22

¿HAY VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE?

Y las estrellas seguían pasando. Parecía que no les importara lo que le estaba sucediendo a un mamífero bípedo inteligente —bueno, semiinteligente— simplemente porque se trataba de mí. Siempre he subscrito la visión egocéntrica del mundo. Yo estoy en el centro y todo lo demás se dispone a mi lado o al lado de otra persona; «normal» es lo que yo soy; «importante» es lo que está próximo a mí; «relevante» es lo que yo percibo como importante. Ése era el punto de vista que yo subscribía, pero que no compartía el resto del universo. Todo seguía igual como si yo no tuviera ninguna importancia.

La verdad es que, entonces, yo no tenía la menor importancia ni siquiera para mí mismo, porque estaba fuera del curso del universo. A muchos años luz a nuestras espaldas, en la Tierra, el general Manzbergen estaba dando caza a otro grupo de terroristas que habían secuestrado una nave espacial, y los comisarios detenían a la persona que había atentado contra mi vida en Rotterdam; no tenía ni la más remota idea, y de haberla tenido no me habría importado en absoluto. Mucho más cerca, y aun así tan lejos como Antares lo está de la Tierra, Gelle-Klara Moynlin estaba tratando de entender lo que le decían los Heechees; tampoco de eso tenía yo noticia. Mucho más cerca, mi mujer, Essie, estaba tratando de hacer algo que no había hecho nunca antes —aunque ella había inventado el proceso— con la ayuda de Albert, que tenía todo el proceso almacenado en sus bancos de datos pero que carecía de manos para efectuarlo. En cuanto a esto, de haber sabido lo que se traían entre manos, me habría preocupado bastante.

Pero, claro está, no podía saberlo, dado que estaba muerto.

Aunque no permanecí en tal estado demasiado tiempo.

De pequeño, mi madre solía leerme historias. Había una sobre un hombre cuyos sentidos habían quedado algo dañados después de una operación de cerebro. No recuerdo quién era el autor; Verne, tal vez, o Wells, o cualquiera de los grandes maestros de la Edad de Oro, no sé. Lo que recuerdo es la trama. El individuo sale de la operación viendo sonidos, oyendo el tacto, y al final de la historia acaba preguntándose «¿Qué huele a púrpura?».

Ésa era la historia que mi mamá me contaba de pequeño. Ahora, yo era ya un adulto. Y ya no era una historia.

Era una pesadilla.

Estaba siendo bombardeado por impresiones sensoriales y no sentía lo que eran. Actualmente, no soy capaz de describir lo que sentía mejor de lo que pueda describir… esmerglich. ¿Saben lo que es un esmerglich? No. Y yo tampoco, porque acabo de inventarme la palabra. No es más que una palabra. No tiene ningún significado hasta que se le dé uno, como tampoco lo tenían los millones de unidades de impresión que todos aquellos colores, sonidos, presiones, escalofríos, tirones, pellizcos, picores, retorcimientos, quemazones y ahogos ejercían sobre el pobre de mí. No podía reconocer su significado. Ni lo que eran. Ni aquello de lo que advertían. Ni tan siquiera sabía con qué compararlos. Tal vez nacer sea algo parecido. Lo dudo. Si así fuera, no creo que ninguno de nosotros sobreviviera.

Sin embargo, sobreviví.

Sobreviví por una única razón. No me era posible no sobrevivir. Esa es la última regla del libro: No puedes pegarle a una mujer embarazada, ni tampoco matar a alguien que ya está muerto. «Sobreviví» porque toda partícula de mi persona que podía morir, estaba muerta.

¿Son capaces de imaginárselo?

Inténtenlo. Agredido. Descuartizado. Y por encima de todo, consciente de que estaba muerto.

Entre las historias que mi madre solía leerme estaba el «Infierno» de Dante, y a veces me pregunto si Dante pudo prever cómo sería para mí. Si no, ¿de dónde sacó su descripción del Infierno?

Lo que pudo durar todo esto, no lo sé, pero me pareció eterno.

De pronto, todo disminuyó. Las luces penetrantes se alejaron y empalidecieron. Los inquietantes sonidos se aquietaron. Los pellizcos, los apretones y las turbulencias disminuyeron.

Durante un rato no hubo nada, como en las Carlsbad Caverns, en ese aterrador instante en el que apagan las luces para que veas lo que es la oscuridad. No había luz. No había nada más que un murmullo distante y confuso que muy bien podía haber sido la circulación sanguínea al pasar a través del yunque y el martillo de mi oído interno.

De haber tenido oído interno.

Y poco a poco, de entre el murmullo se fue aclarando una voz, y palabras, y, a mucha distancia, la voz de Albert Einstein:

Intenté recordar cómo se hablaba.

—¿Robin? Robin, mi querido amigo, ¿me oyes?

—¡Sí! —grité, no sé muy bien cómo—. ¡Estoy aquí! —Como si hubiera sabido dónde era aquí.

Hubo una larga pausa. A continuación, de nuevo la voz de Albert, todavía débil pero acercándose.

—Robin —dijo, espaciando las palabras como si le hablara a un niño pequeño—; escucha, Robin, estás a salvo.

—¿A salvo?

—Estás a salvo —repitió.

No le contesté. No sabía qué decir.

—Te voy a enseñar, Robin —me dijo—, poco a poco. Ten paciencia, Robin. Dentro de poco serás capaz de ver y de oír y de comprender.

¿Que tuviera paciencia? ¿Y qué otro remedio tenía? No tenía más opción que la de soportar pacientemente mientras me enseñaba. Yo confiaba en el bueno de Albert, incluso entonces. Acepté su palabra de que podía enseñar a ver a los ciegos y a oír a los sordos.

¿Pero podía enseñar a vivir a los muertos?

No me apetece especialmente revivir la pequeña eternidad que vino a continuación. Según el tiempo de Albert y el de los relojes de celsio que concertaban los territorios humanos de la Galaxia, no duró más de ochenta y cuatro horas y un poquito más. Eso, según su tiempo. No según el mío: fue interminable.

Aunque lo recuerdo muy bien, algunas cosas sólo las recuerdo vagamente. No por incapacidad. Sino porque no quiero, y por el factor velocidad, también. Voy a aclarar esto último. El rapidísimo intercambio de bits en el interior de un banco de datos es mucho más veloz que el mundo orgánico que acababa de dejar atrás. El pasado queda desdibujado al incrementarse los estratos de nueva información. Y, ¿saben una cosa?, tanto mejor de esta manera, porque cuanto más alejado está aquel período de transición de mi presente, tanto mejor.

A pesar de mi reticencia a rememorar algunas de las partes más tempranas de aquella información, la primera que voy a traer a colación es de las importantes. ¿Que cuánto de importante? No lo sé. Mucho.

Albert dice que tiendo a antropomorfizar. Probablemente sea cierto. ¿Qué hay de malo en ello? Pasé la mayor parte de mi vida con la forma de un hombre, y los hábitos contraídos en la infancia son difíciles de erradicar. Así que una vez que Albert me hubo estabilizado y yo me encontré —creo que ésta es la única palabra— ampliado, era en forma de un individuo antropomórfico como yo me veía a mí mismo. Teniendo presente, por supuesto, que ese ser era más grande que las Galaxias, más viejo que las estrellas y tan sabio como ha aprendido a serlo la humanidad entera a lo largo de toda su historia. Contemplaba el Grupo Local —nuestra Galaxia y sus vecinos más próximos— como si se tratara de un salpicón en un mar cuajado de masa y energía. Podía verlo todo. Pero lo que miraba más atentamente era nuestro hogar, la Galaxia madre y M-31 a su lado, con las Nubes de Magallanes meciéndose muy cerquita y el resto de pequeñas nubes, glóbulos, tufos y retufos de gas veteado y luz de estrellas. Y —ésta es la parte antropomórfica del asunto— alcancé a tocarlas y a sostenerlas en mis manos y a pasar los dedos a su alrededor, como si fuera Dios.

La verdad es que no era Dios, ni siquiera lo suficientemente divinomórfico como para poder tocar de verdad ninguna Galaxia. No podía tocar ninguna cosa en absoluto, dado que carecía de con qué tocarlas. No era sino una ilusión óptica, como Albert y su pipa. Allí no hay nada. Ni Albert ni pipa.

Ni yo. No del todo. No era capaz de operar a la manera de un Dios, puesto que carecía de existencia tangible. No podía crear ni cielos ni tierra, ni destruirlos. No podía afectarles en lo más mínimo de una manera física.

Pero podía contemplar espléndidamente. Desde dentro, desde fuera. Podía estar en el corazón de mi Galaxia madre y ver, más allá de Masei 1 y 2, los millones y billones de otros grupos y Galaxias alargarse en una inmensidad espejeante hasta los límites visibles del universo, allí donde flotan racimos de estrellas a tal velocidad que la luz no puede volver a ellos para mostrarlos a la vista… y más allá incluso, si bien lo que podía yo ver más allá del límite óptico no era muy distinto… ni era más, me decía Albert, que una mera hipótesis almacenada en los molinetes de datos Heechees entre los que me estaba moviendo.

Porque, por supuesto, eso era todo. No se trataba de que el viejo Robin se hubiese vuelto de pronto inmenso. No era más que los escasos restos de Robinette Broadhead quien, en ese punto, no era más que un amasijo de bits de memoria encadenados nadando en el océano de datos de los rollos y molinetes de información de la Único Amor.

Una voz desgarró mi inmenso y eterno ensueño; era la voz de Albert:

—Robin, ¿estás bien?

No quise engañarle.

—No. Ni bien ni nada que se le parezca.

—Verás como todo se arregla, Robin.

—Eso espero —le contesté—… ¿Albert?

—¿Sí?

—No te culpo por haber perdido el juicio —dije—, si es que era con esto con lo que tenías que vértelas.

Hubo un silencio momentáneo, y a continuación, una risa sofocada.

—Robin —me dijo—, aún no has visto qué es lo que me ha vuelto loco.

No me es posible decir cuánto duró todo aquello. Ni tampoco qué significa el concepto «tiempo», ya que a nivel electrónico, que es donde me encontraba, los parámetros temporales no se ajustan demasiado bien a nada «real». Se malgasta mucho tiempo. Las inteligencias electrónicamente almacenadas no operan tan eficientemente como la maquinaria con la que todos nacemos: un algoritmo no es un buen sustituto de la sinapsis. Por otra parte, todo se mueve mucho más rápidamente en el mundo de las subpartículas, donde los femtosegundos son unidades que pueden sentirse. Si se hace la media entre las demoras y el tiempo que se gana, resulta que yo me encontraba en algún punto en el que el tiempo era entre diez y diez mil veces más rápido del que yo estaba acostumbrado.

Por descontado que hay patrones objetivos para medir el tiempo real, y cuando digo real quiero decir el tiempo a bordo de la Único Amor. Essie marcaba los minutos muy cuidadosamente. Preparar un cadáver para el delicado semialmacenaje que efectúan en su sociedad Vida Nueva, lleva bastante tiempo. Preparar ese fiambre en particular que era yo para el almacenaje, incluso un poco más sofisticado, que era capaz de realizar en sus cintas —un almacenaje igual al de Albert—, llevó aún más tiempo. Cuando su parte del trabajo terminó, se sentó con una copa en la mano a esperar. Copa que no se bebió, ni contestó a los esfuerzos de Audee y Janie por iniciar una conversación, aunque a veces tampoco ellos oyeron lo que ella les decía. No era aquél un grupo alegre, el que esperaba a bordo de la Único Amor para ver si era posible acceder a alguna parte de lo que quedaba de Robinette Broadhead, y la espera duró más de tres días y medio.

Para mí, encerrado en aquel mundo de aturdimiento y encanto y color y órbitas prohibidas al que se me había llevado a habitar, la cosa duró… bien, digamos que eternamente. Al menos, así lo sentí yo.

—Lo que tienes que hacer —me ordenó Albert—, es aprender a usar tus inputs y tus outputs.

—¡Vaya, fantástico! —grité con agradecimiento—. ¿Y nada más? ¡Joder, pero si está chupado!

Un suspiro.

—Me alegro de que conserves tu sentido del humor —me dijo, lo que significaba: «Porque te va a hacer más falta de la que te imaginas»—. Ahora te va a tocar trabajar, me temo. No me resulta fácil seguir encapsulándote de esta manera…

—¿Encapsuqué?

—Protegerte, Robin —dijo con impaciencia—. Estoy limitando tus accesos para que no padezcas demasiada confusión ni desorientación.

—Albert, ¿has perdido el juicio? —le dije—. ¡Pero si ya he visto el universo entero!

—No has visto nada más que lo que yo te he permitido que vieras, Robin. Pero con esto no basta. No puedo seguir controlando tus accesos para siempre. Tienes que aprender a hacerlo por ti mismo. Así que voy a bajar la guardia, en cuanto estés preparado.

Me preparé.

—Estoy listo.

Pero no me había preparado lo suficiente.

No podrían imaginar lo doloroso que es. Las voces gorjeantes, agudas, quejosas, suplicantes de todos los inputs me asaltaron… bueno, asaltaron esos lugares carentes de geometría espacial que yo seguía empeñado en considerar como mis oídos. Fue una tortura. ¿Fue tan horrible como mi primera exposición inerme a todas aquellas sensaciones nuevas? No. Fue todavía peor. En la primera y terrible explosión de sensaciones algo había jugado a mi favor. Todavía no había aprendido a identificar los ruidos con el sentido, el dolor como dolor. Ahora sí sabía hacerlo. Distinguía el dolor como dolor cuando lo sentía.

—¡Por favor, Albert! —aullé—. ¿Qué es eso?

—No es más que los molinetes y las cintas de información a los que tienes acceso, Robin —dijo con ánimo tranquilizador—. Sólo los que están a bordo de la Único Amor, más telemetría y más algunos sensores de la nave y de los propios pasajeros.

—Páralo.

—No puedo. —El tono de su voz era auténticamente compasivo, si bien no había ninguna voz allí, realmente—. Tienes que hacerlo, Robin. Escoge uno cualquiera y bloquea todos los demás.

—¿Qué? —exclamé, más confundido que nunca.

—Que elijas uno, Robin —dijo paciente—. Algunos de ésos son nuestros propios bancos de datos, otros son molinetes con información Heechee. Y también hay alguna que otra cosa. Tienes que aprender a interceptarlos, Robin.

—¿Interceptarlos?

—A consultarlos, Robin, como si fueran libros de consulta de una biblioteca. Como si se tratara de libros sobre un estante.

—¡Pero los libros no le gritan a uno! ¡Y esas cosas me están gritando!

—Claro. Es su manera de reclamar tu atención… de la misma manera que los libros que hay sobre un estante son perceptibles a tus ojos. Pero basta que mires al que quieres consultar. Hay uno en particular que creo que te lo va a hacer más fácil. Mira si puedes dar con él.

—¿Que intente dar con él? ¿Y cómo lo busco?

Se oyó algo así como un suspiro.

—Bueno, hay una estratagema que puedes probar, Robin. No puedo decirte ni arriba ni abajo ni a ese lado, porque me imagino que no cuentas todavía con puntos de referencia…

—¡Condenadamente cierto!

—Ya. Pero existe un viejo truco que usan los domadores de fieras para conseguir que los animales ejecuten maniobras complicadas que no entienden. Incluso hubo un mago que solía hacer bajar un perro hasta los espectadores, elegir una persona cualquiera a la que extraía un objeto cualquiera y…

—¡Albert —le rogué—, no es éste el momento de que me cuentes anécdotas largas y fuera de lugar!

—No, no se trata de una anécdota. Es un experimento psicológico. Con perros funciona bien… Que yo sepa no ha sido jamás probado en seres humanos adultos, pero vamos a ver. Esto es lo que vas a hacer. Empieza a moverte en cualquier dirección. Si es una buena dirección, ya te diré yo que sigas. Cuando deje de decírtelo, dejas de hacer lo que estés haciendo. Busca. Prueba cosas diferentes. Cuando lo que estés haciendo, o la dirección que hayas tomado, sea lo correcto, te lo haré saber. ¿Puedes hacer lo que te digo?

—¿Y me darás una galleta cuando lo haga bien, Albert? —le pregunté.

Una risa sofocada.

—Una galleta no, pero su equivalente electrónico puede que sí, Robin. Ahora, ponte a buscar.

¡Que empezara a buscar! ¿Pero cómo? Claro que no tenía sentido hacerse semejante pregunta, ya que si Albert hubiera sido capaz de darme un «Cómo», no habría tenido necesidad de intentar conmigo un truco de amaestrador de perros. Así que empecé… a buscar cosas.

No sé decir con exactitud qué es lo que estuve haciendo. En todo caso, lo que puedo hacer es facilitar una analogía. Cuando iba a la escuela, en la clase de ciencias nos enseñaron un scanner de electroencefalogramas, y nos enseñaron como todos nuestros cerebros emiten ondas Alfa. Según decían, era posible conseguir que las ondas se hicieran mayores y más veloces —aumentar su frecuencia y su amplitud— pero no había manera de decir cómo. Lo hicimos por turnos, éramos todos críos, y todos logramos acelerar el sinuoso trazo de la pantalla, pero no hubo dos que para lograrlo hubieran hecho la misma cosa. Uno dijo que había contenido la respiración; otro, que había tensado los músculos; otro dijo que había pensado en comida, y otro que había hecho como si gritara pero sin abrir la boca. Ninguno había hecho nada de todo aquello. Y sin embargo, había funcionado; lo que yo estaba haciendo tampoco era real, porque no tenía nada real con que hacerlo.

Pero me moví. No sé cómo, pero me moví. Y todo el rato la voz de Albert iba diciendo:

—No, no, no, no, no, así no, no, no…

Y de pronto:

—¡Sí! ¡Sí, Robin, sigue así!

—¡Estoy siguiendo!

—No hables, Robin. Limítate a seguir. Sigue. Siguesiguesiguesigue… ¡No! ¡Párate!

—No.

—No.

—No.

—No. ¡Sí! ¡Siguesiguesiguesigue! ¡No!… ¡Sí! Sigue. ¡Párate! Es ahí, Robin. Ese es el volumen que debes abrir.

—¿Aquí? ¿Eso de ahí? Pero esa voz parece…

Me detuve. No pude continuar. Bien, yo ya había aceptado el hecho de que estaba muerto, que no era nada más que electrones en una cinta de datos, capaz de comunicarme únicamente con el almacenaje mecánico de datos o con personalidades no vivas como Albert.

—¡Abre el volumen! —me ordenó—. ¡Deja que te hable!

Pero ella no necesitaba su permiso.

—Hola, Robin, cariño —dijo la voz no viviente de mi querida esposa Essie, extraña, forzada, pero no cabía la menor duda de que era su voz—. ¿Te gusta el sitio en el que estás ahora?

Estoy convencido de que nada, ni siquiera la aceptación de mi propia muerte, me ha producido un shock semejante al de encontrar a Essie entre los difuntos.

—¡Essie! —exclamé—. ¿Qué te ha pasado?

E, inmediatamente, la voz de Albert, solícita, a mi lado:

—Se encuentra perfectamente, Robin, no está muerta.

—Pero… ¡Tiene que estarlo! ¡Está aquí!

—No, mi querido muchacho, en realidad no está aquí —me explicó Albert—. Su libro está aquí porque ella misma se registró parcialmente como parte de los experimentos del proyecto Vida Nueva. Y en parte, también, de los experimentos que han conducido a mi estado actual.

—¡Bastardo, me habías dejado creer que había muerto!

—Robin —me dijo con gentileza—, tienes que acabar de una vez con esa obsesión humana por la biología. ¿Crees que realmente importa el que su metabolismo siga operando a nivel orgánico, además de la versión que hay de ella registrada aquí dentro?

Aquella extraña voz de Essie terció en aquel momento:

—Ten paciencia, Robin, mi amor. Ten calma. Todo se va a arreglar.

—Lo dudo muy seriamente —dije con amargura.

—Confía en mí, Robin —me susurró—. Escucha a Albert. Él te dirá lo que tienes que hacer.

—Lo más duro ha pasado ya —me tranquilizó Albert—. Espero que me perdones todos los traumas por los que te he hecho pasar, pero eran necesarios… eso creo.

—Así que eso crees, ¿eh?

—Sí, Robin, sólo lo creo, porque esto no se había hecho antes y estamos dando muchos palos de ciego. Sé que ha sido una impresión para ti encontrarte con el análogo de la señora Broadhead registrado aquí dentro, pero eso va a prepararte para cuando te encuentres con ella en carne y hueso.

Si hubiera tenido un cuerpo con que hacerlo, me hubiera sentido tentado de darle un puñetazo… De haber tenido Albert algo donde ser golpeado.

—¡Estás aún más loco que yo! —le grité.

Una risa ahogada.

—Más loco, no, Robin. Tan sólo igual de loco. Vas a poder verla y hablar con ella, de la misma manera que tú lo hacías conmigo mientras estuviste… vivo. Te lo prometo, Robin, va a funcionar… eso creo.

—¡Pues yo no!

Una pausa.

—No es fácil —concedió—, pero míralo así: yo puedo. ¿O es que no crees que vas a poder hacerlo mejor que un simple programa computerizado como yo?

—¡No intentes provocarme, Albert! Comprendo lo que me dices. Crees que voy a poder manifestarme yo mismo como un holograma y comunicarme con personas vivas en el tiempo real. ¡Pero es que no sé cómo!

—No, todavía no, Robin, ya que esas capacidades aún no están incluidas en tu programa. Pero puedo enseñarte cómo hacerlo. Te manifestarás, quizá no con la agilidad y la gracia con que yo lo hago —se jactó—, pero al menos se te reconocerá. ¿Listo para aprender?

Y la voz de Essie, o mejor dicho, esa copia degradada de la voz de Essie, susurró:

—Hazlo, por favor, Robin, porque te estoy esperando impaciente.

¡Qué agotador es nacer! Agotador para el recién nacido, y más agotador todavía para el estudiante en prácticas que no experimenta el parto pero que tiene que soportar todos los lamentos.

Lamentos que eran interminables y que espoleaban las constantes recomendaciones de mis dos comadronas.

—Puedes hacerlo —prometía la copia de Essie a uno de mis lados (admitamos de momento que yo tuviera «lados»).

—Es más fácil de lo que parece —confirmaba, al otro lado, la voz de Albert.

No había en todo el universo dos personas cuyas palabras creyera yo más a pie juntillas. Pero había echado mano de toda mi capacidad de confiar; no me quedaba ya más, y estaba muerto de miedo. ¿Que era fácil? Más bien era absurdo.

Porque me encontré viendo el camarote tal y como lo había estado viendo Albert todo el rato. Carecía de la perspectiva de dos ojos con los que enfocar mi visión y de dos oídos localizados en dos lugares concretos del espacio. Lo veía y lo oía todo a un tiempo. Hace mucho, el pintor aquel, Picasso, pintó cuadros así, con los elementos dispuestos en un orden aleatorio. Estaban todos, pero esparcidos y combinados de tal modo que no había una forma principal que se distinguiera, sino una especie de mosaico de piezas medio escondidas. Había recorrido junto a Essie la Tate y el Metropolitan para ver esas pinturas, y llegué a encontrar placer al verlas; algunas me parecieron hasta interesantes. Pero ver el mundo real descoyuntado de semejante manera, como piezas en una cadena de ensamblaje… eso no era interesante en absoluto.

—Déjame que te ayude —me susurró el análogo de Essie—. ¿Me ves allí, Robin? ¿Dormida en la cama? He estado sin dormir muchos días, Robin, transfiriendo tu antiguo receptáculo corporal en tu nuevo molinete, y claro, ahora estoy agotada; mira, acabo de rascarme la nariz con la mano. ¿Ves la mano? ¿Ves la nariz? ¿Me reconoces? —A continuación, una carcajada sofocada—. Claro que me reconoces, Robin, porque ésa de ahí soy yo.