nada; nada excepto fracciones de luz colimatada interfiriendo unas con otras, mezcladas gracias a unas cuantas toneladas de metal y plástico.

—Albert —le dije—, dime una cosa. Se supone que vosotras las computadoras sois casi tan rápidas como la luz. ¿Por qué tardáis tanto a veces en contestar? ¿Para proporcionar un cierto efecto dramático?

—Bueno, Bob, a veces sí que nos cuesta tanto —dijo al cabo de un instante—. Pero no sé si te das cuenta de lo difícil que resulta «hablar». Si quieres información acerca de los agujeros negros, pongamos por caso, no tengo problemas para proporcionártela. Si quisieras, hasta seis millones de bits por segundo. Pero para traducir esa información a términos que puedas entender, sobre todo en forma de conversación, tengo que echar mano de más información de la que dispongo en la memoria. Tengo que buscar las palabras a través de obras literarias y de conversaciones grabadas. Tengo que contrastar las analogías y las metáforas con las que tienes en mente. Tengo que vérmelas con esas restricciones porque son las que me imponen tus expectativas respecto de mis comportamientos, y las que imponen la importancia del tono de la voz. ¡Casi nada, chico!

—Eres más listo de lo que parece, Albert —le dije.

Sacudió la pipa y me miró desde debajo de sus greñas blancas.

—¿Te molesta que te diga que tú también lo eres?

—¿Sabes, viejo? —le contesté—, eres un buen cacharro.

Me estiré sobre el ventrudo sofá medio dormido con el vaso en la mano. Por lo menos había conseguido alejar a Essie de mis pensamientos durante un rato, pero seguía con una punzante pregunta en mi mente. En algún lugar, no recordaba cuándo, le había hecho esa misma pregunta a otro programa.

Harriet me despertó y me dijo que había una llamada de nuestra doctora en persona, no de su programa médico, sino de la mismísima doctora Wilma Liederman, quien, de vez en cuando, venía a vernos para comprobar si los programas médicos y los aparatos cumplían con su trabajo.

—Robin —me dijo—, creo que Essie está fuera de peligro.

—¡Eso es… fantástico! —exclamé.

Y en el mismo instante en que lo dije deseé haberme ahorrado palabras como «fantástico», aun cuando era eso lo que sentía, porque no hacían justicia a mis sentimientos. Nuestro programa médico había ya contactado con el Hospital General de Mesa, por supuesto. Gracias a ello, Wilma sabía ya tanto del estado de Essie como el hombrecillo negro con el que había hablado, y claro está, había enviado al hospital por medio del programa todo el historial médico de Essie. Se me ofreció a tomar el primer vuelo a Tucson si así lo deseaba. Le contesté que el doctor era ella, no yo, y entonces me dijo que le pediría a un excompañero de la Universidad de Columbia que estaba en Tucson que se ocupara de Essie.

—Pero no vayas a verla esta tarde, Robin —me aconsejó—. Habla con ella por teléfono si quieres, es más, lo prescribiría, pero no la fatigues. Tal vez mañana esté más repuesta.

De manera que llamé a Essie y hablé con ella tres minutos. Estaba atontada, pero era consciente de lo ocurrido. Luego me volví a dormir, y justo cuando me estaba adormeciendo, recordé que Albert me había llamado «Bob».

Había otro programa con el que había tenido una buena relación, hacía ya mucho, que a veces me llamaba Robin, a veces Bob, e incluso Bobby. No había hablado con aquel programa en particular desde hacía mucho tiempo, porque no había sentido necesidad de hacerlo; pero quizás estaba empezando a sentirla ahora.

El Certificado Médico Completo es, bueno, eso: el Certificado Médico Completo. Lo es todo. Si existe un modo de mantenerte sano, y más concretamente, de mantenerte vivo, puedes contar con él. Y hay muchos modos. El Certificado Completo cuesta varios cientos de miles de dólares al año. No hay mucha gente que pueda permitírselo, algo menos del cero coma uno por ciento de la población, incluidos los países más desarrollados. Pero se pueden comprar con él muchas cosas. Al día siguiente, después de comer, me compró a Essie.

Wilma dijo que era lo más oportuno, y lo mismo me dijeron los demás. La ciudad de Tucson se había normalizado lo suficiente como para poder hacerlo. La ciudad se había sobrepuesto a las contingencias provocadas por la fiebre. Todas las estructuras volvían a funcionar como de costumbre, lo que significaba que ya estaba en condiciones de ofrecer los servicios por los que uno había pagado. Así que al mediodía una ambulancia particular trajo la cama, el corazón artificial y el pulmón de acero, el equipo de diálisis y los demás aparatos. A las doce y media un equipo de enfermeras se trasladó a la suite, y a las dos y cuarto yo subía en el montacargas junto con seis metros cúbicos de equipo, en cuyo centro estaba mi corazón, es decir, mi mujer.

Entre las muchas cosas que el Certificado Médico Completo había comprado había calmantes, corticosteroides para activar la cicatrización, y medicamentos que amortiguaban la acción de los corticosteroides; cuatrocientos kilos de tubos que se hallaban bajo el armazón de la cama, que registraban todo lo que Essie hacía y que actuarían por ella cuando Essie no pudiera hacerlo por sus propios medios. Sólo el trasladarla desde la ambulancia hasta la cama de la habitación les llevó hora y media, con el excompañero de Wilma dirigiendo la operación y dando órdenes. Me echaron de allí mientras duró el traslado, y me tomé dos tazas de café en el vestíbulo, en tanto observaba como los ascensores en forma de lágrima subían y bajaban. Cuando calculé que ya podía subir, me encontré con el doctor del hospital. Había logrado dormir un poco y llevaba unas gafas de montura anticuada en lugar de las lentes de contacto.

—No la fatigue —me advirtió.

—Estoy empezando a cansarme de que todo el mundo me diga lo mismo.

Me sonrió y se autoinvitó a tomar café conmigo. Resultó ser un tipo simpático; me contó que había sido el mejor base del equipo de baloncesto de Tempe, en la época en que estudiaba en Arizona. Me pareció encantador que un tipo de metro sesenta hubiera sido elegido para jugar en un equipo de baloncesto, y nos despedimos como amigos. Fue un detalle que me animó. No se hubiera permitido confraternizar de aquella manera conmigo de no haber estado seguro de que Essie iba a mejorar.

Aunque no me di cuenta entonces de lo mucho que iba a tener que mejorar.

Seguía todavía bajo la burbuja presurizada, lo que me ahorró constatar lo derrotada que estaba. La enfermera del turno matutino se retiró al salón después de aconsejarme que no cansara a Essie, y hablamos un momento. En realidad fue poco lo que dijimos. S. Ya. es poco comunicativa. Me preguntó qué noticias había de la Factoría Alimentaria, y después de facilitarle varias sinopsis de treinta segundos me preguntó qué noticias había de la fiebre. Después de contestar con rodeos a su pregunta de una sola frase, me di cuenta de lo mucho que la fatigaba hablar, y de que no debía cansarla.

Pero ella seguía hablando, y lo hacía con coherencia, sin dar muestras de estar preocupada, por lo que volví a mi consola y a mi trabajo.

Había, como de costumbre, un buen montón de informes con los que vérselas y varias decisiones que tomar. Al acabar escuché el último informe de Albert acerca de la Factoría, y después decidí que era hora de irse a la cama.

Estuve tumbado un buen rato. No estaba inquieto. Ni tampoco cansado. Pero estaba dejando que la tensión me consumiera. Oía como la enfermera del turno de noche se movía por el cuarto de estar. Por otra parte, de la habitación de Essie me llegaba el constante y débil zumbido y el gorgoteo de los aparatos que la mantenían con vida. Me estaban ocultando algo; podían engañarme a su antojo. Yo por mi parte no había conseguido asimilar aún el hecho de que cuarenta y ocho horas antes Essie había estado muerta. Kaput. Sin vida. De no haber sido por el Certificado Médico Completo y mucha suerte, en aquellos momentos hubiera estado eligiendo la ropa para el funeral.

Y en mi mente, un reducido grupo de células que habían comprendido lo que todo aquello significaba, no hacía más que sugerir… bueno, quién sabe, quizás hubiese sido lo mejor; tal vez hubiera valido más que no la rescatasen.

Esto no tenía nada que ver con el hecho de que amara a Essie; y mucho, además. No le deseaba más que lo mejor, y me había quedado hundido al enterarme de que estaba tan malherida. Aquella escasa minoría de mi cerebro pensaba por sí sola. Cada vez que se planteaba la cuestión, la inmensa mayoría votaba que amaba a Essie, sin importarle cómo o qué se le preguntase.

Nunca he estado seguro del significado de la palabra «amor». Sobre todo en relación a mí mismo. Justo antes de quedarme dormido pensé un momento en llamar a Albert para que me lo explicara. Pero no lo hice. Albert no era el programa adecuado para hacerlo, y no quería volver a empezar con el que sí lo era.

Las sinopsis continuaban llegando, y yo seguía el desarrollo de la singladura de la Factoría Alimentaria sin poder evitar el sentirme completamente desfasado. Unos cuantos siglos antes, los dominadores del mundo ingleses y españoles dirigían las operaciones a más de un mes de distancia de los frentes. Sin cables, sin satélites. Sus órdenes salían con los barcos y las respuestas llegaban cuando podían. Hubiera deseado compartir sus métodos. Los cincuenta y cinco días que nos separaban de los Herter-Hall se me hacían eternos. Aquí estaba yo en Gante, y allí estaban ellos, como Andy Jackson zurrando a los ingleses a base de bien, semanas después de que decretara el fin de la guerra en Nueva Orleans. Por supuesto que les había enviado órdenes instantáneas acerca de cómo tenían que actuar y qué tenían que preguntarle al chico, Wan. Qué hacer para conseguir desviar a la Factoría de su ruta. Y a más de cinco mil unidades astronómicas de distancia ellos hacían lo que se les ocurría, y cuando les llegaban mis órdenes habían decidido ya todos los problemas.

A medida que Essie mejoraba, mejoraba mi estado de ánimo. Su corazón latía por sí solo. Sus pulmones volvían a respirar. Le retiraron el pulmón de acero y pude tocarla y besarla en la mejilla, y ella iba tomando nuevamente interés por lo que acontecía. De hecho, no lo había perdido; cuando le dije que era una lástima que se hubiera perdido su conferencia, me sonrió y me dijo:

—Está todo grabado, cariño; la he estado grabando mientras estabas tan ocupado.

—Pero si no podías ni leer…

—¿Eso crees? ¿Y por qué no? Te construí un programa «Robinette Broadhead» para tu uso particular, ¿no? ¿Es que no sabías que me había grabado mi propio programa? La conferencia la realizaron a base de proyecciones holográficas, y el programa S. Ya. Lavorovna-Broadhead leyó todo el texto. Con bastante acierto, además. Incluso contestó ciertas preguntas —se jactó—, sirviéndose de tu programa Albert Einstein.

La verdad es que es una persona sorprendente, eso lo he sabido siempre. El único problema es que siempre espero que lo sea, y cuando hablé con el doctor, me dejó abatido. Me tropecé con él cuando se dirigía de vuelta al Hospital General de Mesa, y le pregunté si podía llevármela a casa. Vaciló mientras me observaba a través de sus lentillas azules.

—Probablemente —dijo—, pero no sé si es usted consciente de la gravedad de sus lesiones, señor Broadhead. Lo único que sucede ahora es que ella está haciendo acopio de energías de reserva. Va a necesitarlas.

—Bien, eso ya lo sé. Habrá que hacerle una operación.

—No, señor Broadhead, una no. Me temo que su esposa va a pasarse los dos próximos meses entre quirófanos y salas de recuperación. Y no quiero que usted piense que los resultados son una cuestión asegurada de antemano —me advirtió—. Hay riesgo en cada una de las operaciones, y va a tener que enfrentarse a algunas muy peliagudas. Cuídela, señor Broadhead. Pudimos reanimarla después de un paro cardiaco. Pero no puedo garantizarle que eso vaya a ocurrir siempre.

Así que entré para ver a Essie, y cuidarla, con un ánimo menos esperanzado.

La enfermera estaba junto a la cama, y las dos miraban las grabaciones de la conferencia de su programa en la pantalla bidimensional. Desde que habíamos conectado la pantalla de Essie a la proyectora de hologramas que yo me había hecho traer a mi cuarto, había instalada una bombilla de color amarillo que servía para llamarme. Ahora, parecía que Harriet tenía algo que decirme. Pero podía esperar, sólo cuando la luz empezaba a lanzar destellos y a cambiar a rojo se trataba de algo de importancia. Y por el momento, sólo Essie ocupaba el primer lugar entre todos mis asuntos prioritarios.

—Déjanos unos momentos, Alma —dijo Essie.

La enfermera me miró e hizo un gesto de «¿Por qué no?», y yo me senté en la silla que había junto a la cama y le tomé la mano.

—Es agradable poder volver a tocarte —dije.

Essie tiene un sentido de humor bastante rudo. Fue agradable oírla decir:

—Podrás tocar más dentro de un par de semanas. De momento, no me opongo a que me beses.

Por supuesto que la besé, e imagino que con la suficiente fuerza como para que los aparatos registraran algo, porque la enfermera asomó la cabeza para ver qué pasaba, pero no nos interrumpió. Lo interrumpimos nosotros. Essie levantó su mano derecha —la izquierda seguía bajo los vendajes, que le cubrían Dios sabía qué— y se apartó de los ojos sus cabellos rubios.

—Muy agradable —confesó—. ¿Quieres oír lo que Harriet tiene que contarte?

—No de una manera especial.

—Mentira —dijo—; has estado hablando con el doctor Ben, ya veo, y te ha dicho que seas amable conmigo. Pero tú siempre lo eras, Robin, sólo que no todo el mundo es capaz de advertirlo —me sonrió y volvió la cara hacia la pantalla—. ¡Harriet! —llamó— Robin está aquí.

No supe hasta aquel momento que mi secretaria respondía a las órdenes de mi mujer igual que a las mías. Ni tampoco había sabido hasta entonces que podía echar mano de mi programa científico. Sin yo tener noticia, por cierto. Cuando el rostro alegre y esforzado de Harriet llenó la pantalla, le dije:

—Si son negocios, ya me ocuparé más tarde, a menos que sea algo que no pueda esperar.

—Oh, no, nada de eso —dijo Harriet—. Pero Albert quiere hablarte desesperadamente. Tiene noticias interesantes de la Factoría Alimentaria.

—Me ocuparé de ello en la habitación de al lado —empecé, pero Essie puso su mano en la mía.

—No, Robin, hazlo aquí, a mí también me interesa.

Así pues, le dije a Harriet que adelante, y nos llegó la voz de Albert, pero no su rostro.

—Echadle un vistazo a esto —se le oyó decir.

Y la pantalla se llenó con una especie de retrato de familia. Un hombre y una mujer —no exactamente—, un macho y una hembra de pie, uno junto al otro. Tenían rostros, brazos y piernas, y la hembra tenía pechos. Los dos tenían barbas ralas y pelo largo recogido en trenzas, e iban envueltos en una especie de sari con motas de color que brillaban sobre la tela mate.

Contuve el aliento. Las fotos me habían sorprendido.

Albert apareció en el ángulo inferior de la pantalla.

—No son reales, Robin, sino solamente imágenes creadas por la computadora de a bordo a partir de la descripción de Wan. Pero el muchacho dice que son bastante exactas.

Tragué saliva y miré a Essie. Tuve que controlar la respiración antes de preguntar:

—¿Es así… es así como son los Heechees?

Él frunció el ceño y mordió la boquilla de la pipa. Las figuras de la pantalla giraron solemnemente como si bailaran una lenta danza folklórica, para que pudiéramos verles desde todos los ángulos.

—Existen algunas anomalías, Robin. Por ejemplo, está la conocida cuestión del trasero de los Heechees. Poseemos mobiliario Heechee, como por ejemplo los asientos que hay frente a las consolas de las naves. De ellas se dedujo que el trasero de los Heechees no es como el de los humanos, porque parece haber espacio para una estructura pendulante de gran tamaño, quizás un tronco dividido en dos como el de una avispa, colgando bajo la pelvis y entre las piernas. No hay nada de eso en la imagen computerizada. Pero, Robin…

—Si tuvieras tiempo podrías explicármelo —adiviné.

—Seguro que sí, Robin. Pero existe una ley en lógica que creo que conoces. En ausencia de evidencias es mejor quedarse con la teoría más simple. Sólo sabemos de dos razas inteligentes en la historia del universo. Esa gente no es de los nuestros; la forma del cerebro, y en particular la de la mandíbula, es distinta. Se trata de un arco triangular, más parecido a la de un mono que a la de un hombre, y los dientes también presentan anomalías. Así que es probable que sean los otros.

—Es más bien espeluznante, tercio Essie con suavidad.

Y, la verdad, lo era. Sobre todo para mí, ya que podía considerarse competencia mía. Había sido yo el que les había ordenado a los Herter-Hall que fueran allí a explorar, y si durante el proceso se tropezaban con los Heechees…

No estaba preparado para pensar en lo que podía pasar.

—¿Tienes algo nuevo en relación a los Difuntos?

—Seguro que sí, Robin. Mira esto —dijo asintiendo con la blanca cabeza. Las figuras desaparecieron y un texto surgió en la pantalla:

INFORME DE LA MISIÓN

Nave 5-2, viaje 08D31. Tripulación: A. Meacham, D. Filgren, H. Meacham.

La misión era un experimento científico, con la tripulación mínima para permitir un suplemento de instrumentación y equipamiento computerizado adicional. Tiempo máximo de supervivencia estimado en 800 días. Nada se ha sabido de la nave después de 100 días. Se la supone perdida.

—Sólo ofrecían una bonificación de cincuenta mil dólares, no mucho, pero fue una de las primeras de Pórtico —dijo la voz de Albert, en off, por encima del texto—. El tripulante que aparece como «H. Meacham» ha resultado ser el Difunto que Wan llama «Henrietta». Era una especie de astrofísica, ya me entiendes, de ésas con la cabeza llena de discursos, de lo que presumían. Trataba de defender su disciplina diciendo que era más psicología que física, y se fue a Pórtico. El primer nombre del piloto era Doris, lo que concuerda, y la otra persona era el marido de Henrietta, Arnold.

—Así que habéis identificado a uno. ¿Son reales, de verdad?

—Seguro que sí, Robin. Con toda probabilidad. Aunque a veces esos Difuntos sean algo irracionales —se quejó, reapareciendo en pantalla—. Y como tampoco tenemos oportunidad de interrogarlos directamente… La computadora de a bordo no sirve para ese trabajo. Pero, además de la confirmación de los nombres, la misión parece la correcta. Se trataba de una investigación astrofísica, y la conversación de Henrietta incluye referencias constantes a tal materia, dejando de lado las alusiones al sexo, desde luego —pestañeó, rascándose la mejilla con la boquilla de la pipa—. Por ejemplo: «Sagitarius A Oeste», que es una fuente de radio que hay en el centro de la galaxia. O bien «NGC 1199», una galaxia elíptica gigante que forma parte de un racimo. También dice «Velocidad radial media de las agrupaciones globulares», lo que en nuestra propia galaxia es algo así como cincuenta kilómetros por segundo. O bien, «graves alteraciones…».

—No hace falta que me des toda la lista —le dije de mal humor—. ¿Sabes qué significa todo eso? Quiero decir, al hablar de ello, ¿de qué estás hablando, en resumidas cuentas?

Una corta pausa; no estaba añadiéndole literatura al asunto, eso ya lo había hecho.

—Cosmología —dijo—. Específicamente creo que habla de la famosa controversia Hoyle-Ópic-Gamow; esto es, si el universo es abierto, cerrado, finito o cíclico. De si se encuentra en un estado uniforme o si empezó con un estallido.

Se detuvo otra vez, en esta ocasión para darme tiempo para pensar. Cosa que hice sin demasiado éxito.

—No es muy alentador, ¿verdad? —dije.

—Tal vez no, Robin. Aunque tiene que ver con tus preguntas acerca de los agujeros negros.

Maldito sea tu corazón de calculadora, pensé, aunque no llegué a decir nada. Me miraba inocente como un cordero, dándole chupadas a su vieja pipa, tranquilo y serio.

—Eso es todo por el momento —ordené.

Y mantuve mis ojos fijos en la pantalla en blanco durante bastante rato después que hubo desaparecido, por si a Essie se le ocurría preguntarme qué era lo que estaba tratando de averiguar en relación a los agujeros negros.

Pero no me preguntó nada. Simplemente volvió a tumbarse, mirando los espejos del cielo raso. Al poco, dijo:

—Cariño, ¿sabes qué me gustaría?

Yo estaba listo.

—¿Qué, Essie?

—Me gustaría poder rascarme.

Todo lo que acerté a decir fue «Oh». Me sentí desinflado. O más bien me quedé atascado. Me había preparado para autojustificarme —eso sí, con todo tipo de amabilidades y cuidados, teniendo en cuenta la pobre condición en que se encontraba Essie— y ahora no tenía que defenderme de nada. La tomé de la mano.

—Estaba preocupado por ti —confesé.

—Yo también —fue su sincera respuesta—. Dime, Robin, ¿es verdad que la fiebre la provoca una especie de radiación mental Heechee?

—Sí, algo parecido, creo. Albert dice que es electromagnética, y eso es todo lo que sé.

Le acaricié las venas del dorso de la mano y se movió inquieta, sólo de cuello para arriba, no obstante.

—Siento aprensión frente al tema de los Heechees, Robin.

—Bueno, eso demuestra sensatez. Incluso valentía, porque lo que es yo, estoy cagado de miedo.

Y era verdad. De hecho, estaba temblando. La pequeña bombilla amarilla parpadeó en el ángulo inferior de la pantalla.

—Alguien quiere hablar contigo, Robin.

—Que esperen. Da la casualidad que estoy hablando con la mujer a la que amo.

—Gracias, Robin. Pero, si tienes tanto miedo como yo, ¿por qué sigues adelante?

—¿Y qué otra posibilidad tengo, cariño? Ante mí se abren cincuenta y cinco días de tiempo muerto. Lo que hemos oído ya es historia, de hace veinticinco días. Si ahora les dijera que dieran media vuelta y volvieran a casa, pasarían veinticinco días antes de que recibieran la orden.

—Seguramente, sí. Pero si pudieras, ¿pararías todo este asunto?

No le contesté. Me sentía bastante raro, algo asustado, de una manera que no acostumbro.

—¿Y si no les gustamos a los Heechees? —me preguntó.

¡Esa sí que era buena pregunta! Me la había venido haciendo a mí mismo desde el primer día en que consideré la posibilidad de embarcarme en una nave de prospección de Pórtico para salir a explorar yo solo. ¿Qué pasaría si nos tropezábamos con los Heechees y no les gustábamos? ¿Y si nos espachurraban como a moscas, si nos torturaban, si nos esclavizaban, si hacían experimentos con nosotros o si, simplemente, nos ignoraban? Con mis ojos fijos en el bulbo amarillo que comenzaba a parpadear despacio, le contesté maternalmente:

—Bueno, no es demasiado probable que vayan a hacernos daño, la verdad.

—¡Robin, no necesito que trates de tranquilizarme!

Estaba evidentemente nerviosa, y yo también. Algo debieron de registrar sus aparatos, porque la enfermera volvió a asomarse, se detuvo dubitativamente en el umbral y volvió a marcharse.

—Essie, ¿te acuerdas del año pasado en Calcuta?

Habíamos ido a uno de sus seminarios, y tuvimos que acortar nuestra estancia porque no pudimos soportar la vista de aquella abyecta ciudad de cientos de millones de pobres.

Ella me miraba con un mohín de preocupación.

—Sí, ya sé, el hambre. Siempre ha habido hambre, Robin.

—¡Pero no como ahora! ¡No como la que se va a desatar dentro de poco si no le ponemos remedio ya! El mundo rebosa gente. Albert dice… —me detuve; no quería contarle lo que Albert decía.

Siberia había agotado su producción de alimentos, y sus debilitados campos empezaban a parecerse al desierto de Gobi por culpa de la sobrecarga. La capa de suelo cultivable en el medio oeste americano había quedado reducida a unas pocas pulgadas, e incluso las minas de alimentos empezaban a tener problemas para cubrir las demandas. Lo que me había dicho Albert es que apenas quedaba comida para diez años.

La señal luminosa había pasado a rojo y empezaba a emitir rápidas intermitencias, pero yo no deseaba interrumpir lo que estaba diciendo.

—Essie, si conseguimos que la Factoría Alimentaria funcione podremos dar alimentos CHON a toda esa gente que se está muriendo de inanición, y eso significa acabar con el hambre para siempre. Y esto es sólo el principio. Si damos con la clave que nos permita construir naves como las de los Heechees y las llevamos adonde queramos, podremos colonizar planetas, muchos planetas. Aún más. Con tecnología Heechee podemos convertir todos los asteroides del sistema solar en nuevos Pórticos. Podemos construir habitáts en el espacio. Lugares parecidos a la Tierra. ¡Podremos crear paraísos para una población un millón de veces superior a la de Tierra, y para el próximo millón de años!

Me callé porque me di cuenta de que estaba hablando demasiado. Me sentí triste y presa de delirios, preocupado y… lascivo; y por la expresión de Essie, también ella parecía estar experimentando algo raro.

—Obras son amores, Robin —empezó.

Y fue lo más que consiguió decir. La señal luminosa era ahora de color rojo rubí, y latía como el cuarzo; y entonces brilló por última vez y el rostro preocupado de Albert apareció en pantalla. Jamás había supuesto que podía aparecer sin que se le hubiese llamado.

—¡Robin! —gritó— ¡Hay una nueva emanación de la fiebre!

Me incorporé temblando.

—¡Pero si no es tiempo! —objeté estúpidamente.

—Pues ha sucedido y es bastante extraño, Robin. Alcanzó su punto álgido… déjame ver… sí, hace menos de cien segundos. Y creo que, sí —asintió como si estuviera escuchando una voz inaudible—, que está desapareciendo.

Y, de hecho, ya me sentía menos raro. Nunca un ataque había sido tan corto, y ninguno se le había parecido. Aparentemente, alguien más estaba probando el diván.

—Albert, envía un mensaje con prioridad a la Factoría Alimentaria. Repíteles constantemente que cesen de inmediato de efectuar nuevas pruebas en el diván, cualquiera que sea el propósito. Que lo desmantelen, si es posible, sin causarle daños irreversibles. Les rescindiremos el contrato y les dejaremos sin sueldo ni bonificaciones si hay una nueva intentona de usar el diván, ¿de acuerdo?

—Ya está de camino, Robin —dijo antes de desaparecer.

Essie y yo nos miramos un instante.

—Pero no le has dicho nada de que abandonen la misión y den media vuelta —dijo Essie finalmente.

Me encogí de hombros.

—Eso no cambiaría las cosas.

—No, y me has dado buenas razones —admitió—. ¿Pero eran tuyas esas razones, Robin?

No le contesté.

Sabía qué pensaba Essie de mis razones para exhortar a que se continuara la exploración de la estación Heechee, sin parar mientes en la fiebre, los costes o los riesgos. Ella creía que mis razones tenían un nombre, que era el de Gelle-Klara Moynlin. Y a veces yo mismo dudaba que se equivocara al respecto.