EL NUEVO ALBERT
Todo el mundo conspiraba en mi contra, incluida la mujer de mi alma y mi procesador de datos de plena confianza. En los pocos momentos en que me permitían estar despierto, me hicieron una generosa oferta.
—Puedes ir al hospital para que te efectúen un chequeo completo —dijo Albert, chupando pensativamente su pipa.
—O puedes seguir dormidito sin dar la murga hasta que estés completamente restablecido —propuso Essie.
—¡Ajá! —exclamé—. ¡Lo sabía! Me habéis mantenido inconsciente, ¿no es eso? Probablemente hace días que me pusisteis fuera de combate y dejasteis que me abrieran.
Essie evitó mi mirada. Yo añadí magnánimo:
—No os culpo por ello, ¿pero no os dais cuenta de que tengo ganas de salir y ver lo que Walthers detectó? ¿No podéis entenderlo?
Essie seguía evitando mi mirada; con expresión ceñuda, miró al holograma de Albert Einstein.
—Parece que está bastante animado, ¿no? ¿Te parece adecuado que dejemos despierto a este gamberro?
La imagen de Albert carraspeó:
—De hecho, señora Broadhead, el programa médico aconseja evitar todo tipo de sedantes innecesarios a estas alturas.
—¡Ay, Dios! ¡Así que va a quedarse despierto molestándonos noche y día! Bueno, pues entonces no queda más remedio, Robin; mañana, a la clínica.
Mientras me reñía, mantuvo todo el rato su mano en mi nuca, acariciándome; las palabras pueden ser engañosas, pero se puede distinguir la caricia del amor.
Por eso dije:
—Hagamos un trato: iré al hospital a que me hagan ese chequeo con la condición de que si lo paso no me pongáis más inconvenientes para salir al espacio.
Essie, en silencio, calculaba; en cambio, Albert me dijo arqueando una ceja:
—Eso puede ser una equivocación, Robin.
—Para eso estamos los humanos, para cometer equivocaciones. Bueno, ¿qué hay de comer?
Lo cierto es que yo había calculado que si mostraba un buen apetito, ellos lo tomarían como un buen síntoma, y tal vez así fue. Había calculado, asimismo, que mi nueva nave no estaría lista en bastante tiempo de todas formas, de modo que no había prisa. Desde luego, lo que no iba a hacer era embarcarme en otra Cinco abarrotada y maloliente cuando mi propia nave de lujo me estaba esperando. Lo único que no había previsto era el odio que me producen los hospitales.
Cuando Albert me examina, me toma la temperatura bolométricamente, estudia mi iris en busca de manchas blancas y mi piel en busca de marcas externas tales como varices y derrames, ecografía mi torso para examinar mis órganos internos y analiza las muestras que deposito en los inodoros para el recuento de bacterias. Albert llama a estos procedimientos «no agresivos». Yo los llamo «delicados».
Los procedimientos diagnosticales que utilizaron en la clínica no fueron en absoluto delicados. No es que resultaran dolorosos. Anestesiaron la epidermis antes de nada, y una vez por debajo de la epidermis, no hay demasiadas terminaciones nerviosas de las que preocuparse. Lo más que se sentí fueron cosquilleos, pellizcos y golpecitos. Pero a cientos, y además, sabía qué era lo que estaban haciendo. Sondas del grosor de un cabello estaban inspeccionando mis tripas. Pipetas afiladas como alfileres absorbían muestras de tejidos para analizarlas. Había sifones absorbiendo mis fluidos corporales; las suturas se comprobaban, las cicatrices se examinaban. Todo ello duró menos de una hora, pero pareció mucho más y, sinceramente, habría preferido estar en otro sitio.
Cuando todo acabó, me permitieron volverme a vestir y dejaron que me sentara en un sillón bastante cómodo en presencia de un doctor de carne y hueso. Incluso dejaron a Essie entrar, pero a ella no le di opción a decir palabra.
—¿Qué dice doctor? —pregunté adelantándome—. ¿Cuánto más después de la operación tengo que esperar antes de salir al espacio? Nada de cohetes, desde luego, me refiero a un acelerador Lofstrom, que es tan peligroso como usar un ascensor. El acelerador Lofstrom lo único que hace es deslizarte a lo largo de una cinta magnética y…
—Ya sé lo que es un Lofstrom —dijo el doctor deteniéndome con un gesto de su mano; el doctor era una especie de Papá Noel robusto, de ojos azules y una larga barba blanca de tres puntas.
—Me alegro. ¿Así, pues?
—Bien —me dijo—, lo normal después de una operación como la suya es un período de convalecencia de un mes, más o menos, pero…
—¡Oh, no! ¡No, doctor! —exclamé—. ¡Por favor! ¡No quiero estarme todo un mes cruzado de brazos!
Me miró y miró a Essie; ella evitó su mirada. El doctor sonrió.
—Señor Broadhead —me dijo—, creo que hay dos cosas que debería saber. La primera de ellas es que generalmente suele procurarse que el paciente permanezca inconsciente durante la primera parte de la convalecencia. A través de estímulos eléctricos en los músculos, de masajes, de una dieta adecuada y de un cuidado atento, puede conseguirse, sin atrofiar ninguna función… Y además, es mejor para el sistema nervioso del paciente. Y para el de todo el mundo.
—Sí, bueno —le dije, muy poco interesado en lo que me estaba diciendo—. ¿Qué era la otra cosa que tenía que saber?.
—La otra cosa es que esta mañana hace cuarenta y tres días que le operaron. Ahora ya puede hacer lo que le plazca. Hasta subirse a uno de esos aceleradores.
Hubo un tiempo en que el camino a las estrellas pasaba a través de la Guayana o de Baikonur o de Cabo Cañaveral. Era necesario quemar hidrógeno líquido por valor de un millón dólares para ponerse en órbita antes de poder transferirse a otro aparato que le llevara a uno más lejos. Ahora, teníamos los aceleradores de cápsulas Lofstrom situados a lo largo del ecuador, unas enormes estructuras en forma de tela de araña que eran casi invisibles hasta que uno se encontraba a su lado… Bueno, a unos veinte kilómetros de distancia, que era el lugar en que estaba emplazado el campo de aterrizaje del satélite. Lo observé con deleite y orgullo mientras descendíamos en espiral antes de tocar tierra. En el asiento a mi lado, Essie murmuraba algo para sí con expresión reconcentrada mientras trabajaba en un nuevo proyecto, tal vez un nuevo programa computeracional, quizás un plan de jubilación para los empleados de sus cadenas de restaurantes de comida rápida; no lo sé, porque lo que murmuraba lo murmuraba en ruso. En la consola plegable frente a mí, Albert estaba enseñándome mi nueva nave, e iba rotando lentamente la imagen al tiempo que recitaba los pormenores de su capacidad, sus accesorios, su masa y las comodidades que incluía. Puesto que había invertido mis buenos millones y una parte considerable de mi tiempo en aquel jueguecito, la cosa me interesaba, pero no tanto como lo que se avecinaba.
—Más tarde, Albert —ordené y, obediente, se esfumó.
Estiré el cuello para seguir viendo el acelerador mientras recorríamos los últimos metros. No muy claramente, a lo largo de la parte superior del trampolín, podía ver varías cápsulas ganar una aceleración de tres G para desaparecer, limpia y grácilmente, en la parte superior de la pendiente, antes de perderse en el azul. ¡Lindo! Nada de química, nada de combustión, nada de perjuicios a la capa de ozono. Ni tan siquiera la pérdida de energía de los despegues de las naves Heechees; incluso podíamos hacer algunas cosas mejor que ellos.
Hubo también un tiempo en que alcanzar la órbita era insuficiente, y se hacía entonces necesario emprender el lento y largo trayecto Hohmann hasta el asteroide Pórtico. Generalmente, muertos de miedo porque se sabía que Pórtico producía más prospectores muertos que ricos; y también porque estaba uno harto de permanecer en aquella lata interestelar, apretujados, enfermos y condenados a seguir allí dentro durante días y semanas antes de llegar al asteroide; y también, en gran medida, porque habías vendido todo lo que tenías o te habías empeñado hasta las cejas para costearte el pasaje. Ahora, en cambio, había una nave Heechee Tres esperándonos en órbita baja a la que podríamos transbordar, como quien dice, en mangas de camisa y antes de haber hecho la digestión de la última comida efectuada en Tierra; es decir, nosotros podríamos, porque teníamos el dinero y los recursos para hacerlo.
Hubo un tiempo en que saltar a esa nada interestelar era como jugar a la ruleta rusa. La única diferencia era que, fuera lo que fuera lo que encontraras al final del viaje, podías hacerte más rico de lo que cabía imaginar, como me había sucedido a mí. Pero generalmente, lo que uno conseguía era morirse.
—Sí, es mucho mejor ahora —suspiró Essie mientras descendíamos del aparato para quedar cegados con la hiriente luz sudamericana—. Pero bueno, ¿se puede saber dónde está la maldita furgoneta que nos han prometido los responsables de ese desastre de hotel?
No hice ningún comentario al hecho de que hubiera leído mi pensamiento. Después de los años que llevábamos casados, ya me había acostumbrado. De cualquier manera, no era telepatía; era, ni más ni menos, lo que cualquier ser humano habría pensado en idénticas circunstancias.
—Me gustaría que Audee Walthers viniera con nosotros —comenté.
Estaba mirando al acelerador de cápsulas; se hallaba aún a bastantes kilómetros de distancia, en la lejana orilla del lago Tehigualpa. Podía ver al acelerador reflejarse en las aguas, azules en el centro del lago, de un amarillo verdoso cerca de la orilla, donde habían plantado algas comestibles; una vista bonita.
—Pues si le querías a tu lado, no haberle dado dos millones para que se pusiera a buscar a su esposa —dijo Essie, muy pragmática, y después añadió, acercándoseme—: ¿Cómo te sientes?
—Absolutamente estupendo —le contesté, no muy lejos de la verdad—. Deja de preocuparte por mí. Cuando tienes el Certificado Médico Completo Extra, no te dejan morir antes de que hayas cumplido los cien años; si no, no resulta rentable.
—No sé qué decirte —dijo con preocupación—; cuando el cliente es un incurable forajido a la caza constante de Heechees imaginarios. En fin —añadió con expresión más animada—, por ahí viene la furgoneta para el transporte de ganado.
Una vez dentro de la furgoneta me incliné hacia delante y le besé la nuca, lo que no me resultó difícil porque se había sujetado la larga melena en una trenza que había pasado alrededor de la frente a modo de diadema. Ella se recostó sobre mi boca.
—Gamberro —suspiró—, aunque no eres malo, después de todo.
El hotel no resultó, a fin de cuentas, tan malo. Nos habían asignado una cómoda suite en el piso más alto, que daba al lago y desde donde se veía el acelerador. De todas maneras, no íbamos a pasar allí más que unas pocas horas. Dejé a Essie conectando sus programas a la pantalla de la PV del hotel y me dirigí a la ventana, diciéndome a mí mismo, con indulgencia, que no era en verdad un gamberro. Aunque tal vez lo fuera, porque ciertamente no se esperaba de un adulto ya entrado en años, adinerado y con una respetabilidad que observar, que se pusiera a hacer travesuras en el espacio tan sólo por el «glamour» y la excitación que de ello se derivaba.
Se me ocurrió en aquel momento que tal vez Essie no contemplara el asunto desde mi punto de vista. Quizá creyera que mis motivos eran muy otros, que buscaba algo distinto de la mera emoción.
Pensé entonces que tal vez fuera mi perspectiva la equivocada. ¿Eran en realidad los Heechees lo que quería salir a buscar? Ciertamente, así era, o podría haber sido, porque todo el mundo se moría de curiosidad en todo lo relativo a los Heechees. Pero no todo el mundo había perdido algo en el espacio. ¿Era posible que en algún recóndito lugar de mi mente, lo que me obligaba hacer todo aquello era la esperanza de que de algún modo, en algún lugar, podría recuperar aquel objeto perdido? Yo sabía cuál era aquel objeto. Y sabía dónde lo había perdido. Lo que no sabía era qué iba a hacer con ello —o mejor dicho, con ella— si volvía a encontrarla.
Y entonces sentí una especie de estremecimiento, casi dolor, en mis entrañas. No tenía nada que ver con los dos metros y tres cuartos de vísceras nuevas que me habían colocado. Con lo que tenía que ver era con la esperanza —o el miedo— de que, de algún modo, Gelle-Klara Moynlin volviera a aparecer en mi vida. Había en mi interior más emociones al respecto de las que me había imaginado que quedaran. Hizo que se me nublara la vista, porque la estructura reticular pareció desvanecerse ante mis propios ojos.
Pero no había lágrimas en mis ojos.
Y aquello no era una ilusión óptica.
—¡Dios mío! —grité—. ¡Essie!
Y vino a la carrera para situarse a mi lado a fin de ver el débil resplandor de una cápsula mientras se deslizaba por el acelerador y el temblor, el estremecimiento de toda la estructura de frágiles soportes. Y a continuación, el ruido: una única y débil explosión, como un cañonazo distante; y después, un crujido más largo, más bajo y más lento de toda la estructura al venirse abajo.
—¡Dios mío! —respiró Essie a mi lado, apretándome el brazo—. ¿Terroristas?
Acto seguido, ella misma se contestó.
—Por supuesto —dijo amargamente—. ¿Quién si no podría ser tan vil?
Había abierto la ventana para disfrutar de una buena vista del lago y del acelerador; fue una suerte, porque de esa manera evité que los cristales saltaran en pedazos hacia el interior de la habitación. Otros en el hotel no tuvieron tanta suerte. El aeropuerto en sí no sufrió daño alguno, sin contar el avión que saltó por los aires por no estar a cubierto. Pero los oficiales de aeropuerto estaban asustados. No sabían si la destrucción del acelerador respondía a un acto de sabotaje terrorista aislado o si se trataba del inicio de una revuelta; en ningún caso, nadie dio la impresión de pensar que se tratara de un simple accidente. La cosa daba miedo, ésa es la verdad. Hay una endiablada cantidad de energía cinética concentrada en un acelerador Lofstrom, más unos veinte kilómetros de rampa de acero que pesa unas cinco toneladas moviéndose a una velocidad de unos doce kilómetros por segundo. Llevado por simple curiosidad, le pregunté a Albert qué cantidad de energía se necesita para mantener los veinte kilómetros de rampa en movimiento, y resulta ser de 3,6 x 1014 julios. Y cuando el acelerador queda colapsado todos esos julios salen a la vez, por un sitio u otro.
Se lo pregunté a Albert más tarde, claro está, porque ni pude ponerme en comunicación entonces con él. Naturalmente lo primero que hice después de la explosión fue intentar hablar con él, o con cualquier otro programa de actualización de datos o de simple información que me pusiera al corriente de lo que estaba pasando. Los circuitos de comunicación estaban colapsados; nos habíamos quedado sin energía. No obstante, el circuito local de PV estaba aún en funcionamiento, por lo que me planté delante para contemplar la imagen del hongo de la explosión y la información que al respecto iban facilitando. Había una nave en aceleración en el momento en que la rampa se vino abajo; aquélla había sido la primera explosión, tal vez porque la cápsula llevaba una bomba. Otras tres cápsulas se encontraban en el túnel de acceso. Más de doscientos seres humanos eran ahora carne picada; eso sin tener en cuenta a los que no habían podido contar todavía y que se encontraban trabajando en las instalaciones o en las freeshops o en los bares que había debajo del acelerador, o los que estaban paseando por las cercanías.
—Ojalá pudiera hablar con Albert —le mascullé a Essie.
—Por lo que a eso se refiere… —empezó vacilante.
Pero no pudo acabar, pues llamaron a la puerta: ¿Serían el señor y la señora tan amables de venir en seguida a la sala Bolívar, por favor, pues se trata de un asunto de la máxima importancia?
El asunto de la máxima importancia resultó ser un control policial, y yo nunca había visto semejante control de pasaportes. La sala Bolívar era una de esas habitaciones multiuso que se cierran en pequeños compartimentos cuando se celebran reuniones y que se abren del todo para dar cabida a banquetes, y uno de esos compartimentos estaba lleno de turistas como nosotros, la mayoría sentados sobre sus maletas, todos con cara de enfado y de temor. A ellos les hicieron esperar. A nosotros no. El botones que había ido a buscarnos llevaba las iniciales «S.E.R.» en un brazalete, y nos llevó hasta el entarimado en que un teniente de la policía estudió nuestros pasaportes rápidamente y nos los devolvió.
—Señor Broadhead —me dijo en un inglés impecable, con un ligero acento del Medio Oeste—, ¿se le ha ocurrido pensar que este acto de violencia terrorista podía haber estado dirigido contra su persona?
Me lo quedé mirando con cara de tonto.
—Hasta este preciso momento, no —conseguí contestar. El asintió.
—No obstante —continuó, tocando con su pequeña y elegante mano una copia de un informe—, hemos recibido de la Interpol el informe de un atentado terrorista llevado a cabo en la persona de su esposa hace tan sólo dos meses. Bastante bien organizado, por cierto. Los comisarios de Rotterdam coinciden en subrayar que no parece un acto casual, y que nuevos atentados podrían tener lugar.
Yo no supe qué contestarle. Essie se inclinó hacia el Teniente.
—Dígame, Teniente —le dijo mirándole—, ¿es ésa su teoría?
—Ah, mi teoría. Ojalá tuviera una teoría —dijo con enfado—. ¿Terroristas? Sin duda. ¿Atentando contra ustedes? Es posible. ¿Atentando contra la estabilidad del gobierno? Es más que probable, me temo, porque ha habido un malestar creciente en las zonas rurales; hasta circulan informes, y se lo digo a título de confidencia, que hablan de la posibilidad de que un grupo de oficiales esté preparando un golpe de mano. ¿Cómo puede uno estar seguro? Por eso voy a hacerles las preguntas de rigor: ¿Han visto a alguien cuya presencia les haya extrañado por casual o sospechosa? ¿No? ¿Tienen alguna idea de quién pudo haber atentado contra ustedes en Rotterdam? ¿Pueden arrojar alguna luz sobre este terrible incidente?
Disparaba las preguntas a tanta velocidad que parecía que no esperara nuestras respuestas o que no quisiera escucharlas. Eso me inquietó tanto como la destrucción del acelerador; era un reflejo, en este lugar, de lo que había estado viendo en otras partes del mundo. Una especie de desesperada resignación, como si todo tuviera que ir a peor y no hubiera manera de hacer que mejorara. Me hizo sentirme angustiado.
—Nos gustaría partir cuanto antes y dejarles el terreno libre —le dije—, de manera que si ha terminado con las preguntas…
Se tomó un instante antes de contestar, y empezó a mirarme como alguien que tiene que empezar de nuevo la misma tarea.
—Tenía la intención de solicitarles un favor, señor Broadhead. ¿Sería posible que pudiéramos pedirle prestada su nave durante un par de días? Es para los heridos, porque nuestro hospital general se encontraba, desgraciadamente, en el mismo recinto del acelerador.
Me avergüenza reconocer que vacilé antes de contestar, pero no así Essie.
—Por descontado que sí, Teniente —dijo—, porque además vamos a tener que hacer una nueva reserva en otro acelerador antes que decidamos adonde queremos ir.
El Teniente sonrió:
—Eso, mi estimada señora, podemos arreglarlo nosotros a través de los servicios de comunicación del ejército. Mi más sincero agradecimiento por su generosidad.
Todos los servicios de la ciudad estaban fuera de orden, pero cuando entramos en nuestra suite, encontramos flores en las mesas y una cesta de frutas y botellas de vino que no estaba allí antes. Las ventanas habían sido cerradas. Al abrirlas de nuevo, descubrí por qué. El lago Tehigualpa había dejado de ser un lago. No era más que el recalentado sumidero en el que estaba previsto que se precipitara la rampa en caso de tener lugar el accidente en el que nadie creía y que acababa de producirse. Ahora que había ocurrido, el lago había quedado reducido a un montón de cieno. Una neblina recubría lo que quedaba del acelerador, y había un hedor de fango recocido que me hizo cerrar inmediatamente la ventana.
Probamos con el servicio de habitaciones. Funcionaba. Nos sirvieron una comida francamente buena, y se disculparon por el hecho de que el mayordomo no pudiera estar presente para escanciarnos el clarete; pertenecía a los Servicios de Emergencia de la República, y había sido llamado a servicio. Así que nos atendieron las camareras del servicio de habitaciones y, aunque nos aseguraron que al cabo de una hora dispondríamos de un camarero regular, mientras tanto esperaron formadas junto a las paredes de la antecámara.
Soy muy rico, no lo niego, pero eso tampoco quiere decir que me haya mal acostumbrado. Pero me gusta el servicio eficiente, sobre todo el que me prestan los eficientísimos programas que Essie ha ido creando a lo largo de veinticinco años para mi uso exclusivo.
—Echo de menos a Albert —comenté al tiempo que miraba a la nebulosa escena nocturna.
—No sabes qué hacer sin tus muñecos, ¿eh? —se burló Essie, pero adiviné que se traía algo entre manos.
Bueno, tampoco en ese sentido me he mal acostumbrado, pero después de tanto tiempo he llegado a la conclusión de que cuando Essie parece que se trae algo entre manos, suele ser que lo que quiere es hacer el amor, y de ahí a que yo también quiera, hay tan sólo un pequeño paso. No hago más que recordarme, de cuando en cuando, que por lo que hace a la mayoría de los seres humanos, personas de nuestra edad se habrían mostrado mucho menos deseosas de hacer el amor y menos exuberantes en su actividad erótica, aunque ése es su problema. Consideraciones de este estilo no me detenían. Sobre todo por ser Essie quien es. Además de premio Nobel, Essie había recibido otros galardones, entre los que se incluía el aparecer cada dos por tres en las listas de las diez mujeres mejor vestidas del mundo. El Nobel se lo merecía; lo de ser de las mejor vestidas es, para mí, injusto. El aspecto de Essie Broadhead no tenía nada que ver con lo que llevaba puesto, sino con lo que había debajo de lo que llevaba puesto. Lo que lucía en aquel preciso momento era un ajustado vestido deportivo de líneas sobrias y de color azul celeste; un vestido como los hay a montones en los grandes almacenes, y aun así, habría vuelto a ganar el premio a la más elegante.
—¿Por qué no te acercas, eh? —le dije, recostado en el amplio y largo diván.
—¡Sátiro! ¡Bof!
Pero fue un «¡Bof!» bastante permisivo.
—Verás —proseguí—, he pensado que, como no hay manera de ponerse en contacto con Albert y no tenemos nada que hacer…
—Oh, Robin —dijo al par que movía la cabeza a lo desesperado. Pero sonreía. Juntó los labios en un mohín de meditación y añadió—: Te diré lo que vamos a hacer. Vete a recoger mi maletín de viaje a la antecámara. Tengo un regalito para ti. Ya veremos entonces lo que hacemos.
De la bolsa salió un paquetito envuelto en papel brillante que contenía un molinete de oración Heechee mayor de lo habitual. No era Heechee, desde luego; era demasiado grande. Era del tipo de los que Essie había desarrollado para su uso exclusivo.
—Te acuerdas de los Difuntos y de Vida Nueva, ¿verdad? —me dijo—. Software Heechee de muy buena calidad que decidí quedarme. Con ello he reprogramado a tu antiguo programa de actualización de datos. Te garantizo que vas a tener un Albert Einstein real.
Sopesé el molinete en mis manos.
—¿Un Albert Einstein real?
—Ay, Robin, ¡no seas tan literal! Real, real, no. No puedo resucitar a los muertos. Pero es real en lo concerniente a la personalidad, recuerdos, manera de pensar… casi es real, de todas formas. Programé una actualización de datos de toda la información disponible acerca de Einstein: libros, papeles, correspondencia, biografías, entrevistas, fotografías… Todo. Hasta las películas del barco en el que fue hasta Nueva York en 1932, de Pathé Films. Está todo aquí dentro, o sea que, cuando tú le hablas a Albert Einstein, ¡es el propio Albert Einstein el que te contesta!
Se inclinó sobre mi cabeza y me besó la coronilla.
—Luego, para quedarme más satisfecha —se jactó—, le añadí algunas habilidades que el Albert Einstein real no tuvo nunca: pilotaje de naves Heechees, reciclaje total en ciencias y tecnologías desde 1955, fecha del deceso de Einstein; hasta habilidades más sencillas como cocina, secretariado, abogacía, medicina. No me quedó sitio para Sigfrid von Shrink —se disculpó—, pero ya no necesitas más psicoanálisis, ¿eh, Robin? O tal vez sólo para que te cure de ciertos inexplicables lapsus de memoria.
Me estaba mirando con una expresión que había logrado reconocer en las dos últimas décadas. Alargué la mano y la atraje hacia mí.
—Venga, Essie, hagámoslo.
—¿Que hagamos el qué? ¿Estás hablando de sexo otra vez, Robin? —me preguntó, sentada con aire de inocencia en mi regazo.
—¡Venga ya!
—Oh, no es por nada… Yo ya te he dado mi regalo de plata.
—¿El qué, el programa? —Sí, era cierto que iba envuelto en papel plateado… ¡Entonces caí en la cuenta!—. ¡Ay, no, Dios! ¡Se me ha olvidado que era nuestro veinticinco aniversario!
—¿No es eso? ¿Cuándo…? —pero, pensando rápidamente, callé la pregunta.
—¿Cuándo ha sido? —concluyó por mí—. Bueno, es aquí. Es ahora. Es hoy, cariño. Felicidades, Robin, amor.
Yo la besé, mucho más para compensarla por el olvido que por otro motivo, he de admitirlo, y ella me devolvió el beso muy seria. Le dije, sintiéndome despreciable:
—Essie, cariño, de veras que lo siento. Te prometo que cuando volvamos te haré un regalo que hará que se te ponga los pelos de punta.
Pero ella presionó su nariz contra mis labios para acallarme.
—No hace falta que me prometas nada, Robin, amor —me susurró desde, más o menos, la altura de mi nuez—, porque durante estos veinticinco años me has dado, cada día, espléndidos regalos. Sin contar los dos años que estuvimos tonteando. Claro que —añadió, levantando la mirada—, ahora estamos los dos solos, y la cama está en la habitación de al lado, hemos de pasar aún varias horas más aquí. Así que, si de veras quieres que se me pongan los pelos de punta con un regalo acepto encantada. Sé que tienes algo para mí. Y, además, es de mi talla.
El hecho de que no quisiera tomar el desayuno puso todos los sentidos de Essie en estado de máxima alerta, pero la tranquilicé diciéndole que me apetecía entretenerme con mi nuevo juguete. Era cierto. Como también lo era el hecho de que, a fin de cuentas, yo no siempre tomaba desayuno, y ambas razones consiguieron que Essie bajase al comedor a desayunar sin mí aunque la auténtica razón —que a mi estómago no le apetecía en absoluto tomar nada— era la que en realidad contaba.
Conecté al nuevo Albert en el procesador y se produjo un rápido y rosado relampagueo, y allí apareció, sonriéndome.
—Hola, Robin —me dijo—, y feliz aniversario.
—Fue ayer —dije yo, un poco decepcionado. No esperaba pillar a Albert en descuidos tan tontos.
Él se restregó el extremo de la boquilla de su pipa por la nariz, al tiempo que parpadeaba por debajo de aquellas ceja suyas tan espesas.
—Según el horario hawaiano, ahora son… déjame ver —y simuló mirar la hora en un reloj de pulsera digital que asomaba de modo anacrónico por debajo de la manga de la chaqueta de su pijama a rayas—. Sí, las once y cuarenta y dos minutos de la noche, así que a tu veinticinco aniversario le quedan aún casi veinte minutos de existencia, Robin—. Se inclinó hacia adelante para rascarse el tobillo—. Poseo un buen número de nuevas capacidades —añadió con orgullo—, que incluyen el manejo de todo tipo de sistemas horarios y la adaptabilidad a todo tipo de ambientes, y que funcionan lo mismo estando conectado como no. Tu mujer es una experta en este tipo de cosas, ya lo sabes.
Ya, ya sé que Albert no es más que un programa computerizado, pero aun así fue como reencontrarme con un viejo amigo.
—Tienes un aspecto magnífico —le felicité—. De todas formas, no sé si deberías llevar un reloj digital. No creo que tuvieras uno antes de morir, ya que por aquel entonces no existían este tipo de cosas.
Puso cara de enfurruñado, pero me devolvió el cumplido:
—Veo que estás muy fuerte en historia de la tecnología, Robin. No obstante, aunque yo sea el redivivo Albert Einstein en la medida en que ello es posible, no me veo limitado por las capacidades del auténtico Albert Einstein. La señora Broadhead ha introducido en mi programación lo último en materia de tecnología Heechee, por ejemplo, y el Albert Einstein de carne y hueso no sabía ni tan siquiera que los Heechees existieran. Además, he asumido casi todas las atribuciones de los otros programas que poseías, así como sistemas de rastreo de información, que, por cierto, están trabajando en estos momentos para conseguir establecer contacto con la red general de gigabits de información, si bien tengo que admitir —añadió en son de disculpa— que no he tenido en ello éxito alguno, aunque me las estoy apañando con los servicios de información militares. Tu vuelo a Lagos, Nigeria, está confirmado para mañana al mediodía, y tu avión particular se te devolverá a tiempo para que puedas enlazar los vuelos. —Me miró ceñudo—. ¿Pasa algo?
No había dedicado tanta atención a lo que decía como a estudiarle a él. Essie había realizado un trabajo excepcional. Ya no tenían lugar los antiguos lapsus en los que empezaba una conversación pipa en mano y la acababa jugueteando con un trozo de tiza.
—Tienes una apariencia más real, Albert.
—Gracias —me contestó, y presumió de su nueva apariencia abriendo un cajón de su escritorio para coger una cerilla con la que encender su pipa. En los viejos tiempos se hubiera limitado a materializar en su mano una caja de cerillas, sin más—. ¿Te interesaría saber algo más de tu nueva nave, Robin?
Me animé.
—¿Ha habido algún progreso desde que aterrizamos?
—Si lo ha habido —se disculpó—, no puedo saberlo, pues como te he dicho, me ha resultado imposible enlazar con la red general. De todas formas, tengo una copia del certificado de la comisión de la Corporación de Pórtico en la que la catalogan como una Doce, o sea, que podría transportar doce pasajeros equipados para una misión convencional.
—Ya me imagino qué significa que la hayan catalogado como una Doce, Albert.
—Sí, claro. En cualquier caso, ha sido acondicionada para cuatro pasajeros con posibilidad de dar cabida a otros dos. Se llevó a cabo un vuelo de prueba de ida y vuelta hasta Pórtico Dos, y el comportamiento de la nave fue impecable. Buenos días, señora Broadhead.
Eché un vistazo por encima de mi hombro; Essie había terminado de desayunar y se unió a nosotros. Se inclinó sobre mi cabeza para estudiar mejor a su creación.
—Qué buen programa —se autohalagó, y dijo—: ¡Albert! ¿Quién demonios te ha enseñado a hurgarte la nariz?
Albert se sacó un dedo del interior de uno de los agujeros de su nariz, con aire condescendiente.
—Lo he sacado de las cartas inéditas de Enrico Fermi a un familiar; es auténtico, se lo garantizo. ¿Quieren saber algo más? ¿No hay más preguntas? En ese caso, Robin, señora Broadhead —concluyó—, me permito sugerirles que empiecen a hacer el equipaje, porque acabo de recibir la notificación de la policía, a través de sus sistemas de información, de que su avión acaba de aterrizar y lo están poniendo a punto. Podrán salir dentro de dos horas.
Así era, y así lo hicimos, bastante contentos… o casi. Los últimos instantes fueron menos agradables. Estábamos subiéndonos al avión cuando se oyó un ruido que llegaba desde la terminal de pasajeros, y nos volvimos a mirar.
—Oye —dijo Essie pensativa—, eso suena a tiros. Y los trastos grandes esos que hay en el aparcamiento retirando los coches, ¿los ves? Uno acaba de cargarse una boca de incendio y el agua está saliendo a chorros. ¿Se trata de lo que me imagino?
La arrastré al interior del avión.
—Puede ser —le dije—, si de lo que me estás hablando es de carros blindados. Salgamos de aquí cuanto antes.
Así lo hicimos. No hubo problemas. Al menos no para nosotros, aunque Albert, que en aquel momento consiguió enlazar con la red general recién recuperada, nos informó de que las peores predicciones del Teniente se habían hecho realidad, y de que una verdadera revuelta estaba teniendo lugar de manera cruenta por todas partes. No, no hubo entonces problema alguno para nosotros, aunque a lo largo y ancho del universo, al mismo tiempo que esto sucedía, estaban ocurriendo cosas que iban a causarnos grandes problemas más tarde, algunos de ellos muy, muy dolorosos.