WAN
No era fácil vivir siendo joven y estando tan absolutamente solo.
—Ve a los dorados, Wan, roba tanto como puedas, aprende. No tengas miedo —le habían dicho los Difuntos.
Pero, ¿cómo no iba a tener miedo? Los tontos pero molestos Primitivos utilizaban los pasillos color oro. Se les podía encontrar en ellos por todas partes, sobre todo en los extremos, donde las doradas marañas de símbolos iban y venían sin fin hasta el centro de las cosas. O sea justo allí donde los Difuntos no hacían más que persuadirle para que fuera. Quizás no tenía más remedio que ir, pero no podía evitar tener miedo.
Wan ignoraba qué le ocurriría si los Primitivos llegaban a capturarle. Probablemente lo supieran los Difuntos, pero no podía deducir nada de sus divagaciones al respecto. Tiempo atrás, cuando Wan era pequeño —cuando aún vivían sus padres, hacía ya tanto—, su padre había sido capturado. Había estado ausente mucho tiempo, y había vuelto a su casa verde brillante. Temblaba, y el pequeño Wan, que apenas tenía dos años, había visto lo atemorizado que estaba su padre, y había llorado y gritado por lo mucho que eso le había atemorizado a él.
Sin embargo, tenía que ir a los dorados, tanto si los viejos boca de rana estaban allí como si no, porque era allí precisamente donde estaban los libros. Los Difuntos eran probablemente lo bastante buenos, pero eran tediosos, susceptibles y a menudo obsesivos. Las mejores fuentes de conocimiento eran los libros, y para dar con ellos Wan tenía que ir adonde éstos se encontraban.
Los libros estaban en los pasadizos que tenían destellos de oro. Los había también con destellos verdes, rojos y azules, pero allí no había libros. A Wan le disgustaban los pasillos azules porque eran fríos y muertos, pero era justamente allí donde estaban los Difuntos. Los verdes estaban agotados. Wan pasaba casi todo el tiempo donde las miríadas de destellos rojizos se extendían por encima de las paredes, y donde las tolvas aún guardaban alimentos: allí tenía la seguridad de no ser molestado, pero también estaba solo. Los dorados se usaban aún, y merecían la pena con todo y ser muy peligrosos. Y ahora se encontraba allí, maldiciéndose a sí mismo quejumbrosamente —pero en voz baja— por estar atrapado. ¡Malditos Difuntos! ¿Por qué había tenido que prestar atención a sus tonterías?
Se acurrucó temblando en el exiguo refugio que le ofrecía un arbusto de bayas, mientras dos de los bobos Primitivos, de pie, arrancaban pensativamente bayas del lado contrario, y se las colocaban con precisión en sus bocazas de rana. Desde luego, no era frecuente que se mostraran tan desocupados. Entre las razones por las que Wan los despreciaba estaba el hecho de que los Primitivos estuvieran siempre tan atareados, siempre reparando o acarreando objetos, como posesos. Y sin embargo, ahí estaban esos dos, tan desocupados como el propio Wan.
Ambos tenían barbas ralas, pero uno tenía también pechos. Wan reconoció en ella a la hembra a la que había visto ya antes una docena de veces; era la más diligente de todos en pegar pequeños trozos de algo —¿papel, plástico?— sobre su sari o, en ocasiones, sobre su piel cetrina y moteada. Creyó que no le verían, pero se sintió enormemente aliviado cuando, al rato, dieron media vuelta y se marcharon. No habían hablado. Wan no había casi nunca oído hablar a los viejos y graves boca de rana. No les entendía cuando lo hacían. Wan hablaba bien seis idiomas: el español de su padre, el inglés de su madre, y el alemán, el ruso, el cantones y el finés que había aprendido de uno u otro de los Difuntos. Pero lo que los boca de rana hablaban no lo entendía en absoluto.
Tan pronto como se retiraron pasillo abajo, —¡rápido, corre, cógelos!— Wan cogió tres libros y se encontró de nuevo a salvo en uno de los pasillos rojos. Quizás los Primitivos le hubieran visto, quizás no. No reaccionaban con rapidez. Por eso había conseguido darles esquinazo durante tanto tiempo. Después de unos cuantos días en los pasadizos, desaparecería. Para cuando se dieran cuenta de que había estado merodeando, él ya no estaría allí; estaría de vuelta en la nave, lejos.
Llevó los libros de vuelta a la nave sobre lo más alto de unos paquetes de comida que emergían de una cesta. Los depósitos de viaje volvían a estar casi del todo reabastecidos. Podía partir cuando gustara, pero era mejor dejar que se llenaran completamente, y pensó que no había ninguna prisa por partir. Pasó casi una hora llenando sacos de plástico con agua para el tedioso viaje. ¡Lástima que no hubiera libros de lectura a bordo para hacer el viaje menos aburrido! Entonces, cansado del trabajo, decidió despedirse de los Difuntos. Podían, o no, corresponderle, incluso podían no inmutarse. Pero no tenía a nadie más con quien hablar.
Wan tenía quince años, era alto, enjuto, moreno por naturaleza y más aún a la luz de las lámparas de la nave, donde transcurría la mayor parte de su tiempo. Era fuerte y confiaba en sí mismo. Por fuerza. Había siempre comida en las tolvas, y otros útiles al alcance de la mano, si se atrevía. Una o dos veces al año, cuando se acordaban, los Difuntos solían capturarle con sus pequeños aparatos y recluirlo en un cubículo durante un día, a lo largo del cual le sometían a un examen físico completo y más bien aburrido. En algunas ocasiones le empastaban las muelas; generalmente le daban reconstituyentes y cápsulas de minerales, y en una ocasión le habían llegado a graduar la vista. Pero él se había negado a llevar las gafas. También le recordaban, cuando lo dejaba de lado durante más tiempo del debido, que leyera y estudiara, tanto de lo que ellos le facilitaban como de los almacenes de libros. No necesitaba que se lo recordaran a menudo; le gustaba aprender. Por lo demás, vivía enteramente a su aire. Si quería ropa iba a los pasillos dorados y se la robaba a los Primitivos. Si se aburría, algo inventaba para distraerse. Unos pocos días en los pasadizos, unas pocas semanas en la nave, otros pocos días en el otro lugar, y vuelta a repetir el proceso. El tiempo pasaba. No tenía compañía alguna, no la había tenido desde los cuatro años, desde que sus padres habían desaparecido, y él había olvidado casi por completo lo que significaba tener un amigo. Pero no le importaba. Su vida parecía bastarle por completo, ya que no tenía ninguna otra con que compararla.
A veces pensaba que sería agradable instalarse en un sitio u otro, pero no era más que un sueño. Nunca llegaba a convertirse en una verdadera intención. Durante más de once años había estado yendo y viniendo adelante y atrás, de la misma manera. El otro lugar poseía cosas que no poseía la civilización. Estaba la cámara de los sueños, donde podía tenderse bien estirado, cerrar los ojos y tener la sensación de no estar, solo. Pero no podía vivir allí, a pesar de haber mucha comida y ningún peligro, ya que el único depósito de agua vertía apenas un hilillo. La civilización poseía aquello que el puesto de avanzada no podía ofrecerle: los Difuntos y los libros, pavorosas exploraciones e incursiones aventuradas en busca de ropa y baratijas, en definitiva «Sucesos». Pero tampoco podía vivir allí, pues los boca de rana acabarían por capturarle más tarde o más temprano. Así que se mudaba.
La puerta de la entrada principal al habitáculo de los Difuntos no se abrió cuando Wan pisó sobre la cinta. Casi se dio en la nariz. Sorprendido, empujó la puerta suavemente; después, con más fuerza. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para abrirla. Nunca antes se había visto obligado a abrirla manualmente, por más que en algunas ocasiones hubiera vacilado y hecho algunos ruidos molestos. Qué fastidio. Ya antes había hecho experimentos con aparatos que habían acabado por dejar de funcionar; ése era el motivo por el que los corredores verdes no eran ya de mucha utilidad. Pero calor y comida era algo que abundaba en los rojos y aun en los dorados. Era molesto que algo concerniente a los Difuntos se estropeara, pues no tenía remedio.
Y sin embargo, todo parecía normal; la habitación de las consolas conservaba su brillo fluorescente, la temperatura era agradable y se escuchaba el tenue zumbido y el raro chasquido de los Difuntos tras sus paneles, mientras se entregaban a sus solitarios y dementes pensamientos y hacían lo que fuese que hacían cuando no hablaban con él. Wan se sentó en su silla, movió el trasero para acomodarlo al extraño diseño del asiento y tiró de los auriculares hasta colocárselos sobre las orejas.
—Me voy al puesto de avanzada.
No hubo respuesta. Lo repitió en todos los idiomas que sabía, pero nadie parecía querer hablar. Qué desilusión. En ocasiones, dos o tres de ellos, tal vez más, hubieran ansiado compañía. Entonces podían tener una agradable y larga charla y era casi como no estar solo en absoluto. Casi como si formaran parte de una «familia», una palabra que recordaba de sus lecturas y de lo que los Difuntos le habían dicho, pero que apenas si podía recordar como una realidad. Eso le hacía bien. Casi tanto como cuando estaba en la cámara de los sueños, donde durante un rato, podía hacerse la ilusión de pertenecer a cientos, a miles de familias. ¡Legiones de gente! Pero eso era más de lo que podía soportar. Así que, cuando tenía que abandonar el puesto de avanzada, en busca de agua y de la compañía más tangible de los Difuntos, nunca lo sentía demasiado. Pero siempre deseaba volver al exiguo catre y a la aterciopelada sábana de fibra de metal con que se cubría, y a los sueños.
Todo ello le aguardaba; pero decidió darles a los Difuntos otra oportunidad. Incluso cuando no estaban deseosos de charla se conseguiría a veces interesarles dirigiéndose a ellos directamente. Meditó unos instantes y después marcó el cincuenta y siete.
En sus oídos, una voz triste se dirigía a sí misma:
—…intenté decirle lo de la pérdida de masa. ¡Masa! ¡Ja! ¡La única masa que tenía en mente eran veinte kilos de culo y tetas! Doris, esa mujerzuela… Con que la mirara una sola vez ya había bastante para que se olvidara de la misión y de mí.
Frunciendo el ceño, Wan aprestó su dedo para desconectar, ¡Cincuenta y siete era siempre tan enojosa! Le gustaba escucharla cuando lo que decía tenía algún sentido, porque entonces sí parecía más a como recordaba a su madre. Pero siempre daba la sensación de pasar de la astrofísica y los viajes espaciales y otros temas de interés, directamente a sus propios problemas. Wan escupió en el punto de los paneles detrás del cual había decidido creer que vivía cincuenta y siete —un truco que había aprendido de los Primitivos— con la esperanza de que le oiría decir algo interesante.
Pero ella no parecía tener la menor intención de hacerlo. La número cincuenta y siete —que en sus ratos de coherencia prefería que la llamaran Henrietta— estaba farfullando acerca de ciertos graves desplazamientos de las líneas espectrales y de las infidelidades de Arnold con Doris, quienesquiera que éstos fueran.
—Hubiéramos podido ser héroes —dijo sollozando—, y conseguir una bonificación de diez millones de dólares, o más. ¿Quién sabe lo que nos hubieran pagado por la misión? Pero no señor, tuvieron que seguir viéndose a escondidas en el módulo, y… ¿Y tú quién eres?
—Soy Wan —dijo éste animosamente, aunque no creía que pudiese verle. Parecía que ella volvía a uno de su períodos de lucidez. Habitualmente, ni se enteraba de que le estaba hablando—. Por favor, sigue.
Hubo un largo silencio; luego:
—NGC 1199 Sagitario A. West —dijo ella.
Wan esperó cortésmente. Otra larga pausa y luego dijo ella:
—A él le traían sin cuidado los ascensos. Todo lo hacía por Doris. ¡Dios! Podía haber sido su hija, y además tenía el cerebro de un mosquito. Para empezar, nunca hubiera debido estar en la misión…
Wan movió la cabeza como uno de los Primitivos boca de rana.
—¡Qué aburrida eres! —dijo con severidad, y la desconectó. Vaciló un instante para luego marcar el catorce, el número del profesor.
—…aunque Eliot no se había graduado aún en Harvard, poseía la imaginación de un hombre maduro. Y en eso era un genio. «Yo hubiera tenido que ser un par de pinzas andrajosas». El autodesprecio del hombre de la masa llevado al límite. ¿Cómo se ve a sí mismo? No sólo como a un crustáceo, ni siquiera como a un crustáceo; sólo la abstracción de un crustáceo: las pinzas. Y además, andrajosas. En la siguiente línea vemos…
Wan volvió a escupir al desconectar; el rostro quedó enteramente manchado con las muestras de su disgusto. Le gustaba el profesor cuando recitaba poesía, no cuando hablaba de poesía. Con los más excéntricos de los Difuntos, como eran cincuenta y siete y catorce, nunca se sabía lo que iba a pasar. Rara vez contestaban, y casi nunca de un modo que pareciera digno de tenerse en cuenta, y o bien escuchabas lo que estaban diciendo, o los desconectabas.
Era ya casi hora de irse, pero volvió a probar otra vez: el único número de tres guarismos, Tiny Jim, su especialísimo amigo.
—Hola, Wan. —La voz era triste y dulce. Le produjo un ligero estremecimiento mental, como el súbito escalofrío de temor que había sentido cerca de los Primitivos—. Porque eres tú, ¿verdad?
—Qué pregunta más tonta. ¿Quién iba a ser, sino?
—Bueno, uno no pierde nunca la esperanza, Wan. —Hubo una pausa, y a continuación Tiny Jim se echó a reír como una gallina—. ¿Te he contado el del cura, el rabino y el derviche que se quedaron sin comida en un planeta todo de tocino?
—Sí, creo que sí, y además no me apetece oír chistes ahora, Tiny Jim.
El micrófono invisible crepitó y zumbó un momento, y entonces el Difunto dijo:
—Lo de siempre, ¿no, Wan? ¿Quieres hablar de sexo otra vez?
El muchacho mantuvo el semblante impasible, pero el familiar estremecimiento de su vientre habló por él.
—¿Y por qué no, Tiny Jim?
—Para ser tan joven, eres un erotómano —sentenció el Difunto; y a continuación—: ¿Te conté lo de una vez que casi me sacuden por molestar a una señorita? Hacía un calor de mil demonios. Yo iba a casa en el último tren a Reselle Park cuando llegó la chica, se sentó al otro lado del pasillo, puso los pies en alto y empezó a jugar con la falda. Bueno, ¿tú qué hubieras hecho? Yo, mirar, claro. Y como ella siguió jugando, pues yo seguí mirando, y al final, cerca de Highlands, se quejó al revisor de que la estaba molestando, y éste me tiró del tren. ¿Pero sabes lo bueno del caso?
Wan estaba absorto.
—No, Tiny Jim —suspiró.
—Pues resulta que yo había perdido el tren que acostumbraba a tomar, y como tenía que matar el rato en la ciudad como fuera, me metí en un cine porno. ¡Dios mío! Dos horas a base de todas las variantes que puedas imaginarte. La única manera de ver más hubiese sido con un proctoscopio, así que ¿para qué estar asomado adelante, con la cabeza estirada, para ver sus medias blancas a hurtadillas? ¿Y sabes otra cosa?
—No, Tiny Jim.
—¡Pues que tenía razón! Estaba mirando, de acuerdo. Me había pasado dos horas viendo tetas y entrepiernas pero no podía quitarle la vista de encima. Aunque eso no fue lo mejor de todo. ¿Quieres que te cuente lo mejor?
—Sí, por favor, explícamelo.
—¡Pues nada, que ella se bajó del tren conmigo! Se me llevó a casa y nos pasamos toda la noche dale que te pego, sin parar. Jamás supe su nombre. ¿Qué dices a eso, Wan?
—¿Es eso verdad, Tiny Jim?
Pausa.
—Eh, no. Le quitas la gracia a todo.
Wan le dijo severamente:
—No quiero que te inventes historias, Tiny Jim. Lo que yo quiero es aprender hechos. —Estaba furioso y pensó en apagar para castigarle, pero no estaba seguro de castigar a nadie de esa manera—. Me gustaría que fueses buen chico, Tiny Jim —le rogó.
La cabeza sin cuerpo murmuró algo para sí misma, mientras seleccionaba sus recursos conversacionales. Dijo entonces:
—¿Te interesa saber por qué los patos salvajes violan a sus hembras?
—¡No!
—Pues yo creo que sí, Wan, a pesar de lo que digas. Es interesante. No puedes comprender el comportamiento de los primates sin conocer todo el espectro de estrategias sexuales. Incluso las más raras. Incluso la de los gusanos Acantocéfalos. También ellos practican la violación. ¿Y sabes lo que hace el «Moniliformis Dubius»? Éstos no solo violan a sus hembras, sino también a los machos que compiten con ellos. ¡Con una especie de yeso blanco! ¡Y el infeliz del otro no se lo puede quitar de encima!
—No me interesa nada de todo esto, Tiny Jim.
—¡Pero si es tan divertido, Wan! ¡Debe de ser por eso que le llaman «Dubius»! —El Difunto se reía mecánicamente, a carcajadas—: ¡Ja, ja, jo, jo!
—¡Basta ya, Tiny Jim!
Pero Wan ya no estaba enfadado. Estaba entusiasmado. Era su tema preferido, y la predisposición que Tiny Jim mostraba a hablar de ello, por lo prolijo y variado, era lo que le hacía ser el favorito de Wan entre los demás Difuntos. Wan desenvolvió un paquete de comida y dijo mientras masticaba:
—Lo que yo quiero saber es cómo se hace, por favor, Tiny Jim.
Si el Difunto hubiese tenido un rostro de verdad, éste hubiera mostrado las arrugas producidas por el esfuerzo de contener la risa, pero dijo amablemente:
—Vale, chaval, sé que no pierdes la esperanza. Veamos, ¿te dije que debes mirarles a los ojos?
—Sí, Jim. Me dijiste que si tienen las pupilas dilatadas significa que están sexualmente a punto.
—Exacto. ¿Y te mencioné la existencia de estructuras cerebrales sexualmente dimórficas?
—Sí, pero no estoy seguro de haberlo entendido del todo.
—Bueno, yo tampoco, pero anatómicamente es como funciona. Ellas son distintas, Wan, por dentro y por fuera.
—¡Por favor, Tiny Jim, sigue explicándome las diferencias!
El Difunto así lo hizo, y Wan escuchaba absorto. De ir a la nave siempre había tiempo, y además Tiny Jim era por lo general poco coherente. Todos los Difuntos tenían su propio tema preferido al que solían referirse al hablar como si los hubieran puesto en conserva con una sola idea en la cabeza. Pero incluso cuando se referían a ese tema favorito, no podía esperarse que lo que decían tuviera sentido. Wan hizo a un lado el vehículo con el que solían capturarle —cuando funcionaba— y se tumbó en el suelo, con la barbilla apoyada en las manos mientras el Difunto le explicaba cómo ser cortés, obsequioso y cómo preparar la jugada.
Era fascinante, aun cuando ya lo había escuchado antes. Le prestó atención hasta que el Difunto vaciló y se calló. Entonces el muchacho dijo, pues quería confirmar una teoría.
—Explícame una cosa, Tiny Jim. Leí un libro en el que un macho y una hembra copulaban. Él le golpeó en la cabeza y copuló con ella estando inconsciente. Me pareció una manera bastante eficaz de «amar», pero en otras historias la cosa lleva mucho más tiempo. ¿Por qué, Tiny Jim?
—Eso no es amar, chaval. Es de lo que te he hablado antes. Violación. La violación no acaba de funcionar con las personas aun cuando funcione en el caso de los patos salvajes.
Wan asintió y volvió a presionarle.
—¿Y por qué, Tiny Jim?
Pausa.
—Te lo demostraré matemáticamente, Wan —dijo por fin el Difunto—. Los objetos de atracción sexual pueden definirse como de sexo femenino y comprendidos entre edades superiores en quince años a la tuya e inferiores en cinco. Estas cifras se adecúan a tu edad en cada momento de tu vida y son sólo aproximativas. Los objetos sexualmente atractivos pueden además caracterizarse por determinados rasgos visuales, olfativos, táctiles y auditivos, que pueden estimularte en orden inversamente proporcional a la posibilidad de accesibilidad. ¿Me sigues?
—Creo que no.
Pausa.
—Bueno, es suficiente de momento. Ahora presta atención. En base a estas cuatro características, algunas hembras te atraerán. Pero hasta el momento del contacto no percibirás otros rasgos que pueden repelerte, herirte o decepcionarte. Cinco de cada veintiocho sujetos estarán en plena menstruación; tres de cada veintisiete tendrán gonorrea; dos de cada noventa y cinco, sífilis; uno de cada diecisiete tendrá excesivo vello corporal o defectos de la piel u otras deformidades físicas ocultas por las ropas. Finalmente, dos de cada diecisiete se resistirán durante el coito, una de cada dieciséis desprenderá un olor desagradable, y tres de cada siete se defenderán de tal modo que disminuirá tu goce. Ésas son apreciaciones subjetivas cuantificadas en relación a tu perfil psicológico conocido. Acumuladas todas las fracciones, hay un riesgo de seis contra uno de que no obtengas de la violación el máximo de placer.
—Entonces, no debo copular sin hacer antes la corte, ¿no es eso?
—Exacto, muchacho. Sin contar con que, además, es contrario a la ley.
Wan calló pensativo durante un instante, y luego se acordó de preguntar:
—¿Es todo eso cierto, Tiny Jim?
Carcajada de regocijo.
—¡De veras que sí, chico! Cada palabra.
Wan puso la misma cara que los cara de rana.
—Pues no es demasiado excitante todo eso, Tiny Jim. La verdad, me has decepcionado.
—¿Y qué esperabas, chico? —dijo Tiny Jim de mal humor—. Me dijiste que no inventara historias. ¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable?
—Voy a prepararme para partir. No tengo mucho tiempo.
—¡Pues es lo único que tienes! —se rió Tiny Jim.
—Y tú, nada que decirme que yo quiera escuchar —dijo rudamente.
Los desconectó a todos y se fue a la nave enfadado. No se le ocurrió que había sido grosero con los únicos amigos que tenía en el universo. No se le había ocurrido jamás que los sentimientos de los Difuntos importaran algo.