13

LAS PENAS DEL AMOR

Una pequeña porción de materia orgánica llamada Dolly Walthers estaba ocupada experimentando todos estos sentimientos —todos menos el gozo— y otros tales como el resentimiento y el aburrimiento en buena medida. En particular, el aburrimiento, excepto en aquellos momentos en que el sentimiento que dominaba su pequeño y apenado corazón era el terror. Más que ninguna otra cosa, el interior de la nave de Wan era como una cámara de una fábrica totalmente automatizada en la que se hubiese dejado un espacio mínimo para que los seres humanos pudiesen arrastrarse hasta allí para hacer reparaciones. Incluso la brillante espiral dorada que formaba parte del sistema Heechee de conducción era apenas visible; Wan la había rodeado de armarios para almacenar comida. Los enseres personales de Dolly, que consistían básicamente en sus muñecos y provisiones de tampones para seis meses, fueron amontonados en un armarito del pequeño aseo. El resto del espacio le pertenecía a Wan. No había mucho que hacer, ni sitio para hacerlo. Un posible modo de pasar el tiempo era leer. Las únicas cintas que poseía Wan y que eran verdaderamente legibles eran casi todas historias para niños, grabadas para él, según dijo, cuando era pequeño. A Dolly le resultaban extremadamente aburridas, aunque no tanto como el no hacer nada en absoluto. Incluso lavar y cocinar no era tan aburrido como estar sin hacer nada, pero las oportunidades eran limitadas. Algunos olores de guisos hacían salir corriendo a Wan hacia la plataforma de aterrizaje o, con mayor frecuencia, a enfadarse y tomarla con ella. Hacer la colada resultaba fácil, pues tan sólo tenían que introducir sus prendas en una especie de olla a presión que hacía pasar vapor caliente por ellas, pero cuando se secaban, aumentaba la humedad del aire y aquello también era motivo de nuevas riñas y broncas. Él nunca llegó a ponerle la mano encima —bueno, sin contar lo que él seguramente consideraba parte del juego amoroso—, pero la asustaba mucho.

No la asustaba tanto como los agujeros negros que visitaban, uno tras otro. También le daban miedo a Wan. Pero el miedo no le impedía continuar; simplemente le hacía más insoportable a nivel de convivencia.

Cuando Dolly se dio cuenta de que toda aquella loca expedición no era más que una inútil búsqueda del tiempo atrás desaparecido, y seguramente tiempo atrás fallecido, padre de Wan, sintió verdadera ternura por él. Deseaba que él le permitiese expresarla. Había veces en que, especialmente después de mantener relaciones sexuales, especialmente en las raras ocasiones que él no se quedaba dormido de inmediato o en las que no la apartaba de su lado con algún comentario hiriente o imperdonable, había ocasiones, como digo, en que al menos durante unos minutos permanecían abrazados el uno al otro en silencio. Entonces ella sentía un gran deseo de poder establecer un contacto humano con él. Había veces en que ella deseaba colocar sus labios junto al oído de Wan y susurrarle: «Wan, ya sé cómo te sientes con respecto a tu padre. Ojalá pudiese ayudarte».

Pero, por supuesto, nunca osaba hacerlo.

La otra cosa que nunca se atrevía a decirle era que, en su opinión, iba a matarles a los dos. Hasta que llegaron al octavo agujero y a ella no le quedó elección. Incluso a dos días de distancia de él —dos días viajando a mayor rapidez lumínica, casi a un año luz de distancia— parecía diferente.

—¿Por qué tiene ese aspecto? —preguntó ella.

Pero Wan, que ni siquiera se dignó darse la vuelta mientras ella se colocaba delante de la pantalla, sólo respondió lo que ella esperaba:

—Cállate —y siguió parloteando con sus Hombres Muertos. Cuando se dio cuenta de que ella no sabía hablar ni español ni chino, se dedicó a hablar con ellos abiertamente delante de ella, pero en un idioma que ella no entendía.

—No, por favor, cariño —dijo sintiendo un extraño dolor en el estómago—. ¡Esto está todo equivocado!

No hubiese podido explicar por qué había dicho «equivocado». El objeto que se veía en la pantalla era muy pequeño. No aparecía muy claro, y se movía en la pantalla. Pero no había rastro de los rápidos destellos de energía que a veces se producían al caer materia en los agujeros negros y destruirse. Sin embargo, algo llamaba la atención. Una radiación azulada que desde luego no era negra.

—Pah —dijo Wan, sudando; y, como él también estaba asustado, ordenó—: Dile a la zorra lo que quiere saber. En inglés.

—¿Señora Walthers? —la voz parecía débil e insegura; claro que era la voz de una persona muerta, si era de una persona—. Le estaba explicando a Wan que esto es lo que se llama una singularidad. Eso significa que no está rotando, por lo que no es exactamente negro. ¿Wan? ¿Lo has comparado con las cartas Heechees?

Wan lanzó un gruñido.

—Claro que sí, idiota, iba a hacerlo ahora. —Pero le temblaba la voz cuando puso las manos sobre los mandos. Junto a la primera imagen, se formó una más. Era el objeto azulado y nebuloso. Y allí, en la otra mitad de la pantalla, el mismo objeto, con un montón de brillantes y cortas líneas rojas y centelleantes círculos verdes.

El Difunto habló con satisfacción lúgubre:

—Es un objeto de peligro, Wan. Los Heechees lo calificaron así.

—¡Maldito idiota! ¡Todos los agujeros negros son peligrosos! —le hizo un gesto con la mano a su interlocutor y se volvió hacia Dolly con rabia y desprecio—. ¡Tú también estás asustada! —acusó y salió a grandes zancadas hacia la plataforma de aterrizaje donde estaban todos aquellos chismes robados y espantosos.

A Dolly no le sirvió de consuelo ver que él también estaba temblando. Se quedó esperando, mirando inútilmente a la pantalla, a que Wan regresase de su exploración con el TTP. Tuvo que esperar bastante, porque el TTP no trabajaba a distancias interestelares; se quedó dormida a ratos y luego se asomó a la plataforma para ver a Wan inmóvil, agazapado junto a la brillante malla y la coraza de brillo diamantino, y se volvió a dormir.

Estaba durmiendo cuando sus sueños fueron interrumpidos por el navajazo de la turbada mente de Wan a través del TTP, y tan sólo medio dormida cuando él mismo entró en la cabina y se plantó frente a ella.

—¡Una persona! —dijo precipitadamente, parpadeando por las gotas de sudor que le resbalaban por la frente y caían a sus ojos—. ¡Ahora tengo que conseguir entrar!

Y mientras, yo estaba soñando con un profundo agujero que gravitaba y un tesoro escondido en él. Mientras Wan estaba preparando sus artefactos, sudando de terror, yo sudaba por el dolor. Mientras Dolly miraba fijamente el fantasmagórico objeto azul de la pantalla yo estaba mirando el mismo objeto. Ella no lo había visto nunca antes. Yo, sí. Tenía una foto suya sobre mi cama, y la había tomado en un momento en que me sentía más dolorido y me encontraba más desorientado. Intenté incorporarme, pero la mano firme y suave de Essie me empujó hacia atrás.

—Todavía sigues conectado a algunos monitores, Robin —me regañó—. No debes moverte demasiado.

Estaba en la pequeña habitación que habíamos construido sobre la casa del mar de Tappan cuando empezó a parecemos demasiado jaleo ir a alguna clínica cada vez que uno de nosotros necesitaba reparaciones.

—¿Cómo he llegado aquí? —logré preguntar.

—En avión, ¿cómo si no? —se inclinó sobre mí para mirar algo en la pantalla que había encima de mi cabeza y asintió.

—Me han operado —deduje—. Ese hijo de perra de Albert me dejó fuera de combate. Y tú me trajiste mientras aún estaba bajo los efectos.

—¡Qué listo! Sí. Ya ha pasado todo. El doctor dice que te repondrás pronto, el dolor de estómago todavía seguirá durante un tiempo por los casi dos metros y medio de intestino nuevo. Ahora, come algo y luego duerme un poco.

Me eché hacia atrás mientras Essie discutía con el programa culinario y miré fijamente a la gráfica. Estaba allí para recordarme, por más desagradable que fuese cuanto me estuviesen haciendo para mantenerme con vida, que habían habido veces peores todavía, pero no era aquello lo que me sugería. Lo que estaba recordándome era una mujer que yo había perdido. No diré que hacía años que no pensaba en ella, porque no sería cierto. Pensaba en ella a menudo, sólo como un recuerdo algo remoto, pero en aquellos momentos me encontré pensando en ella como persona.

—Es la hora —dijo Essie alegremente— para tomar caldo de pescado.

Y por Dios que no estaba bromeando: eso era, con un olor repugnante, pero, según ella, con todas las cosas que me hacían falta y podía tolerar dadas mis circunstancias. Y mientras, Wan estaba pescando en el agujero negro con la sofisticada y complicada maquinaria Heechee; y mientras, acababa de ocurrírseme que la comida repugnante que yo estaba comiendo contenía algo más que medicinas; y mientras, la sofisticada maquinaria estaba llevando a cabo una tarea independiente de la que Wan no tenía noticia; y mientras, yo me obligaba a mí mismo a estar lo suficientemente despierto como para preguntarle a Essie cuánto tiempo había estado dormido, y cuánto más tiempo lo estaría, y ella me respondía «Bastante en ambos casos, querido Robin» y yo me quedaba dormido de nuevo.

La tarea extra a realizar ahora era la notificación, pues de todos los artefactos Heechees, el disruptor de orden de sistemas lineales era el que más preocupaba a los Heechees. Si no se usaba correctamente, y eso era lo que les asustaba, podía alterar su propio orden de forma decisiva y desagradable, y por ello cada uno contaba con su propio sistema de alarma.

Cuando tenemos miedo de que nos ataquen en la oscuridad, ponemos trampas; una hilera de latas que suenan al ser movidas, o algo que pueda caer sobre la cabeza del intruso, lo que sea. Y no hay mayor oscuridad que la que queda entre las estrellas, así que los Heechees colocaron sus propios centinelas para dar la voz de alarma. Las trampas que habían puesto eran numerosas, flexibles y muy, muy potentes. Cuando Wan desplegó su disruptor, éste transmitió de inmediato, y de inmediato el oficial de comunicaciones lo puso en conocimiento del Capitán.

—El extraño lo ha hecho —dijo el oficial contrayendo sus músculos.

El Capitán lanzó una exclamación biológica. No significaría mucho traducida, puesto que se refería al acto de la copulación sexual en un momento en que la hembra no estaba enamorada. El Capitán no lo dijo por su sentido técnico. Lo dijo porque era violentamente obsceno, y era lo único que podía aliviar sus sentimientos. Cuando vio que Dosveces se movía nerviosa al inclinarse sobre su panel de control remoto, se arrepintió instantáneamente.

El Capitán tenía la mayor parte de las preocupaciones, porque era el Capitán, pero era a Dosveces a quien le correspondía la mayor parte del trabajo. Estaba operando tres objetos a la vez: la nave comando a la que estaban a punto de transbordar, el carguero en el que iba a esconder su propia nave, y una nave especial en el sistema planetario de la Tierra, que tenía por misión vigilar todas las transmisiones y localizar todos los artefactos. Y no estaba en las debidas condiciones para realizar nada de esto. Le había llegado el momento de amar, corría por sus venas, el programa biológico estaba en marcha, y su cuerpo había madurado para aquello. No tan sólo su cuerpo. La personalidad de Dosveces maduraba y se suavizaba. El esfuerzo que se veía obligada a realizar para guiar sus naves con un cuerpo y un sistema nervioso que sólo estaban listos para una temporada de preocupante actividad sexual era una tortura. El Capitán se inclinó hacia ella.

—¿Estás bien? —preguntó.

Ella no respondió, y eso ya era bastante respuesta.

El Capitán suspiró y se volvió hacia el siguiente problema:

—¿Y bien, Zapato?

El oficial de comunicaciones tenía un aspecto parecido al de Dosveces.

—Ha sido posible mantener una serie de intercambios conceptuales, pero el programa de traducción dista mucho de ser completo, Capitán —informó.

El Capitán se pellizcó las mejillas. ¿Había algo inesperado, ilógico, que pudiera salirles mal y que aún no hubiera ocurrido? Aquellas comunicaciones no eran sólo peligrosas por el mero hecho de existir, sino porque se hacían en varios idiomas. ¡Varios! No sólo en dos, como parecía lógico admitir en el esquema Heechee. No sólo en el Lenguaje de los Actos y el Lenguaje de los Sentimientos, como hablaban los Heechees, sino en otras muchas lenguas que resultaban incomprensibles entre sí. Su dolor se hubiese mitigado un tanto si, al menos, hubiese podido saber qué decían.

¡Tantas preocupaciones y problemas! Y no sólo ver que Dosveces se debilitaba cada hora que pasaba y estaba más distraída, o saber que alguna criatura que no era Heechee estaba activando los mecanismos que perforaban los agujeros negros; la mayor preocupación del Capitán en aquellos momentos era saber si sería capaz o no de resolver todos aquellos retos en cascada. Mientras, había un trabajo pendiente. Localizaron el velero y establecieron contacto sin problemas. Enviaron un mensaje a su tripulación, pero, inteligentemente, no esperaron respuesta. La nave comando, despertada de su largo sueño que había durado milenios, apareció en el momento previsto. Se trasladaron, precinto a precinto, a la nave mayor y más potente. Aquello se desarrolló también sin prácticamente ningún contratiempo, aunque Dosveces, jadeando y gimiendo mientras corría de panel a panel, estuvo bastante lenta para asumir sus funciones con los controles remotos de la nueva nave. Aunque ello no causó ningún daño. Asimismo, la burbuja de la pesada nave de carga apareció donde y cuando se la esperaba.

Todo el proceso duró sobre unas doce horas. Para Dosveces, fueron horas de trabajo interminables. El Capitán tenía menos que hacer, lo que le dejaba bastante tiempo para fijarse en ella. Observó que su piel cobriza se volvía de un tono purpúreo por no haber satisfecho sus necesidades amorosas, incluso ahora, que comenzaba a oscurecerse a causa de la fatiga. Le preocupaba. ¡Habían estado tan poco el uno por el otro con todos aquellos problemas! De haber sabido que iba a haber una emergencia, hubiese podido contar con otro operador de control remoto para que se repartiese el trabajo con Dosveces. Si se les hubiese pasado por la cabeza que podía ser necesario, hubiesen utilizado una nave comando desde un principio y se hubiesen evitado el esfuerzo de tener que cambiar de vehículo. Si lo hubiesen pensado… si lo hubiesen sospechado… Si al menos hubiesen tenido alguna oportunidad de intimar…

Pero las cosas no habían sido así. Además, ¿cómo podían preverlo? Incluso en tiempo galáctico, habían pasado unas pocas décadas desde la última salida de inspección fuera del fondo del escondite, lo que en tiempo astronómico no era más que un parpadeo, y ¿cómo podían imaginarse que iban a ocurrir tantas cosas en ese mínimo lapso?

Los Heechees dejaron sólo pequeñas naves para que los humanos las descubriesen; tuvieron mucho cuidado para no dejar las naves que se reservaban con fines especiales donde pudiesen ser fácilmente localizables. Por ejemplo, el carguero en forma de burbuja. Éste no era más que una esfera metálica vacía capaz de viajar a mayor rapidez lumínica y con equipo de navegación.

Los Heechees la usaban aparentemente para transportar materiales pesados de un sitio a otro; la raza humana hubiese podido usarla a la perfección también. Cada carguero burbuja podía albergar el equivalente a mil S. Ya. Diez como ella hubiesen resuelto el problema de población de la Tierra en una década.

El Capitán rebuscó entre las bolsas de comida hasta encontrar las más sabrosas y digeribles, y se las fue dando afectuosamente a Dosveces mientras ella seguía en su puesto. Tenía poco apetito. Sus movimientos eran más lentos cada vez, más inseguros, cada hora más dura para ella. Pero conseguía realizar todo el trabajo. Cuando finalmente las alas del velero fotónico estuvieron plegadas, la gran garganta de la nave burbuja abierta, y la cápsula con forma de mariposa que llevaba a los pasajeros se deslizó hacia el interior de la burbuja, el Capitán comenzó a respirar de nuevo libremente. Al menos para Dosveces, aquélla había sido la parte más dura de lo que tenían que hacer. Ahora tendría ocasión de descansar, incluso tal vez pudiese hacer con él lo que tanto su cuerpo como su alma estaban prestos a hacer.

Puesto que la gente del velero había respondido a su mensaje instantáneamente —para ellos fue instantáneamente—, su respuesta llegó justo antes de que la gran esfera brillante se cerrase sobre ellos. El oficial de comunicaciones, Zapato, manipuló su pantalla y el mensaje apareció:

Aceptamos que no debemos completar nuestro viaje.

Rogamos que nos lleven a un lugar en el que estemos seguros.

Preguntamos: ¿Han regresado los Asesinos?

El Capitán se encogió de hombros con comprensión. Contestó a Zapato:

—Transmíteles esto: «Les devolvemos a su sistema original durante un tiempo. Si es posible, les volveremos a traer aquí».

El rostro de Zapato seguía tenso y reflejaba una mezcla de emociones.

—¿Y qué hay de lo que desean saber acerca de los Asesinos? —le preguntó al Capitán.

Éste sintió un repentino dolor en el abdomen.

—Diles que todavía no —contestó.

No era el temor hacia los otros lo que ocupaba la mente del Capitán, ni siquiera su preocupación por Dosveces. Los Heechees compartían con los humanos un sorprendente número de rasgos: la curiosidad, el amor entre machos y hembras, la solidaridad familiar, amor por los hijos, y el placer por la manipulación de símbolos. La magnitud de los rasgos que se compartían no era siempre la misma, sin embargo. Había una característica física que los Heechees poseían en un grado mucho mayor que los humanos:

La Conciencia.

Los Heechees eran prácticamente incapaces de repudiar una obligación o de dejar algo equivocado sin enmendar. Para los Heechees, los seres de la nave alada eran un caso especial. Los Heechees estaban en deuda con ellos. De ellos habían aprendido el hecho más terrorífico con el que habían tenido que enfrentarse.

Los Heechees y los del velero se habían conocido bien, pero no recientemente y no por mucho tiempo. La relación había empezado mal para aquellas gentes. Para los Heechees, acabó todavía peor. No era posible que se olvidasen jamás los unos de los otros.

En los lentos y gorgojeantes cánticos de las gentes de la nave con alas, se decía cómo habían aparecido repentinamente los vehículos cónicos de aterrizaje de los Heechees, terriblemente duros y terriblemente veloces, en la dulce nieve fundida de sus hogares. Las naves Heechees estuvieron lanzando destellos alrededor de los restos arqueológicos flotantes de aquellas gentes y haciendo aumentar sensiblemente la temperatura local. Murieron muchos. Se produjeron muchos daños antes de que los Heechees se diesen cuenta de que aquellos seres eran sensitivos e incluso civilizados, aunque lentos.

Los Heechees se quedaron terriblemente sorprendidos al ver lo que habían hecho e intentaron enmendarlo. El primer paso fue la comunicación, y resultó difícil. Les llevó mucho tiempo realizar aquella tarea, o al menos eso les pareció a los Heechees, aunque el tiempo para aquellos habitantes del lodo fue sorprendentemente corto, hasta que un prisma octaédrico, duro y caliente, se deslizó con mucho cuidado hasta el centro de uno de aquellos restos arqueológicos. Casi inmediatamente comenzó a hablarles en una forma de su propio lenguaje, comprensible, pero llena de divertidos errores gramaticales.

A partir de entonces, los acontecimientos se sucedieron a una velocidad espeluznante para los habitantes del fango. Para los Heechees, contemplarles en sus actividades diarias era como ver crecer líquenes. El propio Capitán había visitado su gran planeta, un gigante gaseoso, cuando no era un Capitán, sino lo que podría llamarse el muchacho para todo, joven, frívolo, amigo de la aventura, con aquel considerable, aunque precavido, optimismo Heechee por el futuro sin límites que se les cayó encima tan aterradoramente. El gigante de gas no fue el único sitio maravilloso e interesante que visitó el joven Heechee. Visitó la Tierra y conoció a los Australopitécidos, ayudó a localizar nubes de gas y quásares, transportó tripulaciones a puestos exteriores y proyectos en construcción. Los años habían pasado. Pasaron décadas. El lento trabajo de traducir las comunicaciones con los habitantes del fango avanzaba paso a paso. Hubiese podido ir un poco más rápido si los Heechees hubiesen puesto un poco más de interés; pero no lo hicieron. Tampoco se hubiese avanzado demasiado porque los habitantes del fango no podían.

Robin no cuenta demasiado acerca de la gente del velero fotónico, principalmente porque entonces no sabía demasiado. Es una pena, porque son interesantes. Su lenguaje estaba formado por palabras de una sílaba: una consonante y una vocal. Tenían unas cincuenta consonantes diferenciables, y catorce vocales y diptongos con los que combinar, por lo tanto tenían, para unidades de tres sílabas, como los nombres, 3,43 x 108 combinaciones.

Era suficiente, en particular para los nombres, porque eso era más órdenes de magnitud masculinas de las que ellos tenían necesidad de nombrar, ya que no mencionaban las femeninas. Cuando un macho fecundaba a una hembra, producía una cría macho. Sólo lo hacía ocasionalmente, puesto que le suponía un gran gasto de energía. Las hembras que no eran fecundadas, producían hembras, más o menos rutinariamente. Parir machos, sin embargo, les costaba la vida. No lo sabían. Tampoco es que supieran muchas cosas más, la verdad. No hay canciones de amor entre los cánticos de las gentes de las naves fotónicas.

Pero era interesante, desde un punto de vista turístico y de contemplación de antigüedades, puesto que aquellos seres llevaban existiendo mucho tiempo. Su congelada bioquímica era tres o cuatro veces más lenta que la de un Heechee o un humano. Los datos más antiguos de la historia Heechee se situaban en torno a los cinco o seis milenios, más o menos los mismos que la humanidad, en el mismo grado evolutivo. La historia de los habitantes del fango era trescientas veces más antigua. Contaban con casi dos millones de años de hechos históricos fechados consecutivamente. Las canciones populares y leyendas más primitivas eran todavía diez veces más antiguas. No eran más difíciles de traducir que las más recientes, dado que los habitantes del fango tampoco se movían muy rápidamente en la evolución de su propia lengua, pero las mentes de los antepasados que las traducían no las juzgaban muy interesantes. Así que fueron posponiendo el trabajo… hasta que vieron que dos de ellas hablaban de visitantes llegados del espacio.

Cuando pienso en todos aquellos años en que el género humano trabajaba bajo el molesto conocimiento de su inferioridad —puesto que los Heechees habían hecho tantísimo más que nosotros, y mucho antes— me siento muy apesadumbrado. Lo que más lamento es que no supiese más acerca de las Dos Canciones. No me refiero a las canciones en sí, pues sólo nos hubiesen producido más preocupaciones, aunque remotamente tranquilizadoras. Hablo del efecto que tuvieron sobre el estado de ánimo de los Heechees.

La primera canción pertenecía a los mismísimos orígenes de los habitantes del fango y era bastante ambigua. Era una visita de los dioses. Llegaron con tal resplandor que incluso los rudimentarios nervios ópticos de los habitantes del fango pudieron distinguirlos; brillaban con tal turbulencia de energía que provocaron la ebullición de algunos gases y murieron muchos. No hicieron nada más, y, cuando se fueron, no regresaron nunca. La canción tampoco significaba mucho por sí misma. No había detalles que los Heechees considerasen dignos de ser creídos, y casi toda ella hablaba de un cierto habitante del fango que osó desafiar a los visitantes y, convertido en héroe, llegó a gobernar una zona cenagosa de su planeta como recompensa.

Pero la segunda canción era más concreta. Databa de millones de años después, casi del período prehistórico. Cantaba de nuevo a los visitantes de fuera del denso mundo que constituía su hogar, pero en esta ocasión no eran meros turistas. Ni tampoco conquistadores. Eran refugiados. Cayeron sobre la húmeda superficie, una nave llena de ellos, al parecer, y estaban poco equipados para vivir en un medio que era un veneno denso y frío para ellos.

Se escondieron allí. Se quedaron mucho tiempo, en su opinión: más de cien años. El suficiente como para que los habitantes del fango los descubriesen y estableciesen un tipo de comunicación con ellos. Habían sido atacados por asesinos de otro lugar que llameaban como el fuego y llevaban armas que aniquilaban y quemaban. Les arrasaron el planeta con fuego. Les habían perseguido y destruido todas las naves que poseían en el espacio.

Y entonces, cuando generaciones de refugiados habían logrado sobrevivir e incluso multiplicarse, todo se acabó. Los llameantes Asesinos los encontraron e hirvieron una porción enorme del fangoso mar de metano hasta que se secó y pudieron destruirlos.

Los Heechees hubiesen podido tomar esta canción por una fábula excepto por una palabra. El término no era fácil de traducir pues había tenido que sobrevivir tanto a la incompleta comunicación con los refugiados como al lapso de dos millones de años. Pero había sobrevivido.

Fue la causa de que los Heechee paralizasen cuanto estaban haciendo y se concentrasen en una única tarea: verificar el contenido de la antigua canción. Rastrearon el hogar de los fugitivos y dieron con él, un planeta totalmente quemado por la explosión de un sol. Buscaron, y encontraron, artefactos de civilizaciones anteriores que hubiesen viajado al espacio. No muchos. Ninguno en buen estado. Sólo unos cuarenta trozos de máquinas medio derretidas que gracias a los isótopos pudieron datarse en dos épocas diferentes. Una de ellas coincidía en el tiempo con los fugitivos que huyeron al planeta embarrado. La otra era muchos millones de años más antigua.

Concluyeron que las historias eran verdad; aquella raza de Asesinos había existido; habían barrido a su paso cualquier civilización con la que se habían encontrado, durante más de veinte millones de años.

Y los Heechees quedaron convencidos de que todavía estaban en alguna parte. Pues el término que resultaba tan difícil de traducir describía la expansión de los cielos y su cambio completo a manos de los lanzadores de llamas para que todas las estrellas y las Galaxias chocasen entre ellas. Con una intención. Y era imposible no creer que estos titanes, quienesquiera que fuesen, no asomarían para ver los resultados del proceso que habían iniciado.

Y el bello sueño Heechee se vino abajo, y los habitantes del fango cantaron una nueva canción: la canción de los Heechees, quienes les visitaron, aprendieron a tener miedo, y salieron corriendo.

Así que los Heechees pusieron sus trampas, escondieron cuanto pudieron de las otras evidencias de su existencia, y se retiraron a su escondite en el fondo de la Galaxia.

De alguna manera, los habitantes del fango eran una trampa más. LaDzhaRi lo sabía; lo sabían todos; por eso había seguido el mandato ancestral y dado a conocer aquel primer contacto de otra mente con la suya. Esperaba una respuesta, aunque habían pasado años, incluso medidos a lo LaDzhaRi, sin que hubiese habido una manifestación Heechee de algún tipo; y, de pronto, el rápido roce de una inspección TTP rutinaria. Esperaba, asimismo, que cuando llegase la respuesta, no le gustaría. Toda la batalla épica de construir y lanzar la nave interestelar, los siglos invertidos en aquel viaje suyo que duraba milenios, ¡desperdiciados! Era cierto que un viaje de mil años para LaDzhaRi no era más que una salida normal y corriente para un Capitán de ballenero de Nantucket; pero a un barco ballenero no le hubiese gustado ser recogido en medio del Pacífico y devuelto a casa vacío. Aquello había molestado a toda la tripulación. La excitación surgida en la nave había sido tal que parte de la tripulación se «activó» en contra de su voluntad; el barro estaba tan revuelto que se formaron ampollas. Una de las hembras murió. Uno de los machos, TsuTsuNga, estaba tan desmoralizado que se dedicó a manosear a las hembras supervivientes, y no precisamente para cenar.

—Por favor, no perdáis el sentido —rogó LaDzhaRi. Pues que un macho fecundara a una hembra, como TsuTsuNga parecía dispuesto a hacer, conllevaba una pérdida tal de energía que en ocasiones hacía peligrar su vida. Para las hembras no suponía ningún riesgo; se las mantenía con vida para que pudiesen ser fertilizadas y tener descendencia. Pero por supuesto ellas lo ignoraban, como otras muchas cosas, la verdad. Sin embargo TsuTsuNga respondió con firmeza:

Lo que les atemorizaba más era pensar en seres que creían que serían más felices en un universo que tuviese unas leyes físicas diferentes.

Robin no explica muy bien de qué tenían miedo los Heechees. Habían deducido que el propósito de conseguir que el universo se contrajese de nuevo era para devolverlo a su primitivo estado de átomo, después de lo cual volvería a explotar en un nuevo Big Bang y empezaría un nuevo universo. También dedujeron que, en ese caso, las leyes físicas que regían el universo podían desarrollarse en otra dirección.

—No puedo llegar a ser inmortal viajando a otra estrella, así que al menos engendraré a mi propio hijo.

—¡No! ¡Por favor! Piensa, amigo mío —suplicó LaDzhaRi—, podemos ir a casa si lo deseamos. Podemos regresar como héroes a nuestros hogares, podemos entonar nuestras canciones para que todos nos oigan. —Pues el barro de sus viviendas transportaba el sonido tan bien como el mar, y sus canciones llegaban tan lejos como las de las grandes ballenas.

TsuTsuNga tocó brevemente a LaDzhaRi, casi con desprecio.

—No somos héroes —dijo—. Márchate de aquí y déjame esa hembra.

Y LaDzhaRi se alejó a pesar de todo y escuchó los decrecientes sonidos mientras se apartaba. Era cierto. Con suerte eran héroes fallidos.

Los moradores del velero no estaban desprovistos de un rasgo tan humano como el orgullo. No les gustaba ser de los Heechees ¿qué? ¿Esclavos? No exactamente, porque lo único que se les pedía que hiciesen era transmitir información acerca de cualquier otro tipo de vida inteligente. Les complacía hacerlo por ellos mismos, más que por los Heechees.

Si no eran esclavos, ¿entonces, qué?

Sólo cabía describirlo con un término: mascotas.

Así que la psique racial de los habitantes del fango llevaba una impronta que no conseguían borrar. Sabían que eran sus mascotas. No era la primera vez para ellos. Mucho antes de que llegasen los Heechees, habían sido enseres, casi de la misma manera, de seres diferentes a los Heechees, o a los humanos, o a ellos mismos; y cuando, generaciones atrás, sus juglares cantaron las antiguas canciones acerca de aquellos otros en el sistema de escucha Heechee, los habitantes del fango no dejaron de darse cuenta de que los Heechees habían salido corriendo.

Ser la mascota de alguien no era lo peor que le podía pasar a uno, después de todo.

Así que el amor y el odio existían por todo el universo. Por amor (o lo que se entendía entre los habitantes del fango por amor) TsuTsuNga perjudicó su salud y arriesgó su vida. Soñando en el amor, yazgo en esta habitación, despertándome menos de una hora al día mientras los injertos comprados para mí se reconcilian con el resto de mi ser. Aterrorizado por amor, el Capitán vio como Dosveces adelgazaba y se oscurecía.

Pues Dosveces no mejoró cuando la nave de carga estuvo en ruta. El descanso le había llegado demasiado tarde. Lo más parecido que tenían a un especialista en medicina era Ráfaga, el operador de agujeros negros; pero incluso en casa, incluso con los mejores cuidados, pocas hembras podían sobrevivir a la falta de satisfacción amorosa combinada con un esfuerzo terrible.

No fue una sorpresa para el Capitán ver llegar a Ráfaga apesadumbrado.

—Lo siento —le dijo—. Acaba de unirse a las mentes de nuestros antepasados.

El amor no es algo fácil de conseguir. No resulta barato. Algunos de nosotros podemos llegar a tenerlo sin que se nos presente nunca una factura; sólo si alguien la paga por nosotros.