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AQUELLO A LO QUE TEMÍAN LOS HEECHEES

Ampliado como estoy ahora, puedo sonreír ante aquellos viejos temores y aprensiones dignos de lástima. Tal vez entonces no, pero ahora, vaya si me sonrío. Todo es a una escala mucho mayor, y mucho más interesante también. Sólo fuera de su agujero negro hay diez mil difuntos Heechees registrados, y puedo leerlos todos. Ya casi lo he hecho. Y sigo leyéndolos según me parece, tan pronto como descubro algo que me apetece estudiar más de cerca. ¿Libros en el estante de una biblioteca?

Son mucho más que eso. Ni tampoco es que los «lea», exactamente. Es algo mucho más parecido a recordarlos. Cuando «abro» uno de ellos, lo abro de un extremo al otro; lo leo de dentro afuera, como si fuese parte de mí. No era nada fácil hacerlo, aunque, por lo que a dificultad se refiere, nada de lo que he aprendido a hacer desde que he sido ampliado ha resultado fácil. Pero con la ayuda de Albert y con textos sencillos en los que iniciarme, he aprendido a hacerlo. Las primeras cintas de datos a las que tuve acceso no eran más que eso, cintas de datos; más o menos como consultar unas tablas de logaritmos. Después, pude acceder a los viejos Difuntos, registrados por los Heechees mucho tiempo atrás, y a algunos de los primeros casos de Essie para su compañía Vida Nueva, y lo cierto es que no estaban demasiado bien registrados. En ningún caso tuve duda alguna acerca de cuál de las partes pensantes era la mía.

Pero una vez que conseguimos deshacer el malentendido con el Capitán, se me permitió acceder a sus propios bancos de almacenaje de registros, y todo marchó mejor. Entre ellos estaba el último amor del Capitán, la hembra Heechee que llevaba por nombre Dosveces. «Acceder» a ella fue algo así como despertarse en la oscuridad y ponerse un montón de ropa encima que no puede verse… y que no es de tu talla. No se trataba sólo del hecho de que ella fuera hembra, aunque resultase bastante incongruente. Tampoco el que ella fuera Heechee y yo humano. Se trataba de lo que ella sabía y había sabido siempre, algo que ni yo ni ningún otro ser humano habíamos sido probablemente nunca capaces de imaginar. Tal vez Albert sí, y tal vez fuera eso lo que le había hecho enloquecer. Pero ni tan siquiera sus conjeturas le habían presentado la imagen de una raza de Asesinos errabundos que había decidido hibernarse en un kugelblitz a la espera del nacimiento de un nuevo —y para ellos, mejor— universo.

Pero una vez superada la primera impresión, Dosveces se convirtió en mi amiga. Es una persona realmente encantadora, una vez que te has repuesto de la primera extrañeza, y tenemos un montón de intereses en común. La biblioteca Heechee de registros de inteligencias no es únicamente Heechee o humana. Allí están las enmohecidas voces quejumbrosas que una vez pertenecieron a una raza de seres alados que habitaba en un planeta de Antares, y las de los habitantes de mórbidos cuerpos de cierto racimo de estrellas. Y, por supuesto, también los habitantes del fango. Dosveces y yo hemos dedicado muchas horas a estudiarles a ellos y a su historia. El tiempo es una de las cosas que me sobran, gracias a mis sinapsis de femtosegundos.

Tengo casi tanto tiempo como para querer visitar su agujero negro, y quizás lo haga algún día. Pero no para estarme allí mucho tiempo. Mientras tanto, Audee y Janie Yee-xing ya han ido, ayudando a conducir allí una misión que se quedará durante seis o siete meses… o, tal como solemos medir el tiempo, unos pocos siglos. Para cuando regresen, la presencia de Dolly ya no será un problema, estando encantada como está con su éxito en la PV. Y Essie me concede la gracia de no estar demasiado contenta, faltándole como le falta mi dulce persona, pero parece que de todas formas ha encontrado con qué sustituirme. Lo que más le gusta (después de mí) es su trabajo; y tiene más del que quiere, mejorando los sistemas de Vida Nueva, utilizando los mismos elementos CHON de su cadena de restaurantes para producir elementos orgánicos más importantes… como, por ejemplo —y ella espera que para dentro de no mucho—, órganos y miembros de repuesto para aquellas personas que los necesiten, sin necesidad de que nadie nunca más tenga que quitárselos a otra persona… Y así es que, cuando uno se para a pensarlo, casi todo el mundo está bastante contento. Ahora que hemos conseguido prestada la flota Heechee y que podemos llevar a un millón de personas por mes con todos sus efectos personales a cualquiera de los cincuenta planetas ideales que nos estaban esperando. Se repetía la historia de las caravanas de pioneros, y a todos les esperaba un futuro prometedor.

Incluyéndome a mí.

Y quedaba Klara.

Al fin nos encontramos, naturalmente. Yo habría insistido de todas formas, y a la larga, tampoco habría podido ella mantenerse alejada de mí. Essie tomó una lanzadera espacial para recibirla en órbita y escoltarla personalmente, en nuestra propia nave, hasta nuestra residencia en el mar de Tappan. Cosa que debió crear no pocos problemas de etiqueta, estoy seguro. Pero de lo contrario, Klara se habría visto atrapada entre gente de la prensa, empeñada en saber cómo se sentía una «cautiva de los Heechees» o «raptada por Wan», el niño-lobo o cualquiera de las muchas frasecitas ocurrentes que decidieran manejar… y, de hecho, creo que ella y Essie se llevaron de maravilla. No parecía en absoluto que fueran a disputárseme. Por lo demás, yo ya no existía como para que se me disputase.

Así que anduve practicando mis mejores sonrisas y diseñe mi mejor entorno holográfico para la ocasión mientras la esperaba. Llegó ella sola al gran atrio donde la estaba esperando. Essie debió de tener el suficiente tacto como para enseñarle el camino y desaparecer. Y cuando Klara atravesó la puerta, pude adivinar, por su modo de detenerse y mirar boquiabierta, que se esperaba que tuviera un aspecto mucho más cadavérico —Hola, Klara —le dije. Ya sé que no es la quintaesencia de la retórica, pero ¿qué es lo más oportuno en estas ocasiones? Ella dijo:

—Hola, Robin. —Tampoco ella parecía capaz de pensar en nada mejor que añadir.

Se quedó de pie mirándome hasta que se me ocurrió pedirle que tomara asiento. Y, desde luego, también yo me harté de mirarla a ella, de todas las multifases maneras que tenemos para hacerlo nosotros las inteligencias electrónicas; pero la mirara como la mirara, de todas formas, tenía un aspecto condenadamente bueno. Cansada, quizás. Había pasado momentos terribles. Y la belleza de mi querida Klara no era del tipo clásico, no con esas espesas cejas negras y ese cuerpo suyo tan musculoso y fuerte… pero sí, su aspecto era bueno. Me imagino que aquel examen tan prolongado la puso algo nerviosa, porque se aclaró la garganta y me dijo:

—Tengo entendido que vas a hacerme rica.

—Yo no, Klara. Únicamente te voy a dar tu parte de lo que nos ganamos juntos.

—Ya, pero parece que el total se ha multiplicado bastante —me sonrió—. Tu… esto, tú mujer dice que puedo disponer de cincuenta millones en efectivo.

—Puedes disponer de más aún.

—No, no. De todas formas, hay más… Por lo que parece tengo muchas participaciones en un montón de compañías. Gracias, Robin.

—No se merecen.

Se produjo otro silencio, y entonces —¿se lo pueden creer?— las siguientes palabras que salieron de mi boca, fueron:

—¡Klara, tengo que saberlo! ¿Me has estado odiando durante todo este tiempo?

Al fin y al cabo era la pregunta que había estado en mi mente durante más de treinta años.

Aun así, la pregunta me sorprendió por lo incongruente. Hasta qué punto sorprendió a Klara, no lo sé, pero se quedó sentada un momento con la boca abierta, tragó saliva y a continuación negó con la cabeza.

Y entonces, empezó a reírse. Rió con fuertes carcajadas acompañándose con todo el cuerpo, y cuando acabó de reírse se secó una lágrima de la comisura del ojo, y sofocando los últimos accesos de risa, dijo:

—¡Gracias a Dios, Robin, que por lo menos algo no ha cambiado! Has fallecido, te llora tu viuda, el mundo está al borde de la mayor oportunidad que haya tenido nunca, y tú… tú… estás muerto. ¡Y lo que te preocupa son tus malditos sentimientos de culpabilidad!

Y yo me reí también.

Por primera vez en, Santo Dios, más de la mitad de mi vida, el último y más mínimo vestigio de culpabilidad desapareció. Era difícil de definir lo que sentí entonces; había pasado tanto tiempo desde que sintiera tal sensación de liberación, contesté, riéndome, también yo, todavía:

—Ya sé que parece bastante estúpido, Klara, pero para mí ha pasado mucho tiempo, y durante todo ese tiempo he sabdo que estabas en aquel agujero negro con el tiempo ralentizado casi suspendido… y no podía saber qué era lo que estabas pensando. Creí que, tal vez, no sé… que me estarías acusando de haberte abandonado…

—¿Pero cómo podría haberlo hecho, Robin? No sabía que había pasado contigo. ¿Quieres saber cómo me sentía realmente? Estaba aterrorizada y paralizada, porque sabía que te habías ido, y creí que estarías muerto.

—Y —le sonreí—, has vuelto, ¡y mira cómo me has encontrado!

Pude comprobar que era más sensible a los chistes acerca de ese tema que yo mismo.

—Todo marcha bien —seguí diciéndole—, de veras, todo marcha bien. Yo estoy bien y lo mismo el resto del mundo. Y de veras que lo estaba. Deseé poder tocarla, por descontado, pero ése era un deseo que parecía empezar a formar parte de una remota infancia ya superada; el presente consistía en que ella estaba allí, y a salvo, y el universo se abría ante nosotros. Al decírselo, se quedó de nuevo sorprendida.

—¡Qué optimista te veo! —me reprochó.

A mí sí que me sorprendió aquello.

—¿Y por qué no habría de estarlo?

—¡Los Asesinos! Llegarán un día u otro, ¿y qué haremos entonces? Si a los Heechees les dan miedo, imagínate a mí.

—Ah, Klara —le dije, comprendiéndola al fin—, ya veo que es lo que te preocupa. Quieres decir que es como cuando en los viejos tiempos sabíamos que los Heechees habían estado por ahí y que podían volver, y sabíamos que habían sido capaces de hacer cosas que nosotros no podíamos ni imaginar…

—¡Exacto! ¡No estamos tampoco a la par con los Asesinos!

—No —le dije sonriendo—, no lo estamos por ahora. Tampoco estábamos a la par con los Heechees entonces. Pero en el momento que han aparecido, sí lo estábamos. Sin necesidad de que la suerte esté de nuestra parte, tenemos tiempo de sobra para enfrentarnos a los Asesinos.

—¿Y qué? ¡No dejarán de ser nuestros enemigos!

Negué con la cabeza.

—Enemigos no, Klara —dije—. Simplemente, otro recurso.