ABANDONADOS POR ALBERT
Nada funcionaba. Lo probamos todo. Essie sacó el rollo que contenía a Albert de su receptáculo, pero había bloqueado los controles de tal modo que aun sin él no podíamos cambiar nada. Essie preparó otro programa para el pilotaje y trató de insertarlo; seguía el bloqueo. Llamamos a Albert, le reñimos y le rogamos que apareciese. Todo en vano.
Durante días que parecieron semanas seguimos viajando, guiados por las invisibles manos de mi inoperante sistema de actualización de datos, Albert Einstein. Y mientras tanto, el loco de Wan y la dama de mis sueños estaban en la nave de los Heechees y a nuestras espaldas el mundo rebullía y bramaba en medio de una violencia demasiado grande ya para ser aliviada. Pero no era todo esto lo que ocupaba nuestras mentes. Nuestras preocupaciones eran más inmediatas. Comida, agua, aire. Habíamos aprovisionado a la Único Amor para un largo viaje, mucho más largo que aquél.
Pero no para cinco personas.
No estábamos cruzados de brazos. Hacíamos todo lo que se nos ocurría que podía intentarse. Walthers y Yee-xing arreglaron por su cuenta varios programas de pilotaje, los probaron, y no consiguieron atravesar el bloqueo de Albert. Essie hacía más que cualquiera de nosotros, ya que Albert era su creación y no quería aceptar la derrota. Comprobó y volvió a comprobar; redactó pruebas para los programas y vio como le eran devueltos en blanco; casi no dormía. Rehizo todo el programa de Albert y lo introdujo en un rollo sobrante, con la esperanza de que el fallo fuera mecánico. Pero si así era, ese mismo fallo se había producido de nuevo. Dolly Walthers, sin una sola queja, nos daba de comer, procuraba no estorbar en los momentos que creíamos haber dado con algo (a pesar de que no dábamos con nada) y escuchaba nuestras ideas en los momentos en que nos sentíamos confundidos (cosa que sucedía a menudo). Y a mí me tocó el trabajo más pesado de todos. Albert era mi programa, me explicó Essie, de manera que, de querer escuchar a alguien, sería a mí. Así, pues, me senté y hable con él. Le hable a las paredes, en realidad, porque no tuve el menor indicio de que me escuchara mientras razonaba con él, hablaba con él, le llamaba, le gritaba y le pedía disculpas.
Él no contestó, no dijo ni media sílaba.
Al hacer una pausa para comer, Essie se puso detrás de mí, de pie, y me masajeó los hombros. Le agradecí el detalle, si bien lo que de verdad me dolía era la garganta.
—Por lo menos —dijo vacilante, dirigiéndose más al aire que a mí—, debe de saber lo que está haciendo, digo yo. Será consciente de que las provisiones son limitadas. Tiene que prever el retorno a la civilización por causa nuestra, porque Albert no puede dejarnos morir…
La frase era una afirmación. Pero su tono no era afirmativo.
—Estoy seguro de ello —le dije yo, pero no me volví para que no viera mi rostro.
—Yo también —dijo con una voz triste, mientras yo apartaba mi plato; y Dolly, por cambiar de tema, me preguntó en tono maternal:
—¿Es que no te gusta cómo cocino?
Los dedos de Essie dejaron de masajearme los hombros y se clavaron en ellos.
—¡Robbie! ¡No comes nada!
Y se me quedaron mirando todos. A mí me divirtió aquello. Allí estábamos, en mitad de ningún sitio, sin saber cómo volver a casa, y los cuatro me miraban porque no comía. Había sido Essie, cómo no, parloteando en las primeras etapas del viaje, antes de que Albert enmudeciera. Ahora se daban cuenta los demás de que quizá no me encontrase bien.
Y de hecho no lo estaba. Me fatigaba con rapidez. Me hormigueaban los brazos, como si se me hubieran quedado dormidos. No tenía apetito; apenas había probado bocado en los últimos días, y si había burlado su atención era porque picábamos apresuradamente cuando teníamos un momento.
—Ayuda a economizar las provisiones —sonreí, pero nadie me devolvió la sonrisa.
—No digas estupideces —susurró Essie, y sus dedos abandonaron mis hombros para palparme la frente, en busca de señales de fiebre. Pero no iba a encontrarlas, porque había estado tragando aspirinas últimamente. Asumí una expresión de paciencia.
—Estoy bien, Essie —le dije. No era exactamente una mentira; tal vez estuviera formulando un deseo, pero es que tampoco tenía la certeza de estar mal—. Supongo que hubiera debido hacerme un chequeo, pero con Albert fuera de servicio…
—¿Para un chequeo? ¿Albert? ¿Y quién le necesita? —Retorcí el cuello, sorprendido para mirar a Essie—. Para el chequeo se necesita solamente el programa médico auxiliar.
—¿Auxiliar?
Ella dio un taconazo en el suelo.
—Programa médico, programa legal, programa secretarial… están todos asumidos por Albert, pero se puede acceder a ellos por separado. ¡Haz el favor de llamar al programa médico!
Me la quedé mirando boquiabierto. Durante unos instantes no pude hablar, mientras mi pensamiento volaba.
—¡Haz lo que te digo! —chilló, y yo por fin di con mi voz.
—¡El programa médico, no! —grité—. ¡Hay alguien mejor para esto! —Me volví y bramé a voz en cuello:
—¡Sigfrid von Shrink! ¡Te necesito desesperadamente!
Durante el año que duró mi psicoanálisis, hubo un tiempo en que esperar a que Sigfrid apareciera era un auténtico suplicio. A veces la espera era real, ya que por aquel entonces, Sigfrid no era más que un amasijo de circuitos Heechees y software humano, y el software no era de mi querida Essie. Essie era muy buena en su campo. Los milisegundos de respuesta se convirtieron en nano-, pico-, etc, hasta que Albert fue capaz de responder con tanta rapidez como un ser humano… ¡Bueno, no, más deprisa que un ser humano!
De manera que cuando Sigfrid no apareció, sentí lo mismo que cuando uno enciende el interruptor de la luz y todo continúa a oscuras porque el cable está quemado. Uno no pierde el tiempo dándole al interruptor en un sentido y en otro. Sabes que no se encenderá.
—No pierdas el tiempo —dijo Essie por encima de mi cabeza. Si las voces pueden ser pálidas, la suya lo era.
Me volví y le sonreí sin demasiada confianza.
—Me temo que las cosas están peor de lo que creíamos —dije, y vi que su rostro estaba pálido. Puse mi mano sobre la suya. Comenté como al acaso, para no tener que seguir prestándole atención a lo delicado de nuestra situación—: Recuerdo que cuando me psicoanalizaba con Sigfrid, esperar a que apareciera era la peor parte. Solía ponerme de mal humor y…
Sí, la verdad era que estaba divagando, y hubiera podido seguir haciéndolo durante varias horas más si no hubiera visto en los ojos de Essie que era mejor abstenerse.
Me volví y oí su voz al tiempo.
—Siento que las cosas te resultaran tan difíciles, Robin —dijo Sigfrid von Shrink.
Incluso teniendo en cuenta que se trataba de una proyección holográfica, el aspecto que ofrecía era de lo más pobre. Estaba incómodamente sentado en el aire con las manos entrelazadas sobre su regazo. El programa no se había tomado la molestia de rodearse de mobiliario; ni una silla. Nada. Tan sólo Sigfrid, con un aspecto, por lo que yo recuerdo de él, de lo más intranquilo. Echó un vistazo a su alrededor, mirándonos a los cinco —que le mirábamos a él— y dejó escapar un suspiro antes de volver a dirigirse a mí:
—Bueno, Robin, ¿te importa decirme qué es lo que te preocupa?
Pude oír cómo Audee Walthers tomaba aliento para contestarle, y a Janie chasquear la lengua para detenerle, porque Essie movió la cabeza en sentido negativo. No miré a ninguno de ellos. Dije:
—Sigfrid, viejo mago de hojalata, tengo un problema que es de tu exclusiva competencia.
Él me observó por debajo de sus cejas.
—¿Sí, Robin?
—Es un caso de evasión.
—¿Grave?
—Incapacitante —le dije.
Asintió como si hubiera dicho lo que él esperaba.
—Prefiero que no utilices terminología técnica, Robin —suspiró, pero sus dedos se entrelazaban y desentrelazaban en su regazo—. Y dime, ¿es por ti por quien pides ayuda?
—No, la verdad —admití. Toda la maniobra estuvo a punto de irse al traste en aquel momento. Creo que casi se fue al traste. Guardó silencio durante unos instantes, pero no dejaba de estar inquieto; sus dedos seguían serpenteando unos alrededor de los otros, y se produjo un resplandor azulado alrededor de su silueta cuando movió su cuerpo. Le dije—: Se trata de un amigo mío, Sigfrid, tal vez mi mejor amigo, y lo está pasando francamente mal.
—Ya veo —me contestó como si así fuera, y yo quise creer que sí—. Supongo que sabes —mencionó de pasada— que no puedo ayudar a tu amigo si no está presente.
—Está presente, Sigfrid —le dije con suavidad.
—Sí, por lo menos, creo que lo estaba. —Los dedos descansaban ahora quietos, y se reclinó como si hubiera a su espalda un asiento contra el que reclinarse—. ¿Y por qué no me cuentas, Robin? Y esta vez… —me dijo, con una sonrisa que es la más reconfortante que recuerdo haber visto—, esta vez puedes utilizar términos científicos si lo deseas, Robin.
Detrás de mí oí a Essie exhalar débilmente, y entonces me di cuenta de que ambos habíamos estado conteniendo el aliento. Alargué mi mano hacia atrás en busca de la suya.
—Sigfrid —empecé con esperanza—, según tengo entendido, el término «amnesia» designa un escape de la realidad. Si una persona se encuentra en una situación de frustración recíproca; perdón, quiero decir que si una persona se encuentra en una situación en que cada uno de sus instintos más poderosos entra en conflicto con los demás, de manera que tal conflicto le resulta insostenible… le vuelve la espalda. Huye. Simula que no existe. Sé que estoy mezclando las teorías de varias escuelas de psicoanálisis, ¿pero he captado la idea?
—Sí, bastante bien, Robin. Por lo menos puedo entender lo que intentas decirme.
—Un ejemplo podría ser… —vacilé— tal vez alguien profundamente enamorado de su esposa que descubre que ésta le ha engañado con su mejor amigo. —Sentí la mano de Essie apretarse contra la mía. No porque hubiera herido sus sentimientos, sino porque me animaba a seguir.
—Estás confundiendo impulsos y emociones, Robin, aunque da lo mismo. ¿Adonde nos lleva todo esto?
No dejé que me metiera prisas.
—Otro ejemplo —proseguí—, podría ser de tipo religioso. Alguien con una fe a toda prueba que descubre que Dios no existe. ¿Me sigues, Sigfrid? Se trata de un dogma de fe para él, pero descubre que hay muchas personas inteligentes que no piensan como él… y poco a poco, encuentra más y más razones que sustentan la teoría de los demás hasta que se le hace insoportable…
Él asintió cortésmente, pero sus dedos habían empezado de nuevo a dar vueltas.
—De modo que, finalmente, acepta creer en la mecánica cuántica —dije.
Ésa fue la segunda vez que creí que todo había terminado. Creo que faltó muy poco. El holograma parpadeó de mala manera un momento, y la expresión de la cara de Sigfrid cambió. No puedo decir en qué sentido lo hizo. No era nada que pudiera detectar; era como si después de haber vacilado, la imagen se hubiese desdibujado.
Pero cuando volvió a hablar, su voz era firme.
Al hablar de impulsos y amnesias, Robin —me dijo—, estás hablando de seres humanos. Suponte que el paciente en el que estás interesado no es humano. —Vaciló y añadió a continuación—: No del todo.
Yo dejé escapar un sonido de corroboración, aunque no sabía cómo continuar a partir de aquel punto.
—O sea, supongamos que esas emociones y esos impulsos se los han, eh, programado, pongamos por caso, pero únicamente de la misma manera que un ser humano está programado para hacer ciertas cosas, como hablar un idioma, una vez que ha alcanzado la madurez. El conocimiento lo posee, pero lo ha asimilado mal. Queda el acento. —Se detuvo. Luego, añadió—: No somos humanos.
La mano de Essie apretó la mía. Una advertencia.
—Albert está programado con una personalidad humana —le dije.
—Sí, en la medida en que ello es posible. Casi lo es —admitió Sigfrid, pero su mirada era seria—. Albert sigue sin ser humano, porque ningún programa computerizado lo es. Te mencionaré simplemente el hecho de que ninguno de nosotros puede experimentar, por ejemplo, el TTP. Cuando la humanidad entera se vuelve loca por culpa de la locura de alguien, nosotros no experimentamos nada.
Estábamos pisando un terreno muy delicado en aquellos momentos. Una corteza de hielo sobre aguas pantanosas, y si pisaba con demasiada fuerza, ¿a dónde iba a caer? Essie sujetaba mi mano con fuerza; los demás apenas se atrevían a respirar. Dije:
—Sigfrid, también los seres humanos son diferentes entre sí. Pero tú solías decirme que eso no importaba gran cosa. Solías decirme que los problemas de la cabeza están en la cabeza, y que la solución a esos problemas está también en la cabeza. Lo que tú hacías era ayudar a tus pacientes a llevar esos problemas a la superficie, donde podían enfrentarse a ellos, en lugar de dejarlos escondidos, porque ahí podían causar obsesiones y neurosis y… y amnesias.
—Es cierto que te lo he dicho, Robin.
—Le dabas unos golpecitos a la vieja maquinaria para desincrustarla, ¿no es eso, eh, Sigfrid?
—Sí, supongo que sí. —Sonrió débilmente, pero sonrió a fin de cuentas.
—Muy bien. Pues ahora deja que pruebe una teoría contigo. Digamos que este amigo… —no me atreví a decir su nombre todavía—, que este amigo mío sufre un conflicto que no sabe cómo resolver. Es muy inteligente y está muy, muy bien informado. Tiene acceso a los mejores y más modernos conocimientos científicos, en particular… Bueno, de todas clases, en particular física, astrofísica y astronomía y todo eso. Dado que la mecánica cuántica está en la base de todo ello, él la acepta como válida. De hecho, no podría realizar las tareas que le han sido programadas sin aceptarla. Es una condición básica de su, eh, programación. —En este punto, casi se me escapó «personalidad».
Su sonrisa era más de dolor que de regocijo, pero seguía escuchándome.
—Pero al mismo tiempo, Sigfrid, tiene otra condicionante inserta en su programación. Ha sido programado para pensar y comportarse, bueno, de hecho para ser, si ello es posible, como una persona muy inteligente y sabia que vivió hace un montón de tiempo y que, da la casualidad, pensaba sinceramente que la mecánica cuántica era un error. No sé si esto bastaría para crearle un conflicto a un ser humano, pero puede causarle muchos problemas a un, eh, programa computerizado.
La frente de Sigfrid, en aquel punto, estaba perlada de gotitas de sudor. Asintió en silencio, y en aquel instante un recuerdo acudió a mi mente: el modo en que Sigfrid me miraba, ¿no era idéntico al mío cuando él me psicoanalizaba, hace ahora tantísimo tiempo?
—¿Es posible? —le pregunté.
—Sí, es una dicotomía muy seria —susurró.
Y ahí me quedé atascado.
El hielo se había roto y yo estaba con el agua hasta las rodillas. No me hundía todavía, pero estaba allí atascado; no sabía cómo seguir adelante.
Mi concentración se rompió. Miré a mi alrededor en busca de ayuda, con la sensación de estar muy viejo y muy cansado… y también muy mal. Había estado tan envuelto en el problema técnico de psicoanalizar a mi psicoanalista, que me había olvidado del dolor de mis vísceras y del adormecimiento de mis brazos; pero en aquel momento los sentí otra vez. La cosa no funcionaba. No sabía lo suficiente. Estaba seguro de haber dejado al descubierto el problema que había producido el conflicto de Albert… ¡Y no había conseguido ningún resultado!
No sé cuánto tiempo hubiera seguido sentado como un tonto si no llegan a echarme una mano. Dos personas a la vez.
—Sigue —me susurró Essie con urgencia al oído, y al mismo tiempo Janie Yee-xing, haciendo un esfuerzo, preguntó:
—¿Pero no tendría que haber habido un incidente desencadenante?
La cara de Sigfrid empalideció. Le había dado de lleno. Un buen golpe.
—¿Cuál ha sido ese incidente, Sigfrid? —le pregunté. No hubo respuesta—. Venga, Sigfrid, mi vieja computadora psicoanalista, escúpelo. ¿Qué fue lo que causó el conflicto de Albert?
Me miraba directamente a los ojos, y sin embargo me resultaba imposible descifrar su expresión, porque su rostro se había desdibujado. Era como cuando hay una imagen en la pantalla y por dentro los circuitos empiezan a quemarse con lo que la imagen empieza a desvanecerse.
¿A desvanecerse o a huir?
—¡Sigfrid! —grité—. ¡Por favor! ¡Dinos qué es lo que hizo huir a Albert! ¡Y si no puedes, al menos haz que vuelva para que nos lo explique él mismo!
Las interferencias aumentaron. Ya ni siquiera estaba seguro de que me estuviese mirando.
—¡Dinoslo! —le ordené, y desde la nube borrosa de la proyección holográfica me llegó una respuesta:
—El kugelblitz.
—¿El qué? ¿Qué es un kugelblitz? —Miré a mi alrededor con frustración—. Maldita sea, que venga él y que nos lo explique en persona.
—Aquí está —me susurró Essie al oído.
La imagen volvió a hacerse nítida, pero no se trataba ya de Sigfrid. El elegante rostro de Freud se había suavizado y ampliado hasta convertirse en el rostro afable y bonachón de director de orquesta alemán, y el cabello blanco coronaba los ojos del mejor de mis amigos.
—Aquí estoy, Robin —dijo Albert Einstein avergonzado—. Te agradezco tu ayuda. Pero no estoy seguro de que vayas a devolverme las gracias.
En eso, Albert llevaba razón. No se las devolví.
Al mismo tiempo, se equivocaba al respecto, o tenía razón, pero por dos distintos motivos, ya que la razón por la que no le devolví las gracias no fue únicamente porque lo que dijo a continuación fuera tan espantoso, tan aterradoramente incomprensible, sino porque, además, cuando terminó no me hallaba en condiciones de hacerlo.
Mi situación no era mucho mejor cuando empezó, porque el bajón que sufrí al reaparecer él no me dejó ya recuperarme. Me había quedado seco. Exhausto. Me dije a mí mismo que era perfectamente comprensible que estuviese exhausto, porque sabe Dios que toda aquella tensión había sido de lo peor con lo que había tenido que enfrentarse, pero me sentía peor que simplemente exhausto. Me sentía acabado. No era sólo mi estómago, mis brazos o mi cabeza; era como si me estuviera quedando sin baterías, y me fue necesario hacer acopio de toda la concentración que fui capaz de reunir para prestar atención a lo que decía.
—Ni había huido ni sufría evasión ni bloqueos, como tú has dicho —dijo, dándole vueltas a la pipa apagada entre sus dedos. No se molestaba en aparentar buen humor. Llevaba una camiseta y pantalones cortos, pero calzaba zapatos con los cordones atados—. Es cierto que la dicotomía existía, y que me hacía vulnerable… espero que se dé cuenta, señora Broadhead, una falla en mi programación; estaba desorientado. Aunque, como usted me hizo homeostático, había otra urgencia; reparar la disfunción.
Essie asintió dolida.
—Homeostasis, de acuerdo, pero para autorrepararte era necesario un autoanálisis, Albert. ¡Hubieras debido consultarme!
—Opino que no, señora Broadhead —dijo—. Con todos mis respetos, la disfunción estaba en áreas en las que yo estoy mejor equipado que usted.
—¡Cosmología, ya!
Me esforcé por hablar; no me resultaba fácil, porque el letargo era considerable.
—Albert, ¿te importaría limitarte a decir qué es lo que hiciste?
—Lo que hice es fácil, Robin —dijo lentamente—, traté de resolver esos problemas. Sé que resultan más importantes para mí de lo que resultan para vosotros; vosotros podéis vivir felices sin plantearos problemas cosmológicos, pero yo no. Dediqué más y más de mis capacidades a estudiar. Como tal vez ignoráis, introduje gran cantidad de molinetes de oración Heechees en los bancos de datos de la nave, algunos de los cuales no habían sido analizados totalmente con anterioridad. Era una tarea muy difícil, y al mismo tiempo me dedicaba a hacer observaciones por mi cuenta.
—¡Limítate a lo que hiciste! —le rogué.
—Pero es que esto es lo que hice. En los molinetes Heechees encontré muchas referencias a lo que llamamos pérdida de masa. Lo recuerdas, ¿no? Es esa cantidad de masa que tendría que tener el universo para explicar ciertos comportamientos gravitacionales que manifiesta, pero que ningún astrónomo ha sido capaz de hallar…
—¡Lo recuerdo!
—Sí. Bueno, pues tal vez yo haya dado con ella. —Se arrellanó en su sillón—. No obstante, con ello no resolví mi problema. Más bien lo empeoré. Si no habéis sido capaces de resolverlo gracias al ingenioso truquito de convocar a mi programa psicoanalítico auxiliar, tal vez siga aún desvariando.
—¿Que has encontrado qué? —grité. El flujo de adrenalina casi consiguió, pero no, hacerme olvidar el dolor con el que mi organismo trataba de avisarme sobre mi estado.
Movió su mano en dirección a la pantalla, y vi que había algo.
Lo que vi en aquella primera ojeada no tenía sentido. Y cuando le eché una segunda mirada, más atenta, lo que me dejó helado y boquiabierto no fue lo que de veras importaba.
La pantalla prácticamente no mostraba nada. En uno de los ángulos se veía un remolino de luz, una Galaxia, claro está; pensé que parecía la M-31 de Andrómeda, más que cualquier otra, aunque no soy un experto en Galaxias. Sobre todo cuando las veo sin las salpicaduras de las estrellas, y no había ninguna salpicadura allí.
Había algo que se parecía a estrellas. Aquí y allí, pequeños puntos de luz. Pero no eran estrellas, porque se encendían y apagaban como las bombillas de un árbol de navidad. Imagínense a unas dos docenas de luciérnagas en una noche fría, de manera que apenas dejan ver su reclamo, y a demasiada distancia para verlas con claridad. Ese era el aspecto que ofrecía aquello. Lo más sospechoso del conjunto, y aun así, no era demasiado conspicuo, era algo que se parecía al enorme agujero negro no rotante en cuyo interior yo había perdido a Klara, pero no era ni tan grande ni tan amenazador. Todo aquello era muy raro, pero no fue eso lo que me dejó sin habla. Oí lo que los demás decían.
—Es… ¡es una nave! —dijo Dolly con nerviosismo. Y eso es lo que era.
Así lo dijo Albert. Se volvió, con expresión grave.
—Es una nave, sí, señora Walthers —dijo—. De hecho, se trata de la nave Heechee que habíamos visto, estoy casi seguro. Me he estado preguntando si sería posible establecer comunicación con ella.
—¡Comunicación! ¡Con los Heechees! ¡Albert! —le grité—, ya sé que estás loco, pero, ¿te das cuenta de lo peligroso que es eso?
—Si hablamos de miedo, te diré que me preocupa mucho más el kugelblitz —dijo sombríamente.
—¿El kugelblitz? —perdí los estribos completamente—. Albert, pedazo de imbécil, ni sé lo que es eso ni me importa un pimiento. Lo único que me importa es que has sido tan mal nacido que has estado a punto de matarnos y…
Me callé, porque Essie me tapó la boca con la mano.
—¡Cállate, Robin! ¿Es que quieres que desaparezca otra vez? —Añadió con más calma—: Bueno, Albert, explícanos por favor qué es un kugelblitz. Se parece a un agujero negro, ¿no?
Él se pasó una mano por la frente.
—El objeto central, quiere decir. Sí, bien, es un tipo de agujero negro. Pero no hay un agujero negro ahí; hay muchos. No he podido contar cuántos, ya que no es posible detectarlos a menos que haya una absorción de materia que les obligue a producir radiación, y no es que haya demasiada materia aquí entre Galaxias…
¡¿Entre Galaxias?! —gritó Walthers, pero se calló al recibir la mirada de Essie.
—Por favor, Albert, continúa —le animó.
—No sé cuántos agujeros negros están presentes. Más de diez. Probablemente, más de diez al cuadrado, en total. —Me miró como pidiéndome disculpas—. Robin, ¿te das cuenta de lo extraño que es eso? ¿Cómo puede uno explicarlo?
Le había explicado a Robin miles de veces lo que era un kugelblitz: un agujero negro causado por la condensación de una enorme cantidad de energía en lugar de materia. Pero como nadie había visto jamás ninguno, no me prestó atención. También le había hablado del estado general del espacio intergaláctico: mínimas cantidades de materia o energía en estado libre, con excepción de escasos flujos de fotones procedentes de Galaxias lejanas y, claro está, la radiación universal 3.7K. Eso es lo que convierte al espacio intergaláctico en el lugar ideal para poner un kugelblitz si no quieres que le caigan cosas adentro.
—No sé cómo explicarlo. Ni siquiera sé qué demonios es un kugelblitz.
—Por amor de Dios, Robin —dijo con exasperación— lo hemos discutido un montón de veces con anterioridad. Un agujero negro se produce por el agrupamiento de una enorme cantidad de materia en una densidad formidable. John Wheeler fue el primero en postular la existencia de otro tipo de agujero negro, de un tipo que no contiene materia sino energía… tanta energía, tan densamente concentrada, que su propia masa absorbe la materia circundante. ¡Eso es un kugelblitz!
Suspiró y añadió, acto seguido:
—Tengo dos hipótesis. La primera es que toda esa construcción es un artefacto. El kugelblitz está rodeado de agujeros negros; creo que con el fin de atraer toda materia libre (de la que no hay mucha por aquí en primer lugar) para evitar así que la absorba el propio kugelblitz. La segunda teoría es que creo que estamos contemplando la masa perdida…
Salté.
—¡Albert —grité—, ¿sabes lo que estás diciendo?! ¿Intentas decir que eso es obra de alguien? ¿Intentas decir…? —Pero no pude acabar la segunda frase.
No pude acabar la frase porque me resultó imposible. En parte, la razón fue que había demasiados conceptos aterrorizadores en mi cabeza; ya que, si alguien había construido el kugelblitz, y el kugelblitz era parte de la masa que faltaba en el universo, entonces la conclusión lógica es que alguien estaba jugando con las leyes del universo, intentando invertir el movimiento de expansión de éste, por motivos que (entonces) se me escapaban.
La segunda razón por la que no pude acabar de hablar fue que me caí.
Y me caí porque, por no sé qué causa, mis piernas se negaron a sostenerme. Sentía un insoportable dolor en la cabeza, justo encima del oído. Todo se tornó gris e indistinto.
Oí la voz de Albert gritar:
—¡Oh, Robin, no le he prestado atención a tu estado de salud!
—¿Mi qué? —pregunté, o intenté preguntarlo.
La frase no salió muy clara. Mis labios parecían negarse a formar correctamente las palabras, y de pronto sentí una gran somnolencia. Esta primera explosión de dolor había hecho acto de presencia y había desaparecido, pero había un distante estado de alerta en previsión de nuevos dolores. Oh, sí, nuevos dolores, más fuertes y acercándose a pasos agigantados.
Dicen que hay un mecanismo de memoria selectiva respecto del dolor. Uno no recuerda esa experiencia carnal sino en forma de un vago recuerdo de haberlo pasado condenadamente mal; de no ser por esto, dicen, ninguna mujer querría tener más de un hijo. Eso debe de ser cierto para la mayoría de la gente, supongo, y lo fue para mí durante muchos años. Pero ya no lo es.
Ahora lo recuerdo perfectamente, y no sin ciertas dosis de afectuoso humor. Lo que acababa de ocurrir en mi cabeza produjo su propia anestesia, y lo que experimentaba era poco claro. Pero recuerdo aquella falta de claridad de manera sí muy clara. Recuerdo las voces llenas de miedo, y que me arrastraron a un sofá; recuerdo largos diálogos y las agujas que Albert me clavaba para suministrarme los medicamentos y para tomarme muestras. Y recuerdo el sollozo de Essie.
Acunaba mi cabeza en su regazo. A pesar de que le hablaba a Albert, y casi todo lo decía en ruso, mencionó mi nombre suficientes veces como para que me diese cuenta de que estaba hablando de mí, e intenté alargar la mano para acariciarle la mejilla.
—Me muero —le dije, o intenté decírselo.
Me entendió. Se inclinó sobre mí, pasándome su larga cabellera por la cara.
—Mi querido Robin —dijo a media voz—, sí, es verdad, te estás muriendo, tu cuerpo se muere; pero eso no significa tu fin.
Durante las décadas que habíamos pasado juntos hablamos alguna vez de religión. Conocía sus creencias. Conocía incluso las mías. «Essie —quise decirle—, nunca me has mentido, así que no es necesario que lo hagas ahora para aliviar mi muerte». Eso es lo que quise decirle. Y esto es lo que dije:
—Sí, sí.
Algunas lágrimas cayeron sobre mi rostro mientras me mecía y susurraba:
—No, de veras que no, Robin, mi amor; queda una oportunidad, una oportunidad muy buena…
Tuve que hacer un esfuerzo tremendo:
—No… hay… otra… vida —dije, con fuerza, espaciando las palabras tanto como me fue posible. Quizá no resultara claro, pero ella me entendió.
Se inclinó hacia delante y me besó la frente. Sentí sus labios moverse contra mi piel mientras murmuraba:
—Sí, ahora sí hay una nueva vida.
Aunque tal vez lo que dijo fue: «Una Vida Nueva».