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ROBIN BROADHEAD, INC.

Essie y yo estábamos practicando el esquí acuático en el mar de Tappan cuando la radio que llevaba al cuello zumbó para decirme que había aparecido un instrumento en la Factoría Alimentaria. Ordené al bote que virara inmediatamente y que nos llevara de vuelta a la larga extensión de litoral propiedad de Robin Broadhead, antes de decirle a Essie de qué se trataba.

—¿Un chico, Robin? —me gritó por encima del ruido del motor de hidrógeno y del viento—. ¿Y cómo demonios ha llegado un chico a la Factoría Alimentaria?

—Eso es lo que hemos de averiguar —le grité a mi vez.

El bote nos condujo a aguas poco profundas deslizándose cuidadosamente, y esperó mientras saltábamos fuera y corríamos prado arriba. Cuando se aseguró de que nos habíamos ido, volvió a su sitio ronroneando todo a lo largo de la orilla.

A pesar de estar mojados, corrimos hacia la sala donde estaban los cerebros electrónicos. Habíamos empezado a recibir imágenes, y el proyector de hologramas nos mostró un muchacho flaco y desaseado que vestía una especie de falda de dos piezas y una túnica sucia. No parecía en absoluto peligroso, pero desde luego no tenía ningún derecho a estar allí.

—Voz —ordené, y los labios, que se movían empezaron a hablar, de un modo extraño, estridente, con una entonación aguda, pero en un inglés lo suficientemente claro para entenderle.

—…desde la estación central, sí. Hace cosa de siete, siete días; quiero decir, semanas. Vengo a menudo aquí.

—¿Pero cómo, por el amor de Dios?

No podía ver al que hablaba, pero era un hombre y hablaba sin acento: Paul Hall.

—En una nave, claro. ¿No tienen ustedes nave? Los Difuntos sólo hablan de viajar en naves, no conozco ninguna otra manera de hacerlo.

—Increíble —dijo Essie por encima de mi hombro. Se retiró sin apartar los ojos de la proyección y volvió con un par de toallas de rizo, para que me echara una por encima de los hombros, y otra para ella—. ¿Qué supones que es la «estación central»?

—Por Dios que me gustaría saberlo. ¿Harriet?

Las voces de la proyección se debilitaron, y la voz de mi secretaria dijo:

—¿Sí, señor Broadhead?

—¿Cuándo llegó?

—Hace diecisiete minutos y cuarenta segundos, señor Broadhead. Más el tiempo de tránsito de la Factoría Alimentaria, claro está. Janine Herter lo descubrió. Resultó que no llevaba una cámara consigo, así que sólo recibimos la voz hasta que llegó otro miembro del grupo.

Tan pronto como dejó de hablar, la voz de la figura proyectada volvió a subir; Harriet es un programa muy bueno, uno de los mejores de Essie.

—…siento haberme comportado incorrectamente —estaba diciendo el chico.

Pausa. A continuación, el viejo Peter Herter:

—Por Dios, eso no importa. ¿Hay más gente en esa «estación central»?

El muchacho apretó los labios.

—Eso —dijo filosóficamente—, dependerá, obviamente, de cómo se defina persona, ¿no? En el sentido de un organismo vivo de nuestra especie, no. Los Difuntos son lo que más se le parece.

Una voz de mujer, la de Dorema Herter-Hall:

—¿Tienes hambre? ¿Necesitas algo?

—No, ¿por qué iba a necesitar nada?

—Harriet, ¿qué quiere decir con eso de comportarse incorrectamente?

La voz de Harriet pareció vacilar.

—Esto, bueno, se… se autosatisfizo justo delante de Janine Herter, señor Broadhead.

No pude evitarlo, me eché a reír.

—Essie —le dije a mi mujer, me temo que la has hecho demasiado parecida a una damisela.

Pero no era de eso de lo que me reía. Era de la absoluta incongruencia del asunto. Había imaginado… bien, cualquier cosa. Cualquier cosa menos esto; un Heechee, un pirata del espacio, marcianos, sabe Dios qué, pero no un adolescente huesudo.

Desde detrás me alcanzó un arañar de garras de acero, y algo saltó sobre mi hombro.

—¡Abajo, Squiffy! —espeté.

—Déjale que se acurruque en tu cuello un minuto. Ya se irá.

—No es muy delicado en sus maneras, que digamos —gruñí—. ¿No podemos deshacernos de él?

Na, na, galubka —me dijo en ruso tranquilizadoramente, palmeándome la cabeza mientras se incorporaba—. Quieres el Certificado Médico Completo, ¿no? Entonces necesitas a Squiffy.

Me besó y salió de la habitación, dejándome con el pensamiento puesto en el asunto que, con cierta sorpresa por mi parte, estaba provocando todo tipo de ligeras pero incordiantes agitaciones en mi interior. ¡Ver un Heechee! Bueno, no lo habíamos visto, ¿pero y qué si así hubiera sido?

Cuando los primeros exploradores de Venus descubrieron los restos que los Heechees habían dejado (túneles vacíos de luz azulada, cuevas en forma de huso) hubo una auténtica conmoción. Unos pocos artefactos, nueva conmoción; ¿de qué se trataba? Estaban los rollos de metal a los que alguien había dado el nombre de «molinetes de oraciones» (pero ¿rezaban los Heechees? Y si lo hacían, ¿a quién?). Estaban también aquellas pequeñas cuentas brillantes llamadas «perlas de fuego», aunque ni se trataba de perlas ni ardían. Fue entonces cuando alguien descubrió el asteroide Pórtico, y con ello, la mayor de las conmociones, ya que en éste se encontraron centenares de naves espaciales en condiciones de ser usadas. Sólo que no se las podían dirigir. Se podía meter uno dentro y partir, y ahí acababa todo… y con lo que te encontrabas al llegar a destino era una nueva conmoción, sólo conmoción, conmoción, conmoción y conmoción.

Yo ya lo había experimentado. Había experimentado la conmoción en mis tres ridículas misiones. Mejor dicho, dos ridículas misiones. Y otra terriblemente poco ridícula. Con ella me había hecho rico y había perdido a alguien a quien amaba, ¿y qué es lo que tienen de ridículas ambas cosas?

Constantemente desde entonces los Heechees —desaparecidos hacía más de un millón de años atrás sin dejar una sola palabra escrita que nos indicara a qué se dedicaban— habían penetrado hasta lo más recóndito de nuestro mundo. Todo eran preguntas y muy pocas respuestas. No sabíamos siquiera qué nombre se daban a sí mismos: desde luego, Heechee no, ya que éste era simplemente un nombre que los exploradores habían inventado. No teníamos ni idea de cómo esas remotas y semidivinas criaturas se llamaban a sí mismas. Pero tampoco sabemos qué nombre se da Dios: Jehová, Júpiter, Baal, Alá, todos ellos nombres que se ha inventado la gente. ¿Cómo saber cómo le llamaban sus compañeros?

Estaba tratando de experimentar lo que hubiese debido de experimentar si el intruso de la Factoría Alimentaria hubiese sido un Heechee, cuando, en ese momento, se oyó tirar de la cadena; salió Essie y Squiffy se precipitó sobre la taza. El Certificado Médico Completo obliga a ciertas indignidades, y una unidad autónoma de bioanálisis es una de ellas.

—¡Estás malgastando el tiempo de mi programa! —me regañó Essie, y me di cuenta de que Harriet había permanecido pacientemente sentada en la imagen, esperando a que le ordenase seguir adelante con la información que ella poseía sobre los demás asuntos que requerían mi atención. De todas formas, el informe de la Factoría Alimentaria estaba siendo rebobinado y almacenado, de modo que Essie tuvo que irse a su propio despacho para ocuparse de sus cosas; yo por mi parte le dije a Harriet que empezase a preparar el almuerzo y que cumpliera entonces con sus funciones de secretaria.

—Tiene usted una citación para testificar ante el comité de Vías y Medios del Senado mañana por la mañana, señor Broadhead.

—Lo sé, allí estaré.

—Debe usted presentarse para su próximo chequeo este fin de semana, ¿confirmo su visita?

Esa es una de las penalidades del Certificado Médico Completo, y además, Essie, que es veinte años más joven que yo y no deja de recordármelo, insiste en ello.

—De acuerdo, si ha de ser, que sea.

—Ha sido usted demandado por un tal Hanson Bover, y Morton quiere hablarle al respecto. El extracto de sus cuentas para el presente cuatrimestre ya ha llegado y está en el archivador de su mesa de trabajo, a excepción de los holdings de minas de alimentos, que no estará listo hasta mañana. Y hay además unos cuantos mensajes de menor importancia, de los que ya me he ocupado, que esperan su visto bueno.

No necesitaba ver el extracto de cuentas; sabía de sobra lo que decía. Las emisiones estatales estaban dando excelentes resultados; la pequeña inversión en cultivos marinos estaba alcanzando unos beneficios anuales de auténtico récord. Todo funcionaba excepto las minas de alimentos. La última epidemia cuatrimestral nos había costado muy cara. No podía culpar a los muchachos que trabajaban en Codi, no eran más culpables que yo de que nos hubiera golpeado la epidemia. Pero el caso era que habían dejado que los hornos de extracción escaparan a su control, y quinientos acres de nuestro petróleo ardieron hasta consumirse bajo la superficie. Había costado tres meses que la mina fuera de nuevo totalmente operativa, y aún no sabíamos lo que nos iba a costar. No hacía falta preguntarse porqué el extracto de sus cuentas se retrasaba.

Pero todo eso era simplemente una molestia, no un desastre. Mis inversiones estaban lo suficientemente bien distribuidas como para que un solo sector que funcionase mal acabara conmigo. No me hubiese metido en lo de las minas de alimentos de no haber sido por el consejo que me diera Morton. Las desgravaciones por extracción hacían que fuera un buen negocio, interesante desde el punto de vista fiscal (pero había tenido que vender la mayor parte de mis holdings de cultivos marinos para comprarlo). Aun entonces se figuró Morton que necesitaba respaldo fiscal, así que dimos inicio al Instituto Broadhead para la Investigación Extra Solar. El Instituto posee todos mis fondos, pero yo lo dirijo, y lo dirijo según me conviene. Fui yo el responsable de nuestra asociación con la Corporación de Pórtico en la financiación de sondeos en cuatro prospecciones de metal Heechee que habían sido detectadas en el sistema solar o en sus cercanías, pero que todavía no habían sido explotados, y uno de ellos había resultado ser la Factoría Alimentaria. Tan pronto como los de la Corporación tomaron contacto con las prospecciones, yo asumí la explotación de la Factoría… y a estas alturas parecía un asunto la mar de interesante.

—¿Harriet? Pásame otra vez el mensaje enviado por línea directa desde la Factoría Alimentaria.

El holograma brotó, y con él, el muchacho, hablando aún con excitación con su voz aguda y chillona. Traté de seguir el hilo de lo que decía: algo relacionado con un difunto, sólo que no era difunto, porque su nombre era Henrietta, que hablaba con él (¿pero no era una difunta?) en relación a una misión de Pórtico en la que ella había tomado parte. (¿Cuándo? ¿Por qué no había oído yo hablar de ella?). Era todo muy sorprendente, así que se me ocurrió una buena idea.

—Albert Einstein, por favor —dije, y el holograma se enturbió para dar paso a su viejo, dulce y arrugado rostro, que me miraba.

—¿Sí, Robin? —dijo mi programa científico, echando mano a su pipa y a su tabaco, como hacía siempre que hablábamos.

—Quisiera oír tus más aproximadas estimaciones acerca de la Factoría Alimentaria y del chico que han encontrado allí. ¿De dónde viene?

—Ah, eso no es más que una conjetura, Robin. Habla de una «estación central», probablemente un artefacto Heechee de algún modo similar a Pórtico, Pórtico Dos o la misma Factoría, pero sin ninguna función evidente de por sí. No parece que haya allí más seres humanos vivos. Habla de ciertos «Difuntos», que parecen ser alguna clase de programa computerizado, como yo mismo, aunque no está muy claro si son muy distintos o no en su origen. Menciona también a ciertas criaturas vivas a las que llama «Primitivos», o «bocas de rana». Mantiene con ellos pocos contactos, los rehuye de hecho, y no está muy claro de dónde vengan.

Respiré profundamente.

—¿Heechee?

—No lo sé, Robin. No puedo ni siquiera conjeturarlo. Por Júpiter que uno supondría que un ser no humano que ocupa un artefacto Heechee muy bien podría ser un Heechee, pero no hay ninguna evidencia clara. Ya sabes que ignoramos incluso cómo es un Heechee.

Sí, ya lo sabía. Era una desesperante incertidumbre que quizá pronto podríamos desentrañar.

—¿Algo más? ¿Puedes decirme qué pasa con las pruebas para traer la Factoría?

—Seguro que sí, Robin —dijo acercando una cerilla a su pipa—. Pero me temo que son malas noticias. El objeto parece tener programado su curso, y bajo control total. Contrarresta cualquier modificación que queramos introducir.

Había habido una pormenorizada discusión acerca de la conveniencia de dejar la Factoría en la nube Oort y tratar, de algún modo, de traer comida a la Tierra en una nave, o bien si debía tratar de traerse la Factoría. Ahora parecía que no teníamos elección.

—¿Está… crees que está bajo control Heechee?

—No hay modo de estar seguros todavía. Aproximativamente, yo diría que no. Parece tratarse de una reacción automática. No obstante —dijo dándole pitadas a la pipa—, hay algo alentador al respecto. ¿Puedo ponerte algunas imágenes de la Factoría?

—Por favor —dije, pero de hecho no había esperado mi respuesta.

Albert es un programa educado, pero también es listo. Desapareció y me encontré observando una escena en la que el chico, Wan, enseñaba a Peter Herter cómo abrir lo que parecía una escotilla en la pared del pasillo. Sacaba fuera de la escotilla unos paquetes de algo blando envueltos en rojo brillante.

—Nuestras suposiciones en lo tocante a la naturaleza del artefacto parecen confirmarse, Robin. Eso son comestibles, y según Wan, son continuamente reabastecidos. Ha vivido de eso durante la mayor parte de su vida, y como puedes ver disfruta de una excelente salud, en principio; me temo que está incubando un resfriado en estos momentos.

Miré el reloj sobre sus hombros (siempre lo mantiene en punto, de lo que me beneficio).

—Esto es todo por ahora. Manténme informado por si surgiera algo que afecte tus conclusiones.

—Seguro que sí, Robin —dijo desapareciendo.

Me fui incorporando. El haber hablado de comida me recordó que la comida debía ya de estar preparada, y no solo tenía hambre sino que tenía planes para la sobremesa. Me até la bata alrededor y entonces me acordé del mensaje acerca del pleito. Los pleitos no son nada especial en la vida de un hombre rico, pero si Morton quería hablarme, mejor sería escucharle.

Contestó inmediatamente, sentado a la mesa de su despacho, inclinado hacia delante con seriedad.

—Nos han demandado, Robin; a la Corporación para la Explotación de la Factoría Alimentaria, a la Corporación de Pórtico, además de a Paul Hall, Dorema Herter-Hall y Peter Herter: todos «in propia persona», y como representantes de la co-demandada Janine Herter. Además de a la Fundación y a ti.

—Al menos parece que voy a tener mucha compañía. ¿Tengo que preocuparme?

Pausa. Después, pensativamente:

—Creo que sí; al menos, algo. La demanda la ha puesto Hanson Bover. El marido de Trish, o su viudo, depende de como lo mires.

Morton estaba temblando ligeramente. Es un defecto de su programa, y Essie estaba queriéndolo arreglar, pero ello no afecta a su habilidad como asesor legal, y en cierto modo, me gusta que lo haga.

—Se ha hecho declarar albacea de los bienes de Trish Bover, y en base al primer aterrizaje de ésta en la Factoría quiere el reparto de lo que resulte de una misión totalmente realizada.

Aquello tenía muy poca gracia. Incluso si no podíamos mover el condenado aparato, con los nuevos métodos de explotación esa bonificación podía significar mucho.

—¿Cómo puede hacer eso? Ella firmó el contrato estándar, ¿no? Entonces todo lo que tenemos que hacer es enseñar el contrato. Ella no volvió, luego no tiene derecho al reparto.

—Ese es el modo en que hay que comportarse en el juicio, sí, Robin. Pero hay uno o dos precedentes bastante ambiguos. Quizá ni tan siquiera ambiguos. Su abogado cree que son buenos, aunque sean algo antiguos. El más importante es el de un chico que firmó un contrato de cincuenta mil dólares por andar sobre una cuerda floja por encima de las cataratas del Niágara.

Sin actuación, nada de cobrar. Se cayó a medio recorrido. La corte sostuvo que había actuado, así que tuvieron que pagarle.

—¡Eso es una locura, Morton!

—Pero ése es nuestro caso, Robin. Aunque sólo te he dicho que tendrías que preocuparte un poco. Creo que todo está probablemente en regla, pero no estoy seguro. Hemos de preparar nuestra comparecencia antes de dos días. Entonces veremos cómo anda la cosa.

—Muy bien, Morton, esfúmate.

Me levanté, porque en ese momento estaba absolutamente seguro de que era la hora de comer. De hecho, en ese instante Essie atravesaba la puerta, y para fastidio mío, completamente vestida.

Essie es una mujer hermosa, y uno de los placeres de llevar casado con ella cinco años es que cada año que pasa me parece más bonita que el anterior. Me pasó el brazo en torno al cuello mientras se dirigía al porche para comer, y volvió la cabeza para mirarme.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—No pasa nada, querida S. Ya., sólo que estaba planeando invitarte a que te ducharas conmigo después de comer.

—Abuelo, eres un viejo verde —me dijo severamente—. ¿Qué tiene de malo ducharse de noche, cuando tendremos naturalmente, e inevitablemente, que ir a la cama?

—Esta noche he de estar en Washington. Y mañana te vas a Tucson por lo de tu conferencia, y este fin de semana tengo mi revisión médica. Pero da igual.

Se sentó a la mesa.

—Y además eres un lamentable mentiroso —observó—. Come deprisa, abuelo. Al fin y al cabo no puede uno tomarse demasiadas duchas.

—¿Sabías, Essie, que eres una criatura enteramente sensual? Es otra de tus características más refinadas.

El balance de cuentas de los holdings de las minas de alimentos estaba en el archivador de mi mesa de trabajo, en Washington, antes del desayuno. Era incluso peor de lo que había imaginado; por lo menos dos millones de dólares se habían quemado bajo las montañas de Wyoming, y otros cincuenta mil o más se consumirían diariamente hasta que se consiguiera extinguir el fuego, si es que lo conseguían. No quería decir todo ello que me hallara en dificultades, pero al menos sí que un buen montón de créditos fáciles habían dejado de ser fáciles. Y no solo lo sabía yo, sino que cuando llegué a la sala de audiencias del senado, todo Washington parecía saberlo. Testifiqué rápidamente, en mi línea habitual, y cuando acabé, el senador Praggler suspendió la sesión y me llevó a almorzar.

—No puedo entenderte, Robin. ¿No ha cambiado ese fuego tu parecer?

—No, ¿por qué habría de hacerlo?

Movió la cabeza negativamente.

—Hete aquí a alguien con importantes reservas en minas de alimentos —tú— que pide que le aumenten los impuestos de las minas. ¡No tiene sentido!

Se lo volví a explicar de cabo a rabo. En conjunto, las minas de alimentos podían destinar fácilmente, digamos, el diez por ciento de su producto bruto a reconstruir las Rocosas después de haber agotado sus reservas. Pero ninguna compañía podía permitirse el lujo de hacerlo por sí sola. De hacerlo, perderíamos toda posición competitiva y venderíamos menos que los demás.

—Así que si apruebas la enmienda, Tim, todos tendremos que hacerlo. Los precios de la comida subirán, pero no mucho. Mis contables calculan que no más de ocho o nueve dólares por persona y año, y además volveremos a tener un paisaje apenas degradado.

Se rió.

—¡Mira que eres raro! Con tu altruismo, y tu dinero, huelga decirlo —asintió mirando mis brazaletes de expedicionario que aún llevaba en mi brazo, uno por cada una de las tres misiones que habían alejado de mí el infierno cuando las gané como prospector de Pórtico—. ¿Por qué no te presentas a senador?

—No quiero, Tim. Además, si me presentara por Nueva York, lo tendría que hacer en contra tuya o en contra de Sheila, y no quiero. No paso tanto tiempo en Hawai como para dejarme las pestañas por ellos, y no me apetece mudarme a Wyoming.

Me palmeó el hombro.

—Sólo por esta vez —me dijo—, voy a usar algo de los viejos métodos políticos. Intentaré llevar adelante la enmienda por ti, Robin, aunque sabe Dios lo que harán tus oponentes para rechazarla.

Después que le dejé anduve deambulando de vuelta al hotel. No había ninguna razón por la que debiera apresurarme por volver a Nueva York estando Essie en Tucson, así que decidí pasar el resto del día en mi suite del hotel, en Washington, decisión que resultó ser una equivocación, si bien yo no podía saberlo entonces. Estaba pensando en si me importaba o no que se me llamara «altruista». Mi antiguo psicoanalista me había ayudado a alcanzar un punto en el que no me importaba atribuirme méritos por cosas por las que creía merecerlo, la mayoría de las cuales, sin embargo, hacía en mí provecho. La enmienda de Reforestación no me iba a costar un céntimo; íbamos a llevar la reforestación a cabo subiendo los precios, como ya he explicado. El dinero que invertía en el espacio podía convertirse en beneficios contados en dólares —probablemente, calculé— pero de todas formas lo destinaba allí porque del espacio había venido mi dinero. Y además tenía un asunto pendiente allá arriba. Me senté frente a la ventana del ático que ocupaba en el hotel, en la cima de cuarenta y cinco pisos, mirando en dirección al Capitolio y el monumento a Washington, y me pregunté si mi asunto pendiente estaba aún vivo. Eso esperaba. Incluso si todavía me odiaba.

El pensar en mi asunto pendiente me hizo pensar en Essie, que a esa hora debía de estar llegando a Tucson, lo que me produjo una momentánea preocupación. Estábamos a punto de sufrir una nueva crisis de fiebre cuatrimestral, y yo no había vuelto a pensar en ello a tiempo. No me agradaba pensar que ella estuviera a tres mil kilómetros de distancia, si se trataba de un caso grave. Y tampoco en el caso de que fuera un acceso leve pero de los lujuriosos y orgiásticos, dado que éstos parecían hacerse más frecuentes cada vez; aunque no soy celoso, prefería realmente que si había de ser lasciva y lujuriosa lo fuera conmigo.

¿Y por qué no? Telefoneé a Harriet y le hice reservarme plaza en un vuelo a Tucson aquella misma tarde. Podía llevar mis negocios tan bien desde allí como desde cualquier otro sitio, si no tan cómodamente. Así pues, me puse manos a la obra. Pero primero, Albert. No sabía nada significativamente nuevo, me dijo, salvo que el muchacho parecía estar padeciendo un fuerte catarro.

—Hemos dado instrucciones al equipo Herter-Hall para que le suministren antibióticos y medicamentos que alivien los síntomas del resfriado, pero no recibirán el mensaje hasta dentro de unas cuantas semanas, claro está.

—¿Es grave?

Frunció el ceño, dando chupadas a la pipa.

—Wan no se había expuesto nunca a virus o bacterias, de manera que no puedo hacer ningún dictamen definitivo. Pero no, creo que no. En cualquier caso, la expedición posee efectos médicos capaces de enfrentarse con la mayoría de patologías.

—¿Sabes algo más de él?

—Sí, un buen montón de cosas más, pero nada que varíe mis estimaciones anteriores, Robin —nueva chupada a la pipa—. Su madre era de ascendencia hispana, y su padre, americano de ascendencia anglosajona, ambos prospectores de Pórtico. O eso parece. De modo que, aparentemente, son ésas las personas a las que se refiere como «Difuntos», aunque sigue sin estar muy claro de qué se trata.

—Albert —le dije—, busca entre las antiguas expediciones de Pórtico, como mínimo de diez años atrás. Mira si puedes encontrar alguna que llevara una hispana y un americano a bordo y que no regresara.

—Seguro que sí, Robin.

He de decirle algún día de éstos que mejore su vocabulario, por más que funcione más que bien con el suyo. Dijo casi inmediatamente:

—No existe tal misión. Sin embargo, había una nave en la que viajaba una hispana encinta, que no volvió. ¿Puedo proyectar las imágenes?

—Seguro que sí, Albert —dije, pero no está preparado para captar este tipo de ironías.

Las imágenes no sirvieron de mucho. No conocía a la mujer, era anterior a mi época. Pero había salido en una Uno después de haber sobrevivido a una misión en una Cinco en la que su marido y los otros tres miembros de la tripulación habían muerto. Y nunca se había vuelto a saber de ella. La misión había sido simplemente un «sal a ver con qué te encuentras». Y con lo que se había encontrado era con un bebé, en algún recóndito lugar.

—Eso no explica necesariamente la paternidad de Wan, ¿no?

—No, Robin, pero tal vez se hallaba en otra misión. Si aceptamos que los Difuntos están relacionados de algún modo con misiones que no han regresado, entonces debe de haber muchos.

—¿Intentas decirme que se trata de prospectores?

—Claro, Robin.

—¿Pero cómo? ¿Quieres decir que sus cerebros pueden haber sido conservados?

—Lo dudo, Robin —dijo volviendo a encender la pipa pensativamente—. No hay datos suficientes, pero aseguraría que el almacenaje de cerebros no tiene más que una probabilidad del 0,1 %.

—¿Cuáles son, entonces, las otras posibilidades?

—Quizás una concentración del almacenaje químico de la memoria; no es una probabilidad muy elevada, pon tal vez del 0,3 %. Que de todas formas es la probabilidad más elevada que tenemos. Otra posibilidad es la de un contacto voluntario por parte de los sujetos, por ejemplo que grabaran de algún modo sus memorias en una cinta; es ciertamente muy poco probable. Como mucho, del 0,0001. Comunicación mental directa, lo que tú llamarías cierta clase de telepatía, más o menos las mismas probabilidades. Medios desconocidos, más del 0,5. Por supuesto —añadió rápidamente—, date cuenta que todas esas estimaciones se basan en datos insuficientes y en hipótesis inadecuadas.

—Supongo que te las arreglarías mejor si pudieras hablar directamente con los Difuntos.

—Seguro que sí, Bob. Y estoy por solicitar una comunicación de ese tipo a través de la computadora de a bordo de los Herter-Hall, pero necesita una cuidadosa programación de antemano. No es una computadora demasiado buena, Robin. —Dudó un instante—. Eh, Robin, hay otra cosa interesante.

—¿De qué se trata?

—Como sabes, había muchas naves de gran tamaño atracadas en la Factoría Alimentaria cuando fue descubierta, y desde entonces ha estado frecuentemente bajo observación, y el número de naves ha sido siempre el mismo, sin contar, por supuesto, la nave de los Herter-Hall, y la que utilizó Wan para llegar a la Factoría hace dos días. Pero lo que no es seguro es que se trate de las mismas naves.

—¡¿Qué?!

—No es seguro, Robin —subrayó—. Todas las naves Heechees se parecen mucho entre sí. Pero un análisis pormenorizado a base de fotos hechas a corta distancia parece demostrar una orientación distinta en, al menos, una de las naves grandes. Posiblemente en todas las Tres. Es como si las naves que había se hubieran ido y hubieran arribado otras nuevas.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal de arriba abajo.

—Albert —le dije, esforzándome por encontrar las palabras—, ¿sabes lo que me sugiere eso?

—Seguro que sí, Robin —dijo únicamente—. Te sugiere que la Factoría Alimentaria sigue en funcionamiento, o sea convirtiendo los gases cometarios en comida CHON. Y enviándolos a algún sitio.

Me costó tragar, pero Albert seguía hablando.

—Hay también una fuerte radiación de iones en el ambiente. He de admitir que no sé de dónde procede.

—¿Es peligroso para los Herter-Hall?

—No, diría, que no. No más de lo que son para ti las radiaciones de la piezovisión, por ejemplo. No es el riesgo lo que me preocupa, sino la fuente de esas radiaciones.

—¿Puedes decirles a los Herter-Hall que lo comprueben?

—Seguro que sí, Robin. Ya lo he hecho. Pero nos llevará cincuenta días recibir la respuesta.

Le ordené retirarse, y me recosté en la silla para pensar en los Heechees y en sus sorprendentes medios…

Y entonces empezó.

Las sillas de mi despacho están diseñadas para procurar el máximo de confort y estabilidad, pero esta vez casi la hice volcar. En menos de un segundo me hallé sumido en el dolor. No solo era dolor, sino también vértigo, desorientación y alucinaciones. Sentía como si la cabeza me fuera a estallar, y los pulmones me quemaban como si me ardieran. Jamás me había sentido tan mal, en cuerpo y alma, y al mismo tiempo me encontré fantaseando con increíbles proezas sexuales.

Intenté levantarme y no pude; me dejé caer de nuevo en la silla, absolutamente incapaz de nada.

—¡Harriet! —rugí— ¡Llama a un médico!

Le llevó tres segundos enteros responderme, y su imagen se desdibujaba peor que la de Morton.

—Señor Broadhead —me dijo, mirándome extrañamente preocupada—, no puedo explicar la razón, pero los circuitos están sobrecargados. Yo… yo… yo.

No era sólo su voz lo que se repetía, toda ella parecía consistir en un salto de la proyección, una y otra vez modulando idénticos inicios de palabra para después chasquear y volver a empezar.

Caí de la silla al suelo, y mi último pensamiento coherente fue: la fiebre.

Volvía a atacar. Peor que nunca antes. Tan grave como para no poder superarla, y tan dolorosa y terrible, tan psicopáticamente extraña, que no estaba muy seguro de poder padecerla.