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LA GEOGRAFÍA DEL CIELO

Realmente, ¿dónde me encontraba? Me llevó mucho tiempo contestar a esa pregunta por mí mismo, entre otras razones —y no la menor, por cierto— porque mi mentor, Albert, la reputaba de tonta.

—La pregunta «dónde» no es más que una estúpida preocupación humana, Robin —gruñó—. ¡Concéntrate! ¡Aprende a cómo actuar y cómo sentir! Deja la filosofía y la metafísica para las tardes largas con una buena pipa y una buena cerveza.

—¿Cerveza, Albert?

Un suspiro.

—El análogo electrónico de la cerveza —dijo de mal humor—, es lo bastante «real» para el análogo electrónico de un ser humano. Ahora presta atención, por favor, a los inputs que te estoy ofreciendo, que son grabaciones de vídeo del interior de la cabina de mando de la Único Amor.

Hice como me decía, por descontado. Estaba como mínimo tan ansioso como el propio Albert de terminar mi entrenamiento para poder hacer… para poder hacer lo que fuera que me resultase posible en aquel mi nuevo y atemorizante estado. Pero en mis extraños femtosegundos no pude dejar de darle vueltas en la cabeza a aquella pregunta, y finalmente di con la respuesta. ¿Dónde me encontraba, exactamente?

Estaba en el Cielo.

Piénsenlo. Cumple con casi todos los requisitos: mis vísceras habían dejado de molestarme, había dejado de tener vísceras. Mi servidumbre en relación a la muerte había terminado, porque si se trataba de pagar con la propia muerte, la cuenta había quedado ya saldada para siempre. Si no era enteramente la eternidad lo que me aguardaba, era algo bastante parecido. El almacenaje de datos en los molinetes Heechees que conocíamos, valía para medio millón de años por lo menos sin graves deterioros —ya que los molinetes originales seguían funcionando—, lo cual da un elevado número de femtosegundos. Nada de preocupaciones mundanas; nada de preocupaciones en absoluto, salvo aquellas que yo decidiera buscarme.

Sí, era el Cielo.

Es probable que no lo crean, porque se negarán a aceptar que la existencia en forma de amasijo incorpóreo de bits de información tenga nada de «celestial». Lo sé porque a mí mismo me costó aceptarlo. Y sin embargo, la «realidad» es —es «realmente»— una noción subjetiva. Nosotros, las criaturas de carne y hueso, percibimos la realidad tan sólo de segunda o tercera mano, como una analogía pintada por nuestros órganos sensoriales en las sinapsis de nuestros cerebros. Eso mismo me había dicho siempre Albert. Era cierto, o casi cierto; o no, más que cierto, en un sentido, ya que nosotros, los incorpóreos amasijos de bits poseemos un abanico de posibilidades más amplio que ustedes los vivos.

Pero si aun así se niegan a creerme, no puedo reprochárselo. A pesar de las muchas veces que intenté convencerme de que así era, tampoco yo lo encontraba demasiado celestial. Nunca antes se me había ocurrido pensar en lo terriblemente inconveniente que era —financiera, legalmente y de otras muchas maneras, por no decir maritalmente— estar muerto.

O sea, volviendo de nuevo a la pregunta: ¿dónde estaba? Bueno, pues estaba en casa. Después de que me hube —en fin— muerto, Albert, llevado por el remordimiento, hizo dar media vuelta a la nave. Nos llevó bastante estar de vuelta, pero no tenía nada especial que hacer. Ni más ni menos que aprender a simular que estaba vivo cuando, de hecho, estaba muerto. Hacer mis primeros pinitos en eso solamente, ocupó casi todo el viaje de vuelta, puesto que era mucho más duro nacer a una cinta de almacenaje de datos que nacer al mundo de la antigua manera biológica; tenía que participar activamente, si me entienden. Casi todo en mí era ahora muchísimo más vasto. En parte, me encontraba limitado a un molinete o cinta de información del tipo Heechee de una capacidad no muy superior a los mil centímetros cúbicos, y en ese sentido, se me podía desenchufar de mi receptáculo y se me podía pasar por las aduanas camino de casa con la misma facilidad con que se pasa una caja de zapatos. Pero por otra parte era más vasto que las Galaxias, ya que tenía a mí disposición todos los rollos de almacenaje de datos para jugar con ellos. Más veloz que una bala, rápido como una centella, podía ir a cualquier lugar de los que habían visitado los sistemas de almacenaje de datos humanos o Heechees, lo que era más de lo que yo había oído hablar. Escuché las canciones de los habitantes del fango y salí de patrulla con el primer grupo de exploración que capturara a los australopitécidos; conversé con los Difuntos del Paraiso Heechee (pobres despojos inarticulados que recordaban aún lo que significaba estar vivo, no obstante haber sido tan mal registrados, con tanta precipitación y por manos tan inexpertas). Bueno, lo mismo da que sepan o no todos los lugares que visité; no hay tiempo suficiente para que lo oigan. Y todo ello era tan fácil…

Los asuntos humanos eran más complejos.

Para cuando estuvimos de regreso en el mar de Tappan, Essíe había podido descansar algo y yo adquirir la práctica de reconocer lo que veía, y ambos habíamos superado ya parte del trauma que nos había supuesto mi muerte. No digo que lo hubiéramos superado del todo, pero al menos podíamos hablarnos.

Al principio, fue sólo hablar, porque me daba vergüenza mostrarme en forma de holograma ante mi querida esposa. Hasta que Essie me imprecó:

—¡Oh, Robin! ¡Ya no lo aguanto más, esto de hablarte como por teléfono! ¡Ven que te vea!

—¡Sí, hazlo! —me ordenó la otra Essie, la que estaba registrada como yo, y Albert terció:

—Simplemente relájate y deja que suceda, Robin. Tus auxiliares están en su sitio.

A pesar de ambos, tuve que hacer acopio de todo mi valor antes de aparecer, y cuando lo hice, mi esposa, Essie, me miró de arriba abajo y dijo:

—¡Oh, Robin, qué mal aspecto tienes!

Sí, ya sé que no suena muy cariñoso, pero entendí lo que intentaba decirme. No estaba criticando mi aspecto, se estaba compadeciendo de él, al tiempo que trataba de no echarse a llorar.

—Ya mejorará, cariño —le dije, deseando poder tocarla.

—Desde luego que sí, señora Broadhead —dijo Albert muy en serio, lo que me hizo percatarme de que estaba sentado a mi lado—. De momento, estoy tratando de ayudarle, y el esfuerzo de proyectar dos imágenes a la vez está resultando arduo. Creo que las dos deben aparecer deterioradas.

—¡Bueno, pues desaparece! —le sugirió ella, pero él dijo que no con un gesto de la cabeza.

—Está también la necesidad que tiene Robin de practicar… y creo que usted misma querrá efectuar ciertos reajustes en su programación. La decoración, por ejemplo. No puedo facilitarle a Robin un fondo si no lo comparto con él. Se necesita también mejorar la animación global de la imagen, la consistencia entre secuencias…

—Sí, sí —gruñó Essie, y se puso manos a la obra en su despacho.

Todos nos pusimos manos a la obra. Había mucho que hacer, sobre todo en mi caso.

En mi tiempo, me habían preocupado muchas cosas, generalmente, eran las que menos lo merecían. La preocupación de mi propia muerte había estado revoloteando en la periferia de mis preocupaciones durante casi toda mi vida, igual que sucede con ustedes. Lo que más me angustiaba era la extinción en sí. Pero no me extinguí; me gané un buen número de nuevos problemas.

Un hombre muerto, ya saben, carece de derechos. No puede tener propiedades. No puede disponer de sus propiedades. No puede votar; no ya en las elecciones generales a la presidencia; ni siquiera puede votar en las decisiones de las compañías que posee y que él mismo ha creado. Cuando la votación es en una compañía en la que sus intereses son menores, por más que poderosos, como lo eran, pongo por caso, los que tenía en el sistema de transporte de colonos al mundo de Peggy, ni tan siquiera entonces consigue hacer oír su voz. Muy bien podría decirse que está más que muerto.

Y a mí no me gustaba la idea de estar tan muerto.

No era por avaricia. Como inteligencia registrada tenía muy pocas necesidades; no había riesgo de que me cortaran el suministro energético por no pagar la luz. Se trataba de una urgencia más apremiante. Los terroristas no habían desaparecido porque el Pentágono hubiera capturado su nave espacial. Cada día se producían atentados, secuestros y tiroteos. Otros dos aceleradores habían sido atacados y uno de ellos había resultado dañado; un tanque de pesticida había sido deliberadamente volcado en la costa de Queensland, por lo que más de mil kilómetros del cinturón de arrecifes coralíferos estaba muriendo. Se sostenían combates en África, en América Central y en Oriente Próximo; sobre la olla a presión, la tapadera a duras penas conseguía mantenerse cerrada. Lo que hacía falta era un millar de nuevos transportes como el S. Ya., ¿y quién iba a construirlos si yo me mantenía en silencio?

Por eso mentimos.

Empezó a circular el cuento de que Robinette Broadhead había sufrido una conmoción cerebrovascular —hasta ahí, de acuerdo—, pero la mentira consistía en que se decía que estaba mejorando de manera notable. Bien, y así era. Pero no en ese sentido, naturalmente. Casi tan pronto como llegamos a casa, era ya capaz de hablar —sin imágenes— con el general Manzbergen y con algunas de las personalidades de Rotterdam; una semana después me dejaba ver, de vez en cuando, envuelto en una bata que me había facilitado la fértil imaginación de Albert; un mes más tarde, dejé que un equipo de filmación PV me hiciera unas tomas en las que aparecía bronceado y en forma, si bien un poco más delgado, navegando en nuestra pequeña embarcación. Por descontado que el equipo de filmación era el mío, y las imágenes que salieron por la PV eran más habilidad que reportaje, e incluso como habilidad eran de calidad. No podía mantener todavía confrontaciones cara a cara. Pero tampoco lo necesitaba.

Así que, a fin de cuentas, ya ven que no estaba acabado. Dirigía mis negocios. Hacía planes, y los llevaba a cabo, para aliviar el fermento que nutría a los terroristas, no lo bastante como para acabar con el problema, pero sí para mantener un rato más la tapadera de la olla en su sitio. Tenía tiempo para dedicarlo a escuchar los temores de Albert en relación a ese curioso objeto llamado kugelblitz, y si por aquel entonces no alcanzamos a comprender qué significaba creo que, probablemente, fue mejor así. Lo único que me faltaba era un cuerpo, y cuando me quejaba de ello, Essie me decía con energía:

—¡Por Dios, Robin, que no se acaba el mundo por eso! ¡La de gente que se ha encontrado con el mismo problema!

—¿Verse reducidos a una cinta de almacenaje de datos? Me temo que más bien pocos.

—Pero si el problema es el mismo —insistió—. ¡Piénsalo! Un joven rebosante de salud que salta del trampolín en unas pistas de esquí y se cae y se parte la columna. ¡Parapléjico! No tienes un cuerpo que demande responsabilidades como darle de comer, cuidarlo, lavarlo… Te has ahorrado todo eso, Robin, pero te queda la parte más importante de ti mismo.

—Sí, claro —le dije.

No añadí lo que Essie, menos que nadie en este mundo, necesitaba que añadiera, y es que en mi definición de «importante» había algunas partes accesorias a las que tenía gran apego. Pero incluso en ese punto había ganancias que compensaban de las pérdidas. Al no tener, pongamos por caso, órganos sexuales, no había en consecuencia más problemas en lo tocante a mi vida sexual tan repentinamente complicada.

No había necesidad de decir nada de todo aquello. Lo que, en cambio dijo Essie, fue:

—¡Anímate, Robin! No te olvides que de momento eres sólo un primer paso hacia un producto final mucho más elaborado.

—¿Qué intentas decirme con eso? —inquirí.

—¡Hubo graves problemas, Robin! El almacenaje Vida Nueva era bastante imperfecto, lo he de admitir. Gracias al nuevo Albert que te procuré he aprendido mucho. Nunca antes había intentado registrar la personalidad entera de alguien tan importante desaparecido tan prematuramente. Los problemas técnicos…

—Ya me imagino que hubo problemas técnicos —la interrumpí.

No me apetecía escuchar, no de momento, los detalles de la compleja, arriesgada y sofisticada operación que había consistido en sacarme a mí del receptáculo en putrefacción que era mi cabeza, para meterme en la lata de conservas de una matriz de almacenaje.

—Sí, claro. Bueno, ahora dispones de más tiempo libre. Ahora puedes resolver mejor tus problemas. Confía en mí, Robin, podemos hacer todavía muchas cosas.

—¿En mí?

—¡Pues claro que en ti! Y también —me dijo, guiñándome un ojo— en esa copia tan inadecuada de mí misma. Tengo buenas razones para creer que, por eso mismo, te va a resultar mucho más interesante.

—¡Oh! —dije—. ¡Vaya!

Y en aquel momento deseé más que nunca que me devolvieran algunas de las partes de mi cuerpo, porque deseaba más que ninguna otra cosa de este mundo pasarle a mi amada esposa los brazos alrededor de la cintura.

Y mientras tanto, mientras tanto, otros mundos seguían su curso. Incluidos los minúsculos mundos de Audee Walthers y sus complicados amoríos.

Vistos desde dentro, todos los mundos tienen el mismo tamaño. El de Audee no le parecía a él pequeño. De uno de sus problemas me encargué rápidamente. Les di a cada uno de ellos diez mil participaciones en los cargamentos del transporte al mundo de Peggy, el S. Ya., y en sus empresas dependientes. Janie Yee-xing no tendría que volverse a preocupar de despidos; si lo deseaba, podía contratarse de nuevo como piloto o simplemente viajar a bordo del S. Ya. como pasajero. Lo mismo podía hacer Audee o, si lo deseaba, podía regresar al mundo de Peggy y convertirse en jefe de sus antiguos jefes en el campo petrolífero; o nada de lo anterior y dedicarse a la vida de ocio regalado para el resto de sus días; y lo mismo Dolly. Pero, por descontado, eso no solucionaba su problema. Los tres deambularon por las habitaciones de los invitados hasta que Essie sugirió que les prestáramos la Único Amor para que salieran de crucero sin un destino determinado y pudieran así aclarar sus ideas, y así se hizo.

Ninguno de los tres era tonto; como cualquier otro, se comportaban estúpidamente de tanto en cuando. Pero sabían reconocer un soborno cuando se encontraban con uno. Sabían perfectamente que lo que quería de ellos era que mantuvieran la boca cerrada con relación a mi nuevo estado incorpóreo.

Pero también supieron apreciar hasta qué punto se trataba del regalo de un buen amigo, y también había algo de ello en nuestro intercambio.

¿Y qué es lo que hicieron, los tres juntitos, en la Único Amor?

Creo que prefiero no decirlo. En conjunto no es asunto de nadie más que de ellos. Medítenlo. Hay momentos en la vida de cada cual —lo que incluye con seguridad la de ustedes, y, sin duda alguna, la mía— en los cuales lo que uno hace o dice no es ni bonito ni interesante. Se sofocan los retortijones del estómago, se tienen ideas fugaces y sorprendentes, se escapan eructos, se cuentan mentiras. Nada de todo eso importa gran cosa. Pero uno prefiere no dar publicidad a esos momentos de la propia existencia en que uno da la impresión de ser ridículo, despreciable o rastrero. Generalmente pasan desapercibidos porque no hay nadie que pueda verlos… pero desde que me ampliaron, hay siempre alguien que sí puede verlos, y ese alguien soy yo. Tal vez no constantemente, pero a medida que las memorias de todos se van añadiendo a la red básica, los misterios individuales van dejando de existir.

Es en esa medida en la que voy a hablar de los problemas de Audee Walthers. Lo que motivaba sus actos y alimentaba sus preocupaciones era ese sentimiento admirable y deseable, el amor. Era asimismo el amor lo que frustraba su capacidad de amar. Amaba a su esposa, Dolly, porque había aprendido a amarla mientras habían estado juntos… ésa era su concepción de cómo tenía que ser un matrimonio. Por otra parte, Dolly le había abandonado por otro hombre (si bien éste es un término inexacto en el caso de Wan), y Janie Yee-xing había aparecido para consolarle. Ambas eran personas muy atractivas. Pero eran demasiadas. Audee era tan monógamo como yo mismo. Si decidía hacer las paces con Dolly, Janie estaba de por medio; ella había sido amable, le debía algún tipo de compensación, llamémosle amor. Pero entre él y Janie estaba Dolly: ellos dos habían planeado su vida en común y no era la intención de él cambiar de planes, y también a eso podemos llamarle amor. Complicado por el sentimiento de que tenía pendiente algún tipo de castigo con Dolly por haberle abandonado, y cierto tipo de resentimiento que experimentaba hacia Janie por ser la tercera en discordia… recuerden que les dije que había sentimientos ridículos y despreciables. Todo ello complicado aún más por los propios sentimientos de Dolly y Janie…

Estoy por decir que les resultó un alivio cuando, en perezosa órbita alrededor de una amplia elipse cometaria que les empujaba a los asteroides en ángulo con su plano de la eclíptica, la discusión que estaban manteniendo en ese preciso momento, fuese cual fuese, quedó interrumpida por el asombro de Dolly y un grito sofocado de Janie, y Audee Walthers se volvió hacia la pantalla para ver en ella un enorme conjunto de naves, todas ellas más grandes, mucho más, y más numerosas que todas las que hubiera podido haber visto con anterioridad cualquier ser humano en el sistema solar.

Estaban muertos de miedo, de eso no cabe la menor duda.

Pero no más que el resto de nosotros. A lo largo y ancho de toda la Tierra y en todos los lugares en el espacio en que hubiera seres humanos y medios de comunicación para transmitir las palabras, hubo sobresalto y terror. Era la peor pesadilla padecida por la humanidad en la última centuria más o menos.

Los Heechees volvían.

No estaban ya ocultos. Allí estaban… ¡Y eran tantos! Las cámaras de las estaciones orbitales enfocaron más de cincuenta naves… ¡Y qué naves! Había doce o catorce tan grandes como el S. Ya. Otra docena de mayor tamaño, estructuras globulares como la que se había tragado el velero. Había Treces y Cincos, y otras naves de tamaño intermedio que en el Alto Pentágono dieron la conspicua impresión de tratarse de acorazados, y todas ellas venían a nuestro encuentro en línea recta desde Vega. Podría decir que sorprendieron a las defensas terrestres desprevenidas, pero ésa iba a ser una mentira descarada. Lo cierto es que la Tierra no contaba con defensa que valga la pena mencionar. Había naves de patrulla, si, claro. Pero las habían construido seres humanos para enfrentarse a las de otros seres humanos. Nadie las había construido con la intención de lanzarlas contra los semimíticos Heechees.

Entonces, nos hablaron.

El mensaje era en inglés, y fue breve. Decía:

—Los Heechees no pueden permitir navegación interestelar ni comunicaciones de ese tipo por más tiempo, excepto en determinadas circunstancias que ellos determinarán y supervisarán. Todo lo demás tiene que cesar inmediatamente. Han venido dispuestos a que cese.

Eso fue todo lo que se oyó antes de que el portavoz, con una impotente sacudida de su cabeza, se retirara.

Se parecía mucho a una declaración de guerra.

Y así fue como lo interpretaron. En el Alto Pentágono, en los demás fortines orbitales de las otras potencias, en los consejos de poder de todo el mundo, se produjeron repentinas reuniones, conferencias y tomas de decisiones; se congregaba a las naves para su rearme, mientras que a otras se les cambiaba de objetivo y se las dirigía contra la flota Heechee; las defensas orbitales que llevaban varias décadas en silencio se revisaron y pusieron a punto; tal vez fueran tan inútiles como ballestas, pero era todo de cuanto se disponía para luchar, y con ellas se lucharía. La confusión y el susto sacudieron al mundo.

Y en ningún otro lugar se dejaron sentir tan vivamente el asombro y el estupor como entre la gente que alegraba mi existencia; y es que a la persona que había comunicado el ultimátum de los Heechees la había reconocido Albert de inmediato, y Essie un instante después, y también yo sin necesidad de ver su cara; era Gelle-Klara Moynlin.