RETORNO A PÓRTICO
Pórtico me proporcionó mi inmensa fortuna, pero también los momentos más angustiosos de mi vida. Volver a Pórtico fue como retroceder en el tiempo para volver a encontrarme conmigo mismo. Yo era en aquella época un ser humano joven, sin un céntimo, asustado y desesperado, cuyas únicas posibilidades en la vida eran salir en una misión que podía significar la muerte, o bien pasar el resto de mis días en un lugar en el que nadie deseaba vivir. No había cambiado demasiado, Pórtico. Aun ahora nadie habría querido vivir, aunque la gente vivía y los turistas no hacían más que llegar o irse constantemente. Al menos ahora las misiones no eran tan temerariamente arriesgadas como acostumbraban a serlo. Mientras atracábamos, le dije a mi programa Albert Einstein que acababa de hacer un descubrimiento filosófico; a saber, que existe una ley de mutua compensación. Pórtico se había convertido en un lugar más seguro mientras que el planeta Tierra, nuestro hogar, se había convertido en un lugar más peligroso.
—A lo mejor es que hay una ley de conservación de la miseria que asegura un mínimo de infelicidad para cada ser humano, y todo lo más que puede hacerse es esparcirla en un sentido u otro.
—Cuando dices cosas como ésas, Robin —suspiró—, es cuando me pregunto si mis diagnósticos no son tan buenos como deberían. ¿Estás seguro de que no es consecuencia de la operación?
Albert estaba, o así aparecía, sentado en el borde de su asiento, guiando nuestra nave para aterrizar mientras me hablaba, pero yo sabía que su pregunta era retórica. Tenía mis constantes ininterrumpidamente monitorizadas.
Tan pronto como la nave quedó asegurada, desconecté la cinta del programa de Albert y me la encajé debajo de la axila, encaminándome hacia mi nueva nave.
—¿No quieres echar un vistazo? —me preguntó Essie, estudiándome con una expresión casi idéntica a la que me había mostrado Albert—. Entonces, ¿quieres que vaya contigo?
—La verdad es que me muero por ver la nueva nave —le dije—; sólo quiero acercarme para ver cómo es. Nos podemos encontrar allí más tarde.
Yo sabía que estaba ansiosa por ver cómo marchaba la nueva sede de su amadísima cadena de restaurantes de comida rápida en Pórtico. Por descontado, yo ignoraba con quién iba a encontrarse.
Así que yo no pensaba en nada en concreto mientras me encaramaba por la escotilla de mi nave personal, construida por manos humanas, mi propio yate interestelar, y maldita sea si no resultó cierto que estaba tan excitado como le acababa de decir a Essie. Vaya, ¡es que fue como ver convertidas en realidad mis fantasías de niño! Era de verdad. Y era enteramente mía, y tenía de todo.
O por lo menos, casi de todo. El camarote principal tenía una cama anisoquinética maravillosamente ancha, y al otro lado de la puerta había un genuino cuarto de aseo. Tenía una despensa repleta hasta los topes y algo que se parecía muchísimo a una cocina de verdad. Tenía también dos camarotes-despacho, uno para Essie y otro para mí, que podían convertirse en sendos dormitorios extra en caso de que decidiéramos estar en compañía de invitados. Poseía el primer sistema de navegación jamás construido por seres humanos en una nave civil a mayor rapidez lumínica; bien, algunos de sus componentes eran Heechees, rescatados de naves de exploración dañadas, pero la mayoría eran de factura humana. Y era potente, con un sistema de navegación más amplio y veloz. Incluía un cubículo para Albert, un receptáculo para cintas de datos con su nombre grabado encima; deslicé el rollo dentro, pero no lo activé porque quería gozar a solas de aquel espectáculo. Había cintas con música o piezas de PV grabadas, obras de consulta y programas especializados capaces de llevar a cabo casi cualquier cosa que o bien Essie o bien yo les pidiéramos que hicieran. La pantalla panorámica era una copia de la del transporte S. Ya., cuyo tamaño era diez veces superior al de las borrosas planchas de las naves de exploración. Tenía todo lo que yo había soñado que pudiera haber en una nave, realmente, y lo único que le faltaba era un nombre.
Uno de los descubrimientos de menor importancia realizados por los Heechees era el «empuje anisoquinético»: una sencilla herramienta que lograba convertir cualquier impacto en una fuerza igual a la recibida, fuera cual fuera el ángulo. La teoría que lo sustentaba era a la vez profunda y elegante. El uso que le dio la gente, no tanto. El artefacto más popular de los construidos con materiales anisoquinéticos fue un colchón de cama elástico, cuya fuerza era vector más que escalar, lo que producía un soporte titilante a la actividad sexual. ¡Actividad sexual! ¡La de tiempo que malgastan los seres humanos en semejante cosa!
Me senté al borde de la gran cama anisoquinética y sentí el divertido empuje en mi trasero, porque empujaba mi cuerpo hacia arriba en vez de ser mi cuerpo el que empujaba el colchón hacia abajo para quedar hundido en él, como sucede en los colchones corrientes, y pensé en el problema del nombre. Era un buen lugar para hacerlo, porque la persona que iba a compartir aquella cama conmigo era la persona con cuyo nombre quería bautizar a la nave. Sin embargo, ya le había dado su nombre al transporte interestelar.
Por supuesto, pensé, había muchas maneras de resolver el dilema. Podía ponerle Semya. O Essie. O, puestos a ello, Señora de Robinette Broadhead, aunque sonaba de lo más estúpido.
El asunto era bastante urgente. Estaba todo preparado para partir. No había nada que nos retuviera en Pórtico, salvo el hecho de que yo no pudiera salir en una nave que carecía de nombre. Me encontré a mí mismo en la cabina de los controles, y me senté en el asiento del piloto. Éste estaba diseñado para un trasero humano, y, con sólo eso, se había logrado ya una inmensa mejora sobre el antiguo modelo.
De niño, cuando vivía en las minas de alimentos, solía sentarme en una silla de la cocina, frente al horno de microondas, y me imaginaba estar pilotando una nave de Pórtico hacia los remotos confines de la Galaxia. En aquel momento estaba haciendo lo mismo. Alargué la mano y toqué las ruedas que establecían el curso y me imaginé que apretaba la teta de despegue y… y bueno, me puse a fantasear. Me imaginé a mí mismo cruzando el espacio de la misma manera despreocupada, aventurera y sin riesgos que había soñado de niño. Quásares arremolinados. A toda velocidad hacia las Galaxias cercanas. Atravesando el velo de polvo de silicona del corazón de la Galaxia. ¡Encontrándome con un Heechee! Entrando en un agujero negro…
La ensoñación quedó colapsada entonces, porque era, para mí, algo demasiado real, pero fue también entonces cuando me di cuenta de que tenía un nombre para la nave. Se ajustaba a Essie perfectamente, pero sin duplicar la denominación de la S. Ya.:
Único Amor.
¡Era el nombre perfecto!
Mas, siendo así, ¿por qué me dejó vagamente melancólico, sentimental y suspirando de amor?
Ésa era una cuestión que prefería no averiguar. Y ahora que había decidido un nombre, había varias cosas que hacer: había que rectificar el registro, ultimar los documentos del seguro, notificar al mundo mi decisión. La manera de hacerlo era diciéndole a Albert que se encargara de hacerlo. Sacudí, pues, la cinta que lo contenía para asegurarme de que estaba firmemente encajado y lo conecté.
No me había acostumbrado todavía al nuevo Albert, por lo que me di un buen susto cuando, en lugar de aparecer dentro del proyector holográfico, ni tan siquiera cerca de éste, se me apareció junto a la puerta del camarote principal. Se plantó allí con un codo apoyado en la palma de una mano, y la pipa en la mano que tenía libre, mirando a su alrededor como si acabara de llegar.
—Una nave bonita, sí señor —juzgó—. Mi enhorabuena, Robin.
—¡No tenía la menor idea de que pudieras pasearte así!
—Mi querido Robin, de hecho no me estoy «paseando» —me corrigió amablemente—. Es parte de mi actual programación el dar la máxima sensación de realismo. Aparecer como un genio que sale de la lámpara de Aladino no sería realista, ¿verdad que no?
—Eres un programa la mar de listo —reconocí, y él, sonriendo, me dijo:
—Y un programa alerta también, si es necesario, Robin. Por ejemplo, aseguraría que tu encantadora esposa se está acercando en este preciso instante.
Se hizo a un lado —¡algo completamente innecesario!— al entrar Essie, que trataba de recuperar el resuello y de no dar la impresión de que estaba triste.
—¿Qué pasa? —le pregunté, súbitamente alarmado.
No me contestó directamente.
—Entonces, ¿no te has enterado? —dijo por fin.
—¿Enterado de qué?
Puso cara a la vez de sorpresa y de alivio.
—Albert, ¿no has establecido aún la conexión con la red de información?
—Estaba a punto de hacerlo, señora Broadhead —dijo amablemente.
—¡Pues no lo hagas! Hay… bueno, hay algunos reajustes que debo hacer por culpa de las condiciones de la Corporación.
Albert juntó los labios pensativamente, pero no dijo nada. Yo no me mordí la lengua:
—¡Essie, escúpelo ya de una vez! ¿Qué pasa?
Se sentó en el banco del comunicador, abanicándose.
—¡El canalla de Wan! —dijo—. ¡Está aquí! Es la comidilla de todo el asteroide. Me sorprende que no hayas oído nada. ¡Buf! ¡Qué carrerón! Tenía miedo de que te deprimieras.
Le sonreí comprensivo.
—Hace semanas que me operaron, Essie —le recordé—. No estoy tan delicado, ni voy a armar ningún revuelo por culpa de Wan si es eso lo que te preocupa. ¡Ten un poco más de confianza en mí!
Ella misma me miró fijamente y asintió.
—Es cierto —admitió—. Ha sido una bobada. Bien, yo me vuelvo al trabajo. —Se puso en movimiento, se levantó y se dirigió a la puerta—. ¡Pero recuerda, Albert: nada de conectar con la red principal hasta que yo vuelva!
—¡Espera! —le grité—. No has oído mis noticias. —Ella se detuvo lo suficiente para dejarme decir lleno de orgullo—: He encontrado un nombre para la nave. Único Amor. ¿Qué te parece?
Se tomó mucho tiempo para pensárselo, y la expresión de su rostro fue mucho más forzada y mucho menos complacida de lo que yo había esperado. Entonces, me dijo:
—Sí, es muy buen nombre. Que Dios la bendiga y a todos los que viajan en ella, ¿eh? Bien, ahora tengo que irme.
Después de veinticinco años juntos, aún no acabo de comprender a Essie. Así se lo dije a Albert. Estaba sentado despreocupadamente en la banqueta frente al tocador de Essie, mirándose al espejo, y se encogió de hombros.
—¿Crees que no le ha gustado el nombre? —le pregunté—. ¡Es un buen nombre!
—A mí me lo hubiera parecido —dijo mientras experimentaba diferentes expresiones ante el espejo.
—¡Si ni siquiera daba la impresión de querer ver la nave!
—Parecía como si algo la preocupara —asintió.
—¿Pero qué? Te lo juro —repetí—, no siempre consigo entenderla.
—Te confieso que a veces a mí me sucede lo mismo. Pero en mi caso —dijo volviéndose hacia mí para guiñarme un ojo—, supongo que se debe a que soy yo una máquina y ella es humana. Me pregunto cuál será la causa en tu caso.
Me lo quedé mirando, un tanto preocupado, y entonces le sonreí.
—Eres bastante más divertido en tu nueva programación, Albert —le dije—. ¿Se puede saber qué te propones al mirarte en un espejo cuando sé perfectamente que no puedes ver nada?
—¿Puede saberse qué beneficio obtienes tú al mirar a la Único Amor, Robin?
—¿Por qué siempre que te hago una pregunta me contestas con otra pregunta? —le respondí, y se echó a reír con fuertes carcajadas.
Era una buena actuación. Mientras tuve al antiguo programa Albert éste era capaz de reír e incluso de inventar chistes, pero siempre sabías que no era más que una imagen sonriendo. Incluso podías creer que se trataba de la imagen de alguien, si así lo preferías; digámoslo sin ambages pues yo mismo lo hacía a menudo, algo así como la imagen de alguien tal como aparece en la Piezovisión. Pero lo que no había… ¿cómo definirlo? Lo que no había era presencia. Pero ahora sí la había. No es que se oliera. Pero yo podía sentir su presencia en la habitación con más sentidos que sólo la vista y el oído. ¿Cosa de temperatura, de sensación de masa? No lo sé. Se trataba de lo mismo que te dice que hay alguien a tu lado, sea lo que sea.
—La verdadera respuesta —dijo presumiendo—, es que este aspecto es mi propio equivalente a una nave nueva, o el equivalente al traje de los domingos, o la analogía que prefieras establecer. No hago más que contemplarlo para comprobar hasta qué punto me gusta. ¿Y a ti qué te parece?, que a fin de cuentas es lo que importa.
—No te hagas el humilde —le dije—; claro que me gusta. Pero preferiría que estuvieras conectado a la red principal de información. Me gustaría saber, por ejemplo, si alguna de las personas con quienes he estado trabajando ha hecho algo en relación al asunto de los terroristas.
—Sabes que haré cualquier cosa que me ordenes, pero la señora Broadhead fue bastante explícita —me contestó.
—No, no quiero que el conflicto te haga saltar en pedazos o afecte a tus auxiliares. Ya sé qué es lo que voy a hacer —le dije, levantándome con una lucecita encendida en mi cabeza—. Voy a salir al pasillo y voy a establecer la comunicación a través de uno de los circuitos de comunicación, si es que —bromeé— no he olvidado cómo hacerlo yo solo.
—Sí, claro, puedes hacerlo —el tono de su voz era de preocupación, por algún motivo—, pero es innecesario, Robin.
—Sí, de acuerdo —le dije mientras me detenía en el umbral de la puerta—, pero me pica la curiosidad, ¿sabes?
—En lo referente a tu curiosidad —repuso sonriendo mientras embutía el tabaco en la cazoleta de su pipa (aunque, pensé, es una sonrisa forzada)—, en lo que a eso se refiere, tengo que recordarte que hasta que atracamos estuve en constante comunicación con la red. No había ninguna novedad digna de mención. Aunque es posible, no obstante, que la misma ausencia de noticias sea, en sí misma, interesante. Por no decir tranquilizadora.
No acababa de acostumbrarme al nuevo Albert. Volví a sentarme y me quedé mirándole.
—Eres un jodido jeroglífico, doctor Einstein —le dije.
—Sólo cuando tengo que transmitir información de por sí poco clara. —Sonrió—. El general Manzbergen no recibe tus llamadas en este preciso momento. El senador dice que ha hecho todo cuanto le ha sido posible. Maitre Ijsinger dice que Kwiatkowski y nuestro amigo de Malasia no responden a los esfuerzos realizados por tu parte para contactar con ellos, y todo lo que ha conseguido de los albaneses es un mensaje que reza: «No se preocupe».
—¡Pues entonces algo ha pasado! —exclamé, poniéndome de nuevo en pie.
—Es posible que algo pueda pasar —me corrigió—, y en tal caso, de verdad, lo único que podemos hacer es dejar que ocurra. En cualquier caso, Robin —dijo con tono engatusador—, preferiría que no abandonaras la nave ahora. Hay una buena razón: ¿Cómo puedes estar seguro de que ahí fuera no hay alguien con una pistola y tu nombre en una lista?
—¿Un terrorista? ¿Aquí?
—Aquí o en Rotterdam, ¿qué te hace pensar que en un lugar es más probable que en el otro? Permíteme que te recuerde, Robin, que poseo alguna experiencia en ese terreno. En cierta ocasión los Nazis le pusieron a mi cabeza un precio de veinte mil marcos; ¡puedes estar seguro de que no le dejé a nadie hacerse con ella!
Me detuve antes de cruzar el umbral.
—¿Los quiénes?
—Los Nazis, Robin. Un grupo de terroristas que ocupó el poder en Alemania hace muchos años, cuando yo estaba vivo.
—¿Cuándo estabas qué?
—Quiero decir, claro está —comentó con indiferencia— en la época en la que el ser humano cuyo nombre me habéis dado estaba vivo; pero desde mi punto de vista, ésa es una distinción poco importante.
Distraído, se metió la pipa llena de tabaco en el bolsillo y se sentó de manera tan natural, tan sin reservas, que automáticamente yo también me senté.
Aunque es interesante verme desde el punto de vista de Robin, es poco agradable. La programación que la señora Broadhead me había asignado me constreñía a hablar, comportarme, e incluso pensar, de la misma manera en que lo habría hecho el genuino Albert Einstein de haber vivido lo suficiente como para ocupar mi lugar. Robin cree que es grotesco. En cierto sentido tiene razón. Los seres humanos son grotescos.
—Creo que no acabo de acostumbrarme a tu nueva personalidad, Albert.
—No hay mejor tiempo que el presente, Robin.
Me sonrió seductor. Todo él era más sólido. Los antiguos hologramas lo presentaban en una docena, más o menos, de poses características: con un viejo jersey o en camiseta, con o sin calcetines, con bambas o en zapatillas, con la pipa o con un lápiz. Sin duda, en aquel momento llevaba una camiseta, pero encima de ésta llevaba puesto un suéter, de esos holgados que se abrochan por delante y llevan bolsillos, un cárdigan, que tanto se llevan en Europa. En la chaqueta había una chapita que decía «Dos por ciento», y alrededor de la barbilla se veía una barba rala blanca de dos días, que sugería que no se había afeitado aquella mañana. ¡Bueno, claro que no se había afeitado! Ni entonces ni nunca, por lo demás, ya que no era sino la proyección holográfica de un proceso computerizado… ¡Pero tan real, tan convincente, que estuve a punto de ofrecerle mi propia máquina de afeitar!
Me eché a reír y sacudí la cabeza.
—¿Qué es eso del dos por ciento?
—Ah —dijo con reserva—, un lema de mi juventud. Si el dos por ciento de la humanidad se negase a pelear, no habría guerras.
—¿Lo crees en estos momentos?
—Confío en ello, Robin —me corrigió—. Aunque las noticias no sean portadoras de mucha esperanza, tengo que admitirlo. ¿Quieres conocer el resto de las noticias?
—Supongo que debería querer —contestó, y le observé dirigirse al tocador de Essie.
Se sentó en la banqueta frente al tocador y se puso a juguetear ociosamente con los frascos de perfume y con los objetos de decoración femenina mientras me hablaba; tan normal, tan humano, que me distrajo de lo que me estaba diciendo. Afortunadamente, porque las noticias no podían ser peores. La destrucción del acelerador Lofstrom había sido el primer movimiento de una insurrección, y una pequeña guerra sangrienta había estallado en aquella parte de Sudamérica. Los terroristas habían vertido toxinas de botulismo en los abastecimientos de agua de Londres. Noticias así prefería no saberlas, y se lo dije.
Él suspiró y asintió.
—Los tiempos eran mejores cuando yo era joven —dijo nostálgico—. Aunque no eran perfectos, desde luego. Hubiera podido llegar a ser presidente del estado de Israel, ¿lo sabías, Robin? Pues sí. Pero sentí que no debía aceptar. Yo luchaba por la paz, siempre, y un estado en ocasiones debe declarar la guerra. Loeb me dijo una vez que todos los políticos son casos patológicos, y me temo que así es. —Se sentó erguido y más animado—: ¡Pero hay buenas noticias después de todo, Robin! El Premio Broadhead a los Descubrimientos Científicos…
—¿El qué?
—Acuérdate, Robin —dijo con impaciencia—, el sistema de premios que me autorizaste a organizar justo antes de que te operaran. Ha empezado a dar frutos.
—¿Acaso has resuelto el Gran Misterio de los Heechees?
—Ah, Robin, ya veo que me quieres tomar el pelo —me reprochó amablemente—. Desde luego que por ahora no hay nada de tan vasto alcance. Pero hay un físico en Laguna Beach, Beckfurt. ¿Conoces su trabajo? ¿Aquel con el que proponía un sistema para llegar al espacio plano?
—No, ni siquiera sé qué es el espacio plano.
—Bueno —dijo, resignándose ante mi ignorancia—, creo que eso no importa demasiado de momento; ahora está trabajando en un análisis matemático de la pérdida de masa. ¡Según parece, se trata de un fenómeno bastante reciente, Robin! ¡No se sabe cómo pero de alguna manera al universo se le ha estado añadiendo masa en los últimos millones de años!
—Vaya —dije, haciendo ver que entendía lo que me decía. Pero no le engañé.
Siguió, paciente:
—Si te acuerdas, Robin, hace algunos años aquella Difunta, o sea, la mujer registrada en lo que ahora es el transporte S. Ya. Broadhead, nos llevó a pensar que el fenómeno de la pérdida de masa tenía que ver con una intervención Heechee. Descartamos esa posibilidad entonces, porque no parecía haber razón alguna para que así fuera.
—Lo recuerdo —dije, pero era verdad sólo en parte.
Recordaba, eso sí, que por aquel entonces Albert había concebido la absurda idea de que los Heechees habían colapsado la expansión del universo para conducirlo de nuevo al átomo primordial, para lograr de esta manera un nuevo Big Bang y, en consecuencia, un universo nuevo con leyes físicas algo distintas. Pero entonces cambió de parecer. Sin duda, debió de explicarme sus razones, pero yo no las había sabido retener.
—¿Mach? —dije—, ¿tiene algo que ver con nuestro amigo Mach? ¿Y con alguien que se llama Davies?
—¡Exactamente, Robin! —aplaudió, sonriéndome encantado—. La Hipótesis sugiere una buena razón para haberlo hecho, pero la Paradoja de Davies convierte tal hipótesis en improbable. ¡Bien, pues ahora Beckfurt ha demostrado analíticamente que no es necesario aplicar la Paradoja de Davies si se parte del presupuesto que las expansiones y contracciones del universo son finitas!
Se levantó y se puso a pasear por la estancia, demasiado satisfecho consigo mismo como para seguir sentado y quieto. Yo no entendía qué era lo que le causaba aquel regocijo.
—Albert —le pregunté, todavía incierto—, ¿estás sugiriéndome que el universo entero se está estrechando alrededor de nuestras cabezas y que al final nos vamos a quedar todos aprisionados dentro del? ¿cómo lo llamas? ¿phloem?
—¡Exactamente, mi querido muchacho!
—¡Y eso te pone contento!.
—¡Naturalmente! ¡Oh, bueno! —dijo, deteniéndose junto a la puerta para mirarme—. Ya veo qué es lo que te preocupa. No va a ocurrir pronto. Con toda seguridad, no antes de varios miles de millones de años.
Me arrellané en mi asiento, mirándole. Me iba a llevar algún tiempo acostumbrarme a este nuevo Albert. Todo le parecía estupendo; parloteaba y parloteaba sin cesar, satisfecho a más no poder, de las teorías a medio cocer que le habían estado lloviendo encima desde que se había instaurado el premio, y de las interesantísimas nociones que, a raíz de las teorías, se le habían estado ocurriendo.
¿Qué se le habían estado ocurriendo?
—Un momento —dije, con el entrecejo fruncido porque había algo que no acababa de ver claro—. ¿Cuándo?
—¿Cuándo, qué, Robin?
—¿Cuándo has podido reflexionar tú sobre lo que acabamos de hablar si has estado desconectado todo el tiempo menos este rato que llevamos hablando?
—Exactamente, Robin. Cuando estaba desconectado, como tú dices. —Parpadeó—. Ahora que la señora Broadhead me ha facilitado un circuito de información incorporado, no dejo de existir ni siquiera cuando me pides que me retire, ¿sabes?
—No, no lo sabía —le contesté.
—¡Y me proporciona un placer que no puedes ni hacerte idea! ¡Pensar y nada más! Es lo que ansié a lo largo de toda mi vida. Siendo joven suspiraba por la mera oportunidad de poderme sentar a pensar, para poder hacer cosas tales como reconstruir pruebas de conocidos teoremas físicos y matemáticos. ¡Ahora puedo hacerlo muy a menudo, y mucho más rápidamente que cuando estaba vivo! Le estoy muy agradecido a tu esposa por ello. —Se tiró del lóbulo de la oreja—. Y aquí viene de nuevo tu esposa, Robin. Señora Broadhead, acabo de recordar que debo expresarle mi gratitud por la nueva programación.
Robin no entendía demasiado bien la Paradoja de Davies, pero es que ni siquiera acababa de entender la Paradoja de Olbers, que ya preocupaba a los astrónomos en el siglo diecinueve. Olbers predicaba que si el universo es infinito, debe comprender un número infinito de estrellas. Lo que significa que lo que nosotros debemos percibir no es estrellas aisladas sobre el fondo negro del espacio, sino una bóveda de luz estelar sólida, de un blanco deslumbrante. Y lo probó matemáticamente. (Lo que él ignoraba es que las estrellas están agrupadas en Galaxias, lo que altera los cálculos matemáticos).
Un siglo después, Paul Davies decía: Si es cierto que el universo es cíclico y que se expande y contrae sin cesar, entonces, si es posible que un fragmento de materia o de energía atraviese sus límites hasta alcanzar el siguiente universo, en un tiempo infinito, esa luz dejada escapar aumentará infinitamente y volveremos a tener un cielo como el descrito por Olbers. Lo que él ignoraba es que el número de oscilaciones que permite la fuga de un fragmento de energía no es infinito. Y nosotros nos encontrábamos nada menos que en la primera.
Ella le miró sorprendida y a continuación hizo que no con la cabeza.
—Robin, cariño —me dijo—, hay algo que debo decirte. Un momento.
Se volvió hacia Albert y le espetó tres o cuatro rápidas frases en ruso. Él asintió, con expresión grave.
A veces soy tan lento que me cuesta ver lo que tengo delante, pero en esta ocasión la cosa era demasiado obvia. Algo pasaba de lo que tenía que ser informado.
—Venga ya, Essie —le dije alarmado, y más alarmado todavía porque ignoraba de qué estaba receloso—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha hecho Wan esta vez?
—Wan ha abandonado Pórtico, y no podía haberlo hecho en momento más adecuado, porque está en aprietos con la gente de la Corporación, y con un montón más de gente, también. Pero no es de Wan de quien quiero hablarte. Es de una mujer que he visto en mi sucursal de Pórtico. Se parecía muchísimo a la mujer de quien estabas enamorado antes de conocerme: Gelle-Klara Moynlin. Se parecía tanto que he pensado que se trataba tal vez de una hija suya.
Me la quedé mirando.
—¿Cómo? ¿Y tú cómo sabes qué aspecto tenía Klara?
—Oh, Robin —dijo con impaciencia—, hace veinticinco años que estamos casados, y yo soy especialista en la actualización de datos. ¿No supondrás que no he podido apañármelas para enterarme, verdad? Lo sé todo de ella, cada dato almacenado.
—Ya, pero… ella jamás tuvo una hija, ya sabes.
Me detuve, preguntándome súbitamente qué era lo que yo mismo sabía. Había amado mucho a Klara, pero no durante mucho tiempo. Era más que probable que hubiera cosas en su vida que no me hubiera contado.
—Mira, de hecho —dijo Essie en tono de disculpa—, mi primera hipótesis es que fuera hija tuya. Sólo en teoría, ya me entiendes, pero era posible. —Se volvió a Albert para preguntarle—: Albert, ¿has acabado las indagaciones?
—Sí, señora Broadhead —asintió con expresión grave—. No hay nada en los informes de Gelle-Klara Moynlin que permita creer que tuvo una hija.
—¿Y?
Buscó la pipa y jugueteó con ella.
—No hay dudas en lo relativo a la identidad, señora Broadhead. Su nombre aparece en el registro, junto con el de Wan, con fecha de hace dos días.
Essie suspiró.
—Entonces —dijo con valor—, no hay duda. La mujer que he visto en la sucursal es la propia Klara. No se trata de una impostora.
En aquel momento, mientras trataba de digerir lo que acababan de decirme, lo que más deseé en este mundo, o en cualquier caso lo que más urgentemente necesitaba en aquel momento, fue la restablecedora y tranquilizadora presencia de mi programa psicoanalítico, Sigfrid von Shrink. Necesitaba ayuda.
¿Klara? ¿Viva? ¿Aquí? Y en caso de que semejante imposibilidad resultara cierta, ¿qué debería hacer yo al respecto?
Al menos, era capaz de decirme a mí mismo que no le debía nada a Klara que no le hubiera pagado ya. Le había pagado ya con un prolongado período de luto y un amor permanente, con un sentimiento de pérdida que tres décadas no habían conseguido disipar del todo. Había sido arrancada de mi lado, atrapada al otro lado de un mar que me era imposible atravesar, y lo único que conseguía hacérmelo más llevadero era el haber llegado por fin a creer que No Era Culpa Mía.
Pero el mar parecía haberse abierto solo, de un modo u otro. ¡Ella estaba aquí! También yo estaba aquí, felizmente casado desde hacía muchos años, con la vida perfectamente establecida, sin un lugar en ella para la mujer a la que había jurado querer exclusivamente y para siempre.
—Pero hay más —dijo Essie, escrutando mi rostro.
Yo estaba bastante ausente de la conversación.
—¿Sí?
—Digo que hay más. Wan llegó con dos mujeres, no con una. La otra mujer es Dolly Walthers, la esposa infiel de la persona a quien vimos en Rotterdam, ¿te acuerdas, no? Joven, estaba llorando, tenía el rimel corrido… es bonita, aunque no está en el mejor estado psíquico. Los de la policía militar americana la arrestaron cuando Wan se largó dejándola sin blanca, así que he ido a verla.
—¿Dolly Walthers?
—¡Oh, Robin, escúchame por favor! Sí, Dolly Walthers. Pero de todos modos no ha podido decirme gran cosa, porque los de la policía militar tenían otros planes para ella. Los de los Estados Unidos querían llevársela al Alto Pentágono. La policía militar brasileña quería impedirlo. Ha habido una buena discusión y al final los americanos se han salido con la suya.
Asentí para demostrar que entendía lo que me estaba diciendo. Essie me estudió con la mirada.
—¿Te encuentras bien, Robin?
—Desde luego que estoy bien. Sólo estoy un poco preocupado porque si hay fricción entre americanos y brasileños, espero que ello no sea obstáculo para que lleguen a un acuerdo en lo de los terroristas.
—Ah —dijo Essie, asintiendo—, ahora lo entiendo. Hubiera jurado que había algo que te preocupaba pero no daba con el qué. —Entonces se mordió el labio—. Por favor, perdóname Robin, creo que yo también estoy un poco triste.
Se sentó en el borde del colchón anisoquinético, y se crispó con irritación cuando el colchón la empujó hacia arriba.
—Los asuntos prácticos en primer lugar —dijo concentrándose. — ¿Qué hacemos? Las alternativas son éstas: uno, salir a investigar el objeto localizado por Walthers como habíamos planeado; dos, intentar obtener más información respecto a Gelle-Klara Moynlin; tres, comer algo y dormir bien antes de empezar a hacer nada, porque —añadió en tono de reconvención—, no debemos olvidarnos de que estás todavía convaleciente de una importante operación intestinal. Yo personalmente me inclino ante la tercera alternativa, ¿qué opinas tú?
Como yo estaba reflexionando sobre una cuestión tan importante, Albert se aclaró la garganta:
—Se me ocurre, señora Broadhead, que no resultaría demasiado caro, tal vez unos cientos de miles de dólares, fletar una Uno para un servicio de unos pocos días y enviarla en un servicio de fotorreconocimiento.
Le miré, intentando seguir su razonamiento.
—De esta manera —explicó—, podríamos hacer que la nave buscara ese objeto, que lo localizara y lo observara y nos trajera los informes. No hay una gran demanda de naves de un solo tripulante actualmente, según tengo entendido, y en el peor de los casos aquí en Pórtico hay muchas disponibles.
—¡Qué buena idea! —exclamó Essie—. Está decidido entonces, ¿no? Encárgate de arreglarlo, Albert, y prepáranos algo delicioso para comer, en nuestra primera comida a bordo de la nueva nave, hum, sí, Único Amor.
Ya que yo no manifestaba ninguna objeción, eso fue lo que hicimos. No manifesté ninguna objeción porque me hallaba en pleno shock. Lo peor del shock es que mientras lo padeces no te das cuenta de que estás bajo sus efectos. Creí estar perfectamente lúcido y consciente. De modo que me comí todo lo que me pusieron por delante, y no noté nada extraño hasta que Essie me metió en la cama saltarina.
—No has dicho palabra —le dije.
—Claro, porque las diez últimas veces que te he dirigido la palabra no me has contestado —me dijo, sin hacerme ningún reproche—. Nos veremos mañana por la mañana.
Comprendí rápidamente lo que había querido decir con aquello.
—Te vas a dormir al camarote de los invitados, ¿no es eso?
—Sí, cariño, pero no porque esté enfadada o dolida. Sólo para que puedas estar a solas esta noche, ¿de acuerdo?
—Supongo que sí. Quiero decir que sí, claro, cariño; es una buena idea, probablemente —le contesté.
Empecé a darme cuenta de que Essie estaba muy triste e incluso llegué a pensar que podía ser preocupante. Cogí su mano y le besé la muñeca antes de que la retirara, y me esforcé por darle conversación:
—Essie, ¿habría debido consultarte antes de ponerle nombre a la nave?
Apretó los labios.
—Único Amor es un nombre —juzgó.
Pero me dio la impresión de que tenía alguna reserva, y yo no entendía por qué.
—Te lo habría consultado —le expliqué—, pero me pareció que hacerlo habría sido bastante torpe. Quiero decir, que preguntárselo a la persona en honor a la cual pones el nombre es como preguntarte qué quieres que te regale por tu cumpleaños en lugar de comprarte algo yo mismo.
Ella me sonrió, relajándose.
—Pero Robin, si siempre me haces ese tipo de preguntas. Pero de veras, no tiene importancia. Y, sí, Único Amor es un nombre excelente, ahora que sé que el amor que tenías en mente es el mío.
Me temo que Albert estuvo manipulando de nuevo sus pociones mágicas para dormir, porque me quedé fuera de combate al poco. Pero no dormí mucho. Tres o cuatro horas más tarde yacía tumbado boca arriba en la cama anisoquinética completamente despierto, la mar de tranquilo y bastante perplejo.
En el lugar en que se encuentran los fosos de amarre, en el perímetro orbital de Pórtico, hay algo de fuerza centrífuga que se debe a la velocidad de rotación del asteroide. Las posiciones se invierten y arriba es abajo. Pero no en la Único Amor. Albert había puesto en marcha la nave, y la misma fuerza que evitaba que flotáramos en órbita estando en vuelo neutralizaba y a la vez invertía la fuerza del empuje del asteroide; yo me mantenía delicadamente sujeto a la delicada cama. Podía sentir el débil vibrar de los sistemas de acondicionamiento de la nave mientras renovaban el aire y mantenían estable la presión en las tuberías y efectuaban todas las demás pequeñas operaciones que mantenían en marcha a la nave. Sabía que, de mencionar su nombre, Albert aparecería ante mí, y casi valía la pena hacerlo para ver si elegiría hablarme desde el otro lado de la puerta o si saldría de debajo de mi cama para divertirme. Supongo que la comida y la bebida contenían tanto una droga para dormir como algún estimulante para mi estado de ánimo, porque me encontraba bastante tranquilo frente a mis problemas, si bien con la sensación de que ninguno de ellos se resolvía.
¿Cuáles eran los problemas a resolver? Ése era el primer problema. Mis prioridades habían sido reordenadas tantas veces en las últimas semanas que no sabía cuál de ellas colocar en primer lugar. Estaba el doloroso y duro problema de los terroristas, y había más razones que las mías personales por las que era de primer orden resolverlo; pero había retrocedido en el escalafón después de que Audee Walthers me anunciara en Rotterdam que tenía un nuevo problema para mí. Estaba el problema de mi salud, pero parecía pasajero, o al menos, a la espera. Y estaba el problema, nuevo e insoluble, de Klara. Con cualquiera de ellos podía enfrentarme, y con los cuatro a la vez posiblemente también, de un modo u otro, pero específicamente, ¿cómo?, ¿qué era lo que tenía que hacer al día siguiente?
No conocía la respuesta a la última pregunta, de manera que no me levanté de la cama.
Volví a dormirme, y cuando me desperté de nuevo, no estaba solo.
—Buenos días, Essie —la saludé mientras me estiraba para cogerle la mano.
—Buenos días —me contestó ella, apretándome la mano contra su mejilla, como solía hacer. Pero el asunto que quería discutir no era en absoluto uno de los habituales—. ¿Te encuentras bien, Robin? Estupendo. He estado pensando en tu situación.
—Ya lo veo. —Podía sentirme a mí mismo ponerme en tensión: la atmósfera relajada empezaba a disiparse—. ¿Y cuál es esa situación?
—Se trata del problema Klara Moynlin, desde luego —me dijo—. Ya sé que te resulta difícil.
—Oh —murmuré vagamente—, estas cosas pasan y ya está.
No era aquel un problema que me apeteciera discutir con Essie, pero eso no iba a disuadirla de intentar discutirlo conmigo.
—Mi querido Robin —me dijo, con la expresión tranquila y la voz calma, en la media luz de la habitación—, no tiene sentido que sigas guardándotelo en tu interior: si no descorchas la botella, explotará.
Le apreté la mano.
—¿Has estado tomando lecciones de Sigfrid von Shrink? Siempre solía decirme eso.
—Era un buen programa, Sigfrid. Por favor, créeme, sé cómo te sientes.
—Sé que lo sabes, lo que sucede…
—Lo que sucede —asintió—, es que resulta difícil hablar de esto conmigo ya que yo soy La Otra Mujer en cuestión. Sin la cual el problema no existiría.
—¡Eso no es verdad, maldita sea! —no era mi intención gritar, pero tal vez era cierto que había demasiado gas dentro de la botella.
—No, Robin, es verdad. Si yo no existiera, podrías salir en busca de Klara, encontrarla sin más problemas y decidir juntos qué hacer con esta nueva situación. Podríais incluso volver a ser amantes. O quizá no; Klara es una mujer joven, y tal vez no se conformaría con las piezas oxidadas y los remiendos de un viejo amante, ¿eh? Me temo que hay que descartar esta hipótesis.
Meditó durante un instante para corregirse:
—No, no es cierto; no siento en absoluto que nos amemos los dos. Tengo nuestro amor en gran estima… pero el problema sigue ahí. ¡Pero, Robin, nadie tiene que sentirse culpable por ello! Tú no te mereces culpa alguna, yo no la acepto para mí, por supuesto que Klara Moynlin no ha hecho nada para sentirse culpable. Toda la culpa, toda la preocupación y todo el temor están en tu interior. No, Robin, no me mal interpretes, sé que lo que está en la cabeza puede afectar muchísimo a lo que hay en el corazón, sobre todo en el caso de personas con una autoconciencia tan desarrollada como tú. Pero no es más que un castillo de naipes, saldrá por los aires si soplas. El problema no es la reaparición de Klara, el problema es que tú te sientes culpable.
Era más que evidente que yo no había sido el único que había dormido poco aquella noche; era obvio que Essie había estado preparando esta charla.
Me senté en la cama y olfateé el aire.
—¿Es café lo que has traído contigo?
—Sólo si te apetece de verdad.
—Me apetece. —Medité durante unos instantes mientras me tendía el termo—. Tienes razón. Sé que la tienes. Lo que no sé, como solía decirme Sigfrid, es cómo integrar esta certeza en mi vida.
Asintió.
—Veo que me he equivocado —dijo—. Hubiera debido incluir las capacidades de Sigfrid en la programación de Albert, en lugar de sus conocimientos de gastronomía, pongo por caso. He pensado en efectuar algunos cambios en la programación de Albert, por ti, porque todo esto me pesa en la conciencia.
—Oh, cariño, no es…
—Culpa mía, no. Éste es el meollo del asunto, ¿no? —Essie se inclinó hacia mí para darme un beso rápido y a continuación puso cara de preocupación—. Oh, Robin, espera, retiro ese beso, por lo que tengo que decirte: como tú mismo me has explicado en las curas psicoanalíticas, lo que importa no es el analista. Lo importante es lo que tiene lugar en la mente del paciente, en este caso, tú. Por eso el psicoanalista puede ser una máquina, incluso una máquina muy rudimentaria, o un ser humano que tenga el título de doctor…, o incluso yo misma.
—¡¿Tú?!
Puso un gesto de disgusto.
—Te he oído tonos más halagüeños —se quejó.
—¿Que vas a psicoanalizarme tú?
Se puso a la defensiva.
—Sí, yo, ¿por qué no? Como amiga tuya. Como muy buena amiga tuya, inteligente, con ganas de escucharte, y te prometo que sin prejuicios. Te lo prometo, Robin, cariño. Te dejaré hablar, luchar, gritar, llorar incluso, si ello es necesario para que lo eches todo fuera, hasta que veas claro qué es lo que sientes y qué lo que necesitas.
Me enterneció el corazón, pero lo que conseguí decir fue:
—Ah, Essie… —Me habría resultado sencillísimo echarme a llorar.
Sin embargo, volví a remover el café y negué con la cabeza.
—No funcionará —le dije.
Me sentía pesaroso, y ésa fue la sensación que debía transmitir, pero también me sentía… ¿cómo definirlo? Técnicamente interesado. Interesado en ello como problema que había que resolver.
—¿Y por qué no ha de funcionar? —me preguntó combativa—. Escucha, Robin, he pensado en esto con cuidado. Recuerdo a la perfección lo que me has dicho al respecto, y te lo voy a repetir ahora: según decías, lo mejor de las sesiones con Sigfrid se producía cuando ibas a verle, mientras ensayabas lo que él iba a preguntarte, lo que tú ibas a contestarle.
—¿Yo te he dicho eso? —Siempre me sorprendía la increíble memoria de Essie en lo relativo a esas pequeñas conversaciones casuales mantenidas a lo largo de veinticinco años juntos.
—Exactamente eso —contestó autosatisfecha—. Así, pues, ¿por qué no conmigo? ¿Porque estoy implicada en el asunto?.
—Bien, sin duda eso lo haría más duro.
—Las cosas difíciles se hacen inmediatamente —repuso animosa—, las imposibles llevan algo más de tiempo.
—Dios te bendiga, pero —pensé durante unos instantes— …no es solamente cuestión de escuchar. Lo bueno de un programa psicoanalítico eficaz es que también le presta atención a la parte no verbal. ¿Entiendes lo que quiero decir? El «yo» que habla no siempre sabe qué es lo que intenta decir. Uno se bloquea, porque dar salida a todas esas cosas viejas implica dolor, y uno no quiere padecer dolor.
—Sostendré tu mano mientras dure el dolor, cariño.
—Sé que lo harías. ¿Pero serías capaz de entender la parte no verbal? Ese «yo» interno, que no habla, se comunica a través de símbolos, de sueños, de deslices freudianos. Traduce aversiones inexplicables, temores, necesidades, o asfixia, o insomnio. No quiero decir que yo padezca todas esas cosas, no…
—¡Desde luego, no todas!
—…pero son parte del vocabulario que Sigfrid era capaz de leer. Yo no puedo. Y tú tampoco.
Essie suspiró y aceptó la derrota.
—Entonces habrá que poner en marcha el plan dos —dijo—. ¡Albert, enciende las luces y ven!
Las luces de la habitación se encendieron paulatinamente y Albert Einstein atravesó la puerta. No puedo decir que se desperezase y bostezara, pero tenía el aspecto de un viejo genio recién sacado de la cama, preparado para cualquier contingencia, pero todavía somnoliento.
—¿Has enviado ya la nave para el fotorreconocimiento? —le preguntó Essie.
—Ya está de camino, señora Broadhead —le respondió.
No estaba en absoluto seguro de haber dado mi conformidad para que lo hiciera, aunque tal vez la hubiera dado.
—¿Y has despachado los mensajes como acordamos?
—Todos, señora Broadhead. Tal como me ordenó que lo hiciera. A todas las personas importantes en el escalafón militar o de la presidencia de los Estados Unidos que le deben algún favor a Robin, pidiéndoles que hagan todo lo posible para persuadir a los del pentágono de que nos dejen hablar con Dolly Walthers.
—Exacto. Eso te dije que hicieras —corroboró Essie y a continuación se volvió hacia mí—. ¿Ves? Ahora sólo podemos hacer una cosa. Encontrar a Dolly, encontrar a Wan después, y por último encontrar a Klara. Entonces —dijo, hablando mucho más rápidamente pero con una voz y una expresión súbitamente mucho menos segura y muy vulnerable—, entonces veremos lo que haya que ver, y mucha suerte para todos.
Estaba yendo mucho más deprisa de lo que yo era capaz de seguir, y en direcciones a las que estaba seguro de no haber dado nunca mi conformidad. Mis ojos estaban abiertos por la estupefacción.
—¡Essie! ¿Qué estás tramando? ¿Quién ha dicho…?
—He sido yo, cariño, está claro. No es posible enfrentarse a Klara en forma de fantasma del subconsciente. Pero a lo mejor es posible enfrentarse a Klara viva, cara a cara. ¿No te parece que es la única manera?
—¡Essie! —yo estaba terriblemente conmocionado—. ¿Has enviado todos esos mensajes? ¿Has falsificado mi nombre? ¡Tú…!
—¡No, Robin, no, espera! —me contestó, también bastante conmocionada—. ¿De qué falsificación estás hablando? Los mensajes iban firmados «Broadhead». Ése es mi nombre, al fin y al cabo, ¿no? Tengo derecho a firmar los mensajes con mi nombre, ¿no?
La miré con frustración, con terrible frustración.
—Mujer —le dije—, eres demasiado lista para mí, ¿lo sabías? ¿Por qué tengo la sensación de que conocías de antemano cada palabra de esta conversación, antes de que la empezáramos incluso?
—Soy una especialista en información —me contestó encogiéndose de hombros orgullosamente—, como no he hecho más que decirte. Sé qué hacer con la información, sobre todo cuando se trata de veinticinco años de información acerca de alguien a quien quiero muchísimo y a quien sólo deseo que sea feliz. Pues sí, pensé cuidadosamente qué es lo que podía hacerse y qué lo que tú ibas a permitir que se hiciera, y he llegado a las inevitables conclusiones. Haría todavía más si ello fuera necesario, Robin —concluyó, levantándose y desperezándose—. Haré lo que sea mejor, incluyendo desaparecer seis meses para que tú y Klara podáis hablar de vuestras cosas.
Así, diez minutos después, mientras Essie y yo nos lavábamos y vestíamos, Albert recibió la conformidad de despegue y sacó a la Único Amor de su anclaje, y nos pusimos de camino hacia el Alto Pentágono.
Mi amada esposa Essie posee muchas virtudes. Una de ellas es un altruismo que a veces me deja sin aliento. Otra de sus virtudes es el sentido del humor, que en ocasiones contagiaba a sus programas. Albert se había vestido para desempeñar las funciones de piloto temerario; llevaba puesto un casco de cuero y piel con orejeras y una bufanda blanca a lo Barón Rojo en torno al cuello, y se había sentado en el puesto del piloto mirando ceñudo los controles.
—Deshazte de todo eso —le dije, y él se volvió hacia mí con una tímida sonrisa de disculpa.
—Sólo trataba de divertirte —me dijo, quitándose el casco.
—Te aseguro que lo has conseguido. —Era verdad que me había hecho gracia.
Yo me encontraba mejor en conjunto. La única manera de combatir la aplastante depresión que producen los problemas con los que uno no ha querido enfrentarse, es enfrentándose a ellos de un modo u otro, y ciertamente aquélla era una manera de hacerlo tan buena como cualquier otra. Supe valorar el cuidado amoroso de mi esposa. Me gustó como volaba mi nueva nave. Disfruté incluso con la manera en que la proyección holográfica llamada Albert Einstein se desprendía de su casco y su bufanda holográficos. No los hizo desaparecer como por arte de magia, truco demasiado vulgar. Lo que hizo fue enrollarlos y dejar ambas prendas entre sus pies, me imagino que a la espera de que nadie mirara para hacerlos desaparecer entonces.
—¿Te obliga el pilotaje de esta nave a poner en ello toda tu atención, Albert? —le pregunté.
—La verdad es que no, Robin —admitió—. En realidad la nave cuenta con su propio programa de autopilotaje total.
—O sea, que el que estés ahí no es más que otra manera de divertirme, ¿no? Bueno, ¿y por qué no me diviertes de otra manera? Cuéntame, háblame de todas esas cosas de las que tanto te gusta presumir. Ya sabes, cosmología, los Heechees, el sentido de la vida, Dios…
—Si así lo deseas, Robin —dijo en tono complaciente—. Aunque tal vez prefieras antes echarle un vistazo a este mensaje que acaba de llegar.
Essie, en el rincón donde estaba atendiendo la correspondencia de sus clientes, levantó la vista hacia donde nos encontrábamos, en tanto que Albert borraba las imágenes que mostraba la pantalla central para reproducir el mensaje:
Robinette, chaval, no hay nada imposible para el tipo que ha conseguido doblegar a los brasileños a su antojo. Los del Alto Pentágono están avisados de tu visita y tienen orden de sacar a relucir sus mejores modales. El acuerdo es tuyo.
Manzbergen
—¡Dios! —exclamé, sorprendido y contento—. ¡Lo han hecho! ¡Se han puesto de acuerdo para combatir a los terroristas!
Albert asintió:
—Eso parece, Robin. Creo que tienes una razón más que buena para estar orgulloso de lo que has hecho.
Essie se me acercó y me besó en la nuca.
—Ratifico lo que Albert acaba de decir —ronroneó—. ¡Excelente, Robin! Eres un hombre de gran influencia.
—¡Caray! —dije sonriendo.
No pude evitar la sonrisa. Si los brasileños habían accedido finalmente a facilitar a los americanos sus instrumentos de rastreo y localización, sin duda los americanos iban a poder utilizar a su vez sus propios instrumentos para encontrar de esta manera un modo de enfrentarse con los malditos terroristas del espacio y acabar de una vez con aquel TTP que nos estaba volviendo a todos locos. ¡Sin duda, el General Manzbergen estaba encantado conmigo! ¡Yo también lo estaba! Aquello me demostró que cuando los problemas parecen absolutamente insolubles y no sabes por cuál de ellos empezar primero, basta con que empieces por uno cualquiera para que los demás empiecen a resolverse…
—¿Qué?
—Digo que si sigues interesado en que hablemos —me preguntó Albert tímidamente.
—Pues, claro; claro que sí.
Essie estaba otra vez frente a su mesa de trabajo, pero mirando a Albert en lugar de a sus papeles.
—Entonces, si no te importa —sugirió Albert tímidamente—, me encantaría hablarte no de cosmología, escatología o de la pérdida de masa, sino de mi vida anterior.
Essie, con el ceño fruncido, abrió la boca para impedirlo, pero yo levanté la mano para que lo dejara estar.
—Déjale que hable, cariño. De todas formas creo que en estos momentos no estoy para pérdidas de masa.
Y volamos, volamos rápida y apaciblemente hacia el Alto Pentágono mientras Albert, apoltronado en el asiento del piloto con las manos entrelazadas en torno del prominente estómago que ocultaba el viejo jersey nos explicaba cosas de su juventud, de la oficina de patentes en Suiza, y cómo la reina de Bélgica solía acompañarle al piano cuando él tocaba el violín; y mientras tanto, a mi amiga de tercera mano Dolly Walthers la interrogaba la policía militar del Alto Pentágono con gran vigor; mientras tanto, mi aún no amigo el Capitán estaba borrando los rastros de su intervención y se dolía por la pérdida de su compañera; y mientras tanto, mi más que amiga Klara Moynlin estaba… estaba…
Yo ignoraba qué era lo que Klara estaba haciendo mientras tanto. No lo sabía. De hecho, creo que tampoco hubiera querido saberlo con detalle.