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FUERA DEL ESCONDITE HEECHEE

Había también que pensar en Klara, de haber estado entonces en condiciones de pensar en ella sin más, y no sólo en Klara sino también en Wan (aunque, francamente, éste apenas lo merecía), y también en el Capitán y sus Heechees, quienes se merecían, realmente, tanta atención como uno pudiera dedicarles. Pero en aquellos momentos, ni eso sabía. Me había ampliado, de acuerdo, pero no era mucho más inteligente.

Y, por lo demás, tenía mis propios problemas en los que pensar, aunque si el Capitán y yo nos hubiéramos conocido ya y hubiésemos podido comparar, habría resultado interesante ver de quién eran los problemas más graves. Seguramente habría habido un empate. Los problemas de ambos estaban, simple y sencillamente, fuera de escala, eran demasiado grandes como para resolverlos.

La proximidad física de sus dos cautivos humanos era uno de los problemas del Capitán. Para su olfato, hedían. Físicamente, eran repelentes. La línea de sus figuras quedaba estropeada por la grasa, fofa o compacta, vibrante, y por la carne acombada. Los únicos Heechees que habían llegado a ofrecer un aspecto tan desagradable, habían sido los pocos que habían muerto de una de las enfermedades degenerativas más horrendas que su raza había conocido nunca. Pero ni siquiera en esos casos el hedor había resultado tan insoportable. El aliento humano olía al rancio de los alimentos en putrefacción. Las voces humanas rascaban como las sierras eléctricas. Al Capitán le produjo dolor de garganta el tratar de pronunciar las gruñentes y zumbonas sílabas de su pobre lengua.

Desde el punto de vista del Capitán, sus cautivos eran desagradables sin más, y no solamente porque se negaran, simple y llanamente, a entender la mayor parte de las cosas que él intentaba decirles. Cuando intentó darles a entender lo cerca que habían estado de poner en peligro sus vidas —por no mencionar las vidas de los Heechees allá en su escondrijo— la primera pregunta que se les ocurrió plantearle fue: «¿Sois Heechees?».

A pesar de todos sus problemas, al Capitán le quedó espacio para irritarse al oír aquello. (De hecho, se trataba de la misma irritación que habían experimentado la gente del velero al enterarse de que los Heechees les llamaban «los habitantes del fango». El Capitán lo sabía, pero no pensó en ellos).

—¡Heechees! —gruñó, y a continuación encogió su abdomen con indiferencia—. Sí. Da igual. Permaneced en silencio. Estaos quietos.

—¡Puf! —masculló Narizblanca, refiriéndose a más cosas que al simple hedor físico.

El Capitán le miró y después se volvió a Ráfaga.

—¿Has dispuesto ya de su nave? —le preguntó.

—Por supuesto —contestó Ráfaga—. Está de camino hacia un puerto de espera, pero ¿y el kugelblitz? (Por descontado, él no lo llamó kugelblitz).

El Capitán arrugó su abdomen con morosidad. Estaba cansado. Todos estaban cansados. Llevaban varios días operando al límite de sus capacidades y empezaban a evidenciar los efectos. El Capitán intentó poner sus pensamientos en orden. El velero había sido puesto ya fuera de la vista. A los dos errabundos seres humanos habían conseguido sacarlos de las proximidades de aquel el más terrible de los peligros, el kugelblitz, y su nave, en conducción automática, había sido puesta a buen recaudo. Hasta ese punto, lo sabía con certeza, había hecho tanto como se hubiera podido esperar de él. Y no había sido sin pagar por ello, pensó, acordándose con pena de Dosveces; le resultaba incluso difícil de creer que, de haber seguido las cosas el curso normal, hubiera podido llegar a disfrutar de su amor anual.

Pero con sólo aquello no bastaba.

Era completamente posible, reflexionó, que, llegados a aquel punto, ya nada de nada resultara bastante; podía muy bien ser demasiado tarde para que él o la entera raza Heechee pudieran ya hacer algo. Pero eso, él no podía aceptarlo. Mientras quedara alguna esperanza, tenía que actuar.

—Pasadme las cartas de navegación de su nave —ordenó, y se volvió una vez más a los descarnados y toscos corpachones balbuceantes que había capturado. Hablándoles como si fueran dos niños, les dijo—: Mirad esta carta.

Era una de las preocupaciones menos importantes en la situación en que el Capitán se encontraba, el que el individuo más delgado, y por tanto menos físicamente repulsivo, fuera también el más desagradable.

—Estate quieto, tú —ordenó mostrándole a Wan un fino puño; sus delirios habían casi llegado a desatarse más que los de la hembra—. ¡Tú! ¿Sabes lo que es esto?

Por lo menos, la hembra tenía el buen juicio de hablar despacio. Sólo fueron necesarias unas pocas repeticiones antes de que él entendiera la respuesta de Klara:

—Es el agujero negro que íbamos a visitar.

El Capitán se estremeció.

—Sí, exactamente —dijo, tratando de articular las consonantes poco familiares.

Ráfaga les iba traduciendo a los demás, y podía ver cómo se les crispaban los tendones a causa de la impresión. El Capitán escogió cuidadosamente sus palabras, deteniéndose para comprobarlas con las mentes de sus ancestros, para estar seguro de que eran las adecuadas.

—Escuchad con atención —les dijo—. Esto es muy peligroso. Hace mucho, mucho tiempo, descubrimos que una raza de Asesinos había destruido todas las civilizaciones tecnológicamente avanzadas del universo… al menos, las de nuestra Galaxia y las de las Galaxias más próximas…

Bueno, la cosa no fue tan deprisa. El Capitán tuvo que repetir y repetir, en ocasiones, hasta una docena de veces una misma palabra, antes de que las balbucientes criaturas dieran señales de haber cogido la idea de lo que quería darles a entender. Mucho antes de que acabara, la garganta le ardía, y el resto de su tripulación, a pesar de saber tan bien como él la gravedad de los peligros en cuestión, dormitaba abiertamente. Pero él no se detuvo. La carta de navegación de la pantalla, con sus vórtices de energía arracimados y su quíntuple señal de peligro, no le permitió la menor dilación.

Puesto que Robin estaba, de manera más que comprensible, preocupado por otras cuestiones, no fue posible entonces hablar del asunto del kugelblitz tan detalladamente como habría sido mi deseo. Las estadísticas eran interesantes. Calculé que su temperatura rondaba los tres millones de grados Kelvin, pero eso no me preocupaba. Lo que me intranquilizaba era la densidad de la energía condensada. La densidad de energía de la radiación de un cuerpo negro es igual al cubo de su temperatura —ésa es la vieja ley de Stefan Bolzmann— pero el número de fotones aumenta linealmente junto con la temperatura, de manera que hay un aumento de a la cuarta potencia en el interior del kugelblitz.

A una temperatura de un grado Kelvin, hay 4,72 electrones-voltios por litro. A una temperatura de tres millones de grados Kelvin, elevado a la cuarta, son, digamos unos 382.320.000.000.000.000.000.000.000 electrones-voltios por litro. ¿Qué se desprende de ello? Que toda esa energía significa inteligencias organizadas. Asesinos. Todo un universo de Asesinos, concentrados en un único kugelblitz, esperando a que madurasen sus planes y a que el universo se les ajustara a medida.

Los Asesinos habían llevado a cabo su matanza varios milenios antes de que los Heechees aparecieran en escena. En un principio, los Heechees creyeron que se trataba de monstruos primordiales, algo así como el equivalente Heechee de un Tiranosaurio.

Fue entonces cuando descubrieron el kugelblitz.

Al llegar a ese punto, el Capitán vaciló, y miró en derredor a su tripulación. Lo que seguía era duro decirlo, puesto que conducía a una inevitable conclusión. Con los tendones tensos, arremetió hasta el final.

—Eran los Asesinos —dijo—. Se habían retirado a un agujero negro… a un agujero negro de una clase especial, que se compone de energía y no de materia, puesto que ellos mismos estaban constituidos de energía, de pura energía, sin materia. En el interior de su agujero negro ellos existen únicamente como en forma de una ola estancada en un mar de energía.

Lo había repetido ya varias veces, de varias maneras, y constató que algunas preguntas empezaban a tomar cuerpo; pero la lógica deducción que él temía no estaba entre ellas. La pregunta se la hizo la hembra, y fue tan sólo:

—¿Cómo puede sobrevivir un ser compuesto únicamente de materia?

Bien, ésa era un pregunta fácil de responder. La respuesta era «No lo sé». Había teorías, eso lo sabía el Capitán; teorías que decían que los Asesinos habían sido en tiempos remotos criaturas de cuerpos físicos de los que habían conseguido liberarse. Pero el que las teorías se ajustasen o no a los hechos, era algo que ni la más antigua de las mentes de los antepasados podía decir.

Pero era la dificultad que tienen para sobrevivir los seres que son pura energía. Continuó explicando el Capitán, lo que conducía, precisamente, al último y más terrible punto en relación a los Asesinos. El universo no les resultaba hospitalario. Así pues, habían decidido cambiar el universo. Hicieron algo para crear una gran cantidad de masa adicional en él. Originaron la inversión del proceso de expansión del universo. Se ocultaron en su kugelblitz… y esperaron.

—He oído hablar de esa masa extra a menudo —dijo el macho cautivo con impaciencia—. Los Difuntos me hablaban a menudo de ella cuando era niño, pero claro, como estaban locos…

La hembra le detuvo.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué querrían hacer una cosa así?

El Capitán se tomó una pausa, estaba agotado por el esfuerzo que le suponía el tratar de comunicarse con aquellos peligrosos primitivos. Una vez más, la respuesta mejor fue «No lo sé», pero existían hipótesis.

—Las mentes de nuestros antepasados creen —dijo lentamente— que las leyes físicas del universo quedaron determinadas por las fluctuaciones casuales en la distribución de materia y energía en el primer instante posterior al Big Bang. Es posible que los Asesinos intenten intervenir en ese proceso. Una vez que hayas colapsado el universo y éste haya empezado a contraerse, podrían empezar a cambiar esas leyes básicas —la relación entre las masas del electrón, el número que relaciona la fuerza gravitacional con la electromagnética— y de esta manera conseguir un universo en el que podrían vivir más cómodamente… pero en el que no podríamos vivir ni vosotros ni yo…

Al macho cada vez le iba resultando menos y menos fácil contenerse, y finalmente estalló en unos sonidos hirientes que sólo poco a poco se fueron convirtiendo en palabras inteligibles.

—¡Jo, jo! —exclamó Wan, secándose una lágrima—. ¡Menudos cobardes estáis hechos! ¡Les tenéis miedo a unas criaturas que se esconden en un agujero negro para hacer no sé qué que no ocurrirá hasta dentro de millones de años! ¿Y a nosotros qué nos importa?

Pero la hembra había captado el sentido de las palabras del Capitán.

—Cállate, Wan —dijo tensando los músculos del rostro casi en una expresión Heechee—. Lo que tratas de decirnos es que esos Asesinos no piensan dejar ningún cabo suelto. Ya salieron una vez para acabar con todo aquel que diera muestras de ser lo suficientemente civilizado como para interferir en sus propósitos. ¡Y podrían hacerlo otra vez!

—¡Precisamente! —exclamó el Capitán encantado—. ¡Lo acabas de decir tal cual es! Y el peligro radica en que vosotros los bárbaros… vosotros los humanos, quiero decir —se corrigió a sí mismo—, estáis haciendo todo lo posible para que vuelvan. ¡Usando la radio, metiéndose en agujeros negros, volando arriba y abajo por el universo, hasta llegar a los mismísimos kugelblitses! ¡Seguro que dejaron sistemas de vigilancia para que les advirtieran en caso de que surgiesen nuevas civilizaciones tecnológicas… si no les habéis despertado ya, deben estar a punto de hacerlo!

Y cuando, por fin, los prisioneros lo hubieron entendido; Wan, temblando de miedo, y Klara, pálida y agitada; después de que les fueron dados paquetes de comida y de que se les obligara a descansar; cuando la tripulación estuvo apiñada en torno suyo para saber por cuál motivo los tendones de su rostro temblaban como serpientes, lo único que el Capitán consiguió decir, fue:

—Es increíble.

Conseguir que aquellos torpes cautivos le comprendiesen había sido difícil; entenderlos él a ellos, imposible. Añadió:

—Dicen que no pueden hacer que los suyos se detengan.

—¡Pero tienen que hacerlo! —exclamó Narizblanca espantado—. ¿Es que no son inteligentes?

—Sí que lo son —admitió el Capitán—, pues de lo contrario no utilizarían nuestras naves con tanta facilidad. Pero su sometimiento a las leyes no es total.

—¡Tiene que serlo! —exclamó Ráfaga sin poder darle crédito—. ¡Ninguna sociedad puede vivir sin someterse a las leyes!

—Su ley es la compulsión —dijo el Capitán con tristeza—. Si uno de ellos se encuentra allí donde los agentes del orden no pueden dar con él, puede actuar como guste.

—¡Entonces, obliguémosles a acatarla! ¡Acorralemos todas sus naves y hagamos que cese!

—Qué atolondrado eres, Narizblanca —dijo el Capitán negando con la cabeza—. Medita lo que has dicho. Perseguirles. Combatirles. Luchar contra ellos en el espacio. ¿Se te ocurre algún estrépito mayor? ¿Acaso crees que los Asesinos no iban a notarlo?

—¿Y entonces, qué?

—Entonces —dijo el Capitán—, tendremos que darnos a conocer.

Levantó una mano para indicar que daba por terminada la discusión y se puso a dar órdenes.

Fueron órdenes que su tripulación jamás había pensado que recibiría, pero todos eran conscientes de que el Capitán llevaba razón. Los mensajes partieron. En una docena de lugares de la Galaxia, naves que aguardaban en silencio desde hacía mucho recibieron sus esperadas órdenes por control remoto y volvieron a la vida. Un largo despacho fue enviado a los monitores que estaban cerca del corazón del agujero negro en que habitaban los Heechees; en aquellos momentos la primera advertencia debía de haber atravesado la barrera Schwarzschild y los primeros refuerzos debían estar saliendo. Era una labor hercúlea para la reducida tripulación, y la ausencia de Dosveces fue sentida más profundamente que nunca. Pero por fin quedó concluida, y la nave del Capitán retornó a su curso normal para el encuentro.

Mientras se acurrucaba para dormir, el Capitán se encontró a sí mismo sonriendo. No era una sonrisa de contento. Era el rictus de una paradoja, demasiado dolorosa como para soportarla de otra manera. A lo largo de la conversación mantenida con ambos cautivos, había estado temiendo que llegaran a una incómoda conclusión: una vez que supieran que los Asesinos se escondían en el interior de un agujero negro, fácilmente podrían sospechar que los Heechees habían hecho otro tanto, por lo que el mayor secreto de la entera raza Heechee quedaría al descubierto.

¡En realidad, mucho más que al descubierto! Y todo ello lo había hecho él por cuenta propia, sin una instancia superior que lo aprobara o lo prohibiera; había despertado a las flotas dormidas y había mandado venir refuerzos desde el otro lado del horizonte eventual. El secreto había dejado de ser un secreto. Después de medio millón de años, los Heechees volvían a aparecer en escena.