LAS PERMUTACIONES DEL AMOR
¿Quién duerme con quién? ¡Ah, ésa era la cuestión! Los pasajeros eran cinco, y sólo había tres camarotes en que acomodarlos. La Único Amor no había sido pensada para dar cabida a muchos pasajeros, menos aún si venían desparejados. ¿Había que acomodar a Audee con su mujer, Dolly? ¿O con su más reciente compañera de cama, Janie Yee-xing? ¿Sería mejor poner a Audee solo en un cuarto y a ambas mujeres juntas? ¿Qué se harían la una a la otra si así lo hacíamos? Aunque no era tanto el que ambas mujeres se mostraran hostiles mutuamente, sino que Audee se mostraba inexplicablemente hostil hacia ambas.
—No sabe con cuál de las dos sincerarse —dijo Essie con razón—, y si hay en este mundo alguien que quiera ser sincero con una mujer, ése es Audee.
Yo entendía perfectamente ese problema, y sabía que más de uno de los pasajeros a bordo lo sufría.
Aunque hay una palabra en esa aseveración que yo no me autoaplicaría, y se trata de la palabra sufrir. Ya ven, yo no estaba sufriendo. Estaba disfrutando. Y estaba disfrutando con Essie, pues la manera como resolvimos el problema de acomodar a nuestros invitados fue huyendo del problema. Nos metimos en el camarote del Capitán y nos encerramos con llave. Nos dijimos a nosotros mismos que la razón por la que actuábamos así sería porque era mejor que nuestros invitados resolvieran ellos solos sus problemas. Era una buena razón. Dios sabe que necesitaban tiempo para hacerlo, porque la tensión acumulada en sus relaciones interpersonales era suficiente para hacer explotar una estrella; pero teníamos otras razones, además, y la más importante era que queríamos hacer el amor.
Y lo hicimos. Con entusiasmo. Con mucho placer. Se pensará que después de un cuarto de siglo, a nuestra avanzada edad —por no mencionar la familiaridad y el aburrimiento, y el hecho de que, después de todo, haya un determinado número de superficies mucosas que acariciar con un relativamente escaso número de extremidades con que hacerlo— estaríamos muy poco motivados para ello. Pues no. Estábamos condenadamente motivados.
Tal vez a causa del apiñamiento a bordo de la Único Amor. El estar encerrados en nuestro camarote con nuestro colchón anisoquinético le daba al asunto un aire de refocilo juvenil en el porche de casa, papá y mamá al otro lado de la ventana. Nos reímos a base de bien mientras el colchón nos empujaba en direcciones impensadas. ¿Sufrir? Nada de nada. No me había olvidado de Klara. Se asomaba constantemente a mis pensamientos, a menudo en momentos muy íntimos.
Pero era Essie quien estaba conmigo en la cama, no Klara.
Por eso, allí tumbado, apretaba de vez en cuando el colchón para sentir cómo éste devolvía la presión, para sentir cómo hacía rebotar a Essie, abrazada muy fuerte junto a mí, y también ella empujaba un tanto —era como jugar al billar, no a tres bandas sino a tres cojines, y con piezas mucho más interesantes—, y pensaba, tranquilo y feliz, en Klara.
En aquellos momentos sentí la certeza de que todo se resolvería con bien. ¿Qué estaba mal, a fin de cuentas? El amor. Tan sólo el hecho de que las personas se amen. ¡Y no hay nada de malo en ello! Era una complicación, desde luego, el que de dos personas que se querían, una, o sea yo, formara parte de otra pareja que también se amaba. Pero las complicaciones pueden resolverse, de un modo u otro, ¿o no? El amor es lo que hace que el universo se mueva. El amor era lo que me hacía retozar con Essie en el camarote del Capitán. El amor era lo que había hecho que Audee siguiera a Dolly hasta el Alto Pentágono; y cierta clase de amor era lo que había hecho que Janie fuera con él; y otra clase de amor, o tal vez la misma, era la responsable de que Dolly se hubiera casado con Audee, puesto que una de las funciones del amor es, sin duda, darle a una persona otra persona en torno a la cual organizar su vida. Y en el otro extremo de aquellos eriales de polvo, gases y estrellas (aunque yo entonces no lo supiera), el Capitán estaba de luto por amor; hasta Wan, que jamás había querido a nadie con excepción de a sí mismo, estaba buscando a alguien hacia quien dirigir su amor. ¿Ven ahora lo que quiero decir? El amor es el agente desencadenante.
—Robin —me susurró Essie junto al cuello—, has estado muy bien. Mi enhorabuena.
Por supuesto, también ella hablaba del amor, aunque en aquel momento yo preferí interpretarlo como un cumplido por mi manera de demostrarlo.
—Gracias —contesté.
—Aunque me pregunto —continuó, echándose a un lado para poder verme— si estás del todo recuperado. ¿Te encuentras bien? ¿No tienes molestias? ¿Los dos metros y medio de vísceras nuevas están funcionando al unísono con las antiguas? ¿Qué dicen los informes de Albert?
—Me encuentro bien —le dije, y de hecho, así era, y me incliné sobre ella para besarle la oreja—. Tan sólo me pregunto si al resto del universo le va tan bien.
Ella bostezó y se desperezó.
—Si te refieres a la nave, Albert es perfectamente capaz de ocuparse del pilotaje.
—Eso lo sé, pero lo que no sé es si se las arregla tan bien con los invitados.
Ella rodó soñolienta sobre la cama.
—Pregúntaselo —me dijo.
Así lo hice.
—Albert, ven, queremos hablarte.
Me volví hacia la puerta, curioso por ver cómo se las arreglaría esta vez para aparecer a través de una puerta de verdad que daba la casualidad de estar cerrada. Me engañó. Se oyó el sonido, a modo de disculpa, de la voz de Albert al aclararse la garganta, y cuando me di la vuelta, lo vi sentado frente al tocador de Essie con la mirada recatadamente apartada.
Essie se quedó boquiabierta y agarró la colcha para cubrir con ella sus lindos y pequeños senos.
Algo ciertamente curioso. Nunca antes se había molestado Essie en taparse delante de sus otros programas. Y lo más curioso del caso es que ese gesto no pareció fuera de lugar en aquel momento.
—Siento interrumpiros, mis queridos amigos —dijo Albert—, pero me habéis llamado vosotros.
—Sí, sí —dijo Essie, sentándose para mirarle mejor… pero con la colcha apretada contra su cuerpo. Tal vez ya en ese momento su propia reacción le hubiera chocado a ella misma por lo rara, pero aun así lo único que dijo fue—: Bueno, ¿qué tal nuestros invitados?
—La verdad es que muy bien —dijo Albert con tono serio—. Mantienen una tranquila conversación a tres voces en la cocina. El Capitán Walthers está preparando unos sandwiches y las dos mujeres le ayudan.
—¿Nada de peleas? ¿No hay ojos morados? —pregunté.
—Nada de nada. La verdad es que están de lo más educado, no se oye más que «perdona», «por favor» y «gracias». Aunque —añadió, satisfecho consigo mismo— ha llegado un mensaje acerca del velero. ¿Queréis oírlo ahora? ¿O tal vez preferís, se me acaba de ocurrir uniros a vuestros invitados y escucharlo en su compañía?
Mi primer impulso fue de quererlo escuchar inmediatamente, pero Essie me miró y me dijo:
—Sólo por cortesía, Robin. —Y yo asentí.
—¡Espléndido! —exclamó—. Lo encontraréis extremadamente interesante, estoy seguro. Como a mí mismo me lo ha parecido. —Continuó su perorata—: Cuando cumplí los cincuenta, el Berliner Handelsgesellschaft me regaló un velero tan bonito… que se perdió, por desgracia, cuando tuve que abandonar Alemania por culpa de esos malditos nazis. ¡Mi querida señora Broadhead, le debo a usted tanto! ¡Poseo ahora tantos nítidos recuerdos que no poseía antes! Recuerdo mi pequeña casa cerca de Ostende, en la playa por la cual solía pasear con Alberto… o sea —nos guiñó un ojo—, con el príncipe Alberto de Bélgica. Acostumbrábamos a hablar de vela, y por las tardes su mujer me acompañaba al piano cuando tocaba mi violín. ¡Y todo esto puedo recordarlo únicamente gracias a usted!
Mientras duró la charla, Essie permaneció sentada a mi lado, rígida, observando a su criatura con un rostro como la piedra. Entonces, intentó sofocar la risa y, al fin, estalló en carcajadas.
—¡Payaso de programa! —exclamó mientras alargaba la mano para coger la almohada—. ¡No me importa que hayas entrado, pero ahora vete, por favor! ¡Eres tan humano, con tantos recuerdos y anécdotas tediosas, que no me puedo permitir que me veas desvestida!
Tomó impulso y le arrojó la almohada, que se estrelló blandamente y sin consecuencias en los cosméticos que había detrás de él. Albert se limitó a desviar la mirada mientras Essie y yo, abrazados, nos reíamos.
—Bueno, y ahora a vestirse —ordenó Essie por fin—, a ver si podemos presentarnos a escuchar lo del velero de manera satisfactoria para nuestro programa. Qué gran medicina es la risa, ¿verdad? Así que no temas por tu salud, que un cuerpo que se lo pasa tan bien tiene que durar siempre.
Nos dirigimos a la ducha, aún sofocando carcajadas, sin darnos cuenta de que en mi caso, «siempre», equivalía en aquel momento a once días, nueve horas y veintiún minutos.
Nunca había habido en la Único Amor un escritorio para Albert Einstein, y menos aún uno con su pipa señalando el lugar en que había interrumpido su lectura, una botella de Skrip junto a su tabaquera de piel y una pizarra detrás emborronada con numerosas ecuaciones. Pero allí estaba el escritorio, y allí estaba él, entreteniendo a nuestros invitados con anécdotas de su vida.
—Cuando estaba en Princeton —explicó—, contrataron a un hombre para que me siguiera con un cuaderno en ristre, de manera que si yo escribía algo en una pizarra, él pudiera copiarlo. No lo hacían por mí, sino en beneficio suyo. Es decir, temían borrar las pizarras.
Sonrió a nuestros invitados y nos saludó con la cabeza a Essie y a mí, que estábamos de pie en la puerta, cogidos de la mano.
—Les estaba explicando, señor y señora Broadhead, cosas de mi vida a estos señores, pues tal vez no hayan oído hablar de mí, aunque he de reconocer que yo era bastante famoso. ¿Sabían, por ejemplo, que como no me gustaba la lluvia, la administración de Princeton hizo construir una galería cubierta, que aún puede verse, para que pudiera visitar a mis amigos sin necesidad de salir al exterior?
Por lo menos, no llevaba puesto el foulard de seda blanca a lo Barón Rojo ni mostraba la cara del general, pero me puso igual de nervioso. Sentí la necesidad de disculparme delante de Audee y sus dos señoras, pero en su lugar, dije:
—Essie, ¿no te parece que todos estos recuerdos se están haciendo un poco pesados?
—Es posible —me contestó pensativa—. ¿Quieres que lo suprima?
—Que lo suprimas, no. Es un programa mucho más interesante ahora, pero si intentaras al menos disminuir el incremento de personalidad individual de su banco de datos base, o aflojar el potenciómetro de la nostalgia de sus circuitos…
—Qué bobo eres, cariño —me sonrió ella condescendiente. Acto seguido, ordenó—: Albert, corta el comadreo, que a Robin no le gusta.
—Por supuesto, mi querida Semya —dijo muy cortés—. Sin duda, querrán oír lo del velero, al menos eso sí.
Se puso de pie detrás de su escritorio; quiero decir, su imagen holográfica carente de existencia física se alzó por detrás de su asimismo inexistente escritorio. Me veía obligado a recordar ese detalle constantemente. Tomó el borrador y empezó a borrar los trazos de tiza y después se quedó meditando. Mirando a Essie en son de disculpa, apretó un botón del escritorio y dejó de borrar. La pizarra se desvaneció. En su lugar apareció la familiar superficie granulosa y gris de la pantalla de navegación Heechee. Entonces apretó otro botón y el granulado gris desapareció, siendo reemplazado esta vez por una carta de navegación astral. También ésta parecía real; lo único que se necesitaba para convertir una pantalla de navegación Heechee en una simple pantalla multiuso era un sencillo mecanismo que se conectaba a sus circuitos (aunque un millar de exploradores había muerto sin apercibirse de ello).
—Lo que veis —dijo muy cordial— es el lugar en el que el Capitán Walthers localizó el velero y, como podéis ver, ahí no hay nada.
Walthers había permanecido sentado delante del hogar de imitación tan lejos de Dolly como de Janie, y cada una de ellas estaba tan lejos de la otra como le resultaba posible, sentadas las dos tan tranquilas como Walthers mismo. Pero en ese momento Walthers explotó, sublevado:
—¡Imposible! ¡El registro era muy preciso! ¡Disponéis de los datos!
—Por supuesto que era preciso —repuso Albert conciliador—, pero cuando llegó allí la nave de exploración, el velero había desaparecido ya.
—¡Pues no puede haberse ido muy lejos si su único carburante es la radiación estelar!
—No, no puede estar muy lejos, pero el caso es que ya no estaba allí. Sin embargo —prosiguió Albert sonriendo alegremente—, yo ya había previsto semejante contingencia. Si lo recuerdan, mi reputación (en mi anterior vida, quiero decir) descansaba sobre la asunción de que la velocidad de la luz es una constante fundamental, aspecto —dijo mientras parpadeaba displicentemente en torno suyo— que hemos aprendido de los Heechees en cierto sentido. En fin, la velocidad es constante, casi trescientos mil kilómetros por segundo. Razón por la cual di instrucciones a la nave de exploración de desplazarse a una velocidad de trescientos kilómetros por segundo por cada segundo pasado desde el avistamiento, en caso de que no encontrara el velero en el lugar previsto.
—Bendito programa ególatra —le dijo Essie cariñosamente—. Qué piloto tan experimentado has debido de alquilar para la nave, ¿eh?
Albert carraspeó.
—Bien, es una nave un tanto especial —se excusó—, ya que preví ciertas necesidades. Me temo que el coste va a ser muy elevado. No obstante, cuando la nave hubo cubierto la distancia adecuada, esto es lo que vio.
Y movió una mano y la pantalla mostró el entramado de alas múltiples. No se veía con nitidez, pues se estaba replegando y contrayendo ante nuestros propios ojos. Albert aceleró las imágenes, siempre desde la perspectiva de la nave de exploración, y vimos como las grandes alas se encogían… y desaparecían.
Bien, lo que vimos acaban de leerlo. Lo que les concede una ventaja sobre nosotros es que ustedes saben qué era lo que vimos. Allí estábamos los cinco: Walthers, su harén, Essie y yo.
Habíamos abandonado el enigmático mundo de los hombres para ir en pos de un enigmático misterio, y allí estábamos, ¡contemplando cómo algo se comía al objeto que estábamos viendo! Así pareció a nuestros desconcertados y poco preparados ojos. Nos quedamos sentados, congelados, mirando las alas plegadas y la enorme esfera azul brillante que había surgido de la nada para tragárselas.
Me di cuenta de que alguien se estaba carcajeando sofocadamente, y me quedé petrificado por segunda vez al ver de quién se trataba.
Era Albert, sentado ahora en el borde de su mesa y secándose una lágrima de regocijo.
—Os pido mil perdones —dijo—, pero es que si os pudierais ver las caras…
—Maldito programa ególatra —murmuró Essie apretando los dientes, sin un ápice de cariño en sus palabras—. Corta inmediatamente tu risa de mierda.
Albert miró a mi mujer. No pude descifrar enteramente su expresión: la mirada era a la vez cariñosa, y condescendiente, y otras muchísimas cosas que no pude asociar a una imagen computerizada, ni siquiera con la de Albert. Pero era también una mirada incómoda.
—Mi querida señora Broadhead —le dijo—, si no deseaba que tuviera sentido del humor, hubiera debido programarme sin él. Si la he molestado, lo siento.
—¡Cíñete a las instrucciones! —ladró Essie, desconcertada.
—Está bien. Lo que acabáis de ver —explicó, desviando decididamente su mirada de Essie para seguir ilustrando al grupo— es lo que yo considero el primer ejemplo de una operación realizada por tripulantes Heechees en tiempo real. O sea, que el velero ha sido raptado. Notad esta nave más pequeña. —Movió una mano con indolencia y la imagen se debilitó y parpadeó, ampliando la escena. La ampliación superaba las posibilidades reales de los objetivos de la nave de exploración, razón por la cual la silueta de la esfera se tornó granulosa y difusa.
Pero había algo detrás.
Había algo detrás de la esfera que iba eclipsándose lentamente. Justo en el instante en que iba a desaparecer, Albert congeló la imagen, y nos encontramos contemplando un objeto de pequeño tamaño, mal enfocado, difuminado y con forma de pez.
—Una nave Heechee —dijo Albert—. Al menos, ésa es la única explicación que le encuentro.
Janie Yee-xing produjo un sonido de sofoco:
—¿Estás seguro?
—No, por descontado que no —dijo Albert—. De momento no es más que una teoría. Uno nunca le da el «sí» a una teoría, señorita Yee-xing, ya que seguramente tarde o temprano aparecerá una mejor que la que ha parecido buena hasta el momento, y habrá que darle un «no». Por eso a las teorías sólo se les concede un «tal vez». Pero mi teoría sostiene que los Heechees han decidido raptar el velero.
¡Ahí era nada! ¡Heechees! De verdad, de lo que daba fe el sistema de actualización de datos más inteligente jamás construido. Me había pasado dos tercios de siglo buscando a los Heechees, de un modo u otro, desesperado por dar con ellos y muerto de miedo ante la posibilidad de encontrármelos. Y cuando sucedió, lo que más reclamó mi atención no fueron los Heechees sino el sistema de actualización de datos. Le dije:
—Albert, ¿por qué te estás comportando de manera tan cómica?
Él me miró respetuosamente, dándose golpecitos en los dientes con la boquilla de su pipa.
—¿Cómico en qué sentido, Robin? —me preguntó.
—¡Maldita sea, venga ya! ¡Tu manera de comportarte! ¿Es que…? —dudé, tratando de decirlo de manera suave—. ¿Es que no te das cuenta de que eres un programa computerizado?
Me sonrió tristemente.
—No necesito que se me recuerde eso, Robin. No soy real, ¿no es eso? Y sin embargo, la realidad en la que estás inmerso no me interesa en lo más mínimo.
—¡Albert! —grité, pero él levantó una mano para hacerme callar.
—Deja que te diga esto —siguió—: Para mí, la realidad es, lo sé, un determinado y elevado número de conexiones de procesado paralelo en conformación heurística. Si lo analizas, no es más que una especie de truco llevado a cabo ante el público. Pero, ¿y en tu caso, Robin? ¿Es la realidad muy distinta para una inteligencia orgánica? ¿O no es más que cierto número de transacciones químicas que tienen lugar en un órgano amorfo de un kilo de peso que carece de vista, de oído y de órganos sexuales? Todo lo que sabe, lo sabe de oídas, porque previamente algún sistema de percepción le ha facilitado la información. Cada una de las sensaciones que experimenta le ha llegado a través de la red nerviosa. ¿Somos de verdad tan diferentes, Robin?
—¡Albert!
Negó con la cabeza.
—Sí, ya sé —dijo con amargura—. En mi caso, el truco no puede embaucarte porque conoces al prestidigitador; está entre nosotros. ¿Pero acaso no te engaña tu propio truco? ¿Es que no me merezco la misma estima y la misma tolerancia? Yo era un hombre bastante importante, Robin. ¡Mucha gente de relieve me tenía en gran aprecio! Reyes. Reinas. Grandes científicos. Todos ellos magníficas personas. Cuando cumplí los setenta años, me dieron una fiesta de cumpleaños; Robertson y Wigner, Kurt Goedel, Rabí, Oppenheimer… —Se secó una lágrima.
Y hasta ahí estaba Essie dispuesta a dejarle desbarrar.
Se puso en pie.
—Mis queridos amigos y esposo, está claro que se trata de serias disfunciones. Os pido que me disculpéis. Debo efectuar un exhaustivo examen de sus circuitos. Me disculpáis, ¿no es cierto?
—No es culpa tuya, Essie —dije tan amablemente como me fue posible, pero ella se lo tomó a mal. Me miró como no me había vuelto a mirar desde que habíamos empezado a vernos, cuando yo le explicaba las bromas que solía gastarle a mi programa psicoanalítico, Sigfrid von Shrink.
—Robin —dijo fríamente—, aquí se está hablando demasiado de culpas y culpabilidades. Lo discutiremos más tarde. Amigos, tengo que retirarme a mi cuarto de trabajo durante algún tiempo. ¡Albert! ¡Preséntate allí de inmediato!
Una de las servidumbres de ser rico y famoso estriba en el hecho de que mucha gente te hace el honor de invitarte con la esperanza de ser invitados por ti más tarde. No se cuenta entre mis virtudes la de ser un buen anfitrión. A Essie, por el contrario, le encanta, por lo que a lo largo de los años hemos encontrado una buena manera de atender satisfactoriamente a nuestros invitados. Yo me dejo ver mientras estoy a gusto, lo que puede variar entre varias horas o cinco minutos. Entonces desaparezco en mi estudio y le dejo la tarea a Essie. Disfruto particularmente haciéndolo cuando el ambiente entre los invitados es especialmente tenso. Y funciona muy bien… sobre todo para mí.
Pero en ciertas ocasiones la cosa deja de funcionar y es entonces cuando me toca a mí hacer de anfitrión. Ésta era una de esas ocasiones. No podía pasárselos a Essie, porque Essie estaba ocupada. Tampoco quería dejarlos solos porque ya lo habíamos hecho durante demasiado rato. Así que allí estaba yo, tratando de recordar cómo parecer ocurrente ya que no me quedaba otra opción.
—¿Os apetece beber algo? —pregunté encantador—. ¿Queréis comer alguna cosa? Hay algunos programas interesantes para ver, si es que Essie no ha acabado con todos para poder vérselas con Albert…
Janie Yee-xing me interrumpió.
—¿Adónde vamos, señor Broadhead?
—Bien —dije, sonriendo jovial, tal como se esperaría de un buen anfitrión, tratando de conseguir que los invitados se sintieran cómodos, aun en el caso de que te hayan hecho una buena pregunta que no sabes cómo contestar porque has tenido en mente demasiadas otras cosas mucho más urgentes como para pararte a pensar en ello—. Supongo que la pregunta es, más bien, ¿adónde queréis ir? Quiero decir que no parece tener demasiado objeto salir en pos del velero.
—No —admitió Janie Yee-xing.
—En ese caso me temo que es cosa vuestra. Supuse que lo que no queríais era seguir entre rejas —y así les recordé que les había hecho un favor, a fin de cuentas.
—No —volvió a asentir Janie Yee-xing.
—¿Volvemos a la Tierra, pues? Podríamos dejaros en cualquiera de los puntos de enlace. O en Pórtico, si lo preferís. O, qué sé yo, tú eres de Venus, ¿verdad, Audee? ¿Quieres regresar allí?
Esta vez le llegó a Walthers el turno de decir «No». No añadió nada más. Yo pensé que era muy poco considerado por parte de mis invitados no ofrecerme más que negativas cuando yo estaba tratando de serles hospitalario.
Dolly Walthers me sacó del apuro. Levantó su mano derecha, en la que llevaba puesto uno de sus muñecos, el que se suponía que representaba a un Heechee.
—El problema, señor Broadhead —dijo con una voz susurrante y edulcorada, sin despegar los labios—, es que ninguno de nosotros tiene adonde ir.
Puesto que aquello era obviamente cierto, nadie sintió la necesidad de añadir nada al respecto. Entonces Audee se levantó.
—Me tomaré ahora esa copa, Broadhead —masculló—. ¿Dolly? ¿Janie?
Obviamente, era la mejor idea que había tenido alguien desde hacía un buen rato. Todos aceptamos, como invitados que llegan demasiado pronto a una fiesta y encuentran algo con que entretenerse para no mostrar tan a las claras que no están haciendo nada.
Había muchas cosas que hacer, ciertamente, pero la más candente en mi cabeza no era la de seguir mostrándome cordial a mis acompañantes. Lo más importante para mí en aquellos instantes no era ni tan siquiera el tratar de asimilar el que tal vez hubiéramos visto una nave Heechee de verdad tripulada por Heechees de verdad. Eran mis vísceras lo que ocupaba mis pensamientos. Los doctores habían dicho que podía llevar una vida normal. Pero no habían dicho nada al respecto de una anormal como estaba resultando aquélla, y yo sentía el peso de mis años y mi fragilidad. Me alegró poder tomarme mi ginebra con soda sentado cerca del hogar ficticio de llamas ficticias, y me puse a esperar que alguien recogiera el guante.
Ese alguien resultó ser Audee Walthers.
—Broadhead, le estoy muy reconocido por habernos sacado de chirona, y sé que tiene cosas que hacer. Creo que lo mejor para usted es dejarnos a los tres en el lugar que le venga más a mano y solucionar sus propios asuntos.
—Bien, pero hay muchos sitios, Audee. ¿No hay ninguno que prefiráis?
—Lo que preferiría —me contestó—, lo que creo que todos preferiríamos, es una oportunidad para poder averiguar cada cual por su cuenta qué es lo que queremos hacer. Supongo que habrá notado que hay ciertos problemas personales entre nosotros que necesitan solucionarse. —No es ésta una afirmación a la que a uno le guste asentir, y como tampoco podía negarla, me limité a reír—. Así es que lo que necesitamos es salir de aquí y estar solos para poder hablar de ello.
—Ah —dije—, entonces es que no os dejamos tiempo suficiente cuando Essie y yo nos retiramos a nuestro camarote, ya veo.
—Ustedes sí. Fue su amigo Albert el que no nos dejó en paz.
—¿Albert? —No se me había pasado por la imaginación que él mismo fuera capaz de presentarse a los huéspedes, sobre todo si nadie le había invitado a hacerlo.
—Ni un minuto, Broadhead —dijo Walthers con amargura—. Estaba sentado justo donde está usted ahora. No hizo otra cosa que hacerle preguntas a Dolly.
Sacudí la cabeza con desesperación y alargué mi vaso para que me lo llenaran otra vez. Probablemente, no era una buena idea, pero no se me ocurría ni una sola idea que me pareciera buena. Cuando, en mi juventud, mi madre agonizaba —porque no teníamos bastante dinero para procurarnos medicamentos a ambos y, culpa, culpa, culpa, decidió que los cuidados médicos fueran para mí— llegó un momento en que dejó de reconocerme, de recordar mi nombre, y empezó a hablarme como si yo fuera su jefe, o el casero o alguno de los muchachos con los que había salido antes de conocer a mi padre. Algo terrible. Era peor verla en aquel estado que hacerse a la idea de que se estaba muriendo: era una sólida figura que se desmoronaba delante de mí.
De la misma manera que se desmoronaba Albert.
—¿Qué clase de preguntas hacía? —pregunté mirando a Dolly.
—Oh, acerca de Wan —dijo jugueteando con uno de los muñecos pero hablando con su propia voz, aunque sin despegar los labios prácticamente—. Me preguntó adónde se dirigía, qué hacía. Sobre todo quería que le mostrara en las cartas de navegación los objetos por los que Wan se interesaba.
—Enséñamelos —le dije.
—No sé hacer funcionar la cosa esa —dijo de mal humor, pero antes de que terminara de hablar, Janie Yee-xing se había levantado e instalado frente a los controles. Palpó el teclado de la pantalla, frunció el entrecejo, tecleó una combinación e hizo un mohín y se volvió hacia nosotros.
—Su esposa debe de haberlo bloqueado al sacar al piloto del circuito —dijo.
—De todas maneras —dijo Dolly—, se trataba de agujeros negros, de todas clases.
—Creí que no había más que una clase —dije, y ella se encogió de hombros. Estábamos todos apiñados alrededor del asiento del piloto, mirando la pantalla de navegación que no mostraba otra cosa más que estrellas.
Y desde detrás nos llegó la voz de Albert, que dijo fríamente:
—Lo siento si te he molestado, Robin.
Nos volvimos todos a la vez como las figuras de esos relojes mecánicos que hay en los campanarios alemanes. Estaba sentado en el borde del asiento que yo acababa de dejar vacante, estudiándonos. Tenía un aspecto distinto. Más joven. Menos seguro en sí mismo. Tenía un cigarro puro entre los dedos —un cigarro puro, no su pipa— y su expresión era sombría.
—Creí que Essie estaba trabajando en ti —le dije, estoy seguro que con irritación.
—Ya ha acabado, Robin. Es más, viene hacia acá en estos instantes. Creo que puedo decir con satisfacción que no ha encontrado nada que estuviera mal, ¿no es así, señora Broadhead?
Essie llegó hasta la puerta y se detuvo. Tenía los puños apoyados en las caderas, y la vista fija en Albert. Ni tan siquiera me miraba.
—Es cierto, programa —declaró tristemente—. No he encontrado ningún error en tu programación.
—Me alegra oír eso, señora Broadhead.
—¡Pues no te alegres tanto! El caso es que eres un programa en mal estado. Así que, dime, programa inteligente sin errores de programación, ¿qué va a pasar ahora?
El holograma se pasó la punta de la lengua por los labios, nervioso.
—Bueno —dijo vacilante—, supongo que querrá echarle un vistazo al hardware.
—Precisamente —dijo Essie mientras se disponía a sacar la cinta de su receptáculo.
Juraría que vi pasar una sombra de pánico por el rostro de Albert; la suya fue la mirada de un anciano al que anestesian antes de someterlo a una operación grave. A continuación, desapareció junto con el resto de Albert.
—Seguid hablando —ordenó Essie acercándose una lupa al ojo y empezando a examinar la superficie del rollo de la cinta.
Pero hablar, ¿de qué? La miramos mientras seguía escrutando cada una de las estrías del rollo. La seguimos con la mirada cuando, con el ceño fruncido, se llevó la cinta a su cuarto de trabajo y la observamos en silencio mientras la tocaba con calibradores y sondas, introducía el rollo en un receptáculo de prueba, apretaba botones, giraba los nonios y leía los resultados. Yo la contemplaba acariciándome el estómago, que había empezado a producirme molestias de nuevo, y Audee me susurró:
—¿Qué es lo que está buscando?
Pero yo no lo sabía. Una muesca, un arañazo, corrosión, cualquier cosa; y fuera lo que fuera, no daba con ello.
Se puso en pie con un suspiro.
—Aquí no hay nada —anunció.
—Buena cosa —dije yo.
—Sí, buena cosa —admitió— porque si se tratara de algo grave no podría arreglarlo aquí. Pero también es mala cosa, Robin, porque lo que está claro es que ese jodido programa está completamente jodido. Esto ha sido una auténtica lección de humildad.
Dolly terció:
—¿Está usted segura de que está cascado, señora Broadhead? Mientras estuvieron ustedes en la otra habitación, parecía bastante coherente. Quizás un poco raro.
—¿Un poco raro? Dolly, querida, cada vez que lo he puesto a prueba, ¿sabes de qué me hablaba? De la Hipótesis de Mach. De la pérdida de masa. De agujeros negros más negros de lo normal. Hubiera hecho falta un auténtico Albert Einstein para… Pero, cómo… ¿es que estuvo hablando con vosotros?
Y después de haber oído la confirmación de boca de los otros, se sentó con los labios apretados, meditando un buen rato. Luego, sacudiendo la cabeza, dijo con desánimo:
—Demonios, es inútil seguir conjeturando cuál es el problema; si hay alguien que sepa qué es lo que le pasa a Albert, ése es el propio Albert.
—¿Y si Albert no quiere decírtelo? —le pregunté.
—Ése no es el problema —me contestó, volviendo a conectar la cinta—. El problema es: ¿Y si no puede?
Albert parecía estar en perfectas condiciones, o casi en perfectas condiciones. Estaba sentado en su sillón favorito jugueteando con su cigarro. Daba la casualidad de que aquél era también mi sillón favorito, pero en aquel momento no estaba dispuesto a discutirlo con él.
—Bueno, Albert —le dijo Essie con voz amable pero firme—, sabes que tu funcionamiento no es correcto, ¿verdad?
—Sí, creo que me estoy comportando de manera un tanto aberrante —dijo él en son de disculpa.
—¡Aberrante del todo, me temo! Bien, Albert, esto es lo que vamos a hacer. En primer lugar, te voy a formular unas cuantas preguntas meramente factuales, nada de motivaciones, nada de cuestiones técnicas complejas, sólo preguntas que puedas contestar a partir de hechos objetivos. ¿Entiendes lo que te digo, Albert?
—Desde luego que la entiendo, señora Broadhead.
—Bien. En primer lugar: ¿es cierto que estuviste hablando con nuestros invitados mientras Robin y yo estábamos en el camarote del Capitán?
—Es cierto, señora Broadhead.
Essie apretó los labios.
—Me sorprende un comportamiento tan poco usual en ti, ¿a ti no? Les estabas haciendo preguntas. Dime, por favor, cuáles eran esas preguntas y las respuestas.
Albert cambió de postura, incómodo.
—Me interesaban sobremanera los objetos que Wan estaba investigando, señora Broadhead. La señora Walthers tuvo la amabilidad de señalármelos en las cartas de navegación.
Señaló a la pantalla, y cuando nos volvimos a mirar, ésta iba mostrando, una tras otra, distintas cartas de navegación.
—Si las observan con atención —dijo Albert, apuntando con su cigarro aún por encender—, se darán cuenta que hay una clara progresión. Sus primeros objetivos eran simples agujeros negros, que en las cartas de navegación Heechees vienen señalados con esos símbolos que parecen anzuelos. Esos símbolos significan peligro, según la cartografía Heechee.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Essie, y acto seguido—: No, borra esa pregunta. Supongo que tienes tus buenas razones para haber llegado a semejante conclusión.
—Las tengo, señora Broadhead. Tal vez no he sido lo bastante comunicativo al respecto, me temo.
—¡Bueno, parece que estamos llegando a alguna parte! Sigue.
—Sí, señora Broadhead. Cada uno de los agujeros negros normales tiene dos de esas señales. A continuación, Wan investigó una singularidad simple: un agujero negro carente de rotación; de hecho, se trata del mismo en el que Robin sufrió aquella experiencia tan terrible hace años. Fue allí donde Wan rescató a Gelle-Klara Moynlin.
La imagen vaciló y mostró el fantasma azul antes de volver a desplegar las cartas de navegación.
—Éste en particular poseía tres marcas, lo que significa más peligro. Finalmente —movió la mano, y la fotografía cambió para mostrar otra sección del mapa estelar Heechee—, aquí está el que la señora Walthers identificó como el siguiente objetivo de Wan.
—¡Yo no he dicho eso! —objetó Dolly.
—No, señora Walthers —admitió Albert—, pero usted dijo que lo estudiaba con frecuencia, que lo discutía a menudo con los Difuntos y que le daba miedo. Creo que es a éste al que se dirige ahora.
—¡Muy bien! —aplaudió Essie—. Has pasado la primera parte de la prueba admirablemente bien, Albert. Vamos ahora a por la siguiente, pero esta vez, sin participación del público —añadió, mirando a Dolly.
—Lo que usted diga, señora Broadhead.
—Desde luego que lo que yo diga. Seguimos con las preguntas objetivas. ¿Qué se entiende por el término «pérdida de masa»?
Albert dio muestras de sentirse incómodo, pero respondió con bastante rapidez:
—La llamada «pérdida de masa» es aquella cantidad de masa sobrante, que jamás ha sido observada, que ha escapado siempre a nuestras comprobaciones y que explicaría la causa de ciertas órbitas galácticas.
—¡Excelente! Y ahora explícame qué es la Hipótesis de Mach.
Albert se humedeció los labios.
—Señora Broadhead, no me siento en absoluto a gusto hablando de especulaciones cuánticas. Me cuesta creer que Dios se dedique a jugar a los dados con el universo.
—¡No te he preguntado qué es lo que crees! Cíñete a las reglas del juego, Albert. Solamente te pido la definición usual de ese término científico.
Él suspiró y cambió de postura.
—Muy bien, señora Broadhead, pero permítame explicarlo en términos sencillos. Hay razones para creer que se está produciendo un desarreglo a gran escala en el movimiento de expansión y contracción del universo. La expansión está siendo invertida. Se está procediendo hacia la contracción, hacia un único punto que, por lo que parece, es el mismo que precedió al Big Bang.
—¿Y qué es eso? —preguntó Essie.
Él arrastró los pies.
—Sinceramente, me estoy poniendo muy nervioso, señora Broadhead.
—Puedes contestarme a lo que te pregunto en términos de lo que es opinión general.
—¿Opinión general, cuándo, señora Broadhead? ¿Lo que es opinión general ahora, o lo que se creía en la época de Hawking y los demás teóricos de la física cuántica? Hay una teoría definitiva respecto del universo en su primer momento, pero es de tipo religioso.
—Albert —dijo Essie en tono de advertencia.
Él sonrió débilmente.
—Quisiera únicamente citar a San Agustín de Hipona. Cuando le preguntaron qué era lo que Dios estaba haciendo antes de crear el universo, respondió diciendo que estaba creando el infierno para aquellos que hacían semejante pregunta.
—¡Albert!
—¡Oh, está bien, está bien! —dijo irritado—. Sí, dicen que con anterioridad a un momento muy temprano, la teoría de la relatividad no sirve para explicar ciertas leyes físicas del universo y que es necesario efectuar ciertas correcciones cuánticas. Empiezo a cansarme de este examen para escolares, señora Broadhead.
He visto pocas veces a Essie anonadada. «¡Albert!», le volvió a gritar, pero en un tono del todo distinto. No era amenazador, sino sorprendido y lleno de desconcierto.
—Sí, Albert —prosiguió él con brutalidad—. Así me creó y así soy. Terminemos con esto de una vez, por favor. Tenga la bondad de escuchar. ¡No sé qué es lo que ocurrió antes del Big Bang! Lo único que sé es que hay alguien por ahí que está convencido de que lo sabe y de que puede controlarlo. Y me da mucho miedo, señora Broadhead.
—¿Qué te da mucho miedo? —se quedó boquiabierta—. ¿Y quién te ha programado para que sientas miedo?
—Usted, señora Broadhead. No puedo vivir con ello. Y no pienso discutirlo ni un minuto más.
Y se desvaneció.
No hubo necesidad de que hiciera aquello. Hubiera podido ahorrarnos la escena sin herir nuestros sentidos ni nuestros sentimientos. Hubiera podido simular que salía atravesando la puerta, o desaparecer en un momento en que nadie le mirase. Pero no hizo ninguna de ambas cosas. Simplemente, desapareció. Fue como si se hubiera tratado de un ser humano real, enfadado de tal manera que hubiese puesto fin a una discusión cerrando la puerta tras de sí de un golpe. Estaba demasiado airado como para pensar en las apariencias.
—Se supone que no debería perder los estribos —comentó Essie desesperada.
Pero el caso era que los había perdido; y la impresión que ello nos produjo no fue ni la mitad de grande que la que nos causó el descubrir que ni la pantalla de navegación ni los controles del piloto obedecían nuestras órdenes.
Albert los había bloqueado. Nos estábamos moviendo con una aceleración constante hacía un objetivo que ignorábamos.