15

AL OTRO LADO DE LA DISCONTINUIDAD DE SCHWARZSCHILD

Al despertar, Gelle-Klara Moynlin descubrió que, al contrario de lo que decididamente había creído, no estaba muerta. Se encontraba en el interior de una nave de exploración Heechee. Por su aspecto, parecía una Cinco acorazada, pero por lo que recordaba no era la misma en la que se encontraba antes de despertar.

Lo que recordaba era caótico, atemorizante, sumido en el dolor y el terror. Lo recordaba muy bien. Sus recuerdos, empero, no incluían a aquel individuo flaco, cetrino, con expresión enfurruñada que llevaba un taparrabos y un fular por toda vestimenta. Ni tampoco a la extraña muchacha rubia que se estaba dañando los ojos a fuerza de llorar. Lo último que Klara recordaba era gente llorando, sí, ¡y de qué manera! Gente que lloraba y gritaba y se orinaba encima, porque habían quedado atrapados en la barrera Schwarzschild de un agujero negro.

Pero ninguna de aquellas personas era las que tenía delante.

La joven se inclinó sobre ella con solicitud.

—¿Te encuentras bien, cariño? Has sufrido una experiencia difícil, ¿eh? —Nada de lo que le había dicho resultaba nuevo para Klara. Ella sabía perfectamente hasta qué punto había sido una experiencia difícil. La muchacha llamó por sobre su hombro—: ¡Wan! ¡Se ha despertado!

Él se acercó a zancadas, echando a un lado a la joven. No se tomó la molestia de preguntar por el estado de salud de Klara.

—¿Tu nombre? Quiero también que me digas la órbita y el número de tu misión. ¡Deprisa!

Una vez se lo hubo dicho, a él no le resultó familiar su respuesta. Se limitó a desaparecer y la joven volvió.

—Me llamo Dolly —le informó—. Siento el estado en que me encuentro, pero la verdad es que estaba muerta de miedo. ¿De veras estás bien? Estabas fatal, y no es que tengamos un gran equipo médico a bordo.

Klara se sentó y descubrió que, en efecto, tenía un aspecto horrible. Le dolía todo, empezando por la cabeza, que se debía de haber golpeado contra algo. Echó un vistazo a su alrededor. Nunca había estado en el interior de una nave tan llena de instrumentos y maquinaria, ni en ninguna que oliese tan acogedoramente a comida.

—Oye, ¿dónde estoy? —preguntó.

—Estás en su nave —señaló—. Se llama Wan. Se ha dedicado a buscar agujeros negros y meterse dentro. —Dio la impresión de que Dolly iba a echarse de nuevo a llorar, pero se pasó la mano por la nariz y continuó—: Oye, yo… lo siento, pero todos los demás que estaban contigo han muerto. Eres la única superviviente.

Klara contuvo el aliento.

—¿Todos? ¿Robin también?

—No sé sus nombres —se disculpó la muchacha, y no le extrañó que su inesperada invitada volviera su magullado rostro a un lado y empezara a sollozar.

Al otro lado de la habitación, Wan reconvino a ambas mujeres con un gruñido de impaciencia. Estaba sumido en sus propias preocupaciones. No se imaginaba qué hallazgo acababa de hacer, ni de qué manera ese hallazgo iba a complicarme la vida.

Porque es bastante cierto que me casé con mi mujer, Essie, en parte a consecuencia de la pérdida de Klara Moynlin. O al menos, a consecuencia de la renovación de sentimientos que experimenté cuando conseguí deshacerme del sentimiento de culpabilidad —al menos, de parte de ese sentimiento— que me había provocado la pérdida de Klara.

Yo no pude conocer a Gelle-Klara Moynlin antes de su accidente en el agujero negro. En aquella época, Robin no podía pagarse un sistema de actualización de datos tan sofisticado como yo. Pero desde luego, le oí hablar de ella muchísimo a lo largo de los años. Lo que más veces me explicó Robin era lo muy culpable que se sentía a raíz de su muerte. Ellos dos, en compañía de varios más, habían salido en una misión científica para la Corporación de Pórtico, con el objetivo de investigar un agujero negro; prácticamente todas las naves de la Corporación habían quedado allí atrapadas; Robin consiguió escapar.

No había una razón lógica por la que sentirse culpable, claro está. Además, Gelle-Klara Moynlin, a pesar de ser una hembra humana de competencia normal, no era en absoluto irreemplazable. Robin la reemplazó, de hecho, con bastante rapidez con una serie de hembras, para acabar emparejándose durante un período de larga duración, con S. Ya. Lavorovna, no sólo una hembra de lo más competente, sino justamente la persona que me ha creado. A pesar de que estoy muy bien informado a propósito de las conductas y las motivaciones de los seres humanos, hay cosas del comportamiento de los hombres que jamás llegaré a entender.

Cuando me enteré de que Klara estaba de nuevo viva, sufrí un terrible shock. Pero por Dios que nada, absolutamente nada, puede compararse al shock que debió sufrir ella. Incluso ahora y en las presentes circunstancias no puedo evitar el sentir lo que, de manera bastante incongruente, sólo puedo definir como un dolor físico cada vez que pienso en mi pobre y antaño adorada Klara en el momento en que se encontró de vuelta de la muerte. No se trata sólo de quién es, o de quién había sido para mí. Se merecía la compasión de cualquiera. Atrapada, aterrorizada, malherida, convencida de que iba a morir… y un momento después, milagrosamente a salvo. ¡Que Dios se apiade de la pobre! Sabe Dios que yo lo hago, y que las cosas tardaron en irle bien. Pasó inconsciente gran parte del tiempo, ya que su cuerpo había sufrido una terrible conmoción. Cuando despertaba, no siempre tenía la certeza de estar despierta. Por el hormigueo y las oleadas de calor y el zumbido en los oídos que sufría, supo que la habían atiborrado de analgésicos. Y aun así todo le dolía terriblemente. Y no sólo el cuerpo. Por lo que experimentaba, cada vez que se despertaba bien podía encontrarse bajo los efectos de una alucinación, porque el psicópata de Wan y una muy desmoralizada Dolly no eran unas figuras muy sólidas a las que aferrarse. Cuando hacía preguntas, obtenía respuestas de lo más extraño. En una ocasión en que vio a Wan hablar con una máquina, le preguntó a Dolly qué estaba haciendo, y no pudo entender la respuesta de Dolly:

—Oh, ésos son sus Difuntos. Les ha facilitado todos los datos de la misión y ahora les está haciendo preguntas sobre ti.

¿Pero qué sentido podía tener aquello para alguien que no había ni siquiera oído hablar de los Difuntos? ¿Y qué podía experimentar al oír, en cierta ocasión, que una voz fina y vacilante hablaba de ella a través de los altavoces de la nave?

—…no, Wan, no hay nadie que se llame Schmitz en esa misión. En ninguna de las dos naves. Ya sabes que fueron dos las naves que salieron juntas y que…

—¡Me importa un comino cuántas naves salieron juntas!

La voz quedó en silencio. Luego, insegura:

—¿Wan?

—¡Pues claro que Wan! ¿Quién te crees que tienes delante?

—Oh… Bueno, pues tampoco hay nadie que se ajuste a la descripción de tu padre. ¿Cómo dices que se llama la persona a la que has rescatado?

—Dice que se llama Gelle-Klara Moynlin. Una mujer. No demasiado guapa. Tendrá unos cuarenta años, más o menos —dijo Wan, sin molestarse en mirar a Klara para comprobar cuan equivocado estaba.

Klara se puso tensa; luego pensó que el duro trance la hacía parecer sin duda mayor de lo que era.

—Moynlin —susurró la voz—… Moynlin… Gelle-Klara, sí, estaba en la misión, aunque la edad no es la correcta, me parece.

Klara asintió a medias, produciéndose al hacerlo una nueva punzada de dolor en la cabeza, mientras la voz proseguía:

—Déjame ver… Sí, el nombre es el correcto. Pero nació hace sesenta y tres años.

La punzada aumentó su ritmo y su intensidad. Seguramente debió lanzar un gemido, porque la muchacha, Dolly, llamó a Wan y luego se le acercó solícita, diciéndole:

—Te vas a poner bien, ya lo verás, pero ahora voy a pedirle a Henrietta que te vuelva a dormir, ¿eh? Cuando te despiertes, estarás mejor.

Klara la miró sin comprender y a continuación cerró los ojos. ¡Sesenta y tres años!

¿Cuántos shocks puede soportar una persona sin venirse abajo? Klara no era precisamente una persona frágil; era una prospectora de Pórtico con cuatro misiones sobre sus espaldas, todas ellas duras, cualquiera de ellas capaz de producirle pesadillas al más pintado. Pero la cabeza le laceraba terriblemente al tratar de pensar. ¿Dilatación temporal? ¿Era ése el término que se utilizaba para describir lo que sucedía en un agujero negro? ¿Era posible que hubieran pasado veinte o treinta años en el exterior mientras ella daba vueltas en torno del pozo más profundo que existiese?

—¿Qué tal —sugirió Dolly esperanzada— si comes algo?

Klara negó en silencio. Wan, chasqueando la lengua en son de menosprecio, levantó la cabeza y dijo.

—¡Pero qué estúpida! ¡Mira que ofrecerle comida! Dale algo de beber.

Wan no era precisamente del tipo de personas a las que a uno le gustaría dar la satisfacción de asentir cuando llevan razón, pero su idea era demasiado buena como para pasarla por alto. Aceptó que Dolly le trajera algo de beber, algo que parecía whisky puro y que la hizo toser y atragantarse, pero que la reconfortó.

—Cariño —dijo Dolly con cautela—, ¿es que alguno de ellos, de los que han muerto, quiero decir, era alguien importante para ti?

No había razón para negarlo.

—Más que especial. Vaya, que estábamos enamorados… creo. Habíamos reñido y rompimos, pero empezamos otra vez y entonces… Robin iba en una nave y yo en la otra…

—¿Robbie?

—No, Robin. Robin Broadhead. Su nombre era en realidad Robinette, pero a él no le gustaba que… ¿se puede saber qué es lo que pasa?

—Robin Broadhead. ¡Dios, claro! —dijo Dolly, a la vez atónita e impresionada—. ¡El millonario!

Wan se volvió y se acercó a su lado.

—Robin Broadhead, por supuesto, le conozco —se jactó.

—¿Que le conoce? —La boca de Klara se quedó de pronto seca.

—¡Claro que sí, naturalmente! Hace años que le conozco. Sí, desde luego —dijo, recordando—, había oído decir que escapó de un agujero negro hace años. Qué curioso que también tú estuvieras allí. Somos socios, ¿sabes? Recibo de él y de sus compañías casi dos séptimos de mi renta actual, incluidos los royalties que me pagan las empresas de su esposa.

—¿Su esposa? —murmuró Klara.

—Sí, su esposa, eso he dicho, ¿es que no me escuchas cuando te hablo?

Dolly, otra vez de lo más atenta, terció:

—La he visto un par de veces en la PV. Cuando la eligieron entre las diez mujeres mejor vestidas del mundo y cuando le concedieron el premio Nobel. Es bastante guapa. ¿Quieres otra copa?

Klara asintió, provocando con ello que le aumentase el dolor de cabeza, pero consiguió hacer el suficiente acopio de fuerzas como para contestar:

—Sí, por favor. Otra copa… por lo menos.

Durante dos días, casi, Wan decidió mostrarse benévolo con la primera amante de su antiguo socio. Dolly era amable y trataba de ser útil. No había ninguna fotografía de S. Ya. en sus limitados bancos de memoria, pero Dolly sacó sus muñecos para mostrarle a Klara cómo era, al menos, una caricatura de Essie; y cuando Wan, aburrido, le pidió a Dolly que representara una de sus funciones, consiguió contestarle. Klara dispuso, pues, de tiempo de sobra para pensar. Por aturdida y magullada que estuviera, era aún capaz de realizar sencillas operaciones de aritmética.

Había perdido más de treinta años de su vida.

No, no sólo de su vida; había perdido treinta años de vida, en general. Era apenas un día o dos más vieja que cuando entró en la singularidad simple. El dorso de sus manos estaba cubierto de arañazos y moretones, pero no mostraban esas manchas color canela producto de la edad. Tenía la voz ronca por la fatiga y el sufrimiento, pero la suya no era la voz de una anciana. No era una anciana. Era Gelle-Klara Moynlin, no mucho mayor de treinta años, a quien había sucedido algo terrible.

Al despertarse el segundo día, los agudizados dolores y los pinchazos bien localizados le advirtieron que no estaba ya bajo los efectos de los analgésicos. Sobre ella, el hosco rostro del Capitán la observaba.

—Abre los ojos —le espetó—. Ahora que ya estás bien, puedes empezar a pagarte el pasaje, me parece a mí.

¡Qué criatura tan desagradable! Y sin embargo, si ella estaba viva y, según parecía, recuperándose, era gracias a él, y le debía gratitud.

—Me parece bastante razonable —dijo Klara, sentándose.

—¿Que te parece razonable? Soy yo el que decide qué es razonable aquí, no tú —aclaró Wan—. Tienes un único derecho a bordo de mi nave. Ese derecho era el derecho a ser rescatada, y eso hice. A partir de ahora, los derechos son todos míos. Sobre todo porque por tu culpa tenemos que regresar a Pórtico.

—Cariño —intervino Dolly intentando apaciguarlo—, eso no es del todo cierto; hay mucha comida a…

—No de la que me gusta, y cállate. Como te decía, Klara, tienes que compensarme por este contratiempo. —Alargó la mano hacia atrás; Dolly entendió a la perfección lo que el gesto significaba, y le tendió un plato lleno de galletas de chocolate, del que él cogió una con los dedos.

¡Qué grosero! Klara se apartó el cabello de los ojos, estudiándole fríamente.

—¿Cómo tengo que compensarte? ¿Igual que ella?

—Por supuesto, como hace ella —contestó Wan masticando—, ayudándola a mantener limpia la nave y… ¡Oh, ja, ja, ja! ¡Qué bueno! —boqueó, escupiendo trocitos de galleta sobre Klara al reírse—. ¡En la cama, querías decir! Qué estúpida eres, Klara. Yo no copulo con viejas feas.

Klara se limpió el rostro de migas al tiempo que él alargaba la mano para coger otra.

—No —dijo nervioso—, me vas a ayudar de una manera más útil; quiero que me expliques todo lo que sepas de los agujeros negros.

Intentando frenarle, ella dijo:

—Todo ocurrió muy deprisa. No es mucho lo que pueda decirte.

—¡Dime lo poco que sepas, en ese caso! Y te lo advierto, ¡no trates de engañarme!

«Dios mío», pensó Klara, «¿Cuánto más de esto voy a tener que soportar?». Y «esto» significaba no solamente la insolencia de Wan, sino toda la desorientación de su recién recuperada vida.

La respuesta a cuánto tiempo iba a tener que soportarlo fue once días. Tiempo suficiente para que los morados desaparecieran de la piel de sus manos y de sus brazos, tiempo suficiente para conocer mejor a Dolly Walthers y compadecerla y de conocer también mejor a Wan y despreciarlo. Pero no era suficiente para conjeturar qué iba a hacer con su vida.

Pero su vida no esperó a que ella estuviera preparada. Lista o no, la nave de Wan aterrizó en Pórtico, con ella dentro.

Hasta los olores de Pórtico eran distintos. El volumen de los ruidos también había cambiado: era bastante más elevado. La gente era radicalmente distinta. De entre ellos, no parecía que hubiera ni una sola persona de las que había conocido treinta años antes; treinta años o treinta días, según los parámetros que se usasen para medirlos. Y, además, estaba lleno de uniformes.

Cosa que le resultó bastante novedoso a Klara, y en absoluto agradable. En los «viejos tiempos» —independientemente de lo lejos que pudieran estar esos tiempos— se veían a lo sumo uno o dos uniformes al día; miembros de la tripulación de los cruceros de las cuatro potencias encargadas de la custodia del asteroide, que estaban de permiso. Por descontado que jamás se veía a ninguno llevar armas. Todo aquello pertenecía al pasado. Ahora se veían uniformes por todas partes, e iban armados.

El sistema de evaluación había cambiado como todo lo demás. Siempre había sido un fastidio. Volvías a Pórtico sucio, exhausto y todavía con el miedo en el cuerpo, porque hasta el último momento no podías estar seguro de lograrlo, y entonces aparecían los de la Corporación de Pórtico y te sentaban frente a los interrogadores, los evaluadores y los contables. ¿Qué era lo que habías encontrado? ¿Qué tenía de particular? ¿Qué valía? Las Juntas de Evaluación eran las encargadas de contestar a esas preguntas, y del resultado de su evaluación de una misión dependía la diferencia entre el fracaso más absoluto y —más raramente— una riqueza de ensueño. Un prospector de Pórtico necesitaba ciertas habilidades para, sencillamente, lograr sobrevivir una vez que se encerraba en una de aquellas impredecibles naves para salir a efectuar uno de tantos Cruceros A Saber Dios Dónde. Pero para prosperar hacía falta algo más que habilidades. Hacía falta un informe favorable de la Junta de Evaluación.

La Junta de Evaluación no era bienvenida, pero ahora era incluso peor. El equipo de interrogadores no pertenecían ya a la Corporación de Pórtico. Ahora había cuatro equipos de interrogadores, uno por cada una de las potencias custodias. El lugar de la evaluación había sido trasladado al que fuera antiguo casino de juego y principal sala de fiestas del asteroide, el Infierno Azul, donde había cuatro pequeñas salas separadas, cada una con la correspondiente bandera en la puerta. Los brasileños se encargaron de Dolly. La República Popular China secuestró a Wan. La policía militar de los Estados Unidos cogió a Klara por el brazo, y cuando el teniente que estaba apostado delante de la sala de interrogatorios de la Unión Soviética palmeó la culata de su Kalashnikov con cara de pocos amigos, el americano le miró con idéntica expresión y se llevó la mano al Colt que pendía de su cintura.

Lo cierto es que no tenía ninguna importancia, ya que tan pronto como los americanos acabaron con ella, fueron los brasileños quienes iniciaron su ronda de preguntas a Klara, y cuando un soldado joven te invita a que le sigas, poco importa si el arma que lleva es un Colt o una Paz.

Mientras se dirigía de los brasileños a los chinos, Klara se cruzó por el camino con Wan, sudoroso e indignado, quien a su vez iba de los chinos a los rusos, y entonces Klara descubrió que tenía de qué alegrarse. Los interrogadores eran groseros, insoportables y rudos con ella, pero al parecer lo eran aún más con Wan. Por razones que ella desconocía, sus sesiones duraban el doble que las suyas, que eran de por sí muy largas. Uno tras otro, todos los equipos de interrogadores subrayaron el hecho de que se suponía que estaba muerta, que su saldo hacía tiempo que había revertido a los fondos de la Corporación de Pórtico, que no se le debía nada en concepto del vuelo de regreso a Pórtico a bordo de la nave de Juan Henriquette Santos-Schmitz —dado que la suya no era una misión autorizada por la Corporación—, y que por lo que hacía a cualquier tipo de reembolso por su viaje hasta el agujero negro, bien, no había vuelto en la misma nave, ¿no? Con los americanos, se atrevió a reclamar al menos una bonificación científica. ¿Qué otra persona había estado en el interior de un agujero negro? Le contestaron que tendrían en cuenta su reclamación. Los brasileños le respondieron que ésa era materia para una negociación cuatripartita. Los chinos le dijeron que todo dependía de la interpretación que se diera a la recompensa que se le había ofrecido a Robinette Broadhead, y a los rusos el asunto les trajo sin cuidado, pues todo lo que querían averiguar era si Wan había manifestado inclinaciones terroristas.

La Junta de Evaluación duró una eternidad, y a continuación tuvo que pasar un control médico que duró casi lo mismo. Los programas de diagnosis no se habían encontrado jamás ante un ser humano que hubiera estado expuesto a la demoledora radiación de una barrera Schwarzschild, y no la dejaron marcharse hasta que hubieron examinado todos sus huesos y ligamentos y se hubieron servido a voluntad con muestras de todos sus fluidos corporales. Y entonces la pasaron a la sección de contabilidad para informarla del estado de su cuenta. Le entregaron una tarjeta, y todo lo que decía, era:

MOYNLIN, Gelle-Klara

Saldo actual: 0

Bonificaciones debidas: sin evaluar

Dolly Walthers estaba esperando frente a las oficinas de la contabilidad, preocupada y aburrida.

—¿Cómo ha ido, cariño? —le preguntó.

Klara hizo una mueca.

—Cómo lo siento. Wan sigue dentro —explicó Dolly—, porque le han retenido en la Junta de Evaluación. Hace horas que estoy aquí sentada. ¿Qué piensas hacer ahora?

—No lo sé exactamente —contestó Klara con lentitud, pensando en lo limitadas que resultaban las opciones en Pórtico para quien no tenía dinero.

—Ya, a mí me pasa igual —suspiró Dolly—. Es que con Wan nunca se sabe. No puede estar demasiado tiempo en un mismo sitio porque empiezan a hacerle preguntas sobre el equipamiento de su nave y me da la sensación de que no se hizo con ella de manera del todo legal. —Tragó saliva y dijo rápidamente—: Mira, ahí viene.

Para sorpresa de Klara, cuando Wan levantó la mirada de las tarjetas que estaba examinando, le sonrió.

—Ah —dijo—, mi querida Gelle-Klara. Estaba estudiando tu situación financiera. Es de lo más prometedor, ¿no te parece?

¡Prometedor! Se lo quedó mirando con considerable desprecio.

—Si te refieres a que es probable que me envíen al espacio de una patada en el trasero en un plazo máximo de cuarenta y ocho horas en concepto de facturas impagadas, no, no me parece que mi situación sea prometedora.

Él la miró y decidió tomarse su respuesta a broma.

—Qué sentido del humor tienes. Mira, como no estás acostumbrada a manejarte con sumas tan grandes, déjame que te recomiende un amigo que tengo en el mundo de la banca y que es la mar de útil…

—Ya vale, Wan. Esto no tiene ninguna gracia.

—¡Desde luego que no tiene ninguna gracia! —La miró con ira como antes pero acto seguido su expresión cedió a la incredulidad—: ¿Es… es posible que no te hayan dicho lo del pleito?

—¿Qué pleito?

—Contra Robinette Broadhead. Mi programa legal dice que podrían darte hasta el cincuenta por ciento de sus bienes.

—¡Qué tontería! —dijo Klara, nerviosa.

—¡Nada de tontería! ¡Tengo un programa legal muy bueno! Es la doctrina del ojo por ojo, no sé si me entiendes. Tendrías que haber recibido una participación igual a la suya en los beneficios de la misión; ahora, a lo que tienes derecho es a la mitad del monto total, y también al capital que le ha añadido, porque procede de aquel otro capital.

—Pero… pero qué estupidez —le espetó—, ¿cómo quieres que le ponga un pleito?

—¡Pues claro que sí! ¿Cómo si no vas a conseguir que te den lo que es tuyo? Escucha, Gelle-Klara, yo pongo pleitos a centenares de personas a lo largo del año. Y hay mucho dinero en juego. ¿Sabes a cuánto asciende el patrimonio de Broadhead? ¡Es mucho, mucho mayor que el mío! —Y, acto seguido, con la fraternal camaradería de un rico hacendado que se dirige a otro: —Claro está que mientras deliberan al respecto, es posible que tengas que hacer frente a ciertas contingencias. Deja que introduzca una pequeña cantidad de mi dinero en tu cuenta… un momento… —hizo las necesarias operaciones con las tarjetas—. Sí, aquí tienes. ¡Y buena suerte!

Así se encontraba mi perdido amor, más perdida de lo que nunca antes hubiera estado. Conocía Pórtico bien. Pero el Pórtico que ella conocía, había desaparecido. Su vida se había saltado un paso, y todo aquello que estimaba o que le interesaba o que le preocupaba, había sufrido los cambios de un tercio de siglo, mientras que ella, como la bella durmiente del bosque, había pasado todo ese tiempo dormida. «Buena suerte», le acababa de desear Wan, ¿pero qué futuro podía aguardar a la princesa encantada cuyo príncipe se había casado con otra? «Una pequeña cantidad», le había dicho Wan, y tal era. Diez mil dólares. Lo justo para pagar las cuentas de unos pocos días… ¿y luego, qué?

Al menos, pensó Klara, le quedaba la excitación de conocer algunas de las respuestas a los enigmas por los que habían muerto tantos como ella. Así, una vez que hubo encontrado una habitación y después de haber comido algo, se dirigió a la biblioteca. Ya no contenía bobinas de cinta magnética. Todo estaba ahora registrado en una especie de molinete de oración Heechee de segunda generación (molinetes de oración: ¡Así que servían para eso!), y se vio obligada a contratar los servicios de un ayudante para que le enseñaran a utilizarlos. («Servicios de biblioteca @ $125/hora; $62.50» rezaba su tarjeta). ¿Había valido realmente la pena?

Para sorpresa de Klara, más bien no. ¡Tantas respuestas a tantas preguntas! Y, curiosamente, tan poca satisfacción al saberlas.

Cuando Klara era un prospector de Pórtico como cualquier otro, las respuestas a esas preguntas eran literalmente cuestión de vida o muerte. ¿Qué significaban los símbolos de los paneles de control de las naves Heechees? ¿Qué destinos conducían a la muerte? ¿Cuáles a la fortuna? Ahora, ahí estaban las respuestas; quizá no todas, ya que seguía abierta la cuestión más importante, la de quiénes eran los Heechees, en primer lugar. Pero había miles de problemas resueltos, hasta se tenía la respuesta a preguntas que a nadie se le había ocurrido hacer treinta años antes.

Pero las respuestas la satisficieron poco. Los problemas pierden urgencia cuando se sabe que las soluciones están al final del libro.

La cuestión que más le interesaba era, lo sé, yo.

¿Robinette Broadhead? Oh, sí, sin duda. Se disponía de abundante información sobre él en los bancos de datos. Sí, estaba casado. Sí, seguía vivo, y todavía con salud. Imperdonablemente, mostraba todos los indicios de ser feliz. Y lo que era casi peor, era viejo. No que estuviera senil ni decrépito, eso no; su cráneo conservaba todo su cabello y su rostro no estaba marcado por las arrugas, pero a fin de cuentas eso era producto del Certificado Médico Completo, proveedor infalible de salud y juventud a aquellos que podían costeárselo. Pero no dejaba de ser viejo. Había una robusta solidez en su cuello y una seguridad en su sonrisa que emanaban de la imagen que le sonreía en la piezopantalla, y que no formaba parte del individuo confundido y amedrentado que le había partido la boca y le había jurado amarla por siempre. Ahora, pues, Klara disponía de una definición aproximada de un término más: «Siempre». Significaba un período substancialmente menor a treinta años.

Después de haberse deprimido lo suficiente en la biblioteca, deambuló a través de Pórtico para comprobar qué cambios habían tenido lugar. El asteroide se había vuelto más impersonal y civilizado. Había muchos comercios en Pórtico ahora. Un supermercado, una sucursal de una cadena de restaurantes de comida rápida, un estereoteatro, un centro de salud física, hermosas y recientes pensiones para turistas, tiendas llenas de relucientes souvenirs. Había gran variedad de actividades en Pórtico. Pero no para Klara. La única que verdaderamente atrajo su atención fue el casino de juego instalado en la sala central en forma de huso que reemplazaba al antiguo Infierno Azul; pero no podía permitirse semejantes lujos.

No tuve oportunidad de conocer a Gelle-Klara Moynlin en la época en que Robin estuvo sentimentalmente unido a ella. Por lo demás, tampoco entonces conocía a Robinette Broadhead, puesto que era demasiado pobre para poder costearse la compra de un programa tan sofisticado como lo soy yo. A pesar de que no puedo experimentar personalmente el arrojo físico —ya que no puedo experimentar físicamente el temor—, aprecio el de ambos en lo que vale.

Y estimo como casi igualmente notable su ignorancia. No sabían cómo manejar el sistema de navegación MRL. No sabían cómo funcionaban los controles. No sabían interpretar las cartas de navegación Heechees, ni tenían ninguna que interpretar, ya que no se descubrieron hasta una década después de que Klara quedara atrapada en el agujero negro. Me sorprende la cantidad de acciones que pueden llevar a cabo las inteligencias biológicas con tan poca información.

La verdad es que no podía permitirse semejantes lujos ni ningún otro, y estaba bastante deprimida. Las revistas para mujeres de la época de su infancia estaban llenas de truquitos ocurrentes para combatir la depresión; les llamaban «escapes». Ordenar la casa. Llamar a alguien por el piezófono. Lavarse el pelo. Pero ella no tenía casa que limpiar y ¿a quién podía llamar en Pórtico? Después de haberse lavado el pelo por tercera vez, empezó a pensar de nuevo en el Infierno Azul. Unas pocas apuestas sin importancia no iban a perjudicarla demasiado, aunque perdiera. Únicamente, se vería obligada a prescindir de algunos caprichos…

Once vueltas de la ruleta más tarde, estaba sin un céntimo.

Un grupo de turistas gaboneses se alejaba, riendo y dando traspiés, y detrás de ellos Klara vio a Dolly en la barra corta y estrecha. Fue directamente hacia ella y dijo:

—¿Me invitas a una copa?

—Sí, claro —le contestó Dolly sin gran entusiasmo, haciéndole una seña al barman.

—¿Podrías prestarme algún dinero?

Dolly se rió sorprendida.

—Has perdido en la ruleta, ¿eh? Pues has ido a dar con la persona menos indicada. No estaría aquí bebiendo si no fuera porque algunos turistas me han regalado un par de fichas. —Cuando les sirvieron el whisky, Dolly dividió el escaso cambio en dos mitades y le pasó una a Klara—. Podrías intentar camelarte a Wan —le dijo—, pero no está de muy buen humor.

—Eso me suena a conocido —contestó Klara con la esperanza de que el whisky le subiera la moral. No fue así.

—Peor que de costumbre, quiero decir. Tengo la impresión de que se va a encontrar con el agua al cuello otra vez. —Se le escapó el hipo y puso cara de sorpresa.

—¿Qué pasa? —le preguntó Klara sin demasiado interés. Sabía que, en cuanto formulara la pregunta, la chica se lo contaría sin dilación, pero pensó que sería una manera como otra cualquiera de compensarle por la parte del cambio que le había cedido.

—Le van a poner las peras a cuarto antes o después —dijo Dolly echándose un trago al coleto—. Qué imbécil, venir aquí cuando podía haberte dejado en cualquier otro sitio y comprar allí su chocolate del demonio.

—En fin, yo prefiero estar aquí que en según y dónde —repuso Klara, preguntándose hasta qué punto era cierto.

—No seas boba. No lo hizo por ti. Lo hizo porque está convencido de que es capaz de salirse con la suya en cualquier situación. Porque es un imbécil. —Se quedó mirando la botella enfurruñada—. Hasta hace el amor como un imbécil. Es torpe, no sé si me entiendes. Incluso jodiendo es torpe. Se te acerca con esa expresión en la cara, como si intentara recordar la combinación de la caja fuerte; me entiendes, ¿no? Acto seguido me quita la ropa, y empieza. Un achuchón por aquí, una caricia por allá, otro magreo por allí. Creo que le voy a comprar un manual de instrucciones. El muy imbécil.

Cuántas bebidas se tomaron a costa de las fichas de Dolly, es algo que Klara no pudo comprobar; muchas, en cualquier caso. Tiempo después, Dolly recordó que tenía que comprar las galletas y el chocolate al licor para Wan. Más tarde aún, dando tumbos en soledad, Klara se dio cuenta de que tenía hambre. Lo que se lo recordó fue el olor a comida. Le quedaba aún algo del cambio que le había cedido Dolly. No era suficiente para tomarse una comida decente, y de todas formas, lo razonable hubiera sido volver a su cubículo para tomarse allí algún plato precocinado: ¿pero qué más daba comportarse de manera razonable ya? Además, el olor venía de cerca. Atravesó una especie de área de metal Heechee, ordenó lo primero que le vino en mente y se sentó lo más cerca que pudo de una pared. Levantó la rebanada superior del sandwich para saber qué había pedido; era algo sintético, pero desde luego no procedía ni de las minas de alimentos ni de las piscifactorías, como antaño. No era malo. O, por lo menos, no del todo, aunque tenía la impresión de que en aquellas circunstancias cualquier plato la habría dejado indiferente. Comió poco a poco, analizando cada bocado, no tanto porque la calidad de la comida lo justificase sino para posponer tanto como le fuera posible la siguiente cosa que iba a tener que hacer, esto es, decidir qué hacía con su vida.

Fue entonces cuando se apercibió del revuelo. La muchacha de la limpieza empezó a barrer el suelo con el doble de diligencia, mirando de soslayo por encima del hombro a cada pasada de la escoba; los del mostrador estaban aún más tiesos que antes, y hablaban más claramente. Alguien importante debía de haber llegado.

Era una mujer, alta, madura y hermosa. Espesas mechas de pelo dorado le caían espalda abajo, y conversaba atentamente, pero con autoridad, lo mismo con clientes que con los empleados. Pasó las manos por encima de las bandejas para comprobar que estuvieran limpias, probó algún bocado para comprobar su consistencia, se aseguró de que los servilleteros estaban llenos y rehizo el lazo del delantal de la encargada de la limpieza.

Klara se la quedó mirando con un sentimiento de creciente reconocimiento que se parecía bastante al miedo. ¡Era ella! ¡Ella! La mujer cuya fotografía había visto en tantos de los informes acerca de Robin Broadhead. S. Ya. Lavorovna-Broadhead inaugura cincuenta y cuatro sucursales de su cadena de restaurantes en el Golfo Pérsico. S. Ya. Lavorovna-Broadhead bautiza con su nombre a un carguero interestelar. S. Ya.Lavorovna-Broadhead dirige los trabajos de programación de las nuevas secciones de la red general de datos.

A pesar de que sólo le quedaba un último bocado de sandwich, que era el último que Klara podía costearse, no pudo obligarse a terminarlo. Se deslizó furtivamente hacia la puerta, con el rostro vuelto, dejó la bandeja en el contenedor de los residuos y desapareció.

Le quedaba un único sitio al que dirigirse. Cuando vio que Wan estaba solo allí, pensó que había sido cosa de la divina providencia el que hubiese tomado aquella decisión.

—¿Dónde está Dolly? —preguntó.

Wan estaba tumbado en una hamaca, mordisqueando con enfado una papaya fresca comprada, sin duda, a un increíble precio que Klara no era capaz de imaginar.

—¡Mira por donde a mí también me gustaría saberlo! —le dijo—. ¡Voy a decirle cuatro cosas cuando vuelva!

—Me he quedado sin dinero —le dijo ella.

Él se encogió de hombros con indiferente desprecio.

—Y —se inventó sobre la marcha— he venido a decirte que tú también. Van a confiscarte la nave.

—¿Qué me la van a confiscar? —chilló—. ¡Los muy cerdos! ¡Los muy hijos de puta! Oh, créeme que cuando vea a Dolly… ¡Seguro que ha sido ella la que les ha dicho lo del equipamiento especial!

—O tú —le espetó Klara con brutalidad—, porque seguro que te has ido de la lengua. Sólo te queda una alternativa.

—¿Una alternativa?

—En el mejor de los casos, si eres lo suficientemente listo y no te falta el valor.

—¿Si soy lo bastante listo y no me falta el valor? ¿Es que te has olvidado de que pasé solo la primera parte de mi vida…

—No, no lo olvido —dijo con reticencia ella—, porque constantemente me lo repites. Lo que ahora importa es lo que tienes que hacer a continuación. ¿Lo tienes todo a bordo? ¿Las provisiones también?

—¿Las provisiones? No, por supuesto que no. Acabo de decírtelo: las barras de helado sí, pero las galletas y el chocolate al licor, todavía no…

—¡A la porra con el chocolate! —dijo Klara—. Y ya que no está cuando se la necesita, a la porra con Dolly también. Si quieres conservar la nave, vete ahora.

—¿Ahora? ¿Solo? ¿Sin Dolly?

—Con una sustituta —aventuró Klara—. Cocinera, amante, alguien a quien podrás gritarle… estoy a tu disposición. Y sé manejarme en la nave. A lo mejor no cocino tan bien como Dolly, pero sé hacer mejor el amor. Por lo menos, más a menudo. Y no te queda tiempo para pensártelo demasiado.

Él la miró con la boca desencajada durante unos instantes. Luego, sonrió.

—Coge esas cajas del suelo —le ordenó—. Y también lo que hay debajo de la hamaca y…

—Espera —le atajó ella—. Hay un límite para lo que soy capaz de llevar.

—Por lo que se refiere a tus limitaciones —le dijo él—, te aseguro que vamos a comprobar a su debido tiempo cuáles son. Ahora, no discutas. Recoge ese saco, llénalo y nos vamos; y mientras lo haces, te voy a contar un cuento que me explicaron los Difuntos hace mucho tiempo. Érase una vez dos prospectores que encontraron un gran tesoro dentro de un agujero negro, y no sabían cómo sacarlo fuera. Por fin, uno de ellos dijo: «Ya sé. Me he traído a mi pequinés: le ataremos el tesoro al lomo y que tire hasta sacarlo». El segundo prospector le contestó: «¡Qué estupidez! ¿Cómo quieres que un perro tan pequeño sea capaz de sacar un tesoro de un agujero negro?». Y el primer prospector le contestó: «El estúpido eres tú, por no creer que podrá. ¿Es que no ves que he traído también un látigo?».