DE CAMINO HACIA LA NUBE DE OORT
Después de mil doscientos ochenta y cuatro días de viaje en nuestro crucero con todos los gastos pagados hacia la nube de Oort, el correo constituía el gran acontecimiento. Vera llamó gozosa y todos fuimos a recogerlo. Había seis cartas para la huesuda de mi medio cuñada, de parte de famosos actores de cine; bueno, no todos eran famosos actores. Eran muchachos famosos y basta, a los que ella escribe porque tiene catorce años y necesita algún tipo de hombre en quien soñar, y ellos contestaban, me temo, porque sus agentes de prensa les decían que ésa es una buena publicidad. Había una carta de la madre patria para Payter, mi suegro. Una larga carta en alemán. Querían que volviese a Dortmund y que se presentara a alcalde Bürgermeister o algo por el estilo. Dando por sentado, claro, que siga vivo cuando vuelva, suposición que reza para el resto de nosotros cuatro. Pero no renuncian. Hay dos cartas personales para mi mujer, Lurvy, creo que de antiguos novios. Y un carta para todos nosotros del viudo —o el marido, según uno crea que esté muerta o siga viva— de Trish Bover:
¿Habéis encontrado algún rastro de la nave de Trish?
Hanson Bover
Concisa y tierna, que es todo lo más que puede me temo. Le dije a Vera que le enviara la respuesta de costumbre: Desgraciadamente, no. Tenía tiempo de sobras para ocuparme de la correspondencia, ya que no había nada para Paul C. Hall, que soy yo.
Habitualmente hay poca cosa para mí, razón por la que juego tanto al ajedrez. Payter me dice que tendría que estar contento con el mero hecho de haber sido incluido en la misión, y supongo que no me habría incluido si él no hubiera puesto en juego su dinero, financiándonos a todos el viaje. También puso en juego todas sus habilidades, pero eso es algo que todos hicimos. Payter es un químico alimentario, y yo, un ingeniero de estructuras. Mi mujer, Dorenia, —es mejor no llamarla así, por lo que generalmente la llamamos «Lurvy»— es piloto. Condenadamente buena, por cierto. Es más joven que yo, pero estuvo en Pórtico seis años. Jamás tuvo éxito alguno, estuvo incluso al borde de la bancarrota, pero aprendió un montón. No solo pilotaje. A veces observo sus brazos, que lucen los cinco brazaletes, uno por cada salida en misiones de Pórtico; y miro sus manos, tiernas y decididas a los mandos de la nave, cálidas y reconfortantes cuando nos tocamos… no sé gran cosa de lo que sucedió en Pórtico. Quizás no deba saber más.
La otra persona a bordo es su joven medio hermana, Janine, carne de presidio. ¡Ah, Janine! A veces parecía tener catorce, a veces cuarenta años. A los catorce escribía cartas a sus ídolos de carne y jugaba con sus muñecos, un harapiento armadillo de peluche, un molinete de oraciones Heechee (real), y una perla de fuego (falsa) que le había comprado su padre para tentarla a que viniera. A los cuarenta, con lo que jugaba era conmigo. Y allí estábamos. Pegaditos unos a otros durante tres años y medio. Intentando no tener que recurrir al homicidio.
No estábamos solos en el espacio. Muy de vez en cuando nos llegaba un mensaje de nuestro vecino más cercano, la base Tritón o la nave de exploración que se había extraviado. Pero Tritón, junto con Neptuno, estaban en sus respectivas órbitas, muy lejos de nosotros; el tiempo de tránsito de un mensaje era de tres semanas, ida y vuelta. Y la nave de exploración no tenía demasiada energía como para perderla con nosotros, aunque en esos momentos estuviera a sólo cincuenta horas luz de distancia. Lo cierto es que no era amistosa charla de lado a lado de la verja del jardín.
Así es que lo que hacía era jugar al ajedrez a base de bien con la computadora de la nave.
Y es que hay bien poco a lo que dedicarse de camino hacia la nube Oort, excepto a los juegos, lo que además era una manera de mantenerse no beligerante en la Guerra Entre Dos Mujeres que bramaban continuamente en nuestra pequeña nave. A mi suegro puedo soportarlo si me toca hacerlo. Generalmente se mantiene al margen todo lo que puede, en un espacio de cuatrocientos metros cúbicos. No puedo soportar siempre a sus dos hijas, aunque las ame a ambas.
Todo esto hubiera sido más fácil de aceptar —me decía a mí mismo— si hubiéramos dispuesto de más espacio. Pero estando en una nave no hay muchas oportunidades de salir a darse una vuelta para relajarse. De vez en cuando, es cierto, un rápido paseo espacial para comprobar cómo iban los cargueros laterales, y entonces podía echar un vistazo alrededor: el Sol seguía siendo —sólo eso— la estrella más brillante de su constelación; Sirio brillaba ante nosotros, y también Alfa Centauro, bajo nuestra elíptica y algo hacia un lado. Pero no era más que una hora cada vez, y luego, de vuelta a la nave. Y no de lujo precisamente. Una antigualla de nave espacial, diseñada por el hombre, jamás concebida para una misión más larga de seis meses y en la que había que amontonarse durante tres años y medio. ¡Dios!, debíamos de haber estado locos al firmar. ¿De qué te sirven dos millones de dólares si para conseguirlos te vuelves loco?
Con el cerebro electrónico de a bordo era mucho más fácil entenderse. Cuando jugaba al ajedrez con ella, echado hacia adelante sobre la consola con los enormes auriculares sobre mis orejas, podía hacer callar a Janine y a Lurvy. El nombre del cerebro era Vera, que era sólo una invención mía y que nada tenía que ver con ella, quiero decir, con su sexo. O con su sinceridad, tampoco, porque la había autorizado a gastarme bromas de vez en cuando. Mientras estaba en conexión con las computadoras en órbita o con las que estaban en la Tierra, Vera podía ser muy, muy brillante. Pero a causa de los veinticinco días que tardaba en establecerse la comunicación, no podía mantener una verdadera conversación, de modo que cuando no se establecía conexión alguna era muy, muy aburrida.
—Peón a torre cuatro, Vera.
—Gracias… —una larga pausa mientras comprobaba mis parámetros para asegurarse de con quién hablaba y qué lo que se suponía que debía hacer—… Paul. Alfil mata caballo.
Podía ganar a la tonta de Vera siempre que quería cuando jugábamos al ajedrez, a menos que ella hiciera trampas. ¿Cómo las hacía? Bien, después de que le ganara unas doscientas partidas, me ganó una. Le volví a ganar otras cincuenta y me volvió a ganar, y durante las veinte siguientes partidas nos mantuvimos empatados, y entonces empezó a darme auténticas palizas cada vez. Hasta que imaginé cómo lo hacía. Transmitía las posiciones y sus planes a las grandes computadoras de la Tierra, y entonces, cuando aplazábamos la partida, como sucedía a veces porque Payter o alguna de las mujeres me arrancaba del asiento, tenía tiempo de establecer una conexión y recibir las críticas de sus planes y sugerencias para enmendar sus estrategias. Los grandes cerebros electrónicos le explicaban cuáles creían que iban a ser mis movimientos, y cómo contraatacar; y cuando el contacto de Vera acertaba, me tenía cogido. Nunca me preocupé por detenerla. Simplemente, no volvía a aplazar ninguna partida, y después estuvimos ya tan lejos que no tenía tiempo material de pedir ayuda, y entonces volví a ganarle cada partida.
Y las partidas de ajedrez fue lo único que gané en aquellos tres años y medio. No hubo manera de sacar nada en claro del gran juego que tuvo lugar entre mi mujer, Lurvy, y su flaca medio hermana de catorce años, Janine. La diferencia de edad entre ambas era mucha, y Lurvy trataba de ser una madre para Janine, y ésta trataba de ser enemiga de Lurvy, y lo conseguía. Y no era todo culpa suya. Lurvy solía tomarse unas cuantas copas —era su manera de aliviar el aburrimiento— y entonces descubría o bien que Janine había estado utilizando su cepillo o bien que, como se le había dicho, pero a desgana, había limpiado el preparado alimenticio antes de que éste empezara a espesarse, pero sin la precaución de echar los orgánicos a la solución. Entonces saltaban. De vez en vez, a través de ritualizadas exhibiciones de conversación femenina, puntualizadas a base de explosiones.
—Me encanta como te sientan esos pantalones azules, Janine. ¿Quieres que te refuerce las costuras?
—O sea que estoy engordando, ¿no es eso? ¡Bueno, pues es mejor que ponerme imbécil a base de beber todo el rato! —Y de nuevo, vuelta a enzarzarse en una discusión, ante lo cual yo volvía a jugar al ajedrez con Vera. Era la única cosa sensata que podía hacer. Cada vez que intentaba intervenir, lograba con éxito ponerlas a ambas en contra mía:
—¡Jodido cerdo machista! ¿Por qué no te vas tú a fregar el suelo?
Lo curioso es que las amaba a ambas. De modo distinto claro, si bien esto me costó hacérselo entender a Janine.
Antes de que firmáramos el contrato de la misión nos explicaron en qué estábamos a punto de meternos. Además de las regulares sesiones psiquiátricas obligatorias en viajes de larga distancia, los cuatro tuvimos que someternos a doce sesiones de una hora de duración en relación a estos problemas, y lo que dijo el psiquiatra se redujo a un «háganlo lo mejor que puedan». Durante el proceso de reajuste familiar dio la sensación de que yo debía asumir el papel de padre. Payter era demasiado viejo, a pesar de ser el padre biológico. Lurvy era reacia a manifestarse hogareña, como cabía esperar de un ex piloto de Pórtico. Me tocaba a mí encargarme de Janine; el psiquiatra fue más que claro al respecto. Pero no dijo cómo hacerlo.
Así me encontraba yo a los cuarenta y un años, a millones de kilómetros de la Tierra, de camino a la órbita de Plutón, a unos quince grados sobre el plano de la elíptica, intentando no hacerle el amor a mi media cuñada, intentando convivir en paz con mi mujer, tratando de mantener la tregua convenida con mi suegro. Esos eran los problemas más importantes con los que me tenía que enfrentar al despertarme (eso las veces en que se me permitía ir a dormir), en fin, sobrevivir un día más. Para olvidarlos, solía distraerme pensando en los dos millones por cabeza que nos iban a dar en caso de llevar la misión a buen término. Cuando hasta eso me resultaba inútil, trataba de pensar en la enorme importancia de nuestro cometido, no solo para nosotros, sino para todos los seres humanos vivos. Esto sí era lo bastante real. Si todo salía bien, conseguiríamos salvar a casi toda la humanidad de morir de inanición.
Eso era a todas luces importante. A veces incluso llegaba a parecérmelo. Pero, a fin de cuentas, había sido la humanidad la que nos había encerrado en aquel maloliente campo de concentración para, a lo que parecía, el resto de nuestras vidas; y había veces en que, ¿saben?, casi les deseaba que se murieran de hambre.
Día 1283. Acababa de despertarme cuando oí que Vera emitía una serie de tenues pitidos y chasquidos, tal y como hacía siempre que recibía órdenes. Bajé la cremallera de nuestra colcha de aislamiento y me deslicé fuera de nuestro reservado, pero el viejo Payter estaba ya inclinado por encima de la impresora.
—Gott sei dammt! —maldijo ruidosamente—, hay un cambio de ruta.
Me apoyé sobre la balaustrada y me incliné para ver, pero Janine, que había estado muy atareada en inspeccionarse los pómulos en busca de granos frente al espejo del tabique, se me adelantó. Entrometió la cabeza por delante de la de Payter, leyó el mensaje y se hizo a un lado desdeñosamente. Payter masculló algo entre dientes y después espetó:
—¿Es que no te interesa?
Janine se encogió ligeramente de hombros sin mirarle.
Lurvy salió del reservado detrás de mí, abotonándose la ropa interior.
—Déjala estar, papá —dijo—. Paul, ponte algo encima.
Era mejor hacer lo que decía, porque además tenía razón. La mejor manera de no buscarse problemas con Janine era comportarse como un puritano. Cuando hube conseguido pescar mis pantalones cortos entre el revoltijo de sábanas, Lurvy había ya leído todo el mensaje. Al menos lo fundamental, al fin y al cabo era nuestro piloto. Miró hacia arriba con expresión burlona.
—¡Paul, hay que hacer una corrección de unas once horas, y tal vez sea la última! Cambio y corto —ordenó a Payter, que aún esperaba sentado en la terminal, y se puso a trabajar a su vez con las teclas de la calculadora de Vera.
Observó atentamente mientras se formaban las trayectorias, tecleó en busca de los resultados definitivos y gritó:
—¡Sesenta y tres horas y ocho minutos para aterrizar!
—También yo hubiera podido calcularlo —se quejó su padre.
—¡No seas tan gruñón, papá! En tres días nos hemos plantado allí. Es más, tendríamos que poder verlo en las pantallas cuando demos la vuelta.
Janine, otra vez toqueteándose los granos, lanzó un comentario por encima del hombro.
—Hace meses que hubiéramos podido verlo si alguien no se hubiera cargado la pantalla grande.
—¡Janine!
Cuando conseguía conservar la calma, lo que ocurría rara veces, Lurvy estaba fantástica, como en esta ocasión. Dijo con la calmosa entonación con la que quería dar a entender que tenía razón:
—¿No te parece que ésta es una ocasión idónea para limar asperezas en lugar de iniciar una discusión? Claro que sí. Propongo que nos tomemos una copa, incluida tú.
Me puse de pie inmediatamente, ajustándome la correa de los shorts; sabía lo que me tocaba decir en ese momento.
—¿Vas a utilizar los cohetes de carburante, Lurvy?. Bien, entonces Janine y yo tendremos que salir a echarles un vistazo a los cargueros. ¿Por qué no nos tomamos la copa entonces?
Lurvy sonrió de oreja a oreja.
—Buena idea, cariño. Pero a lo mejor papá y yo nos tomamos una copita ahora. Si os parece, podemos tomarnos otra ronda después, todos juntos.
—¡Prepárate! —le ordené a Janine, evitando así que soltara el comentario despreciativo que a buen seguro tenía en mente. Al parecer, había decidido mostrarse conciliadora, porque hizo lo que se le ordenaba sin quejarse. Comprobamos mutuamente los ajustes herméticos de nuestros equipos respectivos, dejamos que Lurvy y Payter volvieran a comprobarlos, nos apretamos uno junto al otro en la escotilla de salida y saltamos al espacio atados a nuestros cables. Lo primero que hicimos fue mirar en dirección a casa, lo que resultó poco gratificante; el Sol era apenas una estrella brillante, y en ningún momento pude ver la Tierra, a pesar de que Janine asegurara verla. La segunda cosa que hicimos fue mirar en dirección a la Factoría Alimentaria, pero tampoco en aquella dirección pude ver nada. Cada estrella se parece a las demás, sobre todo teniendo en cuenta lo reducido de su brillo cuando hay cincuenta o sesenta mil en el cielo.
Janine trabajó deprisa y de modo efectivo dando golpecitos a los cierres de los grandes propulsores de iones fijados a ambos lados de la nave, mientras yo me dedicaba a inspeccionar en busca de posibles tensiones en los cables de acero. Janine no era en realidad mala chica. Tenía catorce años y era sexualmente muy fácil de excitar, cierto, pero no era culpa suya si no tenía con quien probar satisfactoriamente como mujer. Sólo podía contar conmigo y, de manera aún menos satisfactoria, con su padre. Tal como habíamos previsto, todo estaba perfectamente. Cuando terminé, me estaba esperando junto a lo que quedaba del soporte del telescopio, y para demostrar que no estaba de mal humor, no dijo nada a propósito de quien lo había dejado romperse y perderse en un momento de ofuscación. La dejé pasar antes a la nave. Me tomé un par de minutos extra para flotar allí fuera. No porque disfrutara particularmente de la belleza de la vista, sino únicamente porque esos minutos en el espacio eran el único rato de que disponía en tres años y medio para disfrutar de algo remotamente parecido a la soledad.
Estábamos moviéndonos todavía a más de tres kilómetros por segundo, lo cual, desde luego, no podía adivinarse sin tener puntos de referencia. Parecía realmente que no nos moviéramos en absoluto, y eso mismo nos había parecido durante aquellos tres años y medio. Una de las historias que nos había tocado escucharle al viejo Peter —él, en su inglés lo pronunciaba «Payter»— era una acerca de su padre, de las S.S., que no debía de tener más de dieciséis años cuando acabó la primera guerra mundial. El trabajo de su padre consistía en transportar motores a reacción a un escuadrón de la Luftwaffe de ME-210 que acababa de crearse. Payter explicó cómo «papá» había muerto disculpándose por no haber podido entregar a tiempo los motores al escuadrón, cambiando así el resultado de la gran guerra. Nos pareció a todos bastante divertido, al menos la primera vez que oímos la historia. Pero eso no era lo más divertido. Lo divertido de veras era saber cómo el antiguo nazi los transportó. Con un tiro. Pero no de caballos. Bueyes. Que no tiraban de un carro. ¡Era de un trineo de lo que tiraban! Lo último hasta la fecha en motores a reacción, y el encargado de hacer que llegaran a ser operativos era un mocetón rubio con una fusta de sauce hundido hasta los tobillos en caca de vaca.
Flotando allí fuera mientras nos arrastrábamos a través del espacio, en un viaje que una nave Heechee hubiera podido hacer en un día —de haber tenido una nave Heechee, y de haberla podido manejar a nuestro antojo— sentí una cierta simpatía por el padre de Payter. Lo nuestro era lo mismo. Sólo nos faltaba la caca de vaca.
Día 1284. El cambio de curso tuvo lugar muy suavemente, después de que los cuatro forcejeáramos con nuestros equipos de supervivencia y nos encajáramos en nuestros asientos de aceleración, esmeradamente hechos a la medida de nuestros contenedores de aire y útiles de emergencia. Teniendo en cuenta el débil ángulo delta, el esfuerzo casi no valía la pena. Dejando de lado el hecho de que no nos iban a ser de mucha utilidad los equipos de supervivencia en caso de que las cosas se pusieran tan feas como para tener que utilizarlos, estando como estábamos a más de cinco mil Unidades Astronómicas de distancia de casa. Pero lo hicimos siguiendo las instrucciones, tal y como habíamos venido haciéndolo todo durante tres años y medio.
¡Y —y después de virar, y de que los propulsores por combustión hicieran su trabajo y se detuvieran para dejar paso de nuevo a los propulsores de iones, y después de que Vera anunciara que todo parecía ir bien, tras haber dejado escapar unos torpes chasquidos, al menos hasta donde ella era capaz de conjeturar, y pendientes de recibir en las siguientes semanas la confirmación del equipo de la Tierra— allí estaba! Lurvy fue la primera en dejar el asiento y en ponerse ante las pantallas, y en cuestión de segundos la localizó en el objetivo.
Nos encontramos alrededor, mirando. ¡La Factoría Alimentaria!
Se estremeció preocupantemente en el visor, lo que hizo difícil mantenerla en el objetivo. Incluso los motores de iones proporcionan cierta vibración a una nave espacial, y además, estábamos aún muy lejos. Pero allí estaba. Brillaba con una débil luz en la oscuridad moteada de estrellas, con una forma extraña. Era del tamaño de un edificio de oficinas, y tenía la forma más oblonga que jamás viéramos, pero uno de los extremos era romo, y uno de los lados tenía una larga hendidura curva.
—¿Crees que ha sido dañada por algo? —preguntó Lurvy llena de aprensión.
—En absoluto —terció su padre—. ¡Es el modo en que la construyeron! ¿Qué sabemos nosotros de cómo diseñaban los Heechees?
—¿Y cómo puedes saberlo tú? —le preguntó Lurvy.
A lo cual no respondió, ni tenía porqué hacerlo, ya que todos sabíamos perfectamente que no había manera de saberlo, ya que tan solo lo decía por no perder la esperanza, pues nos íbamos a ver en problemas en el caso de que estuviera dañada. Las bonificaciones se nos daban únicamente por ir hasta allí, pero las regalías, lo único que compensaba siete miserables años de ida y vuelta, dependían de que la Factoría Alimentaria fuese aún operativa. O, al menos, estudiable y copiable.
—¡Paul! —dijo Lurvy de pronto— ¡Mira al costado que está virando ahora! ¿No son naves todo eso?
Esforcé la vista, tratando de adivinar qué era lo que veía. Había media docena de bultos a lo largo del rectilíneo costado del artefacto, tres o cuatro más bien pequeños, dos bastante grandes. Hasta donde podía decir por mí mismo, se parecían a las que había visto en fotografías de Pórtico. Pero…
—Tú eres el prospector —le dije—. ¿Qué crees?
—Creo que lo son. Pero, Dios santo, ¿has visto ésas del extremo? Son enormes. He ido en naves Uno y Tres, y he visto muchas Cinco, ¡pero nada parecido a eso! ¡Pueden llevar, qué sé yo, quizás cincuenta personas! Si pudiéramos tener naves como ésas, Paul, si tuviéramos naves como ésas…
—Si tuviéramos, si tuviéramos —gruñó su padre—, si tuviéramos naves así, y si pudiéramos hacer con ellas lo que quisiéramos, sí, ¡el mundo podría ser nuestro! Esperemos que funcionen aún. ¡Esperemos que funcione alguna pieza!
—Funcionarán, padre —gorjeó una voz dulce detrás de nosotros, y nos volvimos para mirar a Janine, apoyada con una rodilla debajo del reciclador, ofreciéndonos una botella sellada a presión de nuestro mejor licor casero de grano reciclado. Sonrió:
—Creo que la ocasión merece que lo celebremos.
Lurvy la miró pensativamente, pero como su autocontrol estaba en un buen momento, dijo solamente:
—Sí, es una magnífica idea, Janine. Pásanosla.
Janine dio un sorbo de señorita bien educada y la pasó a su padre.
—Me parece que a Lurvy y a ti os puede apetecer echar un trago antes de ir a dormir —dijo carraspeando.
Acababa de concedérsele, en su decimocuarto cumpleaños, el beber bebidas fuertes, que aún no le gustaban, y si insistía era sólo porque se trataba de una prerrogativa de adulto.
—Buena idea —asintió Payter—. Llevo de pie, veamos, cerca de veinte horas. Necesitaremos haber descansado cuando tomemos tierra.
Le pasó la botella a mi mujer, quien hizo pasar dos tragos por su curtida garganta y dijo:
—No tengo sueño aún. ¿Sabéis lo que me gustaría hacer? Volver a pasar la cinta de Trish Bover.
—¡Oh, Dios, Lurvy! ¡La hemos visto un millón de veces!
—Lo sé, Janine, no la veas si no quieres. Pero no dejo de preguntarme si la nave de Trish no será una de ésas, y bueno sólo quiero echarle un nuevo vistazo.
Los labios de Janine se apretaron, pero su autocontrol era tan bueno como el de su hermana —en eso los genes se mantenían firmes—. Ésa era una de las cosas que nos habían evalúado antes de contratarnos para la misión.
—Yo me ocupo de todo —dijo apresurándose a inclinarse sobre el teclado de Vera.
Payter movió la cabeza circunspecto y se retiró a su reservado, deslizando la cortina plegable en forma de acordeón hasta ajustarla, dejándonos a nosotros al otro lado, reunidos en torno a la consola. Como se trataba de una cinta podíamos tener a un tiempo imágenes y sonido, y al cabo de unos diez segundos chisporroteó al dar comienzo, y pudimos ver a la pobre y enojada Trish Bover hablándole a la cámara con la que habían de ser sus últimas palabras.
Las tragedias sólo son trágicas durante un tiempo, y no habíamos hecho otra cosa que ver la cinta una y otra vez durante los tres años y medio. Cada dos por tres la poníamos y veíamos las imágenes que ella misma había recogido con su cámara portátil. Y las veíamos. Y las volvíamos a ver, congelando la imagen y ampliándola, no porque creyéramos que íbamos a entresacar más información de la que ya habían extraído los de la Corporación de Pórtico, aunque nunca se sabe. Sólo porque queríamos asegurarnos de que la cosa valía la pena. Lo trágico es que Trish no sabía qué era lo que había encontrado.
—Esta es la misión 074D19 —comenzó, con bastante firmeza. Su rostro triste y tonto intentaba incluso sonreír—. Paree que estoy en aprietos. Llegué a un artefacto Heechee de no sé qué clase, atraqué la nave y ahora no puedo irme. Los cohetes de aterrizaje funcionan, pero el teclado principal, no. Y no quiero quedarme aquí hasta morirme de inanición.
¡Inanición! Cuando los investigadores estudiaron las fotos de Trish, descubrieron de qué tipo de artefacto Heechee se trataba: la factoría de alimentos CHON que habían estado buscando.
Pero era aún una pregunta abierta si se trataba de algo que mereciera la pena, y Trish había creído que, seguramente, no. Lo que creyó es que iba a morir allí, total por nada, sin sacar ni siquiera algún dinero por las regalías. Y lo que hizo finalmente fue intentar volver en el módulo.
Se metió en el módulo y lo apuntó al sol, encendió los motores y se tomó una pastilla. Se tomó un montón de pastillas, todas las que tenía. Y entonces puso el refrigerador al máximo y cerró la puerta a sus espaldas.
—Descongeladme cuando me encontréis —dijo—, y acordaos de mis regalías.
Y tal vez alguien lo hiciera. Cuando la encontraran. Si es que la encontraban. Lo que ocurrirá dentro de unos diez mil años. Cuando el débil mensaje fue finalmente captado por radio, cuando había sido repetido ya unas quinientas veces, era ya demasiado tarde para preocuparse por Trish. Jamás contestó.
Vera acabó de pasar la cinta y la rebobinó silenciosamente mientras la pantalla se oscurecía.
—Si Trish hubiera sido un piloto de verdad y no uno de esos prospectores aventureros de Pórtico, que sólo saben meterse en la nave, apretar el botón y dejar que la nave haga el resto —dijo, no por primera vez, Lurvy—, hubiera sabido qué hacer. Hubiera usado cada ángulo delta por pequeño que fuera para aprovechar todos los angulares, en vez de echarlo todo a perder apuntándola en línea recta.
—De acuerdo, experta —dije, tampoco por primera vez—. Así que podía contar con llegar a los asteroides mucho antes, ¿no?, a lo mejor unos seis o siete mil años.
Lurvy se encogió de hombros:
—Me voy a la cama —dijo, echándole un último tiento a la botella—. ¿Y tú, Paul?
—¡Eh, dadme una oportunidad, por favor! —saltó Janine.
Quería que Paul me enseñara a manejarme con las técnicas de ignición de los cohetes de iones.
Lurvy se puso en guardia de inmediato:
—¿Seguro que es eso lo que quieres? No pongas mala cara, Janine. Ya lo has hecho un montón de veces, y sabes que, al fin y al cabo, es cosa de Paul.
—¿Y qué pasa si Paul se queda fuera de combate? —preguntó Janine—. ¿Cómo sabemos que no vamos a sufrir una nueva crisis de fiebre cuando estemos en plena actividad?
Bueno, lo cierto es que nadie podía estar seguro, y de hecho, yo me había formado la opinión de que así iba a suceder. Se repetía en ciclos de ciento treinta días, más o menos. Se nos estaba echando encima el tiempo.
—La verdad es que estoy algo cansado, Janine —dije—. Te prometo que lo haremos mañana.
O la próxima vez que alguno de los otros se despertara coincidiendo conmigo, lo importante era no quedarse a solas con Janine. En una habitación cuyo cubicaje total es el de una habitación de motel, se sorprenderían de lo difícil que resulta. Difícil no, prácticamente imposible.
Pero yo no estaba cansado en realidad, y cuando Lurvy estuvo tumbada a mi lado con la respiración demasiado tranquila para ser un ronquido, pero lo bastante calmada para evidenciar que dormía, me estiré entre las sábanas, completamente despierto y calculando nuestros beneficios. Necesitaba hacerlo al menos una vez al día. Cuando era capaz de imaginar algún beneficio.
Esta vez encontré uno bueno de verdad. Un viaje de más de cuatro mil U.A. es un viaje largo, y no precisamente en línea recta. Digamos, medio billón de kilómetros, bastante aproximativamente. Y estábamos haciéndolo en espiral, lo que significaba otra revolución en torno al Sol antes de llegar allí. Nuestra elíptica no era de veinticinco días-luz, sino más bien de sesenta. E incluso a plena potencia durante todo el día no nos acercábamos ni remotamente a la velocidad de la luz. Tres años y medio, y durante todo el trayecto pensábamos, caramba, imagínate que alguien descubre cómo manejaban los Heechees sus naves antes de que lleguemos a nuestro destino. No nos iba a servir de nada. Pasarían más de tres años y medio antes de que consiguieran hacer con semejante hallazgo todo lo que quisieran, ¿Y a que no adivinan qué lugar ocuparía en la lista el salir a buscarnos?
Así que el motivo que encontré para alegrarme fue que, al menos, no íbamos a encontrarnos con que habíamos hecho el viaje en balde, ahora que casi estábamos allí.
Sólo quedaba incorporar al artefacto los enormes propulsores de iones… ver si funcionaban… iniciar el lento viaje de vuelta, arrastrando el artefacto de regreso… y, de algún modo, sobrevivir en tanto llegábamos. ¡Otros cuatro años!
Volví a acariciar la idea de que casi habíamos llegado.
La idea de explotar los cometas para obtener alimentos no era nueva, en cierta manera había sido ya enunciada por Krafft Ehricke en la década de 1950, si bien lo que él había sugerido es que se los colonizase. Tenía sentido. Era sólo cuestión de algo de acero y otro poco de oligoelementos —el acero para construir un lugar en que vivir, los oligoelementos para convertir el condumio CHON en hamburguesas o cualquier otra cosa— y ya podías vivir indefinidamente de la comida que tenías al alcance de la mano. Porque de eso es de lo que los cometas estaban hechos. Un poquito de polvo, algo de rocas y un ingente montón de gases congelados. ¿Y qué son los gases? Oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, dióxido de carbono, agua, metano, amonio. Una y otra vez los mismos cuatro elementos CHON: carbón, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, ¿Cómo sino se escribe CHON?
Pues no. De lo que en realidad están hechos los cometas es de la misma sustancia de la que estamos hechos nosotros, y lo que CHON significa es «comida».
La nube Oort estaba constituida por millones de porciones del tamaño de un megatón. Y en la Tierra había diez o doce mil millones de hambrientos que dirigían sus miradas hacia la nube y se relamían los labios.
Había aún muchas distensiones en torno a lo que los cometas podían estar haciendo allí. Se discutía incluso la posibilidad de que los cometas viajaran en familias. Cien años antes Ópik había dicho que más de la mitad de los cometas vistos hasta el momento formaban parte de grupos bien definidos, como en este caso, y lo mismo habían repetido sus seguidores.
Whipple le respondió que un cuerno, que no se podía identificar un solo grupo de más de tres cometas. Y eso es lo que repitieron sus seguidores. Fue entonces cuando Oort intentó dar un sentido a todo aquello. Su idea era que había una enorme concentración de cometas en torno al sistema solar, y que de tanto en cuando el Sol se aproximaba y arrastraba a alguno de los cometas fuera del conjunto, que se acercaba al perihelio a mucha velocidad. Así es como aparecían cometas como el Halley o la que supone que fue la estrella de Belén, o cualquier otro. Entonces unos cuantos empezaron a darle vueltas a la idea para saber cómo podía suceder exactamente. Resultó que era imposible, al menos en caso de dar por sentada la distribución de Maxwell también en el caso de la nube en forma de concha descrita por Oort. De hecho, incluso aceptando una distribución de tipo normal había que descartar la posibilidad de existencia de una nube tipo Oort. Las órbitas casi parabólicas observadas hasta el momento no podían proceder de una nube Oort; al menos eso decía R. A. Littleton. Entonces a alguien se le ocurrió preguntarse:
—Bueno, ¿y quién dice que la órbita de distribución de los cometas tenga que ser la de Maxwell?
Y resultó ser cierto. Es así de simple. Hay racimos de cometas y volúmenes de espacio enormes sin prácticamente un solo cometa.
Y si por un lado era indudable que los Heechees habían instalado su artefacto de modo que paciera en pastos ricos en cometas, eso había ocurrido muchos cientos de años antes, y la máquina se encontraba ahora en una especie de desierto cometario. Si aún seguía trabajando, tenía muy poco sobre lo que trabajar. (¡A menos que se hubiera zampado todos los cometas!).
Me quedé dormido intentando imaginar a qué sabría la comida CHON. Era imposible que supiera peor que lo que habíamos comido durante aquellos tres años y medio, puesto que casi todo había sido reciclado por nosotros mismos.
Día 1825. Hoy Janine casi acaba conmigo. Estaba jugando al ajedrez con Vera, con todo el mundo dormido, bastante alegre, cuando sus manos pasaron en torno a los auriculares y me taparon los ojos.
—¡Basta, Janine! —grité.
Cuando me volví estaba haciendo pucheros.
—Sólo quería utilizar a Vera —dijo.
—¿Para qué, otra de tus cartas cachondas para alguno de tus ídolos?
—Me tratas como a un crío —dijo.
Sorprendentemente iba vestida por completo; su rostro resplandecía, su cabello estaba húmedo y bien estirado tras la nuca. Parecía una modélica adolescente llena de sentido común.
—Lo que quería —dijo—, era revisar la alineación de los propulsores de iones con ayuda de Vera. Ya que has decidido no ayudarme…
Una de las razones por las que Janine estaba con nosotros era por su ingenio. Todos éramos ingeniosos; había que serlo para que te aceptaran en la misión. Y una de las cosas para las que era más ingeniosa era para convencerme a su antojo.
—De acuerdo —dije—, tienes razón, ¿qué puedo decir? Vera, rebobina la partida y ponnos el programa de propulsión de la Factoría Alimentaria.
—Desde luego… Paul —dijo, y el tablero desapareció y en su lugar proyectó la imagen de la Factoría Alimentaria.
Había actualizado los espectros a partir de las imágenes telescópicas que habíamos obtenido, de modo que la Factoría nos fue mostrada completa, incluso con la nube de polvo y el cangilón color nieve sucia adherido a un lado.
—Borra la nube, Vera —ordené.
La bruma desapareció y la Factoría Alimentaria se redujo a un croquis de ingeniería.
—Muy bien, Janine, ¿cuál es el primer paso?
—Atracamos —dijo en seguida—. Confiamos en que la reproducción del módulo se ajuste y lo amarramos. Si no podemos aterrizar, lo sujetamos con abrazaderas a algún punto de la superficie; de cualquier modo, nuestra nave se convierte en una pieza rígida de la estructura, de manera que podemos usar nuestra propulsión para controlar la posición.
—¿Y entonces?
—Desmontamos el propulsor número uno y lo sujetamos a la sección de popa de la Factoría, ahí —señaló el lugar en la imagen—. Lo conectamos a nuestra computadora y tan pronto como esté instalado lo ponemos en marcha.
—¿Y cómo nos orientamos?
—Vera nos proporcionará las coordenadas… ¡ep! lo siento Paul.
Había perdido el equilibrio y se apoyó en mi hombro para volver a echarse hacia adelante. Pero dejó su mano allí apoyada.
—A continuación repetimos el proceso con los otros cinco. Cuando los tengamos a los seis en marcha, tendremos un Delta-V de dos metros por cada segundo saliendo del generador de plutonio239. Entonces empezamos a extender las láminas de reflexión.
—No.
—Oh, bueno, claro, echamos un vistazo a los amarres para comprobar que se mantienen firmes bajo la propulsión; en fin, daba eso por supuesto. Después empezamos con la energía solar, y cuando la tenemos totalmente extendida deberíamos alcanzar unos dos metros y cuarto…
—En primer lugar, Janine, cuanto más nos acerquemos a esa cifra, más potencia obtendremos. Muy bien. Ahora vayamos al hardware. Estamos sujetando nuestra nave al casco de metal Heechee; ¿cómo lo haces?
Me lo explicó, y continuó explicándome, y por Dios que se lo sabía todo. Sólo que su mano sobre mi hombro pasó a ser una mano bajo mi brazo, y la pasó por mi pecho, y la mano empezó a errar; y ella no hacía más que pasarme los esquemas de la soldadura en frío y de cómo lograr la colimación de los propulsores, con la cara totalmente seria y la mano acariciándome el vientre. Catorce años. Pero no parecía que tuviese sólo catorce, ni se comportaba como si los tuviera, ni olía como una cría de catorce (se había rociado con el último cuarto de onza de Chanel de Lurvy). Lo que me salvó fue Vera; menos mal, si tenemos en cuenta la situación, porque lo que es yo, había perdido todo interés en salvarme a mí mismo. La proyección quedó congelada mientras Janine añadía una nueva precisión acerca de los propulsores y Vera dijo:
—Estoy recibiendo un mensaje con instrucciones; ¿te lo leo en voz alta… Paul?
—Adelante.
Janine retiró la mano levemente, en tanto la imagen parpadeaba al borrarse, y la pantalla reprodujo el mensaje.
Se nos ha pedido que les solicitemos un favor. La próxima crisis del síndrome cuatrimestral tendrá lugar dentro de los próximos dos meses. HEW cree que si dedicamos un programa especial con ustedes cuatro en pantalla describiendo la Factoría Alimentaria y poniendo de relieve lo bien que va todo y lo importante que es, reduciremos considerablemente la tensión y el consiguiente perjuicio. Por favor, sigan el guión que les adjuntamos. Les pedimos que lo lleven a cabo lo antes posible para que podamos grabarlo y programar su emisión de cara a lograr el máximo efecto.
—¿Te paso el guión? —preguntó Vera.
—Adelante. Por escrito —añadí.
—Muy bien… Paul.
La pantalla empalideció y quedó vacía, y Vera empezó a arrojar unas tiras de papel impreso. Las cogí para leerlas mientras enviaba a Janine a despertar a su padre y a su hermana. No puso reparos. Le encantaba aparecer en la piezovisión para los muchachos de la Tierra, ya que ello significaba siempre cartas de admiración por la joven astronauta, de gente famosa.
El guión era el que cabía esperar. Programé a Vera para que nos lo copiara a cada uno por escrito, a cada cual su parte, línea por línea, y habríamos podido leerlo en diez minutos. Pero no fue ése el problema. Janine insistió en que su hermana le arreglara el pelo, y la propia Lurvy decidió que tenía que maquillarse, y Payter quería que yo le arreglara la barba. Así, en total, contando con que repetimos las tomas unas cuatro veces, malgastamos seis horas, sin contar con que ello supuso el equivalente a un mes de energía, en la emisión televisiva. Nos reunimos ante la cámara con el aspecto de ser gente hogareña y dedicada a su tarea, y explicamos que íbamos a hacer a una audiencia que no iba a vernos hasta el cabo de un mes, momento en que nosotros habríamos llegado a destino. Pero si iba a ayudarles, valía la pena. Habíamos atravesado ocho o nueve ataques de aquella fiebre alterna, cada ciento treinta días, desde que despegamos de la Tierra. En cada ocasión presentaba un síndrome distinto, depresión, amodorramiento o euforia. Me encontraba en el espacio cuando una de las crisis nos alcanzó —ésa fue la causa de que se rompiera el telescopio grande— y habían llegado a hacer una reñida apuesta por ver si era capaz o no de volver a traerlo a la nave. La verdad es que me trajo sin cuidado. Estaba padeciendo alucinaciones de soledad e ira, perseguido por seres de apariencia simiesca y con deseos de morirme. Y la Tierra, con millones de personas casi todas ellas afectadas en mayor o menor grado, de una u otra forma, cada vez que la fiebre sobrevenía, era un auténtico infierno. Se había estado produciendo durante diez años, ocho desde que se descubrió que era una plaga recurrente, y nadie sabía qué la causaba.
Pero todos querían que acabara de una vez.
Día 1288. ¡Por fin hemos llegado! Payter estaba a los controles, no se fiaba de Vera en una cosa así, mientras que Lurvy permanecía unida a la nave por encima de su cabeza para efectuar las correcciones de nuestro curso. Pudimos relajarnos un poco cuando pasamos la delgada nube de partículas de gas, apenas a un kilómetro de la propia Factoría Alimentaria.
Desde donde estábamos sentados Janine y yo con nuestros equipos de supervivencia, era difícil ver qué pasaba afuera. Más allá de la cabeza de Payter y de los gesticulantes brazos de Lurvy sólo podíamos echar vistazos a la vieja y enorme máquina, pero sólo eso, vistazos. Apenas un resplandor azul metálico y de vez en vez, un foso de amarre o la silueta de alguna de las viejas naves.
—¡Demonios, me estoy alejando!
—¡No, Payter! ¡Lo que pasa es que el maldito aparato lleva algo de aceleración!
Tal vez era una estrella. Lo cierto es que necesitábamos el equipo de supervivencia, y además Payter estaba dándonos unos mareantes bandazos. Hubiera querido preguntar de dónde procedía la aceleración, o por qué, pero los dos pilotos estaban ocupados y además supuse que no lo sabían.
—Eso es. Ahora métela en el centro de ese foso de amarre, en medio de esa hilera de tres.
—¿Por qué precisamente en ése?
—¿Y por qué no? ¡Porque lo digo yo y basta!
Avanzamos con cautela durante un par de minutos aún, y pudimos relajarnos de nuevo. Aproximamos la nave y aterrizamos. La cúpula Heechee de proa encajó limpiamente en el viejo foso de amarre.
Lurvy bajó a la superficie y desconectó la computadora, y nos miramos unos a otros. Habíamos llegado.
O, visto de otro modo, estábamos a mitad de camino. A medio camino de casa.
Día 1290. Lo extraño no era que los Heechees hubieran respirado un aire en el que nosotros pudiéramos sobrevivir. Lo extraño es que siguiera habiendo algo de aire después de decenas o cientos de miles de años desde que alguien lo había respirado por última vez. Y ésa no fue la única sorpresa. Las demás llegarían después y fueron peores y más atemorizantes.
No era el aire lo único que había sobrevivido. ¡La nave entera había sobrevivido en condiciones de ser utilizada! Lo supimos tan pronto como nos hallamos dentro y el analizador nos indicó que podíamos quitarnos los cascos. Las paredes de metal azul brillante estaban calientes al tacto, y pudimos experimentar una débil pero ininterrumpida vibración. La temperatura se mantenía en torno de los doce grados, fresca, pero no peor que algunos hogares de la Tierra en que había estado. ¿Les gustaría saber cuáles fueron las primeras palabras pronunciadas por un ser humano en el interior de la Factoría Alimentaria? Las dijo Payter, y fueron:
—¡Diez millones de dólares! ¡Jesús, tal vez hasta cien millones!
Y si no lo hubiera dicho él, cualquier otro de nosotros lo hubiera dicho. Nuestra bonificación iba a ser astronómica. El informe de Trish no decía si la Factoría funcionaba o no —por lo que había dicho, hubiera podido ser una carcasa agujereada, exenta de cualquier cosa que la hubiera hecho valer la pena. ¡Pero he aquí que nos habíamos topado con un artefacto Heechee completo y enorme, aún en condiciones de trabajo! No había nada con qué compararla. Los túneles de Venus, las viejas naves e incluso Pórtico mismo, habían sido cuidadosamente limpiados de prácticamente todo lo que contenían, casi medio millón de años antes. En cambio, este lugar estaba… ¡«amueblado»! Cálido, habitable, vibrante; abarrotado de débiles radiaciones de microondas; vivo, en suma. No parecía en absoluto viejo.
Había poco tiempo para explorar; cuanto antes empezáramos a mover el aparato a la Tierra, antes nos embolsaríamos lo que se nos había prometido. Nos permitimos vagar durante una hora a través de aquel aire respirable, metiéndonos en cámaras llenas de grandes estructuras metálicas azules y grises, deslizándonos pasillo abajo, comiendo mientras caminábamos, explicándonos unos a otros a través de los comunicadores de bolsillo (y transmitiéndolo a la Tierra vía Vera), lo que encontrábamos. Y después, a trabajar. Volvimos a vestirnos y dimos comienzo a la tarea de cambiar de emplazamiento los depósitos laterales.
Y ahí fue donde nos encontramos con el primer problema.
La Factoría Alimentaria no se movía en una órbita libre. Tenía una cierta aceleración, llevaba alguna clase de propulsión. No era mucha, menos de un uno por ciento de G.
Pero los anclajes de los cohetes eléctricos pesaban más de diez toneladas cada uno.
Incluso con sólo un uno por ciento del peso total, eso significaba más de cien kilos, sin contar con las diez toneladas de inercia reales. En cuanto comenzamos a descargar el primero, éste se soltó de un extremo y empezó a desprenderse. Payter estaba listo para detenerlo pero pesaba más de lo que podría aguantar durante mucho rato; me acerqué por encima y me aferré al depósito lateral con una mano y a la abrazadera a la que había estado sujeto con la otra, y conseguimos mantenerlo en su lugar hasta que Janine pudo asegurar un cable alrededor.
Entonces nos retiramos al interior de la nave para volver a plantearnos las cosas.
Estábamos exhaustos. Después de más de tres años confinados en nuestros cuartos, no estábamos preparados para trabajo tan duro. La unidad bioanalítica de Vera nos informó de que estábamos acumulando toxinas por el esfuerzo. Discutimos y nos preocupamos mutuamente un rato, después Lurvy y Payter se fueron a dormir mientras Janine y yo ideábamos un aparejo que nos permitiera asegurar cada uno de los depósitos antes de soltarlo y moverlo en torno a la Factoría sujeto a tres largos cables y asegurado por otros cables más pequeños, de modo que no se estrellara contra el casco al final del trayecto y se convirtiera en chatarra. Nos llevó tres días conseguirlo con el primero. Al acabar de asegurarlo estábamos rígidos, con los ojos desorbitados, el corazón desbocado y los músculos convertidos en una doliente masa compacta. Establecimos turnos para descansar y para deambular por el interior de la Factoría antes de volver para asegurar el cohete y poder ponerlo en marcha. Payter era el más activo de todos, anduvo merodeando tan lejos como pudo por una docena de corredores.
—Todos acaban en callejones sin salida —explicó al volver—. Parece que sólo es accesible la décima parte del aparato, a menos que agujereemos las paredes que los bloquean.
—Ahora no —le dije.
—¡Ni ahora ni nunca! —atajó Lurvy—. Lo único que vamos a hacer es llevarnos esto de vuelta. ¡Si alguien quiere agujerear algo, que se espere a que nos hayan pagado! —Se frotó los bíceps, con los brazos cruzados sobre el pecho, y añadió arrepentida—: Podríamos empezar a asegurar el cohete.
Nos llevó dos días hacerlo, pero por fin lo pusimos en su sitio. Los sopletes de fusión que nos habían dado para asegurar el acero al metal Heechee funcionaron bien. Hasta donde podíamos deducir de una inspección estática, se mantenía firme. Nos retiramos a la nave y le ordenamos a Vera que efectuara una propulsión del diez por ciento.
Sentimos inmediatamente una débil sacudida. Nos sonreímos unos a otros y me dirigí a mi reservado a por la botella de champaña que había estado reservando para esta ocasión.
Nueva sacudida.
Una a una nuestras cuatro sonrisas se borraron. Sólo hubiéramos debido notar una aceleración.
Lurvy saltó hacia la consola.
—¡Vera, informa sobre Delta-V!
La pantalla se iluminó con un diagrama de fuerzas: la Factoría Alimentaria estaba representada en el centro, con flechas de fuerza señalando direcciones opuestas. Una de ellas era la de nuestro propulsor. La otra no era nuestra.
—Hay una fuerza adicional interfiriendo en el curso… Lurvy —informó Vera—. El vector resultante es igual ahora en dirección y magnitud a la del Delta-V.
Nuestro cohete estaba empujando contra la Factoría Alimentaria. Pero no estaba haciendo gran cosa. La Factoría estaba empujando en sentido contrario.
Día 1298. Así que hicimos lo que teníamos que hacer. Lo desconectamos todo y gritamos pidiendo ayuda.
Dormimos, comimos y nos paseamos por la Factoría Alimentaria durante lo que nos pareció toda una vida, deseando de todo corazón que no existiera el retraso de veinticinco días en las comunicaciones. Vera resultaba de poca ayuda.
—Transmitan por telemetría —dijo—, y manténganse a la espera de nuevas directrices.
Bien, eso era lo que estábamos haciendo.
Al cabo de un par de días acabé sacando el champán de todos modos. Con una gravedad de sólo el diez por ciento, la carbonatación era más fuerte que la gravedad, por lo que tuve que mantener mi pulgar apretado sobre la boca de la botella y las palmas sobre cada copa para poder verter el líquido y evitar a continuación que se derramara. Pero sea como sea, conseguimos brindar.
—No está mal —dijo Payter después de paladear su caldo—. Al menos tenemos un par de millones cada uno.
—Si es que vivimos para reunirlos —soltó Janine.
—No seas tan catastrofista, Janine. Cuando emprendimos la misión sabíamos que podía salir mal.
Y eso era lo que nos había pasado; la nave había sido diseñada para que pudiera despegar de vuelta con nuestros combustibles base, para después aparejar los propulsores de iones de camino a casa, en cosa de otros cuatro años.
—¡Pues qué bien, Lurvy! ¡Para entonces seré una virgen de dieciocho años! Y una fracasada.
—Oh, Dios, Janine. Vete a explorar un rato, ¿quieres? ¡Me tienes harta!
Así era como nos sentíamos los cuatro, uno respecto del otro. Estábamos más hartos de cada uno de los demás, y éramos menos tolerantes, de lo que habíamos sido durante todo el viaje, apiñados en los reservados de la nave. Ahora que disponíamos de más espacio para perder de vista a los demás, algo así como un cuarto de kilómetro en el mejor de los casos, éramos más corrosivos unos con otros que antes. Cada veinte horas más o menos, el pequeño y bobo cerebro de Vera rebuscaba entre sus programas de emergencia y aparecía con un nuevo experimento: pruebas de propulsión al uno por ciento de fuerza, al treinta por ciento, incluso a plena potencia. Y nosotros conseguimos soportar nuestra mutua proximidad para equiparnos y llevar a cabo sus planes. Pero siempre pasaba lo mismo. Daba igual la fuerza con la que empujáramos contra la Factoría: el artefacto lo percibía y empujaba en sentido contrario con exactamente la misma intensidad y exactamente con la misma aceleración, para mantener así su constante aceleración hacia el objetivo que tenía fijado, fuera el que fuera. La única cosa útil que Vera fue capaz de proporcionarnos fue una teoría: la Factoría había consumido ya las fuentes cometarias sobre las que operaba y se dirigía a unas nuevas. El problema era que, si bien aquello tenía un interés teórico, no tenía ningún objeto práctico que nos pudiera ayudar en algo. Así pues, seguimos paseando, principalmente solos, llevando con nosotros las cámaras a cada habitación y corredor nuevo al que llegábamos. Todo lo que veíamos, lo recogían las cámaras, y lo que éstas recogían se transmitía por vía directa a la Tierra, pero nada resultaba ser de gran ayuda.
Encontramos con bastante facilidad el lugar por el que Trish Bover había penetrado a la Factoría; Payter lo encontró, y nos llamó a todos para que lo viéramos, y nos reunimos en silencio para inspeccionar unos restos de comida en avanzado estado de descomposición, unos pantis abandonados y las pintadas que había garabateado en la pared:
TRISH BOVER ESTUVO AQUÍ
y
¡QUÉ DIOS ME AYUDE!
—Dios, a lo mejor —dijo Lurvy al poco—, pero no veo cómo va a poder ayudarla nadie más.
—Debió de quedarse por aquí más de lo que supuse en un principio —dijo Payter—. Hay basura esparcida por todas partes en algunas habitaciones.
—¿Qué clase de desperdicios?
—Más que nada, comida estropeada. Llega hasta la zona de atraque del lado contrario. Donde están las luces, ¿sabéis, no?
Lo sabía, y Janine y yo fuimos a ver. Había sido idea suya la de acompañarme, y no me había sentido muy entusiasta al principio. Pero al parecer, la temperatura de doce grados o la falta de una cama o algo parecido había logrado calmar sus ánimos, o estaba demasiado disgustada y deprimida para persistir en su ambición de perder la virginidad. Nos fue bastante fácil encontrar los restos de comida abandonada. No me pareció que se tratara de raciones de Pórtico. Parecía estar empaquetada, un par de ellos no habían sido destapados; otros tres más grandes, del tamaño de una rebanada de pan, estaban envueltos en una cosa de color rojo que parecía seda. Había otros dos más pequeños, uno verde, otro rojo, igual que los otros, pero con motas rosas. Abrimos uno a manera de experimento. Apestaba a pescado podrido y evidentemente no era comestible. Pero lo había sido.
Dejé a Janine allí para ir en busca de los otros. Abrieron el verde. Por el olor no parecía estar estropeado, pero era duro como una roca. Payter lo abrió, lo olió, lo lamió, partió un trozo contra la pared y lo masticó pensativamente.
—No sabe a nada —nos informó, y mirándonos, se echó a reír. Nos preguntó—: ¿Qué esperáis, que me caiga muerto? No lo creo. Si masticas un poco, se reblandece. Quizá sean galletas rancias.
Lurvy frunció el entrecejo.
—Si de veras es comida… —se detuvo y reflexionó—. Si de veras es comida y Trish la dejó aquí, ¿por qué no se quedó? ¿Por qué no dijo nada?
—Estaría muerta de miedo —sugerí.
—Eso seguro. Pero grabó un informe. Y no dijo ni una palabra de comida. Fueron los técnicos de Pórtico los que dijeron que esto era una Factoría Alimentaria, ¿os acordáis? Y en todo lo que podían basarse era en una que había destrozada en órbita alrededor del mundo de Phyllis.
—Quizá se olvidó.
—No lo creo —dijo Lurvy, despacio, pero no añadió nada más.
No había mucho más que añadir. Pero durante el par de días que siguieron, no exploramos mucho en solitario.
Día 1311. Vera recibió la información sobre los paquetes de comida en silencio. Al cabo de un rato, dispuso una serie de instrucciones para someter el contenido de los paquetes a análisis biológico y químico. Ya lo habíamos hecho nosotros por cuenta propia, y si ella extrajo alguna conclusión, no dijo una palabra.
Lo cierto es que ninguno lo hizo. En aquellas ocasiones en que los cuatro estábamos despiertos a la vez, de lo único que hablábamos era de qué pasaría si los de la base no conseguían idear la manera de hacer que la Factoría se moviera. Vera sugirió que instaláramos los otros cinco propulsores a toda potencia para ver si la Factoría conseguía contrarrestarlos. Las sugerencias de Vera no eran órdenes, y creo que Lurvy habló por todos cuando dijo:
—Si los conectamos todos a toda potencia y la cosa no funciona, el siguiente paso será ponerlos a trabajar por encima de su capacidad. Podrían dañarse y nosotros podríamos quedarnos aquí clavados para siempre.
—¿Qué hacemos si esa orden nos la dan los de la Tierra? —pregunté.
Payter se le adelantó al terciar:
—Negociaremos —dijo asintiendo pensativamente—. Si quieren que corramos riesgos adicionales, que nos paguen más.
—¿Te encargarás tú de negociar, papá?
—Dalo por sentado. Y ahora escucha. Suponte que no funciona. Suponte que hay que volver. ¿Sabes qué haremos entonces? —volvió a asentir con la cabeza—. Llenamos la nave con todo lo que podamos llevar. ¿Qué encontramos máquinas de pequeño tamaño que nos podemos llevar? Vemos si funcionan. Metemos en la nave todo lo que se pueda y nos deshacemos de todo lo que no sea necesario. Dejamos aquí casi todos los depósitos adicionales y en su lugar montamos máquinas grandes. ¿Lo ves? Podríamos volver a casa con qué sé yo, Dios, otros veinte o treinta millones de dólares en artefactos.
—¡Cómo los molinetes de oraciones! —exclamó Janine dando palmas.
Los había a montones en la habitación en que Payter encontró la comida. Había además otras cosas, como un diván con una cubierta de malla metálica, objetos en forma de tulipán en las paredes que parecían candelabros. Pero molinetes los había a cientos. Según unos cálculos aproximados, a razón de mil dólares cada uno, había medio millón de dólares en molinetes en aquel cuarto, que distribuidos en los mercadillos de baratijas de Chicago y Roma… en caso de que viviéramos para hacerlo. Y eso sin contar las demás cosas en las que estaba pensando e inventariando mentalmente. Y no era el único.
—Los molinetes son lo de menor valor —dijo Lurvy reflexionando—. Pero eso no está incluido en nuestro contrato papá.
—¡Contrato! ¿Y qué crees que van a hacernos, matarnos? ¿Estafamos a alguien? ¡Después de haber desperdiciado ocho años de nuestras vidas! No, nos darán las bonificaciones.
Cuanto más pensábamos en ello, mejor sonaba. Me dormí pensando en cuáles de aquellos artefactos —como quiera que se llamasen en realidad— que habíamos visto, podían ser transportados, y cuáles entre éstos se pagarían mejor, y aquella noche tuve los mejores sueños desde que habíamos probado el propulsor.
Y me desperté con el urgente susurro de Janine en mi oreja.
—Papá, Paul, Lurvy, ¿podéis oírme?
Me senté y miré alrededor. No era ella en persona la que me hablaba al oído; era mi radio. Lurvy estaba despierta a mi lado, y Payter llegó apresurándose para reunirse con nosotros; también ellos la habían oído.
—Te oímos, Janine —dije—. ¿Qué…?
—¡Cállate! —me llegó su susurro como si sus labios se apretaran contra el micrófono—. No me preguntes, sólo escúchame. Hay alguien aquí.
Nos miramos los tres. Lurvy susurró:
—¿Dónde estás?
—¡Qué os calléis! Estoy afuera, en la zona de aterrizaje, ya sabéis, donde encontramos la comida aquella. Estaba buscando cosas que nos pudiésemos llevar, como dijo papá, cuando bueno, vi algo en el suelo. Era como una manzana. Era de color rojizo por fuera y verde por dentro, y olía como… no sé a qué demonios olía. A fresas, tal vez, y, desde luego, no tenía cien años. Era fruta fresca. Y entonces oí… un momento.
No nos atrevimos a hablar, sólo la escuchamos respirar un instante. Cuando volvió a hablar, su voz parecía asustada.
—Viene hacia aquí. Está entre vosotros y yo, y yo estoy aquí atrapada. Creo… sigo creyendo que es Heechee, y tiene que ser…
Su voz se detuvo. La oímos jadear; y entonces en voz alta:
—¡No te me acerques!
Yo ya había oído bastante.
—Vamos —dije, saltando hacia el pasillo.
Payter y Lurvy estaban justo detrás de mí mientras corríamos por el pasillo a grandes zancadas. Cuando llegamos cerca del muelle, miramos alrededor sin saber qué hacer.
Antes de que decidiéramos qué dirección tomar, la voz de Janine volvió a llegar. No era un grito de terror ni un susurro.
—Se ha parado cuando se lo he pedido —dijo sin creérselo del todo—. Y no creo que sea un Heechee. Me parece una persona bastante normal, bueno, un poco huesuda. Está parado ahí, delante de mí, mirándome, y parece como si estuviera olfateando el aire.
—¡Janine! —grité—. Estamos en el muelle, ¿hacia dónde vamos?
Pausa. Entonces, sorprendentemente, una especie de carcajada atónita.
—¡Venid, deprisa! —dijo convulsivamente—. ¡Venid en seguida! ¡No adivinaríais nunca lo que está haciendo ahora!