EN EL ALTO PENTÁGONO
El Alto Pentágono no es exactamente un satélite en órbita geostática. Se trata de cinco satélites en órbita geostática. Las órbitas no son exactamente iguales, de tal manera que las cinco carcasas metálicas, blindadas y de corazón endurecido, danzan las unas en torno a las otras. Primero es Alfa la que está en el extremo más distante y Delta la que más cerca de la Tierra; a continuación se van desplazando y es Epsilón la que queda por fuera y Gamma la de dentro, cambio de parejas, do-si-do; y así constantemente. Uno se pregunta: ¿por qué lo han hecho así en lugar de construir un único artefacto? Claro, se contesta uno mismo, cinco satélites son cinco veces más difíciles de alcanzar que uno solo. También, creo yo, porque tanto la estación orbital soviética Tiuratam como el puesto de mando de la República Popular China son estructuras simples y, naturalmente, los Estados Unidos de América tenían que demostrar que eran capaces de hacerlo más difícil todavía. O más diferente, por lo menos. Todas databan de la época de las guerras. Se decía que por aquel entonces habían sido la última palabra en materia de defensa. Se decía que sus potentísimos láseres eran capaces de interceptar cualquier tipo de misil enemigo a una distancia de más de cincuenta mil kilómetros. Probablemente, era cierto que podían hacerlo —al menos, cuando fueron construidos— y que fueron lo más moderno por lo menos durante tres meses, hasta que el enemigo empezó a utilizar los mismos sistemas de rastreo y de láser, y vuelta a empezar. Pero ésa es otra historia.
Por eso, no veíamos nunca cuatro quintos del Alto Pentágono más que en nuestra pantalla. El satélite hacia el que nos dirigían era el que albergaba los cuarteles de la dotación, la administración… y también los calabozos. Se trataba de Gamma, sesenta mil toneladas de carne y metal, del tamaño de la gran pirámide y con una forma bastante parecida. Descubrimos que por más atento que el general Manzbergen hubiera estado con nosotros desde la Tierra, allí en las alturas éramos tan bien recibidos como un mal catarro. Por ejemplo, nos tuvieron un buen rato a la espera de concedernos permiso para desembarcar.
—Supongo que habrán tenido problemas después del último ataque de locura —especuló Essie, mientras observaba con expresión ceñuda la pantalla, que no mostraba nada más que el flanco metálico de Gamma.
—No es excusa —dije yo, y Albert hizo oír su opinión:
—No es porque hayan tenido problemas serios con el último ataque del TTP, sino porque los podían haber causado ellos, y más graves, me temo; no me gustan estas cosas, he visto ya muchas guerras.
Se estaba toqueteando la chapita del Dos Por Ciento, de manera bastante nerviosa para ser un holograma. Llevaba mucha razón en lo que decía. Un par de semanas antes, durante la última emisión que los terroristas habían lanzado al mundo desde el espacio con su TTP, la estación orbital entera se había vuelto loca durante un minuto. Literalmente durante un minuto, no había durado más. Por fortuna no había durado más, porque en aquel minuto, ocho de las once estaciones de servicio cuyos rayos de fotones apuntaban a varias ciudades terrestres estaban al completo de sus dotaciones. Y las dotaciones estaban ansiosas por entrar en acción.
Pero no era eso lo que preocupaba a Essie.
—Albert —le dijo—, no juegues a cosas que me ponen nerviosa. Jamás en tu vida has visto una guerra. No eres más que un holograma.
Él se inclinó hacia delante.
—Como usted diga, señora Broadhead. A propósito, acabo de recibir el visto bueno para su desembarco pueden entrar en el satélite.
Y así lo hicimos, mientras Essie miraba pensativa por encima de su hombro al programa que habíamos dejado atrás. El alférez que nos estaba esperando no parecía muy entusiasmado. Pasó el pulgar por encima de la tarjeta de nuestra nave como para estar seguro de que la tinta magnética no desaparecía.
—Sí —dijo—, hemos recibido órdenes en relación a ustedes. Pero me temo que el brigadier no va a poder verles de momento, señor.
—No es al brigadier a quien queremos ver —dijo Essie suavemente—, sino simplemente a la señora Dolly Walthers, a quien ustedes retienen aquí.
—Sí, ya, señora; pero el brigadier Cassata es quien ha de firmar su pase, y como le he dicho está muy ocupado en estos momentos. —Se disculpó mientras mascullaba algo a través de su comunicador y luego, con expresión más relajada—: Si tienen la bondad de acompañarme, señor, señora —dijo, y nos sacó por fin de la zona de embarques.
Si no se practica, se pierde la costumbre de caminar en atmósferas de gravedad baja o cero, y yo hacía un montón de tiempo que no practicaba. Además, estaba muerto de curiosidad. Todo me resultaba nuevo. Pórtico es un asteroide que los Heechees llenaron de túneles hace mucho tiempo, túneles cuya cara interna ellos recubrieron con su metal favorito azul brillante. La Factoría Alimentaria, el Paraiso Heechee y todas las demás estructuras de gran tamaño que yo había visitado en el espacio, eran construcciones Heechees. Me resultaba extraño encontrarme por primera vez en un artefacto espacial de gran tamaño construido enteramente por humanos. Resultaba más alienígena que cualquiera de las construcciones de los Heechees. Nada del familiar brillo azul, tan sólo acero pintado. Nada de salas principales en el corazón del artefacto en forma de huso. Nada de prospectores con aire aterrorizado o triunfante, nada de museos con colecciones de fragmentos y piezas de tecnología Heechee hallados aquí y allá a lo largo y ancho de toda la Galaxia. De lo que sí había mucho allí era personal de la policía militar, embutidos en trajes apretados y, por alguna misteriosa razón, con los cascos puestos. Lo más curioso de todo era que, aunque todos llevaban cartucheras, ninguna de éstas albergaba un arma.
Disminuí mi marcha para hacérselo notar a Essie.
—Parece como si no se fiaran de su propia gente —le comenté.
Ella me asió por el cuello y me hizo seguir adelante, en dirección al lugar en que nos esperaba el alférez.
—No hables mal de tus anfitriones, al menos no hasta que desaparezcan de tu vista. Supongo que debe ser aquí.
No pudo ser más oportunamente, pues el ejercicio de caminar a lo largo de un pasillo de gravedad cero me estaba dejando sin resuello.
—Pasen dentro, señor, señora —dijo el alférez invitándonos a entrar, y, claro está, hicimos como nos indicó.
Pero lo único que había en el interior de la habitación eran cuatro paredes desnudas y una doble fila de asientos en torno a las paredes, y nada más.
—¿Dónde está el brigadier? —pregunté.
—Señor, ya le he dicho que estamos bastante ocupados en estos momentos. Les atenderá tan pronto como le sea posible.
Y con una sonrisa de tiburón nos cerró la puerta en las narices; y lo bueno del caso, de lo que nos percatamos inmediatamente, era que aquella puerta carecía de pomo en la parte de dentro.
Como todo el mundo, alguna vez me había imaginado mi propio arresto. Tu vida transcurre apaciblemente, llevando los libros de cuentas de alguien, o escribiendo una nueva sinfonía, cuando de pronto llaman a tu puerta. «Síganos sin ofrecer resistencia», te dicen. Te colocan las esposas y te leen tus derechos, y acto seguido te encuentras en un lugar como aquél. Essie tembló: también ella debía haberlo imaginado, aunque, si hay alguien inocente, es ella.
—Qué tontería —dijo, más para sí que a mí—. Lástima que no haya una cama, podríamos aprovechar el tiempo.
Le acaricié el dorso de la mano; sabía que intentaba subirme la moral.
—Nos han dicho que estaban atareados —le recordé.
Esperamos.
Media hora después, sin advertencia previa, sentí como Essie se ponía rígida bajo el brazo que le había pasado por encima del hombro, y su expresión cambió súbitamente a una de ira y de locura; yo mismo sentí una rápida sacudida enfermiza y furibunda en mi interior.
Desapareció casi instantáneamente y nos miramos el uno al otro. Había durado apenas unos segundos. Lo suficiente como para que adivináramos qué les había mantenido tan ocupado: y por qué no llevaban armas en las cartucheras.
Los terroristas habían vuelto a golpear, pero sólo un instante.
Cuando al fin regresó, el alférez estaba de buen humor. No quiero decir con ello que su actitud fuera amistosa. Los civiles seguíamos sin gustarle. Estaba lo suficientemente contento como para mostrar una enorme sonrisa, pero seguía lo suficientemente hostil como para no explicarnos el porqué de aquella sonrisa. Había transcurrido un buen rato. No se disculpó por ello, tan sólo nos condujo al despacho del comandante, sin dejar de sonreír. Y llegamos al final de nuestro recorrido: paredes de acero pintadas con colores pastel en las que se veía el aguilucho de la academia de West Point y los purificadores ambientales que trataban de acabar con el humo del cigarro del brigadier Cassata, quien también sonreía.
Las posibles —y buenas— explicaciones para tanta íntima jovialidad eran pocas, de modo que, dando palos de ciego aventuré una de ellas:
—Enhorabuena, brigadier —dije educadamente— por la captura de los terroristas.
Su sonrisa vaciló, pero afloró de nuevo. Cassata era un hombre de talla menuda, y algo más rechoncho de lo que habrían preferido los médicos del ejército; sus muslos asomaban al final de las perneras de sus pantalones cortos color aceituna sentado como estaba en el borde de su mesa al saludarnos.
—Según tengo entendido, señor Broadhead —me dijo—, su propósito aquí es el de entrevistar a la señora Dolly Walthers cosa que va a poder hacer, esté tranquilo, teniendo en cuenta las instrucciones que al respecto me han sido dadas, pero no puedo contestarle sus preguntas en lo referente a asuntos de alta seguridad.
—No le he hecho ninguna pregunta —señalé. Entonces, sin dejar de sentir la hiriente mirada de Essie en mi cogote que quería decir «¿Por qué te enfrentas con este gusano?», añadí—: Sea como sea, es muy amable por su parte el dejarnos hacerlo.
Él asintió, sin duda alguna convencido de que estaba siendo realmente muy amable.
—Sin embargo, hay una pregunta que quisiera hacerle: ¿por qué quieren verla? Si es que no le importa que se lo pregunte.
La mirada de Essie seguía escociéndome en el cogote, por lo que me abstuve de contestarle que sí me importaba.
—En absoluto —mentí—. La señora Walthers ha pasado algún tiempo en compañía de cierta persona muy allegada a mí y a quien estoy ansioso por volver a ver. Esperamos que la señora Walthers nos diga cómo ponernos en contacto con, esto, con esa persona.
Era absurdo tratar de ocultar el sexo revelador de la identidad de aquella persona. Sin duda alguna habían interrogado a fondo a la pobre Dolly Walthers y debían ya de saber que tan sólo eran dos las personas a quienes podía referirme, y era muy poco probable que de esas dos considerase a Wan como un allegado. Me miró con extrañeza, y después a Essie, y luego dijo:
—La señora Walthers es muy popular aquí. No les entretengo más. —Y nos hizo seguir al alférez encargado de guiarnos.
Como guía turístico, el alférez era un rotundo fracaso. No contestó ni una sola de nuestras preguntas y no nos facilitó espontáneamente información alguna. Y eso que había mucho de que sorprenderse, puesto que el Pentágono mostraba señales de recientes disturbios. No se trataba de daños materiales, no hasta ese extremo, pero las celdas habían resultado dañadas en el último ataque de locura que había durado un minuto. El cierre automático había sido destrozado por los guardas de servicio, y había sido una suerte que hubiera quedado abierto; de lo contrario, unos cuantos esqueletos lastimosos habrían perecido de inanición allí dentro.
Me di cuenta de ello al pasar frente a una hilera de celdas y al poder comprobar que todas estaban abiertas, con miembros de la policía militar apostados enfrente con cara de aburrimiento para asegurarse de que quienes tenían que estar allí dentro, dentro seguían. El alférez se detuvo para intercambiar unas breves frases con el oficial de la guardia y, mientras esperábamos, Essie me susurró:
—Si no han cazado a los terroristas, ¿por qué estaba el brigadier tan risueño?
—Buena pregunta —le contesté—. Ahí va otra. ¿Qué ha querido decir con lo de que «la señora Walthers es muy popular aquí»?
Nuestra charla escandalizó al alférez. Abrevió la suya con el teniente de la policía militar y nos hizo avanzar por un pasillo hasta una celda igual a las demás, con la puerta abierta. Señaló a su interior:
—Ahí tienen a su prisionero —dijo—. Pueden preguntarle todo lo que gusten, pero no sabe gran cosa.
—Me lo imagino —contesté—, porque de no ser así, a buen seguro que no nos la dejaban ver, ¿me equivoco?
Cacé al vuelo una de las hirientes miradas de Essie después de decir aquello. Tenía razón. Si no le hubiera molestado, el alférez habría tenido la mínima decencia de retroceder unos pasos para que pudiéramos hablar con Dolly Walthers en privado, en lugar de plantarse firmes a la puerta.
O tal vez no… Me inclino por esto último.
Dolly Walthers era una mujer del tamaño de una niña, tenía una voz chillona de niña y una fea dentadura. No estaba en su mejor momento. Estaba asustada, fatigada, hambrienta y triste.
Y yo no me encontraba mucho mejor. Era absoluta y desconcertantemente consciente de que aquella mujer que tenía delante acababa de pasar dos semanas en compañía del amor de mi vida, o de uno de los amores de mi vida, o de uno de los dos grandes amores de mi vida. Decirlo es sencillo. Sentirlo no lo era. No sabía qué hacer, ni qué decir, tampoco.
—Salúdala, Robin —me indicó Essie.
—Hola, señora Walthers —obedecí—. Soy Robin Broadhead.
Todavía le quedaban buenos modales. Alargó la mano como una niña bien educada.
—Lo sé, señor Broadhead, esto sin contar con que conocí a su esposa el otro día.
Nos dimos la mano ceremoniosamente y por su cara cruzó el fantasma de una triste sonrisa. No fue hasta algún tiempo después, al ver su marioneta que me representaba, cuando supe por qué había sonreído. Pero a la vez parecía sorprendida.
—Creí que eran cuatro las personas que me habían dicho que querían verme.
—Sólo somos nosotros dos —dijo Essie, y esperó que yo dijera algo.
Pero no abrí la boca. No sabía qué decir. No sabía qué preguntarle. Si solamente hubiera estado Essie presente, quizá habría sido capaz de explicarle a Dolly Walthers lo que Klara significaba para mí y pedirle ayuda, de cualquier clase. O si sólo hubiera estado presente el alférez, tal vez habría conseguido ignorarle como si se tratara de una pieza del mobiliario. O al menos eso pensaba yo… pero allí estaban los dos, y me quedé con la lengua trabada en tanto que Dolly Walthers me miraba con curiosidad y Essie con expectación; incluso el alférez se volvió para mirar.
Essie suspiró, con un suspiro lleno de exasperación y compasión y se decidió. Tomó impulso. Se volvió hacía Dolly Walthers.
—Dolly —dijo animosa—, tienes que perdonar a mi marido. Es muy traumático para él, por razones demasiado complejas para exponerlas ahora. Tienes que perdonarme a mí también por dejar que te llevara la policía militar; también es para mí traumático por razones relacionadas con esto. Lo importante es lo que tenemos que hacer ahora, que va a ser lo siguiente: en primer lugar nos vamos a asegurar de que abandonas este sitio; en segundo lugar requerimos tu compañía y tu ayuda en un viaje en el que debemos localizar a Wan y a Gelle-Klara Moynlin. ¿Estás de acuerdo?
También para Dolly Walthers estaba todo sucediendo demasiado deprisa.
—Bueno —dijo—, yo…
—¡Bien! —dijo Essie, asintiendo—. Hay que arreglar esto. ¡Usted, alférez! Llévenos a nuestra nave inmediatamente. Es la Único Amor.
El alférez abrió la boca escandalizado, pero me adelanté:
—Essie, ¿no crees que deberíamos consultárselo al brigadier?
Ella me apretó la mano y me miró. La mirada era compasiva. El apretón, una advertencia tipo «¡Robin, cállate la boca, so tonto!» que casi me deshizo los nudillos.
—Pobrecillo —le dijo al oficial en tono de disculpa—, hace poco sufrió una grave operación. Está desconcertado. ¡Rápido, hay que ir a la nave a por su medicina!
Cuando mi esposa Essie ha decidido hacer algo, lo mejor que puede hacerse es dejar que haga lo que tenía decidido. Yo ignoraba qué se proponía, pero sabía perfectamente qué era lo que esperaba que yo hiciera. Asumí el comportamiento de un hombre mayor aturdido por los efectos de una operación reciente, y la dejé que me guiara pasillo adelante a través del Pentágono en pos del alférez.
No avanzábamos muy deprisa porque los pasillos del Pentágono estaban abarrotados de gente. El alférez nos detuvo al llegar a una intersección mientras un grupo de prisioneros pasaba ante nosotros. Por alguna razón, estaban desalojando todo un bloque de celdas. Essie me dio un codazo y me señaló los monitores de las paredes. De éstos, unos cuantos no eran más que carteles indicadores —Comisariado 7, Personal Autorizado, Letrinas, Muelle V—, pero en otro…
En otro se veía la zona de atraque, y había un objeto de gran tamaño acercándose. Era grande, pesado, construido por seres humanos; a primera vista podía decirse que había sido construido en la Tierra y que no era Heechee. No era tan sólo cuestión de líneas, ni tampoco el que estuviera hecho de acero gris en lugar del habitual metal Heechee azul brillante. La prueba radicaba en los misiles de feroz aspecto que asomaban sus narices al delicado exterior.
Yo sabía que el Pentágono había perdido seis de esas naves, una detrás de otra, en el intento de adaptar el sistema de navegación MRL Heechee a naves de factura humana. No podía reprocharles semejante derroche, porque el diseño de mi Único Amor se había beneficiado de sus errores. Pero las armas eran poco agradables de ver. Nunca se ven armas en una nave Heechee.
—¡Venga! —nos espetó el alférez, mirándonos—. Se supone que no tendrían que estar aquí. Sigamos.
Empezó a caminar por un pasillo realmente despoblado, pero Essie le hizo aflojar la marcha.
—Por aquí se llega antes —dijo señalando el indicador que decía Muelles.
—¡Está fuera de mi jurisdicción! —exclamó el alférez.
—No cuando un buen amigo del Pentágono se encuentra mal —le respondió ella y, cogiéndome del brazo, hizo que nos dirigiéramos hacía el lugar en que más gente había.
Los secretos de Essie a veces guardan otros secretos, pero en esta ocasión el misterio quedó pronto desvelado. La conmoción la había causado los terroristas capturados, que el acorazado había traído, y Essie quería echarles un vistazo.
El acorazado había interceptado la nave robada por los terroristas en el momento en que abandonaba la MRL. La sacudieron a base de bien. Al parecer, los terroristas a bordo de la nave eran ocho. ¡Ocho en una nave Heechee que cinco personas abarrotaban! De los ocho, sólo tres habían sobrevivido para convertirse en prisioneros. Uno estaba en coma. Al otro le faltaba una pierna, pero estaba consciente. El tercero se había vuelto loco.
Era el terrorista loco el que más llamaba la atención. Era una joven negra de Sierra Leona, decían, y no paraba de gritar. Llevaba puesta una camisa de fuerza. Por el aspecto que ofrecía la camisa de fuerza, debía hacer rato que la joven estaba dentro, porque estaba sucia y grasienta y ella tenía el pelo revuelto y las facciones demacradas. Alguien gritaba mi nombre, pero me abrí paso con Essie para ver mejor.
—Está hablando en ruso —me explicó Essie, ceñuda—, pero no lo habla muy bien. Tiene acento de Georgia, muy marcado. Dice que nos odia.
—Ya me lo figuraba —le contesté.
Yo ya había tenido bastante. Cuando el alférez llegó, gritándole órdenes a la gente para que se alejaran de allí, le dejé que me obligara a retroceder a empellones, y de nuevo oí que alguien me llamaba.
O sea, que no era el alférez. De hecho, no era la voz de un hombre la que se oía. Procedía del grupo de prisioneros al que se estaba desalojando, y pude ver de quién era la voz. Era la joven china. Janie nosequé.
—¡Dios bendito! —le dije al alférez—. ¿Por qué la han arrestado?
Carraspeó.
—Ése es un asunto estrictamente militar que no le concierne, Broadhead. ¡Sígame, no tendría usted que estar aquí!
Es inútil discutir con alguien que ya ha tomado una decisión, de manera que no se lo volví a preguntar. Me fui directamente a la fila de prisioneros para preguntárselo a la propia Janie. El resto de los prisioneros eran mujeres también, todas ellas personal militar, arrestadas sin duda por haberse tomado más días de permiso que los debidos o por haberle cerrado la boca de un puñetazo a alguien parecido al alférez; buena gente, desde luego. Estaban todas quietas, calladas, escuchando.
—Audee se empeñó en venir porque tenían aquí a su mujer —me explicó, como si hubiera querido decir «su caso de sífilis incurable»—, así que tomamos un transbordador y en cuanto llegamos nos metieron entre rejas.
—¡Ahora mismo, Broadhead —me gritó el alférez—, va a venir conmigo, bajo arresto usted también! —Y su mano descansaba en la cartuchera, que esta vez contenía un arma.
Essie terció, conciliadora:
—Alférez, no tiene usted de qué preocuparse ya, porque la Único Amor está ahí esperándonos. Así que no nos perdamos en nimiedades. Queda solamente hacer venir al brigadier aquí para discutir un par de asuntos pendientes.
El alférez se echó a reír.
—¡Pero, señora, usted no puede hacer venir aquí al brigadier! —tartamudeó.
—¡Ya lo creo que puedo! Mi marido necesita atención médica, luego es aquí donde vamos a recibirle. El brigadier Cassata es un hombre cortés, ¿no?, de West Point, ¿no? Entonces, seguro que ha recibido muchos cursillos de protocolo y buenos modales, que incluyen hasta cómo estornudar en público. Ah, y por favor dígale al brigadier que aquí, donde mi pobre marido va a tener asistencia médica, tenemos un bourbon excelente a su disposición.
El alférez se alejó dando tumbos desesperado. Essie me miró y yo a ella.
—Y ahora, ¿qué? —le pregunté.
Ella sonrió y me palmeó la cabeza.
—Lo primero es darle instrucciones a Albert para lo del bourbon… y lo demás —dijo, mientras se volvía para decir un par de frases en ruso—. Y una vez hecho esto, a esperar que aparezca el brigadier.
El brigadier no tardó mucho en presentarse, pero cuando llegó, yo casi me había olvidado de él. Essie estaba conversando animadamente con el guardia que el alférez nos había dejado, y yo estaba pensando. Para variar, en lo que más estaba pensando no era en Klara, sino en la africana demente y en sus compañeros que casi lo eran también. Me daban miedo. Los terroristas me lo daban. Tiempo atrás había habido un PLO y un IRA, nacionalistas puertorriqueños y secesionistas servios, y jóvenes americanos, italianos y alemanes que manifestaban su desprecio por sus ricos progenitores, pero estaban todos separados. Era el hecho de que hubieran unido sus fuerzas lo que me asustaba. Los pobres y los furiosos habían unido sus odios y sus recursos, y no había duda de que iban a conseguir que el mundo les prestase atención. El haber capturado una de sus naves no iba a detenerles; sólo iba a hacer sus maquinaciones soportables durante algún tiempo… o casi soportables.
Pero para solucionar sus problemas, para aliviar su odio y satisfacer sus necesidades, era necesario mucho más. La colonización de planetas como Peggy era la mejor y quizás la única solución, pero era lenta. Los transportes podían llevar tres mil ochocientas de esas pobres gentes cada mes hacia una vida mejor. Pero cada mes nacían alrededor de un cuarto de millón de nuevos pobres, y la terrible operación aritmética era fácil de efectuar:
250.000
— 3.800
—————
246.200
Ésa era la cantidad de nueva gente pobre con la que había que vérselas cada mes. La única esperanza eran cientos y cientos de nuevos y más grandes transportes. Un centenar nos dejaría con el actual nivel de miseria. Un millar solventaría el problema de una vez y para siempre. ¿Pero de dónde iban a salir esos mil nuevos transportes? Se había tardado ocho meses en construir la Único Amor y había costado más dinero del que yo hubiera querido gastarme. ¿Cuánto costaría construir algo mil veces más grande?
La voz del brigadier me distrajo de mis pensamientos.
—¡Eso es del todo imposible! —estaba diciendo—. ¡Les he dejado que la vieran porque se me ha pedido que lo hiciera, pero que la deje ir con ustedes está fuera de toda discusión!
Me miró con ira cuando me uní a ellos y le di la mano a Essie.
—Está también la cuestión de Walthers y de la joven china —le dijo Essie—. Queremos que vengan con nosotros.
—¿Ah, sí? —le pregunté, pero el brigadier no me prestaba la menor atención.
—¿Y qué más, por amor de Dios? —preguntó—. ¿Quieren también que le dé la vuelta a mi sección del Pentágono o que les facilite un par de acorazados?
Essie negó cortésmente con la cabeza.
—No, gracias, nuestra nave es más confortable.
—¡Jesús! —Cassata se secó la frente y permitió que Essie le llevara al salón principal de la nave para tomar el bourbon prometido—. Bien, no hay ningún cargo serio en contra de Walthers y Yee-xing. No tenían ningún derecho a venir aquí sin autorización, pero si los llevan con ustedes podemos hacer la vista gorda.
—¡Espléndido! —exclamó Essie—. Ahora sólo queda la cuestión de la otra Walthers.
—Me es imposible asumir esa responsabilidad —empezó, pero Essie no le dejó acabar:
—¡Claro que no! Lo entendemos perfectamente. Por eso vamos a dirigirnos a sus superiores, ¿verdad que sí, Robin? Llama al general Manzbergen. Hazlo desde aquí, para que no haya ninguna posibilidad de que alguna grabación vaya a comprometernos, ¿eh?
Es inútil discutir con Essie cuando algo se le mete en la cabeza y además yo tenía curiosidad por ver qué estaba tramando.
—Albert —dije—, ya has oído, por favor.
—Desde luego, Robin —se oyó su voz sumisa.
Y un instante después la pantalla se encendía y allí estaba el general Manzbergen sentado frente a su mesa de trabajo.
—Buenos días, Robin, Essie —nos saludó de manera original—. Vaya, veo que está con vosotros Perry Cassata; mi enhorabuena a todos.
—Gracias, Jimmy —dijo Essie mirando de soslayo al brigadier—, pero no te hemos llamado por eso.
—¿Ah, no? —Frunció el entrecejo—. Pues sea lo que sea, rápido, ¿eh? Tengo que estar en una reunión importantísima dentro de minuto y medio.
—Te va a llevar mucho menos tiempo, mi querido general. Sólo queremos que le des al brigadier Cassata las órdenes oportunas para que nos deje a Dolly Walthers.
Manzbergen puso cara de sorpresa.
—¿Para qué?
—Para que nos ayude a localizar a Wan, mi querido general. Lleva un TTP, ya sabes. Es en interés de todos por lo que hay que obligarle a devolverlo.
Él sonrió cariñosamente.
—Un minuto, querida —dijo, y se inclinó hacia un comunicador privado.
El brigadier podía estar preocupado, pero no se le escapaba una.
—¿Y esa pausa? —señaló—. ¿No es ésa una radio de velocidad cero?
—Se trata de comunicación concentrada momentánea —le mintió Essie—. Pero nuestra nave es pequeña y no tiene demasiada energía, de manera que hay que ahorrar mientras la comunicación está interrumpida —volvió a mentirle—. Ah, ahí está el general otra vez.
El general se dirigió a Cassata.
—Está autorizado —ladró—. Podemos confiar en ellos, y además, les debemos un favor. Puede que nos ahorren muchos problemas en el futuro. Déles a quien le pidan, bajo mi entera responsabilidad. Y ahora, por amor de Dios, déjenme que me vaya a la reunión… ¡Y no volváis a llamarme a menos que estalle la cuarta guerra mundial!
El brigadier se marchó, desesperado; al poco rato, la policía militar trajo a Janie Yee-xing, un minuto después a Audee Walthers, y bastante más tarde, a Dolly Walthers.
—Me alegro de volver a veros —les dijo Essie dándoles la bienvenida a bordo—. Me imagino que tenéis mucho de que hablar entre vosotros, pero antes, alejémonos de este condenado lugar. ¡Albert, en marcha!
—Desde luego, señora Broadhead —cantó Albert. No se tornó la molestia de materializarse súbitamente en el puesto del piloto, sino que apareció en la puerta, apoyado en el dintel y sonriéndonos.
—Las presentaciones protocolarias las dejaremos para más tarde —dijo Essie—. Este buen amigo es un programa computerizado. Albert, ¿estamos ya lo bastante lejos del Pentágono?
Él asintió guiñando un ojo. Entonces, ante mis propias narices dejó de ser el anciano con una pipa y un suéter usado para convertirse en el General James P. Manzbergen, más alto, más delgado, uniformado y cubierto de medallas:
—Desde luego que lo estamos, querida —exclamó—. ¡Y ahora, pongamos nuestros traseros en MRL antes de que descubran que les hemos engañado!