11

ENCUENTRO EN ROTTERDAM

Allí se quedó, aquel individuo con un rostro parecido a un aguacate tostado, bloqueándome el paso. Identifiqué la expresión de su rostro antes incluso de reconocer sus rasgos. La expresión era de obstinación, irritación, fatiga. El rostro que la exhibía, el de Audee Walthers, Jr., quien (como me había dicho muy bien mi programa-secretario) había estado tratando de ponerse en contacto conmigo durante varios días.

—¡Hola Audee! —le dije muy cordialmente estrechando su mano y saludando con la cabeza a la bella joven de aspecto oriental que le acompañaba—. Me alegro de volver a verte. ¿Te hospedas en este hotel? ¡Magnífico! Escucha, he de darme prisa; pero podemos quedar para cenar; organízalo con el conserje, ¿vale? Regresaré dentro de unas horas —y sonriéndole a la joven y sonriéndole a él, les dejé allí de pie.

No pretendo decir que aquello fueran buenos modales, pero a decir verdad sí que tenía prisa, y además mi intestino me estaba haciendo pasar un mal rato. Metí a Essie en un taxi que iba en una dirección y cogí otro para que me llevase al juzgado. Por supuesto, si yo entonces hubiese sabido lo que él tenía que decirme, seguramente hubiese estado algo más comunicativo con Walthers. Pero ignoraba de qué me estaba alejando.

O lo que me esperaba, que es lo mismo.

El último tramo del camino lo hice a pie, porque el tráfico estaba mucho peor que de costumbre. Había un desfile a punto de comenzar, además del jaleo cotidiano alrededor del Palacio Internacional de Justicia. El Palacio es un rascacielos de cuarenta plantas, hundido en cajones hidráulicos en el húmedo suelo de Rotterdam. Desde su exterior se domina media ciudad. Por dentro está enmoquetado y tapizado en escarlata y abunda el cristal; es el típico tribunal internacional moderno. No es un sitio al que se vaya a discutir por una multa de circulación.

Es un lugar en el que no se toma en demasiada consideración a las personas físicas; y en realidad, y si yo tuviese algo de vanidad, que la tengo, me alabaría a mi mismo por el hecho de que en el proceso en el que yo era técnicamente uno de los defensores, había catorce partes diferentes implicadas, de las cuales cuatro eran estados soberanos. Tenía incluso una serie de oficinas reservadas para mi uso en el Palacio, puesto que todas las partes interesadas las tenían. Pero no me dirigí allí directamente. Eran casi las once en punto y por lo tanto cabía la remota posibilidad de que el tribunal hubiese comenzado su sesión del día, así que sonreí y me abrí paso directamente hacia la sala de sesiones. Estaba llena a rebosar. Siempre lo estaba, puesto que se podía coincidir con celebridades en las vistas. En mi vanidad, yo creía que era una de ellas, y esperaba que se volverían las cabezas a mi paso. No se volvió nadie. Estaban todos mirando a un grupo de personas barbudas y huesudas que llevaban dashikis y sandalias, sentadas en el banquillo de los demandantes, al fondo de la sala, y bebiendo Coca-Cola y riéndose entre ellos: los Primitivos. No se les veía todos los días. Los escudriñé como todo el mundo, hasta que alguien me tocó el brazo y me volví para ver a Maitre Ijsinger, mi abogado de carne y hueso, que me estaba mirando reprobadoramente.

—Llega usted tarde, Mijnheer Broadhead —susurró—. El Tribunal habrá notado su ausencia.

Como el Tribunal estaba muy ocupado hablando en voz baja y discutiendo entre sí acerca de, suponía yo, la cuestión de si el diario de uno de los primeros prospectores que localizó un túnel Heechee en Venus debía admitirse como prueba, yo lo dudaba. Pero uno no le paga a un abogado lo que yo le pagaba a Maitre Ijsinger para discutir con él.

Por supuesto, no había ninguna razón legal para que yo le pagase en absoluto. Sobre todo porque el caso era sobre una moción presentada por el Imperio de Japón para disolver la Corporación de Pórtico. Me vi metido en ello por ser poseedor de un buen número de acciones del negocio de chárters de la S. Ya., porque los bolivianos habían presentado una demanda para que se revocasen los chárters en base a que el hecho de financiar colonos comportaba «un retorno a la esclavitud». A los colonos se les llamó siervos contratados, y a mí, entre otros, se me llamó perverso explotador de la miseria humana. ¿Qué estaban haciendo allí los Primitivos? Claro, eran parte interesada también, porque decían que la S. Ya. era propiedad suya: tanto ellos como sus antepasados habían vivido en ella durante cientos de miles de años. Su situación con respecto al Tribunal era un poco complicada. Eran guardias del gobierno de Tanzania, porque allí era donde se había decretado que se hallaba su hogar ancestral, pero Tanzania no estaba representada en la vista ante el Tribunal. Tanzania había declarado el boicot al Palacio de Justicia por una decisión desfavorable acerca de los misiles de su fondo marino el año anterior, así que sus asuntos los representaba Paraguay, que estaba interesado en esto más que nada por una disputa fronteriza con Brasil, quien a su vez estaba presente como invitado en las oficinas centrales de la Corporación de Pórtico. ¿Pueden entender todo esto? Bueno, pues yo no podía, y por eso había contratado los servicios de Maitre Ijsinger.

Los Heechees, creyendo que los australopitecos que habían descubierto cuando por primera vez visitaron la Tierra acabarían por desarrollar una civilización tecnológica, decidieron preservar una colonia en una especie de zoo. Sus descendientes fueron los «Primitivos». Desde luego, aquélla había sido una previsión errónea por parte de los Heechees.

Los australopitecos no alcanzaron nunca la inteligencia, sino sólo la extinción. A los seres humanos les resultó tranquilizador descubrir que el llamado Paraiso Heechee, rebautizado después como S. Ya. Broadhead —con mucho, la nave espacial mayor y más sofisticada con que se hubiera tropezado la especie humana— resultara ser tan sólo una especie de jaula para monos.

Si dejara que me involucraran personalmente en cualquiera de los molestos pleitos en los que hay muchos millones de dólares de por medio, me pasaría la vida en los tribunales. Tengo bastante que hacer el resto de mi vida como para malgastarlo de esa manera, así que de haber seguido las cosas su curso normal hubiera dejado que los abogados dilucidaran el asunto para así poder emplear mi tiempo de manera más provechosa, charlando con Albert Einstein o paseando por la orilla del mar de Tappan con mi mujer. Sin embargo, había razones especiales para que yo estuviera allí. Vi a uno de ellos, medio dormido, sentado en una silla de cuero cerca de los Primitivos.

—Voy a ver si Joe Kwiatkowski quiere una taza de café —le dije a Ijsinger.

Kwiatkowski era polaco, representante de la Comunidad Económica de la Europa del Este, y uno de los demandantes en el caso. Ijsinger palideció.

—¡Pero si es un adversario!, —susurró.

—Es también un viejo amigo —le dije, exagerando los hechos sólo un poco. Había sido prospector en Pórtico, como yo, y nos habíamos tomado alguna copa que otra a la salud de los viejos tiempos.

—No hay amigos cuando se trata de un pleito de esta magnitud —me informó Ijsinger, pero yo me limité a sonreírle y me incliné hacia adelante para cuchichearle a Kwiatkowski, quien una vez despierto me acompañó de bastante buena gana.

—No debería estar aquí contigo Robin —masculló en cuanto llegamos a la planta decimoquinta—. Y mucho menos para tomar café ¿Es que me vas a echar algo dentro?

Bueno, sí, algo tenía. Slivovitz y por si fuera poco, de su destilería favorita de Cracovia. Y cigarros puros de Kampuchea, de la marca que le gustaba; y arenques salados y galletas para acompañarlos.

El tribunal había sido construido sobre un pequeño canal a orillas del Río Maas, y podía olerse el agua. Como había conseguido que abrieran una ventana, podía oírse a los botes atravesar el arco que había bajo el edificio, y el ruido procedente del tráfico que circulaba a través del túnel por debajo del Maas a un cuarto de kilómetro de distancia. Abrí un poco más la ventana, por el humo del cigarro de Kwiatkowski, y vi las banderas y las bandas en las calles adyacentes.

—¿Por qué es el desfile de hoy? —le pregunté.

Me contestó con una evasiva.

—Porque a los ejércitos les gustan los desfiles —gruñó—. Venga, Robin, vamos al grano. Sé lo que te propones y es imposible.

—Lo que quiero —dije— es que la CEEE ayude a barrer a los terroristas junto con su nave, cosa que redunda en beneficio de todos. Me dices que es imposible. Bueno, te lo admito, pero, ¿por qué es imposible?

—Porque no entiendes nada de política: Te crees que los de la CEEE podemos irles a los paraguayos y decirles: «Escuchad, id y haced un trato con los brasileños; decidles que vais a ser más flexibles en lo tocante al asunto de la frontera si unen su información con la de los americanos, de manera que pueda atraparse la nave de los terroristas».

—Sí, eso es exactamente lo que creo —le dije.

—Y en eso te equivocas. No te harían ningún caso.

—La CEEE —le dije con paciencia, pues mi sistema de actualización de datos, Albert, me había aleccionado en ese sentido— es el socio más importante de Paraguay en asuntos comerciales. Harán lo que digáis.

—En la mayoría de los casos, sí. En este caso, no. La clave de la situación es la República de Kampuchea. Tienen acuerdos privados con Paraguay. Con respecto a los cuales no puedo decirte nada excepto que han sido aprobados al más alto nivel. Más café —añadió, tendiéndome su taza—, y ahora, por favor, échale menos café.

No le pregunté a Kwiatkowski cuáles eran los «acuerdos privados», porque de haber querido decírmelo no les habría llamado privados. No me hizo falta. Eran de índole militar. Todos los «acuerdos privados» que estaban negociando unos gobiernos con otros eran militares, y si no me hubiera preocupado el asunto de los terroristas, lo que me habría preocupado habría sido la forma inconsciente en que los gobiernos del mundo, por lo general previsores, se estaban comportando. Pero cada cosa a su tiempo.

Así que, siguiendo el consejo de Albert, llevé a mi despacho privado de al lado a una abogado de Malasia, y después de ella a un misionero de Canadá, y luego a un general de las Fuerzas Aéreas de Albania y para todos tuve un cebo. Albert me advirtió qué resortes tocar y qué collares de cuentas ofrecer a los nativos. Un aumento de pases para colonos a éste, una contribución «caritativa» a aquél… A veces, todo lo que costaba era una sonrisa. Rotterdam era el lugar apropiado para hacerlo, porque desde que el tribunal se trasladó de La Haya —después de que ésta quedase colapsada del todo la última vez que a un gracioso le dio por jugar con un TTP— se podía encontrar a cualquiera que se necesitase en Rotterdam. Todo tipo de gente. De todos los colores, de todos los sexos, vestidos de todas las maneras, desde abogadas ecuatorianas en minifalda a monopolizadores de la energía térmica de las Islas Marshall en sarong y con collares de dientes de tiburón. Si estaba haciendo algún progreso o no, era difícil decirlo, pero a las doce y media, al anunciarme mis tripas que iban a dolerme si no les echaba algo de comer, di por finalizada la mañana. Me acordé con nostalgia de la tranquila suite de nuestro hotel y de los sabrosos almuerzos que en ella me tomaba descalzo, pero había prometido encontrarme con Essie en su lugar de trabajo. Por lo que le dije a Albert que preparara una valoración aproximada de lo que había conseguido hasta entonces y sugiriera qué debía hacerse a continuación, y me abrí paso hasta un taxi.

No deben dejar de visitar alguna de las sucursales de la cadena de restaurantes de comida rápida de Essie. Los arcos de metal Heechee, de brillo azulado, se encuentran en cualquier país del mundo. Puesto que era la Dueña había reservado para nosotros un espacio en el balcón; salió a mi encuentro en las escaleras y me recibió con un beso, un mohín y un dilema:

—¡Escucha, Robin! Quieren que se sirva mayonesa con las patatas fritas. ¿Crees que debo permitirlo?

Le devolví el beso, pero en realidad estaba espiando por encima de su hombro para ver qué demonios estaban sirviendo en nuestras mesas.

—Eso es cosa tuya —le dije.

—Sí, claro que es cosa mía. Pero es importante, Robin. Me he tomado muchas molestias para conseguir un duplicado perfecto de las auténticas patatas fritas francesas. ¿Hay que ponerles mayonesa ahora? —luego retrocedió y me examinó más detenidamente, y la expresión de su rostro cambió—. ¡Qué cansado se te ve! ¡Qué cara traes, Robin! ¿Cómo te encuentras?

Le dediqué mi más encantadora sonrisa.

—Simplemente, tengo hambre querida —exclamé mirando con falso entusiasmo a los platos que tenía delante—. ¡Vaya! ¡Qué pinta tiene eso! ¿Qué es, taco?

—Es ciapatti —dijo con orgullo—. El taco es eso de ahí. También hay blini. Sírvete lo que quieras.

Así que tuve que probarlo todo, por descontado, y no era en absoluto lo que pedía mi estómago. El taco, el ciapatti, las bolas de arroz con salsa agria de pescado, y la cosa aquella que si tenía sabor a algo, era a cebada hervida. No es que me volviese loco ninguno de aquellos platos, pero eran todos comestibles.

Todos ellos eran, asimismo, regalo de los Heechees. El mayor descubrimiento que los Heechees nos habían legado era que la mayoría de los tejidos orgánicos, incluidos los de ustedes y los míos, se componen básicamente de cuatro elementos: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno; C.H.O.N. Alimentos CHON. Puesto que es también de esto de lo que se compone la mayor parte de los gases cometarios, construyeron sus Factorías Alimentarias en la nube de Oort, allí donde los cometas de nuestro sistema solar esperaban a que una estrella los disgregase y nos los enviara a lucirse en nuestro cielo.

Pero el CHON no lo es todo. Se necesitan otros elementos. Tal vez el azufre sea el más importante y después tal vez el sodio, el magnesio, el fósforo, el cloro, el potasio, el calcio… por no mencionar ese extraño polvillo de cobalto necesario para producir vitamina B-12, el cromo necesario para la tolerancia a la glucosa, el yodo para las tiroides, y el litio, el flúor y el arsénico, el selenio, el molibdeno, el cadmio y un pesadísimo y largo etcétera. Probablemente hace falta una tabla periódica para nombrarlos a todos, por más que la mayoría de esos elementos esté presente en cantidades tan pequeñas que no necesita uno preocuparse por añadirlos al conjunto. Aparecen en forma de contaminantes se quiera o no. Así que los químicos alimentarios de Essie cocinaban con puñados de azúcar, especies y otras cosas buenas y producían así comida para todo el mundo, que no sólo les mantendría vivos, sino que era también lo que la gente estaba deseosa de comer, como por ejemplo los ciapatti y las bolas de arroz. Puede hacerse de todo con la comida CHON siempre que se bata bien la masa. Entre algunas de las cosas que Essie hacía con ella, estaba el dinero, y aquél era un juego que le encantaba.

Así que, cuando por fin acabé con algo en el estómago que éste ya no pudo tolerar —algo que parecía una hamburguesa y que sabía a ensalada de aguacate y bacon, a la que Essie había bautizado como Big Chon—, Essie andaba de un lado para otro sin cesar. Controlaba la temperatura de las luces infrarrojas, buscaba grasa debajo de la máquina lavavajillas, probaba los postres, y lanzaba increpaciones porque los batidos estaban demasiado líquidos.

Tenía la palabra de Essie de que nada de lo que ofrecía en sus establecimientos perjudicaría a nadie, aunque mi estómago tenía menos confianza en su palabra que yo. No me gustaba el ruido que había fuera, en la calle; ¿sería el desfile? Pero aparte de aquello estaba todo lo cómodo que podía estar en aquellos momentos. Lo bastante relajado como para apreciar un giro en nuestro status. Cuando Essie y yo salimos en público la gente nos mira, y generalmente se fijan en mí. Allí no. En la cadena de restaurantes de comida rápida, Essie era la estrella. Las gentes de fuera pasaban mirando el desfile. Dentro, ningún empleado le prestaba la más mínima atención. Se dedicaban a cumplir con sus obligaciones con todos los músculos de la espalda tensos, y todas las miradas furtivas que lanzaban iban en la misma dirección, hacia la dama que lo dirigía todo. Bueno, no demasiado como una dama, en realidad; Essie ha podido disponer del beneficio de estudiar inglés durante un cuarto de siglo con un experto, yo, pero cuando se pone nerviosa no puede evitar mezclarlo con su propio idioma…

Me acerqué hasta la ventana de la segunda planta para ver el desfile. Bajaba por Weena, diez en fondo, con bandas, gritos y pancartas. Una molestia. Quizás incluso más que eso. Al otro lado de la calle, frente a la estación, hubo una pelea, con policías y pancartas, pacifistas contra partidarios de armar a los ejércitos. Era imposible saber quiénes estaban de un lado o del otro, a juzgar por los palos que se daban mutuamente con las pancartas, y Essie, que se unió a mí y tomó su propio Big Chon, se los quedó mirando moviendo la cabeza.

—¿Qué tal el sandwich? —preguntó.

—Bien —respondí yo, con la boca llena de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, y demás elementos. Me miró con expresión de no haberme oído bien—. He dicho que está bueno —chillé.

—No podía oírte con todo este ruido —protestó, relamiéndose. Le gustaba lo que vendía.

Incliné la cabeza para señalar hacia el desfile.

—No sé si eso es tan bueno —comenté.

—Me parece que no —agregó, mirando con desagrado a una compañía de lo que creo que llaman Zuavos, y que eran hombres de piel oscura, vestidos de uniforme. No podía ver los emblemas de sus países, pero todos llevaban armas rápidas sobre el hombro y jugaban con ellas: las volteaban, haciendo rebotar la culata contra el suelo y consiguiendo que fuesen a parar de nuevo a sus manos, y todo sin romper el paso.

—Tal vez deberíamos volver al juzgado —le dije.

Alargó la mano y cogió la última miga de mi sandwich. Algunas mujeres rusas acaban convertidas en bolas cuando pasan de los cuarenta, y algunas se encogen y se marchitan. Pero Essie, no. Aún tenía el mismo tipo y la misma cintura estrecha que me llamó la atención la primera vez que la vi.

—Tal vez sí —dijo mientras miraba los programas de sus computadores—. Vi demasiados uniformes durante mi niñez y ahora no es que tenga mucho interés por ver todos éstos.

—¿Qué sería un desfile sin uniformes?

—No sólo los del desfile. Mira. En las aceras también los hay.

Y era cierto. Uno de cada cuatro hombres o mujeres llevaba puesto algo que parecía un uniforme. Era un poco sorprendente, porque no lo esperaba. Por supuesto cada país había tenido siempre algún tipo de fuerzas armadas, pero que, de alguna manera, era como si estuviesen guardadas en el armario, como un extintor doméstico. La gente nunca las veía. Pero entonces empezaban a dejarse ver más y más.

—En fin —suspiró mientras barría concienzudamente las migas de la mesa con un cepillo—, debes de estar muy cansado y será mejor que nos vayamos. Dame tu bandeja, por favor.

La esperé en la puerta, y llegó con el ceño fruncido.

—El contenedor de basuras estaba casi lleno. En el manual dice claramente que está vacío si se encuentra al sesenta por ciento. ¿Qué van a hacer si un grupo grande se va enseguida?

Debería regresar y darle instrucciones al encargado. ¡Vaya! Me he dejado los programas— y se fue por donde había venido.

Me quedé en la puerta esperándola, con la mirada puesta en el desfile. Resultaba bastante desagradable. Lo que pasaba por delante mío eran armas de verdad, misiles antiaéreos y vehículos armados; y detrás de una banda de gaiteros vi una compañía de ametralladoras. Noté que la puerta se movía detrás mío y salí de en medio justo en el momento en que Essie la empujó para abrirla.

—Los he encontrado, Robin —me dijo sonriente, blandiendo el grueso paquete de programas hacia mí, mientras yo me volvía hacia ella.

Y algo parecido a una avispa pasó rozando mi oreja.

No había avispas en Rotterdam. Entonces vi a Essie caer de espaldas, y la puerta se cerró ante ella. No había sido una avispa. Había sido un disparo. Una de aquellas armas incontrolables llevaba una carga real y se le había escapado.

Casi perdí a Essie en otra ocasión. Hacía mucho tiempo, pero yo no lo había olvidado. Todo aquel antiguo dolor rebrotó de pronto al tiempo que yo empujaba aquella estúpida puerta y me inclinaba sobre ella. Estaba echada sobre su espalda, con el paquete de programas sobre su rostro; al apartarlo vi que, a pesar de que su rostro estaba ensangrentado, tenía los ojos abiertos y me miraba.

—Oye, Robin —me dijo con un tono de voz que denotaba cierta sorpresa—: No me habrás dado un puñetazo, ¿verdad?

—Claro que no. ¿A santo de qué? —una de las chicas que estaban en el mostrador llegó corriendo con un paquete de servilletas de papel. Se las arrebaté y señalé hacia la ambulancia en cuya puerta podía leerse Poliklinische centrum y que estaba parada en un cruce de calles a causa del desfile:

—¡Oye! ¡Trae esa ambulancia hasta aquí! ¡Y a la policía también!

Essie se incorporó y apartó el brazo mientras policías y empleados del local se arremolinaban a nuestro alrededor.

—¿Por qué una ambulancia, Robin? —me preguntó razonablemente—. Sólo es un poco de sangre en la nariz, ¡mira! —y, a decir verdad, eso era todo lo que había. Había sido una bala, desde luego, pero se había incrustado en el fajo de programas y no había pasado de ahí—. ¡Mis programas! —Essie esperó, casi peleándose con el policía que quería llevárselos para extraer la bala como prueba. Pero la verdad es que estaban totalmente estropeados. Y mi día también.

Mientras Essie y yo teníamos nuestra pequeña pelea con el destino, Audee Walthers estaba enseñándole a su amiga la ciudad de Rotterdam. La falta de dinero redujo parte del encanto del paseo de Walthers y Yee-xing. A pesar de todo, tanto a él, que aún conservaba en sus cabellos el heno del planeta Peggy, como a Yee-xing, que rara vez salía de la S. Ya. y sus lanzaderas, Rotterdam les pareció una metrópoli. No podían permitirse comprar nada, pero al menos podían mirar los escaparates. Broadhead había aceptado verles finalmente y Walthers no dejaba de repetírselo; pero si se permitía pensar en ello con cierta satisfacción, su lado negativo respondía con desprecio salvaje: Broadhead sólo había dicho que les recibiría. Pero por todos los demonios que no parecía tener muchas ganas…

—¿Por qué sudo? —preguntó Walthers en voz alta.

Yee-xing deslizó su mano hacia la de él para darle ánimo.

—Todo irá bien —le respondió ella indirectamente— pase lo que pase. —Audee Walthers bajó la mirada hacia ella con agradecimiento. No es que él fuese particularmente alto, pero Janie Yee-xing era diminuta; todo en ella era pequeño, excepto sus ojos, brillantes y negros, y eran resultado de una operación, una tontería que hizo una vez que estuvo enamorada de un banquero suizo y pensó que era el pliegue epicántico el que impedía que el sentimiento fuera recíproco—. Bien, ¿te parece que entremos?

Walthers no tenía la menor idea de qué estaba hablando, y seguramente se le notó en la cara; Yee-xing golpeó con su cabeza el hombro de Walthers y le mostró el cartel que colgaba de la parte delantera de un establecimiento. Las pálidas letras del rótulo decían:

VIDA NUEVA

Walthers lo examinó y luego miró a la mujer de nuevo.

—Es un negocio de pompas fúnebres —aventuró, y se puso a reír al creer adivinar la gracia de la broma—. Pero no creo que estemos tan mal todavía, Janie.

—No lo es —repuso ella—, o no exactamente. ¿No reconoces el nombre? —y en ese momento, por supuesto, lo reconoció: era uno de los muchos holdings que aparecían en la lista de las posesiones de Robin Broadhead.

Desde luego, cuanto más sabía uno acerca de Broadhead, más fácil era imaginarse qué cosas le harían acceder a llegar a un trato.

—¿Y por qué no? —dijo Walthers con aprobación, y la precedió al entrar a través de la cortina de aire al fresco y oscuro recibidor del local. Si aquello no era una funeraria, por lo menos la decoración había sido encargada a los mismos profesionales. Había una suave e inidentificable música de fondo, y una fragancia a flores silvestres, aunque la única presencia floral de todo el establecimiento era un simple ramo de rosas brillantes en un jarrón de cristal. Un hombre alto, maduro y atractivo apareció delante de ellos; Walthers no pudo decir si se había levantado de uno de los sillones o se había materializado como un holograma. La figura les sonrió acogedoramente y trató de adivinar sus nacionalidades. Se equivocó:

Guten tag —le dijo a Walthers, y—: Gor ho oyney —a Janie Yee-xing.

—Los dos hablamos inglés —dijo Walthers—, ¿y usted?

Sus cosmopolitas cejas se arquearon.

—Por supuesto. Bienvenidos a Vida Nueva. ¿Es que hay alguien allegado a ustedes que se encuentre próximo a morir?

—No que yo sepa —contestó Walthers.

—Ya. Por supuesto, podemos todavía hacer una buena labor incluso en el caso de personas que se encuentren ya en estado de muerte metabólica, aunque cuanto antes empecemos la transformación, tanto mejor… ¿O están haciendo ustedes planes para el futuro, muy acertadamente?

—Ni lo uno, ni lo otro —dijo Yee-xing—; simplemente queremos conocer lo que ustedes ofrecen.

—Por supuesto. —El hombre les sonrió, al tiempo que les señalaba un cómodo sofá. No dio la impresión de que hubiese hecho nada para que se operara ningún cambio, pero las luces subieron un tanto su intensidad y la música se elevó algunos decibelios—. Ésta es mi tarjeta —le dijo a Walthers mostrándole una plaquita plástica con lo que contestaba la pregunta que a ambos les había estado preocupando: la tarjeta era tangible, lo mismo que los dedos que la sujetaban—. Déjenme que les explique lo fundamental: eso nos ahorrará tiempo a la larga. Para empezar les diré que Vida Nueva no es una institución religiosa y que no garantiza por lo tanto la salvación. Lo que nosotros ofrecemos es un tipo de supervivencia. El que usted, el «usted» que se encuentra en esta habitación en estos instantes, llegue a distinguir lo uno de lo otro, es cosa que están todavía discutiendo los metafísicos. Pero el registro de su personalidad, en caso de que se decidiera usted por ella, le garantiza la superación del test de Turing, siempre y cuando podamos empezar la transferencia con el cerebro aún en buenas condiciones, y en el caso de que la ambientación elegida por el cliente sobreviviente sea alguna de las que facilita nuestra lista. Podemos ofrecer más de doscientas ambientaciones, que van…

Yee-xing chasqueó los dedos.

—Los Difuntos —dijo, comprendiendo súbitamente.

El encargado de ventas asintió, aunque su expresión se crispó un poco.

—Sí, así es como se llamaban los originales. Por lo que veo está usted familiarizada con el artefacto llamado Paraiso Heechee, que ahora se utiliza como transporte de colonos…

—Soy el tercer oficial de ese transporte —dijo Yee-xing, sin faltar a la verdad más que por lo que hacía a los tiempos verbales—, y mi compañero aquí presente es el séptimo.

—Les envidio —dijo el encargado de las ventas, y la expresión de su rostro sugería que lo decía de verdad.

Pero la envidia no evitó que dejara escapar su tono de vendedor y Audee siguió escuchándole con toda la atención, sosteniendo entre sus manos la de Janie. Agradeció el calor de aquella mano; le ayudaba a no pensar en los Difuntos y en su protegido, Wan… o por lo menos, le ayudaba a no pensar en lo que Wan estaría haciendo en aquellos momentos.

Cuando los programas y las bases de sustento de datos de los llamados «Difuntos» pudieron convertirse en objeto de estudio, mi creadora, S. Ya. Lavorovna-Broadhead, se interesó, naturalmente, mucho en ellos. Se impuso a sí misma la tarea de conseguir un duplicado. Lo más difícil fue transcribir, claro está, los datos de base de un cerebro y un sistema nervioso —que se encuentran registrados químicamente y con numerosas repeticiones— en un molinete de información Heechee.

Lo hizo muy bien. No sólo lo suficientemente bien como para asentar las bases de su cadena Vida Nueva, sino tan bien que fue capaz de crearme… El almacenaje Vida Nueva se basaba en sus primeros experimentos. Pasado algún tiempo, lo mejoró —mejoró incluso el sistema de almacenaje Heechee— ya que fue capaz de combinar ambas técnicas y de crear las suyas propias. Los Difuntos jamás fueron capaces de pasar un test de Turing. Los trabajos de Essie Broadhead sí pudieron hacerlo al poco tiempo. También yo.

Los Difuntos originales, continuó instruyéndoles el oficial de ventas, habían sido registrados bastante negligentemente, por desgracia; la transferencia de sus memorias y sus personalidades, desde el receptáculo húmedo y gris de sus cráneos a las cintas de datos cristalinos que los preservaron de la muerte, había sido llevada a cabo por manos inexpertas, que en primer lugar manejaban herramientas pensadas para una raza muy distinta. Por eso el almacenaje había sido tan imperfecto. La mejor manera de imaginar lo ocurrido era pensar que aquella transferencia había sido tan agitada en manos de gente tan inexperta que había logrado enloquecer a los Difuntos. Pero aquello ya no ocurría. Los procedimientos de registro eran actualmente tan refinados que la mente de cualquier fallecido podía mantener una conversación con sus descendientes tan hábilmente como cualquier persona viva. ¡Más, incluso! El «paciente» llevaba una vida activa en los bancos de datos. Podía experimentar tanto el Cielo de los Cristianos como el Paraiso Musulmán o el de los cientólogos, redondeados, respectivamente, por la presencia de ángeles, la de bellos adolescentes yaciendo sobre la hierba como perlas o con la mismísima presencia de L. Ron Hubbard. Si sus inclinaciones no eran de tipo religioso, podía experimentar aventuras (alpinismo, buceo a pulmón libre, esquí, vuelo sin motor, caída libre, Tai-Chi; todos ellos se encontraban entre las secciones más populares), o escuchar música de todo tipo, y en la compañía por él elegida… y, claro está, (el vendedor, no pudiendo determinar el grado de la relación entre Walthers y Yee-xing, dejó caer la información sin matices) sexo. Todo tipo de relaciones sexuales. Sin parar.

—Qué aburrimiento —dijo Walthers pensando en ello.

—Para usted y para mí —dio por sentado el vendedor—, pero no para ellos. No recuerdan con demasiada claridad las experiencias programáticas, ¿sabe usted? Hay un sistema de aceleración del olvido en lo tocante a esas actividades. Si usted habla hoy con alguien querido y vuelve dentro de un año y retoma la conversación en el punto en que la dejaron, él la recordará perfectamente. Pero las experiencias programadas se borran con rapidez de sus mentes; queda solamente el recuerdo de haber experimentado placer, ¿entiende? Por eso quieren experimentarlo constantemente.

—Qué horrible —dijo Yee-xing—. Audee, creo que es hora de volver al hotel.

—Todavía no, Janie. ¿Qué decía usted de hablar con ellos?

Los ojos del vendedor se iluminaron.

—Ciertamente. Algunos de ellos disfrutan hablando, hasta con extraños. ¿Disponen de un momento? Es muy sencillo, de verdad. —Mientras hablaba con ellos les guió hasta una consola de PV, consultó un listín de tapas aterciopeladas y tecleó una serie de números—. De hecho, he llegado a hacerme amigo de alguno de ellos —dijo con recato—. Cuando no hay demasiado trabajo, llamo a alguno en muchas ocasiones y pasamos un buen rato charlando… ¡Ah, Rex! ¿Cómo estás?

—Ah, pues muy bien —le contestó un señor maduro, bronceado y de buen aspecto que apareció en la pantalla de la PV—. Me alegro de verte. Me parece que no conozco a tus amigos —añadió, observando amistosamente a Walthers y a Yee-xing.

Si existe un modo ideal de que un hombre pase de cierta edad, era el suyo; conservaba todo su pelo y parecía que conservaba también todos sus dientes; su rostro mostraba arrugas al reírse, pero por lo demás estaba terso, y sus ojos eran cálidos y brillantes. Respondió con la mayor educación a las preguntas y, cuando le preguntaron qué estaba haciendo, encogió los hombros con modestia:

—Bueno, voy a cantar las Catulli Carmina con la orquesta de Viena. —Les guiñó un ojo—. La soprano es muy linda, y me parece que esas letras tan sexy se le han metido en el cuerpo a base de ensayar.

—Interesante —murmuró Walthers, mirándole. Pero Janie Yee-xing estaba menos encantada.

—No es nuestra intención mantenerle apartado de su música —dijo muy cortésmente—. Creo que sería mejor que nos marcháramos.

—Se quedarán —declaró con confianza Rex—. Siempre acaban quedándose.

Walthers estaba fascinado.

—Y dígame —le preguntó—, al hablar de compañía en su presente, eh, estado, ¿es que puede elegir la compañía que desea? ¿Incluso en el caso de que se trate de alguien vivo todavía?

La pregunta se la había dirigido al encargado de las ventas, pero Rex se le adelantó. Miraba con aire de inteligencia y con simpatía a Walthers.

—Cualquiera que yo desee —le dijo, asintiendo con la cabeza como si compartiera con él un secreto—. Vivo, muerto o imaginario. ¡Y, señor Walthers, hacen lo que uno quiere! —La figura se echó a reír—. Lo que siempre había dicho —añadió—, que lo que llamamos «vida» no es más que un entreacto antes de la vida real que a uno le dan aquí. ¡Lo que no entiendo es cómo la gente lo pospone durante tanto tiempo!

De hecho, Vida Nueva era una de las empresas menores, cuya propiedad se me conociera, de las que yo estaba más satisfecho, y no por el dinero que ganaba en ella. Cuando descubrimos que los Heechees eran capaces de almacenar memorias de personas fallecidas en máquinas, se encendió una lucecita. Bueno, le digo a mi buena esposa, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué nosotros no? Bueno, me contesta mi buena esposa, no hay razón por la que no podamos hacerlo, Robin, desde luego que no; dame algo de tiempo para que pueda descifrar su método. Personalmente, no había tomado yo ninguna decisión al respecto de si quería que se hiciera conmigo, ni cómo ni cuando. Sin embargo, estaba más que seguro de que no quería que se hiciera con Essie, al menos no en aquellos precisos momentos, por lo que me alegré sobremanera de que la bala sólo le hubiera golpeado la nariz.

Bueno, algo más también. Por culpa de eso entramos en contacto con la policía de Rotterdam. El sargento de uniforme nos llevó hasta el brigadier, quien a su vez nos introdujo en su veloz coche y nos llevó, con las sirenas a todo trapo, hasta las oficinas de la administración de la policía, donde nos ofreció café. A continuación, el sargento Zuitz nos presentó a la inspectora Van Der Waal, una mujer de gran envergadura que llevaba puestas unas lentillas pasadas de moda que le hacían los ojos saltones. Su tarea se limitó a un Cómo lo siento por usted, Mijnheer, y un Espero que la herida no sea demasiado dolorosa, Mevrouw, mientras nos conducía escaleras arriba —¡escaleras!— al despacho del Comisario Lutzlek, un individuo del todo diferente. Bajito, delgaducho, rubio, con cara de chaval, por más que, para haber llegado a Comisario, debía de tener por lo menos cincuenta años. Era de esas personas capaces de darse de cabeza contra un muro hasta que una de dos: o cede el muro o se le abre la cabeza, pero incapaz de darse por vencido.

—Gracias por haber venido a la Stationsplein por lo de este jaleo.

—El accidente —dije yo.

—No. Desgraciadamente, nada de accidente. Si hubiera sido un accidente, habría sido asunto de la policía municipal y no nuestro. Éste es el motivo del siguiente interrogatorio, para el que les pedimos la máxima colaboración.

Le dije, para ponerle en su sitio:

—Nuestro tiempo es demasiado valioso como para malgastarlo en estas cosas.

No hubo manera.

—Su vida es más valiosa todavía.

—¡Por favor! A alguno de los soldados del desfile se le debe haber metido el dedo en el gatillo en plena demostración de habilidades y eso es todo.

—Mijnheer Broadhead —me dijo—, a ningún soldado se le metió el dedo en el gatillo por error; además, las armas no iban cargadas con balas de verdad, eso en primer lugar. En segundo lugar, los soldados no eran tales soldados; no son más que estudiantes a los que se contrata para que salgan en los desfiles, lo mismo que los guardas del palacio de Buckingham. En tercer lugar, el disparo no procedía del desfile.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque hemos encontrado el arma. —Su aspecto era terrible—. ¡En una taquilla de la policía! Todo esto me resulta bastante violento, Mijnheer, como podrá imaginarse. Había muchos policías extra movilizados a causa del desfile, y utilizaron una camioneta para cambiarse. El «policía» que disparó el arma era un desconocido para todos los demás, pero es que la mayoría procedían de unidades distintas. Al acabar el desfile, se apresuró a desaparecer, se vistió deprisa y al salir se dejó la taquilla abierta. Dentro, lo único que había era un uniforme, robado por supuesto, y el arma, y una fotografía de usted, no de la Mevrouw. Suya.

Se echó hacia atrás en su asiento y esperó. Su rostro de adolescente estaba tranquilo.

Yo no. Se tarda apenas un minuto en hacerse a la idea, cuando te dan la noticia de que hay alguien por ahí con la firme intención de matarte. Da miedo. No sólo el hecho de que se trate de tu muerte, cosa que da miedo por definición, y puedo dar testimonio del pánico que se siente cuando uno nota la muerte cercana, ya que en mi caso se trata de una experiencia repetida e inolvidable. Pero es que el asesinato no es una manera usual de morir.

—¿Sabe cómo me siento? —le dije—. ¡Culpable! Quiero decir, algo habré hecho de malo para que alguien quiera matarme.

—Exactamente, Mijnheer Broadhead. ¿Qué cree usted que puede haber sido?

—No tengo idea. Supongo que si dan con el hombre, darán con la respuesta. Me imagino que eso no debe ser tan difícil… Vamos, que habrá huellas dactilares o algo parecido, ¿no? Vi cámaras de reportajes, quizás alguien le sacara incluso una fotografía…

Suspiró.

—Por favor, Mijnheer, no trate de enseñarme a hacer mi trabajo. Todo eso se está teniendo presente, aparte de los densos interrogatorios a que se está sometiendo a quienes pudiesen haber visto al hombre, los análisis de sudor de la ropa y todos los demás sistemas de identificación. A mi entender, se trata de un profesional y, por consiguiente, dudo mucho que algo de lo que hagamos vaya a dar resultado. Así que mejor será enfocarlo desde otro ángulo. ¿Quiénes son sus enemigos y qué está haciendo en Rotterdam?

—Creo que no tengo enemigos. Rivales en los negocios, tal vez, pero ellos no asesinan a la gente —y como vi que seguía esperando pacientemente, proseguí—. En cuanto a qué estoy haciendo en Rotterdam, creo que es bien sabido. Entre mis intereses comerciales se hallan ciertas acciones que me permiten la explotación de algunos artefactos Heechees.

—Eso ya se sabe —me dijo algo menos tranquilo.

Me encogí de hombros.

—Por ello soy una de las partes en un proceso en el Palacio Internacional de Justicia.

El comisario abrió uno de los cajones de su escritorio, escudriñó algo en su interior, y lo cerró de golpe malhumorado.

—Mijnheer Broadhead —dijo—, ha tenido usted muchas reuniones aquí en Rotterdam no conectadas con ese proceso, sino, en cambio, con la cuestión del terrorismo. Al parecer, desearía usted que cesase.

—Eso lo queremos todos —pero el malestar que sentí en el vientre no era tan sólo por mis problemas intestinales. Y yo que pensaba que lo había llevado todo tan en secreto…

—Todos lo deseamos, pero usted está haciendo algo por ello, Mijnheer. Por lo tanto, creo que tiene usted enemigos en estos momentos. Los mismos enemigos que tenemos todos. Los terroristas —se puso en pie y nos indicó la puerta—. En consecuencia, mientras se halle usted dentro de mi jurisdicción, me encargaré de que tenga protección policial. Después de esto, sólo me cabe rogarle precaución, puesto que creo que se halla en peligro debido a ellos.

—Lo estamos todos —dije.

—Sí, pero un tanto al azar. Mientras que usted es un caso particular en estos momentos.

Nuestro hotel había sido construido en la época de las vacas gordas para turistas amigos de hacer grandes gastos y para la adinerada jet-set. Las mejores habitaciones las habían decorado de acuerdo con sus gustos. Que no siempre coincidían con los nuestros. Ni Essie ni yo mismo éramos partidarios de las yacijas de paja sobre tablas de madera, pero la dirección del hotel sacó aquel mobiliario de nuestra habitación y nos puso la cama como nosotros queríamos. Grande y redonda. Estaba deseoso de sacarle un buen provecho. No así al vestíbulo del hotel, que era de un tipo de arquitectura que yo odiaba: corredores de acceso con arcadas, más fuentes que Versalles, con tantos espejos que cuando uno miraba hacia arriba tenía la impresión de estar en el espacio exterior. Gracias al buen hacer del comisario, o en cualquier caso gracias al policía que nos asignó para que nos escoltara, se nos ahorró todo aquello. Nos deslizaron a través de una de las puertas de servicio hasta un acolchado ascensor que olía a la comida del servicio, y de éste a nuestra planta, en la que se habían producido cambios en la decoración. Justo enfrente de la puerta de nuestra habitación había una Venus alada de mármol, junto a la balaustrada. Ahora estaba en compañía de un individuo de aspecto perfectamente corriente bajo su traje azul, que deliberadamente evitaba mi mirada. Miré al policía que nos escoltaba. Me sonrió con embarazo, Hizo un gesto de asentimiento a su colega de la balaustrada y cerró la puerta tras de nosotros.

Éramos un caso particular, de acuerdo.

Me senté y miré a Essie. Su nariz estaba todavía un poco hinchada, pero no parecía molestarle. Aun así:

—Tal vez deberías meterte en cama —sugerí.

Me miró con aire de tolerancia.

—¿Porque tengo la nariz hinchada, Robin? Qué bobo eres. ¿O es que te traes algo más interesante entre manos?

Es un merecido tributo a mi esposa reconocer que, en cuanto hubo mencionado el asunto, sin que ni mi entristecido ánimo ni mi colon se opusieran a ello, antes al contrario, una idea interesante surgió en mi mente. Es posible que piensen que después de veinticinco años de matrimonio, hasta el sexo empezara ya a parecer aburrido. Mi procesador de datos y amigo, Albert, me había enseñado experimentos hechos con animales de laboratorio que mostraban que el proceso era inevitable. Se emparejaba a las ratas y se medía la frecuencia de sus apareamientos. Con el tiempo, se producía un acusado descenso de frecuencia. Aburrimiento. Entonces se llevaban a las hembras viejas y las cambiaban por otras. Las ratas se animaban y se ponían manos a la obra con renovados deseos. Se trataba de un hecho científico sólidamente fundado… para las ratas; pero me temo que, al menos en ese sentido, no soy una rata. De hecho, estaba disfrutando enormemente cuando, de pronto, alguien me clavó una daga en el vientre.

No pude evitarlo; grité.

Essie me echó a un lado. Se incorporó rápidamente, llamando a Albert en ruso. Obediente, su programa se materializó. Me echó una ojeada y asintió.

—Sí —dijo—, por favor, señora Broadhead, apoye la muñeca de Robin sobre el dispensario de la mesilla de noche.

Yo estaba doblado por la mitad, abrazándome contra el dolor. Por un momento pensé que iba a vomitar, pero lo que tenía en el estómago era demasiado malo para arrojarlo tan fácilmente.

—¡Haz algo! —gritó Essie frenética, mientras me apretaba contra su pecho desnudo al presionar con mi brazo sobre la mesilla.

—Lo estoy haciendo, señora Broadhead —dijo Albert, y lo cierto es que experimenté la súbita sensación de adormecimiento que se produjo cuando sus agujas introdujeron a la fuerza algo en mis venas. El dolor retrocedió y se hizo soportable—. No hay necesidad de que te alarmes antes de tiempo, Robin —dijo Albert con suavidad—, ni usted tampoco, señora Broadhead. Hace horas que había previsto este repentino ataque de dolor. No es más que un síntoma.

—Maldito programa arrogante —dijo Essie, que lo había programado—, ¿síntoma de qué?

—Del inicio del final del proceso de rechazo, señora Broadhead. No es crítico todavía, sobre todo teniendo en cuenta que le estoy administrando la medicación junto con los analgésicos. No obstante propongo que la operación se efectúe mañana.

Me sentía ya lo suficientemente bien como para sentarme al borde de la cama. Seguí con la punta de mi pie el dibujo de unas flechas que señalaban a la Meca, que algún magnate del petróleo tiempo atrás desaparecido y amigo de la ostentación había hecho grabar en el pavimento, y dije:

—¿Qué hay del nuevo tejido que va a hacer falta?

—Ya está arreglado, Robin.

Dejé de contraer el estómago a modo de prueba; no explotó.

—Tengo muchos compromisos para mañana —señalé.

Essie, que me había estado acunando tiernamente, dejó de hacerlo y suspiró.

—¡Qué hombre tan obstinado! ¿Por qué seguir posponiéndolo? Hace semanas que se te podía haber hecho el trasplante y toda esta situación absurda no sería necesaria.

—No quería —le expliqué—, y además, Albert me dijo que había tiempo.

—¡Que había tiempo! Sí, claro que había tiempo. ¿Te parece que ésa es razón para andar tanteando con el tiempo hasta que, oh, vaya, lo siento, de repente pasa lo que nadie se esperaba y se acabó el tiempo y te mueres? ¡Me gustas cálido y vivo, Robin, no convertido en un programa Vida Nueva!

La rocé con mi nariz y mi pecho.

—¡Qué hombre tan desagradable! ¡Déjame estar! —me espetó, pero lo cierto es que no se separó un milímetro—. ¿Te encuentras mejor ya?

—Mucho mejor.

—¿Lo bastante como para discutirlo con calma y hacer la reserva en el hospital?

Susurré en su oído:

—Essie, te aseguro que lo haré, pero no en este preciso instante, porque, si no recuerdo mal, tú y yo tenemos un asunto pendiente. No con Albert. Así que, por favor, desaparece, mi querido amigo.

—Desde luego, Robin. —Sonrió y desapareció.

Sonrió y desapareció. Pero Essie me mantuvo separado de ella, y me miró con detenimiento durante un buen rato antes de mover negativamente la cabeza.

—Robin —dijo—, ¿es que quieres que te convierta en un programa Vida Nueva?

—En absoluto —le contesté—, y, es más, no es de eso de lo que quiero hablar en este preciso instante.

—¡Hablar! —se mofó—. Ya sé yo cómo hablas… En fin, todo lo que quería decirte es que, si tengo que hacerlo, Robin, apuesta lo que quieras a que, como programa, te voy a hacer muy diferente a como eres.

Menudo día había sido aquél. No es de extrañar que por eso no recordara ciertos detalles de escasa importancia. Mi programa secretarial sí los recordaba, y por esa razón, algunos de aquellos detalles me vinieron a la mente cuando se abrió la puerta de servicio que daba con el gabinete del mayordomo y apareció una procesión de camareros con la comida. No para dos, sino para cuatro.

—Oh, Dios mío —dijo Essie, golpeándose la frente con el dorso de la mano—. Ese pobre amigo tuyo con cara de rana, Robin, ¡lo habías invitado a comer! ¡Mira qué aspecto tienes! ¡Sentado descalzo y en calzoncillos! De lo más nekulturny, Robin. ¡Ve a vestirte inmediatamente!

Me levanté, porque no tenía objeto discutir, pero discutí de todas formas:

—Pues si yo estoy en calzoncillos, mira que eres tú…

Me dirigió una mirada penetrante. La verdad es que no iba en paños menores; llevaba puesta una de esas cosas chinas que se abrochan a un lado. Lo mismo me parecía un vestido que una bata, y ella lo llevaba a veces como lo uno o a veces como lo otro.

—Siempre se considera adecuado lo que lleva puesto un premio Nobel —me dijo en tono de reproche—. Además me he duchado, y tu no, así que dúchate, porque hueles a actividad sexual y… —añadió, prestando atención a un ruido que se oyó junto a la puerta—: ¡santo dios, me parece que ya están aquí!

Me dirigí al baño mientras ella lo hacía a la puerta, y me detuve lo justo para alcanzar a oír sonidos de voces que discutían. El menos experto de los camareros del servicio de habitaciones estaba escuchando, él también, con el ceño fruncido y la mano puesta automáticamente sobre el bulto que su axila ocultaba.

Suspiré, dejé el asunto en sus manos y me metí en el baño.

De hecho, no se trataba de un baño. Él solito formaba una suite de baño. En la bañera había sitio de sobra para dos personas. A lo mejor cabían tres o cuatro, pero yo no tenía en mente un número superior a dos… aunque me hizo pensar en los gustos de los antiguos clientes árabes. En la bañera había luces semiocultas; a su alrededor, estatuas que vertían agua caliente o fría; sobre el suelo, a lo largo y ancho, una alfombra de frondoso rizo. Todas esas cosas vulgares como los lavabos estaban alojados en sus propios y decorados cubículos, aparte. Era raro, pero era agradable.

—Albert —le llamé mientras me pasaba una camisa por encima de la cabeza.

—¿Sí, Robin?

No había video en el baño, sólo su voz. Le dije:

—Me gusta esto. Mira si puedes conseguir los planos para instalar uno parecido en la residencia del mar de Tappan.

—Por supuesto, Robin —me dijo—; pero, ¿me permites recordarte que tus invitados te están esperando?

—Sí que puedes, ya lo has hecho…

—Y también que te diga que no debes extralimitarte. La medicación que te he suministrado tiene un efecto pasajero, así que…

—Desaparece —le ordené, y entré en el salón principal para recibir a mis invitados. Habían preparado una mesa con vajilla de porcelana y cristalería fina, con velas encendidas, el vino en la cubitera y los camareros esperando solícitos. Incluido el del bulto debajo del sobaco—. Siento haberos hecho esperar —les dije sonriéndoles—, pero ha sido un día duro.

—Ya se lo he dicho —me informó Essie mientras le tendía un plato a la joven oriental—. He tenido que hacerlo por culpa de ese estúpido policía de la puerta que los había tomado también por terroristas.

—He intentado hacérselo entender —masculló Walthers—, pero no hablaba una palabra de inglés. La señora Broadhead ha tenido que encargarse de él. Es una suerte que hable usted holandés.

—Hablar holandés, hablar holandés —dijo encogiéndose graciosamente de hombros—, lo mismo da con tal de hablar bien alto. Además —continuó informándonos—, se trata sólo de un estado mental. Dígame, Capitán Walthers, si usted le dice algo a alguien y no lo entiende, ¿qué piensa usted?

—Bueno, pues que lo he dicho mal.

—¡Ajá! Exactamente. Pues yo, lo que creo es que no me han entendido bien. Ésa es la regla de oro para aprender idiomas.

Me acaricié el estómago.

—¿Qué tal si comemos algo? —dije, mientras los guiaba a la mesa. Pero no me había pasado desapercibida la mirada de Essie, por lo que me esforcé por parecer educado—. Tenemos un aspecto más bien tristón —dije gentilmente, advirtiendo que Walthers llevaba el brazo vendado y el moretón del ojo de Yee-xing y la nariz todavía enrojecida de Essie—. Parece como si os hubieseis estado pegando, ¿eh?

Al final, aquel comentario resultó de un tacto más bien escaso, al informarme Walthers al poco de que así había sido, bajo la influencia del TTP de los terroristas. Nos pusimos a hablar de los terroristas durante un rato. Y a continuación, del estado al que había llegado la humanidad. No era una conversación animada, sobre todo porque a Essie le dio por ponerse filosófica.

—Qué cosa tan despreciable es un ser humano —sentenció, y acto seguido, rectificó—: No, soy injusta. Un ser humano puede ser muy agradable, como nosotros cuatro aquí sentados en estos momentos. No es perfecto. Pero sobre una base estadística del, digamos, ciento por ciento, tan sólo en un veinticinco por ciento de ocasiones en que poder hacerlo, se mostraría amable, altruista y honrado, en fin, todas esas virtudes que los humanos apreciamos tanto. Pero, ¿y las naciones? ¿Y los grupos políticos? ¿Y los terroristas? —Sacudió la cabeza—. Sobre esa misma base estadística, un cero por ciento. O tal vez en un uno por ciento, pero en ese caso, podéis estar seguros, habrá alguna carta escondida en la manga. Tengo la impresión de que la malicia es proporcional al número de individuos. Quizás haya tan sólo un granito en cada ser humano. Pero elevad esa cantidad a, digamos, unos diez millones de seres humanos por cada nación, y el resultado es una maldad suficiente como para echar el mundo a perder.

—Estoy listo para tomar el postre —dije, haciendo una señal a los camareros.

Cualquiera podría pensar que la indirecta era lo bastante clara, sobre todo si tenemos en cuenta que ya sabían que habíamos tenido un día especialmente duro, pero Walthers era testarudo. Siguió con lo mismo durante el postre, y entre una cosa y otra empezaba a encontrarme bastante incómodo, no sólo a causa de mi estómago.

Essie dice que no tengo paciencia con la gente. Tal vez sea cierto. Los amigos con los que mejor me encuentro suelen ser programas computerizados, más que gente de carne y hueso, y no hay peligro de herir sus sentimientos… bueno, no estoy seguro de que eso sea cierto en el caso de Albert. Pero lo es, por ejemplo, en el caso de mi programa secretarial o en el de mi programa culinario. La verdad es que me estaba impacientando con Audee Walthers. Su vida era como un mal serial televisivo. Había utilizado el equipo de la S. Ya. sin autorización, con la connivencia de Yee-xing, y había logrado que la despidieran. Se había quedado sin blanca al venir a Rotterdam. No especificó la razón, pero estaba claro que tenía que ver conmigo.

Bueno, no es que me disguste «prestar» dinero a un amigo que está pasando una mala racha, pero, la verdad, no estaba de humor. No se trataba simplemente del susto de Essie ni de lo desastroso del día, ni tampoco la punzante preocupación de que cualquier individuo armado pudiera querer matarme. Mi estómago me estaba incordiando. Finalmente les dije a los camareros que recogieran la mesa, por más que Walthers anduviera por la cuarta taza de café. Me dirigí súbitamente a la mesa de los licores y los cigarros y me lo quedé mirando mientras continuaba.

—¿De qué se trata, Audee? —le dije ya sin más miramientos—. ¿Dinero? ¿Cuánto necesitas?

¡Menuda mirada me lanzó! Vaciló, mientras veía como el último de los camareros desaparecía por la puerta, y entonces me lo dijo:

—No se trata de lo que yo necesite —dijo con voz trémula—, sino de lo que usted quiera darme a cambio de algo que yo tengo y que usted quiere. Es un tipo con mucha pasta, Broadhead. Quizá le importe un comino la gente que pierde el culo por usted, pero he cometido ese error ya dos veces.

No me gusta que se me recuerde que debo un favor, pero no tuve la oportunidad de decir nada. Janie Yee-xing puso delicadamente su mano sobre la muñeca rota de él.

—Dile simplemente qué es lo que tenemos —le ordenó.

—¿Que me diga el qué? —pregunté, y el muy hijo de perra se encogió de hombros y me dijo de la misma manera en que hubiera podido decirme que había encontrado las llaves de mi coche sobre la alfombra:

—Bueno, lo que tengo que decirle es que he encontrado lo que creo que es un Heechee vivo y real.