JANINE
La diferencia de edad entre los diez y los catorce años es inmensa. Después de tres años y medio en una nave espacial propulsada por fotones, de camino a la nube Oort, Janine había dejado de ser la niña que partiera. No había por eso dejado de ser una niña. Simplemente había alcanzado ese estadio de madurez temprana durante el cual el individuo se da cuenta de lo mucho que tiene que madurar aún. Janine no tenía ninguna prisa por convertirse en adulto. Se limitaba a procurar que el proceso siguiera adelante. Cada día. Constantemente. Con todas las herramientas al alcance de sus manos.
Cuando se alejó del resto, el día que encontró a Wan, no andaba buscando nada en particular. Sólo quería estar a solas. No porque le guiase un propósito personal. Ni siquiera a causa de que —o no solo por ello— estuviera cansada de su familia. Lo que quería era algo que le perteneciera solamente a ella, una experiencia que no tuviera que compartir, quería hacer una comprobación sin que los omnipresentes adultos la ayudaran; quería ver, tocar y percibir el olor de lo extraño que había en la Factoría, y quería hacerlo por sí misma, sola.
De manera que se puso a deambular a lo largo de los corredores, echando tragos de vez en cuando a una petaca de café. No de algo que a ella le sabía a café. Esa era una costumbre que había aprendido de su padre, aunque si se lo hubiesen preguntado, habría negado que lo hubiese aprendido de nadie.
Todos sus sentidos estaban sedientos de estímulos. Hallarse en la Factoría Alimentaria era la cosa más excitante y deliciosamente estremecedora que jamás le hubiera sucedido. Más incluso que el despegue de la Tierra cuando era aún una niña. Más aún que la mancha en sus shorts que le anunció que ya era una mujer. Más que cualquier otra cosa. Hasta las desnudas paredes de los corredores le resultaban excitantes, porque estaban hechos de metal Heechee, que tenía un millón de años, y que brillaban aún con aquella agradable luz azul que los constructores habían puesto en ellas. (¿Qué clase de ojos habría mirado a través de aquella luz mientras la Factoría era nueva todavía?). Se animó a sí misma a ir de una habitación a otra poco a poco, tocando el suelo apenas con la punta de los pies. En esta habitación había paredes con estantes de aspecto plástico. (¿Qué habrían contenido?). En esta otra se ocultaba una esfera truncada, a la que le faltaban ambos polos, que parecía hecha de cristal cromado, sorprendentemente terrosa al tacto; ¿para qué serviría? Algunas cosas sí podía adivinar qué eran. Aquello que parecía una mesa, era obviamente una mesa. (El reborde que la circundaba servía sin duda para evitar que los objetos se deslizaran hasta caer, dada la ligera gravedad de la Factoría Alimentaria). Algunos de los artefactos los había ya identificado Vera, después de consultar los bancos de datos de la Tierra donde estaban catalogados los objetos Heechees conocidos hasta la fecha. Se creía que los cubículos cuyas paredes mostraban marañas de trazos finos habían sido dormitorios, ¿pero quién podía confiar en lo que decía la tonta de Vera? Daba igual, los objetos en sí eran ya lo bastante estremecedores. Y lo mismo la presencia del espacio en que daba vueltas. En el que podía perderse. Jamás, ni siquiera una vez en su vida hasta llegar a la Factoría Alimentaria, había tenido la oportunidad de perderse. La idea la hizo estremecerse con un agradable temor, sobre todo porque la parte adulta de su cerebro quinceañero era consciente en todo momento de que no importaba hasta qué punto se extraviara, pues la Factoría no era lo suficientemente grande como para que permaneciera perdida mucho tiempo.
Por eso era un riesgo seguro. O al menos lo parecía.
Hasta que se encontró atrapada en el amarradero de la zona más alejada, mientras algo —¿un Heechee, un monstruo del espacio? ¿un viejo y enloquecido náufrago con un cuchillo en la mano?— salió de los ocultos pasadizos arrastrando los pies y se le acercó.
Y resultó no ser nada de lo que había temido, sino Wan.
Claro que ella no sabía todavía su nombre.
«¡No te me acerques!», Había gimoteado con el corazón en la boca, la radio en la mano y los antebrazos cruzados sobre sus recién torneados pechos. No se le acercó. Se detuvo. Se la quedó mirando con los ojos desorbitados, la boca abierta y la lengua casi colgándole por fuera. Era alto, delgado. Su rostro era triangular, la nariz grande y huesuda. Vestía algo que parecía una falda sucia y otra cosa que parecía una túnica, sucia también. Olía a hombre. Temblaba al olisquear el aire, y era joven. A buen seguro que no era mucho mayor que la propia Janine, y desde luego, la primera persona en mucho tiempo que no le doblaba la edad; y cuando él se arrodilló, tranquilamente, y empezó a hacer lo que Janine no le había visto hacer todavía a nadie, había reído tontamente y había sollozado por el alivio al mismo tiempo que por el shock y la histeria que sentía. Pero no por lo que él estaba haciendo, sino por el hecho de haber encontrado a un chico. Jamás, ni una sola vez en todos sus sueños, había hallado nada parecido.
Durante los días que siguieron no podía soportar perder a Wan de vista. Se sentía como si fuera su madre, su compañera de juegos, su maestra y su esposa.
—¡No, Wan, bébelo despacio que quema! ¿Qué has estado solo desde que tenías tres años? ¡Qué ojos tan bonitos tienes, Wan!
No le importaba que él no fuera lo suficientemente sofisticado como para contestarle diciéndole que también ella tenía los ojos bonitos, porque estaba segura de ejercer sobre él una fascinación en todos los sentidos.
Aunque, desde luego, también los demás podían estar seguros de lo mismo. A Janine no le importaba. Wan tenía el suficiente brillo en los ojos, la suficiente agudeza de sentidos y cierta obsesionada adoración como para poder compartirlo con los demás. Dormía incluso menos que ella, cosa que Janine le agradeció en su principio, porque eso significaba que disponía de más cosas de Wan que podía compartir, pero pronto se dio cuenta de que él estaba empezando a agotarse, a enfermar.
Cuando se puso a sudar y a temblar, fue ella la que primero se dio cuenta:
—¡Lurvy, creo que se está poniendo enfermo!
Cuando Wan se dirigió al diván dando bandazos, ella voló a su lado, con las manos extendidas para tocarle la frente, ardiente y seca. Al cerrarse la cubierta superior del diván, casi le pilló los brazos, dejándole una profunda marca desde las muñecas hasta los nudillos.
—¡Paul, tenemos que…! —empezó a gritar, echándose atrás.
Y entonces la fiebre los enloqueció a todos. Peor que nunca antes. Distinta a todas las demás veces. Janine se sintió enfermar en el intervalo que hay entre dos latidos de corazón. Nunca en toda su vida había estado enferma. Alguna magulladura ocasional, o un calambre, o un resfriado. Durante la mayor parte de su vida había disfrutado de Certificado Médico Completo, y las enfermedades no habían existido para ella. Era incapaz de comprender lo que le estaba sucediendo en aquel momento. Su cuerpo se convulsionó a causa del dolor y de la fiebre. Sufrió la alucinación de extrañas figuras monstruosas, en algunas de las cuales pudo reconocer caricaturas de su familia; otras eran solamente figuras extrañas, además de terroríficas. Llegó incluso a verse a sí misma —con los pechos y las caderas desmesuradamente abultados, pero ella misma sin duda— y en su vientre creció el ansia de introducir una y otra vez en todas y cada una de las cavidades vistas o imaginadas de su cuerpo, algo que, ni tan siquiera en sus fantasías, poseía. Nada de todo aquello estaba claro. Nada lo estaba, en general. La locura y la agonía le llegaban a oleadas. Y entre éstas, durante un segundo o dos, podía entrever fragmentos de realidad. El resplandor azul metálico de las paredes. Lurvy, quejándose a su lado, de rodillas. Su padre, vomitando en el pasillo. El capazón de azul cromo del diván, con Wan dentro en medio de toda aquella confusión retorciéndose y balbuceando. No fue la razón ni el deseo lo que le hizo intentar abrir la cubierta una y mil veces con las uñas; finalmente lo logró, y sacó a Wan quejándose y temblando.
Las alucinaciones cesaron al instante.
Pero el dolor, la náusea y el terror no cesaron tan pronto. Seguían todos temblando y tambaleándose, todos menos el chico, que seguía inconsciente y respirando de tal modo —dando enormes boqueadas, ruidosas y roncas—, que hizo que Janine se alarmara.
—¡Lurvy, ayúdame! —gritó— ¡Se está muriendo!
Su hermana estaba ya junto a ella, con el pulgar en la muñeca del muchacho, sacudiendo la cabeza para aclararse mientras observaba sus ojos con gesto mareado.
—Está deshidratado. Tiene mucha fiebre. ¡Rápido! —gritó forcejeando con los brazos de Wan—. Ayudadme a llevarlo a la nave. Necesita antibióticos, algo que le haga bajar la fiebre, globulina tal vez.
Les llevó casi veinte minutos remolcar a Wan hasta la nave, y a cada paso, lentos e inestables como se encontraban, Janine temía que muriera. Lurvy se adelantó a la carrera en los últimos cien metros, y cuando Janine y Paul consiguieron embutirlo por la escotilla de decomprensión, había ya dispuesto el equipo médico y estaba gritando órdenes.
—¡Tumbadlo! Que se trague esto. Tomad una muestra de sangre y analizad una muestra de sus anticuerpos. Enviad un mensaje prioritario a la base y decidles que necesitamos instrucciones médicas… si es que vive lo bastante como para que le sirvan.
Paul les ayudó a desvestir al chico, y le envolvieron en una de las sábanas de Payter. A continuación envió el mensaje. Pero sabía, al igual que los demás, que el que Wan viviera o no, no era un problema que se resolviera desde la Tierra. Desde luego, no a través de un mensaje cuya respuesta tardaría siete semanas en llegar. Payter sudaba al trabajar con la unidad portátil de bioanálisis. Lurvy y Janine se dedicaban al muchacho. Paul, sin decirle una palabra a nadie, se embutió en su traje espacial y salió al exterior, donde pasó más de una agotadora hora y media reajustando el enfoque de las parábolas de emisión: la mayor, a la doble estrella que constituían Neptuno y su luna; la otra, al punto en el espacio que ocupaba la misión Garfeld. Entonces, sujetándose al casco de la nave, ordenó por radio a Vera que repitiera el S.O.S. a ambos puntos y con la máxima potencia. Quizá sus monitores estuvieran funcionando en aquel momento. Quizá no. Cuando Vera le informó de que ambos mensajes habían sido emitidos, volvió a orientar la parábola mayor en dirección a la Tierra. Les llevaría tres horas, de la primera a la última, y no era seguro que nadie recibiera ninguno de los dos mensajes. Y no era menos improbable que en ninguno de los destinos de los mensajes tuvieran ayuda que ofrecerles. La nave de los Garfeld era más pequeña y estaba peor equipada que la suya, y la gente de la base Tritón iba con retraso. Pero si alguien les contestaba, podían abrigar la esperanza de que el mensaje de ayuda —o, como mínimo, de condolencia— les llegaría mucho antes que desde la Tierra.
En cuestión de una hora la fiebre de Wan comenzó a retroceder. En cuestión de doce, las contracciones y los balbuceos habían disminuido y dormía con normalidad. Pero seguía muy enfermo.
Madre y compañera de juegos, maestra y, al menos en sueños, esposa, Janine se convirtió también entonces en enfermera. Después de la primera tanda de medicinas, ya no le permitió a Lurvy que le diera las dosis. Sin dormir, se mantuvo a su lado secándole el sudor de la frente. Cuando él se ensuciaba durante el coma, ella le limpiaba con resignación. Era incapaz de concentrarse en ninguna otra cosa. Las divertidas o preocupadas miradas de los demás le traían sin cuidado, hasta que después de despejarle la frente de cabellos despeinados, Paul hizo un comentario paternalista. Janine detectó los celos en su tono de voz y le respondió enfurecida:
—¡Paul, eres odioso! ¡Wan necesita que yo le cuide!
—¡Y a ti te encanta! ¿No? —espetó él.
Estaba realmente enojado. Naturalmente, eso hizo que Janine se enfureciera aún más; pero su padre intervino, con bastante acierto.
—Deja que la chica se comporte como una chica, Paul. ¿Es que no has sido joven tú también? Venga, vamos a examinar esa Traumeplatz otra vez.
Janine se sorprendió por haber dejado que el conciliador de turno se saliera con la suya; aquélla hubiera sido una magnífica ocasión para enzarzarse en una riña de lo más furioso, pero no era ahí hacia donde dirigía sus intereses. Le dedicó a los celos de Paul una sonrisa tensa, ya que era un nuevo tanto que añadir a su marcador, y de nuevo se concentró en Wan.
A medida que se recuperaba se volvía incluso más interesante. De vez en cuando se despertaba y hablaba con ella.
Cuando dormía, ella lo estudiaba. Su rostro era muy oscuro, y su cuerpo, aceitunado, pero de la cintura a los muslos tenía la piel muy blanca, color de pan, tersa por sobre los huesos. Tenía poco vello en el cuerpo, y prácticamente nada en el rostro, excepto unos cuantos pelillos suaves y casi invisibles, más una pestaña de labios que un bigote.
Janine sabía que Lurvy y su padre se burlaban de ella, y que Paul estaba celoso de las atenciones que ella le daba a Wan y que él había estado evitando durante tanto tiempo. Era un buen cambio. Había adquirido un estatus. Por primera vez en su vida, lo que ella hacía era lo más importante para el grupo. Los demás iban a pedirle permiso para interrogar a Wan, y cuando ella creía que Wan empezaba a cansarse, aceptaba el que les hiciera dejarlo estar.
Además, Wan la fascinaba. Lo contrastó con todas sus experiencias anteriores con los hombres, y salió ganando con la comparación. Confrontado con los destinatarios de sus cartas, Wan resultaba más guapo que el patinador, más inteligente que el actor y casi tan alto como el jugador de baloncesto. Y con respecto a todos ellos, especialmente en relación a los dos hombres con los que había estado durante tres años y medio y miles de kilómetros, Wan era maravillosamente joven. Y ni Paul ni su padre lo eran ya. Los dorsos de las manos del viejo Peter tenían unas manchas irregulares color caramelo que resultaban bastante ordinarias. Pero al menos era limpio, pulido incluso, a la manera continental: se cortaba incluso los pelos que le crecían dentro de las orejas, ella le pilló una vez haciéndolo con unas tijeritas plateadas. En cambio, Paul… en una de sus disputas con Lurvy, Janine había gritado:
—¿Es con eso con lo que te vas a la cama? ¿Con un mono de orejas peludas? ¡Yo vomitaría!
Por todo ello, dio de comer a Wan, leyó para Wan y dio cabezadas junto a Wan cuando éste dormía. Le lavó la cabeza y le cortó el cabello con ayuda de un bol de sopa, dejando que Lurvy la ayudara a igualarlo, y se lo secó y alisó. Lavó sus ropas y, pidiendo a Lurvy que la ayudara, se las remendó e incluso cortó algunas de Paul para que le fueran mejor, y él lo aceptó todo, cada una de sus atenciones, y disfrutó tanto como ella.
A medida que se recuperaba, dejó de necesitarla de la misma manera, y ella ya no podía protegerle de las preguntas de los demás. Aunque también ellos intentaban protegerle. Incluso el viejo Peter. Vera, la computadora, revisó sus programas médicos y preparó una larga lista de pruebas, que debían hacérsele al muchacho.
—¡Asesina! —rugió Peter—. ¿Es que es tan necia que no comprende que el chico ha estado tan cerca de morirse, que ahora quiere acabar con él?
Aunque no era exactamente consideración hacia el chico. Peter tenía unas cuantas preguntas que quería hacerle; había estado interrogando a Wan mientras Janine le había autorizado a hacerlo, y cuando no le daba permiso, ponía mala cara y se agitaba nervioso.
—Ese diván tuyo, Wan, ¿por qué no vuelves a contarme lo que sientes cuando estás dentro? Como sí formaras parte de un millón de personas y ellos formaran parte de ti, ¿no es eso?
Sólo cuando Janine le acusaba de retrasar el restablecimiento de Wan, desistía. Aunque nunca por mucho tiempo.
Hasta que Wan estuvo lo suficientemente bien como para que ella pudiera permitirse el ir a descansar a su reservado. Al despertar encontró a su hermana de cara a la consola. Wan estaba a su lado, apoyado en el respaldo de la silla de Lurvy, sonriéndole incómodo a la poco familiar máquina, mientras Lurvy le leía su informe médico.
—Tus signos vitales son normales, estás recuperando peso y los niveles de anticuerpos vuelven a ser normales. Me parece que ya estás bien, Wan.
—Entonces, ¿podemos hablar de una vez? —gritó su padre—. De esa radio más rápida que la luz, de las máquinas, del sitio de donde viene y de la cámara de los sueños, ¿no?
Janine se precipitó sobre el grupo.
—¡Dejadle en paz! —gritó, pero Wan negó con la cabeza.
—Déjales que pregunten lo que quieran, Janine —le dijo con su voz aguda y velada.
—¿Ahora?
—¡Sí, ahora! —rugió su padre—. ¡En este preciso instante, sí señora! Paul, ven y dile al chico qué es lo que queremos saber.
Lo habían planeado los tres, se dijo Janine; pero Wan no puso objeciones, y ella ya no podía pretender que él no se encontraba en condiciones de contestar. Se dirigió hacia él y se sentó a su lado. Si no podía evitar que le interrogaran, al menos estaría a su lado para protegerle. De un modo frío, dio su consentimiento.
—Muy bien, Paul, di lo que tengas que decir pero no le fatigues.
Paul la miró con ironía, pero se dirigió a Wan.
—Durante más de una docena de años —dijo—, cada cuatro meses, cada ciento treinta días más o menos, la Tierra se ha vuelto loca. Mucho me temo que haya sido culpa tuya, Wan.
El muchacho frunció el ceño, pero no dijo nada. Su defensor habló por él:
—¿Por qué le presionas?
—Nadie le está presionando, Janine. Pero lo que nosotros experimentamos fue la fiebre. No puede ser una coincidencia. Cuando Wan se mete en ese cacharro, transmite a la Tierra. —Paul movió la cabeza—. Mi querido muchacho, ¿te haces una idea de la de problemas que has estado causando? Desde que empezaste a venir aquí, tus sueños los han compartido millones de personas. A veces estabas tranquilo, y tus sueños también, y la cosa no era tan terrible. Pero a veces no. No quiero que te culpes por ello —añadió con delicadeza anticipándose a Janine— pero han muerto cientos y cientos de personas. Y la de propiedades perjudicadas, bueno, no puedes ni imaginártelo.
Wan chilló a la defensiva:
—¡Nunca le hice daño a nadie!
No era capaz de comprender de qué se le acusaba exactamente, pero no cabía duda de que Paul le estaba acusando. Lurvy le puso la mano sobre el brazo.
—Ojalá fuese así, Wan, pero lo importante —le dijo— es que no vuelvas a hacerlo.
—¿Qué no vuelva a dormir en el diván?
—Sí, Wan.
Él miró a Janine en busca de orientación y se encogió de hombros.
—Pero eso no es todo —terció Paul—. Tienes que ayudarnos. Decirnos todo lo que sabes en relación al diván, a los Difuntos, a la radio esa más rápida que la luz, a la comida…
—¿Y por qué tendría que hacerlo?
Pacientemente, Paul intentó convencerle.
—Porque de esta manera puedes compensar el daño que has causado con la fiebre. No creo que comprendas lo importante que eres, Wan. Los conocimientos que posees pueden salvar a la gente de morir de inanición. Millones de vidas humanas, Wan.
Wan meditó unos instantes, pero el término «millones», referido a personas, no significaba nada para él; todavía no se había acostumbrado a «cinco».
—Me pones de mal humor —le amonestó.
—No era mi intención, Wan.
—A lo mejor no era ésa tu intención, pero lo consigues. Bien, lo que me tenías que decir ya lo has dicho. ¿Y ahora qué? —refunfuñó con rencor.
—Queremos que nos digas todo lo que sepas —dijo Paul con rapidez—. No de una vez, claro; a medida que te acuerdes. Y queremos que nos lleves por la Factoría y nos lo expliques todo; en la medida en que seas capaz, desde luego.
—¿Por aquí? ¡Pero si lo único que hay aquí es el diván de los sueños y no queréis que lo vuelva a usar!
—A nosotros todo nos resulta nuevo, Wan.
—¡Pero si no vale la pena! No hay agua, no hay libros, los Difuntos se muestran reacios a hablar conmigo y nada crece por aquí. En casa tengo de todo, y casi todo funciona, de manera que podéis verlo por vosotros mismos.
—Chico, nos lo pintas como el paraíso.
—¡Vedlo vosotros mismos! ¡Si no puedo utilizar el diván, no hay razón por la que quedarse aquí!
Paul miró a los demás perplejo.
—¿Es que podemos ir?
—¡Claro! Os llevaré en mi nave; bueno, no a todos, sólo a unos pocos —se autocorrigió—. Podemos dejar aquí al viejo. No tiene mujer, así que no romperemos ninguna pareja. O mejor —añadió astutamente—, podríamos ir solos Janine y yo. Así habría más espacio en la nave. Podríamos traeros de vuelta las máquinas, los libros, cosas interesantes…
—Olvídate de todo eso, Wan —dijo Janine con conocimiento de causa—. No nos dejaran hacerlo nunca.
—No tan deprisa, mi niña —dijo su padre—. No eres tú quien ha de decidirlo. Lo que dice el chico es interesante. Si nos puede abrir las puertas del paraíso, ¿por qué esperar?
Janine escrutó el rostro de su padre, pero su expresión era neutra.
—No querrás decir que nos dejáis ir solos, ¿verdad?
—Bueno —dijo Lurvy al cabo de un instante—, tampoco hace falta que lo decidamos ahora mismo. El paraíso puede esperar, tenemos tiempo por delante.
—Eso es cierto —dijo su padre—, pero expresado en términos más concretos, a algunos de nosotros nos queda menos tiempo por vivir que a otros.
Cada día llegaban nuevos mensajes de la Tierra. Era irritante, sólo hacían referencia a un lejano pasado, anterior a la aparición de Wan, sin ningún interés para lo que estaban haciendo o planeando en aquel momento. Envíen un análisis químico de esto. Pasen esto otro por rayos X. Midan esto y aquello. En aquellos momentos, los lentos grupos de fotones que transmitían su mensaje de llegada a la Factoría Alimentaria debían de estar llegando a la matriz de Vera en la Tierra, y tal vez la respuesta anduviera de camino. Pero tardaría aún varias semanas. La base de Tritón poseía una computadora más eficiente que Vera, y Paul y Lurvy discutían la conveniencia de transmitir todos sus mensajes allí para que estudiaran los datos y les aconsejaran. El viejo Peter rechazaba la idea con furia:
—¿A esos gitanos vagabundos? ¿Por qué habríamos de darles lo que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir?
—Pero si nadie va a poder aprovecharse de ello, papá. El contrato bien claro lo dice —intentó convencerle Lurvy.
—¡No!
Así que metieron toda la información que Wan les había dado en Vera y la torpe y lenta inteligencia de Vera la transformó, dolorosamente, en cifras, e incluso en gráficos. En la pantalla apareció el lugar del que había venido Wan. El parecido no debía de ser demasiado grande, porque aparentemente Wan no sintió ninguna curiosidad por estudiarlo. Aparecieron los corredores. Las máquinas. Los propios Heechees; y cada vez, Wan tenía alguna corrección que hacer.
—¡Ah, no! Los dos tienen barbas, machos y hembras. Incluso cuando son jóvenes todavía. Y los pechos de las hembras son…
Y se ponía las manos justo debajo del plexo solar para mostrar hasta dónde les colgaban.
—Y además no dais con el olor correcto.
—Wan, las proyecciones holográficas no huelen a nada —le corrigió Paul.
—¡Claro! Pero ellos sí, ¿sabes? Cuando están en celo huelen mucho.
Y Vera murmuraba y resoplaba con los nuevos datos en su interior, y admitía con esfuerzo las nuevas revisiones. Después de varias horas, lo que había empezado siendo un juego se había convertido para Wan en un trabajo pesado. Cuando empezó a decir:
—Sí, justo, es perfecto, éste es el aspecto de la sala de los Difuntos.
Se dieron todos cuenta de que estaba asintiendo sin más a todo aquello que acabara con el aburrimiento durante un rato, y le concediera a él un descanso. Entonces Janine se lo llevó a dar una vuelta por los corredores, con el transmisor video-audio colgado al hombro —por si decía algo de interés o le mostraba algo de valor—, y hablaron de otras cosas. La ignorancia de Wan era tan sorprendente como sus conocimientos, y ambos eran imprescindibles.
Pero Wan no era el único que tenía que trabajar. A cada momento, Lurvy y el viejo Peter daban con una nueva idea para desviar la Factoría de su curso programado y poder así cumplir con su propósito originario. Pero ninguna funcionaba. Cada día llegaban nuevos mensajes de la Tierra. Seguían siendo de una utilidad nula. No eran siquiera interesantes; Janine dejó que un montón de cartas de sus admiradores se fuera almacenando en la memoria de Vera sin mostrar el más mínimo interés por contestarlas, ya que su relación con Wan satisfacía por completo sus necesidades. Aunque a veces la relación fuera un tanto extraña. A Lurvy le llegó la noticia de que su club la había nombrado Mujer del Año. Al viejo Peter, una petición formal de su ciudad natal. La leyó y se echó a reír:
—¡En Dortmund todavía insisten en que me presente como Bürgermeister! ¡Qué idiotez!
—¿Por qué? Si es muy bonito —dijo Lurvy conciliadora—. Es todo un cumplido.
—No es nada —le corrigió severamente su padre—. ¡Bürgermeister! Con lo que tenemos podría ser elegido presidente de la República Federal, o incluso… —Se calló y después dijo tristemente—: Eso si es que vuelvo a ver la República Federal. —Se detuvo, mirando por encima de sus cabezas. Sus labios se movieron en silencio durante un instante, y dijo entonces—: Quizá debiéramos volver ahora.
—¡Oh, papá! —empezó Janine. Y se calló porque le había lanzado una mirada de lobo.
Se produjo una súbita tensión entre todos ellos, hasta que Paul se aclaró la garganta y dijo:
—Sin duda que ésa es una de las opciones de que disponemos. Desde luego, hay una cláusula legal en el contrato…
Peter afirmó con la cabeza.
—Ya he pensado en ello. ¡Nos deben ya tanto! Sólo por haber acabado con la fiebre, si nos pagan un uno por ciento de los daños ahorrados, son millones. Y si no nos pagan… —vaciló y dijo—: No, no hay duda de que nos pagarán. No tenemos más que hablar con ellos. Hay que enviar un mensaje diciendo que hemos acabado con la fiebre, que no podemos mover la Factoría y que nos volvemos a casa. Para cuando llegue el mensaje de respuesta, hará ya semanas que estaremos de camino.
—¿Y qué hay de Wan? —preguntó Janine.
—Vendrá con nosotros, claro. Estará de nuevo con los suyos, que es a buen seguro lo mejor para él.
—¿No crees que es él quien tendría que decidirlo? ¿Y qué pasa con lo de ir a ver su paraíso particular?
—Eso no es más que un sueño —dijo su padre fríamente—. Y la realidad es que no podemos hacerlo todo. Es mejor dejar que otros lo exploren, hay de sobras para todos; y nosotros estaremos de vuelta en casa, disfrutando de fama y riquezas. No es una mera cuestión contractual —continuó, casi justificándose—. ¡Somos unos héroes! ¡Haremos giras y daremos conferencias, y nos pagarán por la propaganda! ¡Seremos gente de mucho poder!
—No, papa —dijo Janine—, escúchame. Habéis estado hablando de nuestro deber, de ayudar a la gente, alimentarla, hacer que sus vidas sean mejores. Bueno, ¿es que no vamos a cumplir con nuestros deberes?
Él la miró con rabia.
—Pequeña puta, ¿qué sabrás tú de deberes? ¡Sin mí estarías en algún cuchitril de Chicago esperando que te dieran la cartilla de racionamiento! ¡Hemos de pensar también en nosotros!
Ella le hubiera contestado, pero se contuvo al ver los ojos de Wan abiertos de espanto.
—¡Odio todo esto! —sentenció—. Wan y yo nos vamos a dar una vuelta para perderos a todos de vista.
—No es del todo mala persona —le explicó a Wan, una vez fuera del alcance del oído de los otros.
Voces de discusión habían seguido a su marcha, y Wan, poco acostumbrado a las peleas, estaba evidentemente triste.
Wan no contestó directamente. Señaló un bulto en la pared azulada.
—Éste es uno de los pozos de agua, pero está seco. Los hay a docenas, pero la mayoría están secos también.
Sin sentirse obligada a hacerlo, Janine le echó un vistazo, apuntando al objeto con la cámara que llevaba colgada del brazo, mientras deslizaba adelante y atrás la cubierta abultada. En la parte superior había una protuberancia parecida a una nariz, y en la de abajo, lo que debía de ser un desagüe. Era lo suficientemente grande como para meterse dentro, pero estaba completamente seco.
—Dijiste que hay uno que aún funciona, pero que el agua no es potable, ¿no?
—Sí, Janine, ¿te gustaría que te lo enseñara?
—Sí, creo que sí—. Añadió—: De veras, no dejes que te afecten. Lo único que pasa es que se ponen nerviosos.
—Claro, Janine —le contestó. Pero lo cierto es que no le apetecía hablar.
Ella le dijo:
—Cuando era pequeña, solía contarme historias. Casi todas eran de miedo, pero no siempre. Me contó no sé qué de un tal Schwarze Peter, que, por lo que me imagino, debía ser alguien como Santa Claus. Me decía que si me portaba bien, Schwarze Peter me traería una muñeca por navidades, pero que si no era buena, me traería carbón. O algo peor. Es por eso que yo solía llamar a mi padre Schwarze Peter. La verdad es que nunca me trajo carbón.
Wan la miraba y la escuchaba con atención, mientras iban corredor adelante, pero no decía nada.
—Fue entonces cuando mi madre murió —dijo ella— y Lurvy y Paul se casaron, y yo me fui a vivir con ellos algún tiempo. Pero la verdad es que papá no era tan malo. Venía a verme siempre que podía, bueno, eso creo. ¡Wan! ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—No —dijo él—. ¿Quién es Santa Claus?
—¡Oh, Wan!
Así que tuvo que explicárselo; y también lo que eran las navidades, y lo que era el invierno, y la nieve, y la costumbre de intercambiar regalos. Su rostro se relajó, y empezó a sonreír. Y cosa curiosa, a medida que mejoraba el humor de Wan, empeoraba el de Janine. El tener que explicarle el mundo en el que había vivido le hizo contrastarlo con el que tenía ante sí. Casi, pensó, sería mejor hacer lo que Peter proponía, meterlo todo en la nave y volver al mundo real. Las demás alternativas daban todas miedo. El lugar en el que se hallaban daba miedo, si se paraba uno a pensarlo: una especie de máquina que seguía tercamente su camino a través del espacio, en dirección a un destino desconocido. Y una vez en ese destino, suponiendo que llegaran ¿con qué se iban a encontrar? Y si en lugar de eso marchaban hacia el lugar del que procedía Wan, ¿qué encontrarían allí? ¿Heechees? ¡Heechees! ¡Qué horror! Janine había pasado su corta vida con el fantasma Heechee alrededor; terribles en caso de ser reales, pero menos reales que míticos. Algo así como Schwarze Peter o Santa Claus. Como Dios. Todos los mitos y divinidades son lo bastante tolerables como para creer en ellos; pero, ¿y si se convertían en seres reales?
Sabía que su familia tenía miedo como ella, aunque no podía asegurarlo a partir de nada de lo que hubieran dicho; intentaban ser un ejemplo de valor para ella. Sólo podía adivinar que así era. Suponía que Paul y su hermana tenían miedo, pero que habían decidido arriesgarse por los beneficios que de ello pudieran derivarse. Su propio temor particular era de un tipo bastante especial, era menos el miedo a lo que pudiera ocurrir que a lo mal que ella podía reaccionar si algo le llegaba a suceder. Lo que sentía su padre era evidente a todas luces. Tenía miedo y estaba furioso, y de lo que tenía miedo era de morir antes de embolsarse el importe de su valor.
¿Y qué podía sentir Wan? Parecía tan poco complicado, mientras le iba enseñando sus dominios, era casi como un niño mostrándole a otro las entrañas de sus juguetes. Pero si había algo que Janine había aprendido a lo largo de sus catorce años de vida era que nadie es tan poco complejo como parece. Las preocupaciones de Wan eran simplemente de otra clase, como comprobó mientras él le mostraba la instalación de agua que no funcionaba. No había podido beberla, pero había podido utilizarla para asearse. Janine, educada en la conspiración occidental que pretende que las secreciones no existen, jamás hubiera llevado a Wan a ver un lugar lleno de suciedad y malos olores, pero él no estaba en absoluto avergonzado. Ni queriendo habría conseguido que se sintiera avergonzado.
—En algún sitio tenía que hacerlo —replicó cuando ella le echó en cara no haber utilizado el sanitario de la nave como todo el mundo.
—Sí, pero de haberlo hecho como se debe, Vera hubiera sabido que estabas enfermo, ¿no te das cuenta? Ella analiza siempre nuestras, eh, secreciones.
—Pues debería haber otro método.
—Bueno, lo hay.
Estaba la unidad portátil de bioanálisis, que tomaba muestras de cada uno para analizarlas, y que de hecho, se había puesto a funcionar sobre Wan cuando la necesidad se hizo evidente. Pero Vera era una computadora poco imaginativa, y no se le ocurrió programar la unidad portátil para analizar a Wan hasta que se lo ordenaron, algo tarde ya.
Él se revolvía incómodo.
—¿Qué te pasa?
—Cuando los Difuntos me hacían chequeos me clavaban cosas. Es algo que no soporto.
—Pero es por tu propio bien, Wan —le dijo severamente—. Oye, ¿por qué no vamos a hablar con los Difuntos?
Era la reacción típica de Janine. En realidad no quería ir a hablar con los Difuntos, lo que quería era abandonar aquel lugar que tan nerviosa la ponía. Pero cuando llegaron al lugar en que estaban los Difuntos, que era también el lugar en que se encontraba el diván de los sueños de Wan, Janine había decidido ya que quería otra cosa.
—Wan —dijo—, quiero probar el diván.
Él echó la cabeza atrás y entrecerró los ojos, observándola desde lo alto de su larga nariz.
—Lurvy me prohibió volver a usarlo —sentenció.
—Ya lo sé. ¿Cómo hago para entrar dentro?
—Primero me decís que he de hacer lo que decís —se quejó—, luego me hacéis hacer lo que me habíais prohibido. ¡No hay quien lo entienda!
Ella ya se había introducido en el interior de la estructura y asomaba la cabeza.
—¿Tengo que bajar la cubierta por encima de mí?
—Oh, si ya te has decidido —se encogió de hombros—. Sí, se cierra de golpe ahí, donde tienes la mano, pero para salir basta con que aprietes.
Ella alargó la mano para alcanzar la cubierta de malla, y la estiró hacia sí, mirándole a Wan a la cara, petulante y preocupada.
—¿Es que duele?
—¿Qué si duele? ¡No, vaya idea!
—Bueno, pues ¿qué se siente?
—Janine —le dijo, severo— eres tan infantil, ¿por qué haces preguntas cuando tú misma puedes comprobarlo?
Estiró la cubierta resplandeciente hacia abajo, y el cierre que ajustaba al lado chasqueó y se cerró.
—Es mejor que duermas —le aconsejó a través de la malla azulada.
—Pues no tengo sueño —le contestó—. No siento nada de nada.
Y entonces lo sintió.
No era nada que su experiencia previa de la fiebre le hubiera permitido esperar, no había ningún tipo de interferencia obsesiva con su personalidad, ni tampoco un punto del que brotaran las sensaciones. Sólo un resplandor cálido y envolvente, que la rodeó. Era sólo un átomo en un mar de sensaciones. Los demás átomos no tenían forma ni individualidad. No eran tangibles ni tenían contornos precisos. Podía ver todavía a Wan, mirándola con expresión preocupada a través de la red, cuando abría los ojos, y aquellas otras ¿almas?, no eran tan reales ni inmediatas. Pero podía percibirlos, de un modo como no había podido nunca antes percibir una presencia. A su alrededor. A su lado. En su interior. Cálidos, reconfortantes.
Cuando Wan abrió por fin la malla metálica y presionó su brazo, se quedó tumbada mirándole. No tenía fuerzas para levantarse, ni tampoco ganas de hacerlo. Tuvo que sacarla él, y ella hubo de apoyarse en su hombro mientras emprendían el regreso.
Estaban a menos de medio camino de la nave de los Herter-Hall cuando el resto de los miembros de la familia les alcanzó, y estaban furiosos.
—¡Mocosa estúpida! —bramó Paul—. ¡Vuelve a hacer algo parecido y te daré una patada en el culo!
—¡No volverá a hacerlo! —dijo su padre ceñudamente—. Ya me ocuparé yo de ello ahora mismo; y en lo que a ti se refiere, señorita, hablaremos más tarde.
¡Cómo se pusieron todos! Nadie le dio a Janine una patada en el culo por haber utilizado el diván. Nadie la riñó siquiera. Lo que hicieron fue reñir unos con otros, sin parar. La tregua que habían mantenido durante tres años y medio y que cada cual se había impuesto a sí mismo —ya que durante todo aquel tiempo la única alternativa era el asesinato mutuo—, se disolvió. Paul y el viejo no se hablaron durante dos días, porque Peter había desmontado el diván sin consultar. Lurvy y su padre riñeron y se gritaron, la primera vez porque Lurvy había programado la comida demasiado salada, y la segunda porque estaba sosa. Y en cuanto a Lurvy y a Paul, bien, ya no dormían juntos; apenas se hablaban, y con toda seguridad, habrían dejado de estar casados de haber habido un tribunal que tramitara divorcios en las proximidades.
Pero en caso de haber habido algún tipo de autoridad en las proximidades, al menos las disputas hubiesen podido resolverse. Alguien hubiese podido tomar decisiones. ¿Sería conveniente regresar? ¿Deberían ir con Wan al otro lugar? Y en ese caso, ¿quién habría de ir y quién debería quedarse? Eran incapaces de ponerse de acuerdo en los grandes problemas. Ni siquiera en los asuntos más corrientes, como desmontar una máquina y correr el riesgo de dañarla a dejarla estar y olvidarse de las esperanzas de efectuar un descubrimiento maravilloso que cambiara el curso de los acontecimientos. No se ponían de acuerdo acerca de quién tendría que hablar con los Difuntos por radio, o qué tendrían que preguntarles. Wan les enseñó, gustosamente, cómo tentar a los Difuntos para iniciar una conversación, y ellos pusieron el sistema de comunicación de Vera en contacto con ellos. Pero Vera no podía soportar el toma y daca por mucho tiempo, y cuando los Difuntos no entendían sus preguntas, o no querían hablar, o eran sencillamente demasiado incoherentes, Vera quedaba fuera de combate.
Todo esto resultaba terrible para Janine, pero era aún mucho peor para el propio Wan. Todo aquel embrollo le confundió e indignó. Dejó de seguirla. Y un día, después de descabezar un sueño, cuando se incorporó y le buscó con la mirada, se había marchado.
Afortunadamente para el orgullo de Janine todos se habían ido, Paul y Lurvy al exterior, para reorientar las antenas y su padre a dormir, de modo que pudo solazarse con sus propios celos. ¡El muy cerdo!, pensó. Era estúpido por su parte no darse cuenta de que ella tenía muchos amigos, mientras que él sólo la tenía a ella, ¡pero ya se lo encontraría! Estaba ocupadísima contestando las cartas que había dejado de lado durante tanto tiempo cuando oyó llegar a Paul y a su hermana; y al decirles que hacía por lo menos una hora que Wan se había ido, le sorprendió su reacción.
—¡Papá! —sollozó Lurvy, echando a un lado las cortinas del reservado de su padre—. ¡Despierta! ¡Wan se ha ido!
Mientras el viejo salía afuera parpadeando, Janine dijo con desagrado:
—¿Pero se puede saber qué es lo que os pasa a todos?
—No lo entiendes, ¿eh? —le preguntó Paul fríamente—. ¿Y si se ha ido en la nave?
Era una posibilidad en la que no se le había ocurrido pensar, y fue como una bofetada en el rostro.
—¡Imposible!
—¿Ah, sí? —espetó su padre—. ¿Y tú cómo lo sabes, pequeña zorra? ¿Y si resulta que se ha ido? —Acabó de cerrarse el mono y se puso de pie, mirándolos con llamas en los ojos—. Os he dicho —dijo, pero mirando sólo a Lurvy y a Paul, de manera que Janine entendió que no formaba parte del «os»—, os he dicho que tenemos que encontrar una solución definitiva. Al menos, si es que tenemos que ir con él en su nave. De lo contrario, no podemos asumir el riesgo de que le dé por irse sin avisar. Esto está claro.
—¿Y cómo lo hacemos? —preguntó Lurvy—. Papá, no seas absurdo, no podemos vigilar la nave día y noche.
—Claro, porque tu hermana es incapaz de vigilar al chico —asintió el viejo—, así que, o inmovilizamos la nave o inmovilizamos al chico.
Janine arremetió contra ellos.
—¡Monstruos! —explotó—. ¡Lo habéis estado planeando todo mientras no estábamos!
Su hermana tosió y la sujetó.
—Cálmate, Janine —ordenó—. Sí, es verdad que hemos estado hablando del tema. ¡Teníamos que hacerlo! Pero no hay nada decidido, y desde luego, nada que vaya a hacerle daño a Wan.
—¡Entonces, decididlo! —dijo Janine, ardiendo de indignación—. ¡Yo voto por ir con Wan!
—Si es que no se ha ido ya por cuenta propia —dijo Paul.
—¡No se ha ido!
Lurvy, pragmática, dijo:
—Si se ha ido ya, es tarde para hacer nada al respecto. Aparte de eso, estoy con Janine, ¡vayamos! ¿Qué dices a eso, Paul?
Dudó.
—Sí, creo que sí —concedió—. ¿Peter?
El viejo dijo con empaque:
—Si todos estáis de acuerdo, ¿qué más da lo que yo vote? Sólo queda una cuestión por discutir, la de quién se va y quién se queda. Propongo…
Lurvy le detuvo.
—Papá, sé lo que vas a decir, pero no funcionará. Tenemos que dejar como mínimo, a una persona aquí, para que se mantenga en contacto con la Tierra. Janine es demasiado joven. Yo no puedo, porque soy el piloto, y ésta es una magnífica ocasión para aprender algo sobre el pilotaje de una nave Heechee. Y no quiero irme sin Paul, así que te quedas tú.
Desmontaron a Vera, componente a componente, y la redistribuyeron por toda la Factoría. La memoria rápida, las entradas de datos y procesadores, en la cámara de los sueños; la memoria muerta, a lo largo del pasillo de acceso al exterior; el equipo de transmisión quedó en su nave. Peter les ayudó, callado y taciturno; lo que estaban haciendo significaba que las próximas comunicaciones de interés procederían del equipo de exploración, a través del sistema de radio de los Difuntos. Peter estaba ayudando a quedarse incomunicado, y lo sabía. Había mucha comida en la nave, les había dicho Wan, pero Paul no se fiaba del sistema de autoabastecimiento de Dios sabía qué productos de la Factoría Alimentaria, y les hizo cargar a bordo tantas raciones propias como pudieran llevar consigo. Después de lo cual Wan insistió en que almacenaran agua, de manera que redujeron las reservas de alimentos reciclados de su nave para llenar las bolsas de agua de Wan, y las cargaron. La nave de Wan no tenía camas. Ni se necesitaban, señaló Wan, porque los cubículos individuales de aceleración servían de protección durante las maniobras y evitaban que se pusieran a flotar por el interior de la nave mientras dormían. La sugerencia fue vetada por Paul y Lurvy, quienes desmontaron los cubículos de sus propios reservados y los reinstalaron en la nave. Pertenencias personales: Janine quería su maletín de cosméticos y sus libros; Lurvy, su maletín personal de cierres herméticos; Paul, sus naipes, para jugar a los solitarios. Fue un trabajo largo y pesado, aunque descubrieron que podían aliviarlo lanzándose las bolsas de agua y los demás paquetes, en un juego de lanzamientos a cámara lenta: pero por fin terminaron. Peter se sentó amargamente contra la pared de un corredor, viendo como los demás se afanaban, e intentó pensar en qué podían haber olvidado. A Janine le pareció que le estaban tratando como si no estuviese presente, o ya muerto, y le dijo:
—Papá, no te lo tomes tan a pecho. Volveremos tan pronto como podamos.
Él asintió.
—Ya, lo que supone —dijo— déjame ver, cuarenta y nueve días por viaje, más lo que decidáis quedaros en el Paraíso Heechee de Wan.
Se incorporó, y dejó que Lurvy y Janine le besaran. Casi como si estuviera más animado, dijo:
—Bueno, buen viaje. ¿Seguro que no os dejáis nada?
Lurvy miró alrededor, pensativamente.
—Creo que no. A menos que creas que tenemos que avisar a tus amigos, Wan.
—¿A los Difuntos? —dijo sonriendo—. Ni se enterarán. No están vivos, ¿entiendes?, y no tienen ningún sentido del tiempo.
—Entonces, ¿por qué te gustan tanto? —preguntó Janine.
Wan advirtió los celos en el tono de la pregunta y la miró ceñudo.
—Son mis amigos. No siempre se les puede tomar en serio, y a menudo, mienten. Pero jamás me han hecho tenerles miedo.
Lurvy contuvo el aliento.
—Sé que no siempre hemos sido lo bastante buenos. Pero hemos estado todos bajo una gran tensión. La verdad es que somos mejor gente de lo que podamos haberte parecido.
Aquello ya fue demasiado para el viejo Peter.
—Venga, marchaos —gruñó—. Todo eso se lo tenéis que demostrar, en lugar de quedarse hablando. ¡Y luego, volved y demostrádmelo a mí!