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EL LUGAR DONDE PERMANECÍAN LOS HEECHEES

Cuando los Heechees se escondieron en el interior de su caparazón Schwarzschild en el fondo de la Galaxia sabían que no podría existir una comunicación fácil entre ellos, con todos sus temores, y el inmenso universo que había fuera. Sin embargo, no se resignaban a no tener noticias.

Así que dispusieron una trama de chivatos en la parte exterior del agujero negro. Se encontraban lo bastante alejados como para que la tremenda radiación que vertía sobre el agujero no inundase todos sus circuitos, y éstos eran los suficientes como para que si uno fallaba o era destruido, incluso si fallaban cien, los que quedasen pudiesen recibir y grabar datos desde sus estaciones espías instaladas en los rincones más alejados de la Galaxia. Los Heechees habían salido corriendo para esconderse, pero habían dejado ojos y oídos detrás suyo.

Así que de vez en cuando algunos espíritus valientes salían furtivamente de sus profundidades para averiguar lo que habían visto los ojos y escuchado los oídos. Cuando el Capitán y su tripulación fueron enviados a rastrear el espacio en busca de la nave errante, controlar los monitores se convirtió en una carga más. Había cinco a bordo de la nave; cinco de carne y hueso, sin embargo. Sin el menor género de dudas, el que más interesaba al Capitán era la hembra delgada, pálida y de pie brillante llamada Dosveces. Según los cánones de belleza de Capitán, era deslumbrante. Y también sexy —cada año sin falta— y le parecía que iba acercándose la hora otra vez.

Pero suspiraba para que no fuese en aquellos momentos. Y lo mismo Dosveces, puesto que cruzar el perímetro de Schwarzschild era un trabajo brutal. Incluso a pesar de que la nave había sido diseñada para llevar a cabo semejante tarea. Había otros abrelatas por allí —Wan había robado uno— pero que sólo eran utilizables en contadas ocasiones. La nave de Wan no podía cruzar el horizonte eventual y sobrevivir. Tan sólo podía atravesarlo el módulo.

La nave del Capitán era mayor y más fuerte. Sin embargo, las sacudidas, los zarandeos y los desgarradores esfuerzos que implicaba cruzar el horizonte eventual lanzaron al Capitán y a Dosveces y a los otros cuatro miembros de la tripulación violenta y dolorosamente contra las correas que los sujetaban; espirales de brillo diamantino centellearon lanzando enormes y silenciosas chispas de radiación por toda la cabina; la luz hirió sus ojos, la violencia del movimiento contusionó sus cuerpos una y otra vez. Durante al menos una hora, según la subjetiva medida del tiempo de la tripulación, que era una mezcla dudosa y variable del ritmo normal del universo en toda su amplitud y la marcha ralentizada del interior del agujero negro.

Pero finalmente pasaron hacia el apaciguado universo. Los terribles bandazos cesaron. Las luces cegadoras se desvanecieron. La Galaxia brillaba ante ellos, cual cúpula aterciopelada de color crema salpicada de estrellas brillantes y claras, puesto que se hallaban tan lejos sumergidos en el centro que apenas podían distinguir la mancha negra.

—Démosles gracias a los antepasados —dijo el Capitán, sonriendo mientras se liberaba de sus correas—. ¡Creo que lo hemos conseguido!

Y la tripulación siguió su ejemplo, se despojó de las correas y se pusieron a charlar animadamente entre ellos. Al levantarse para comenzar el proceso de recopilación de datos, la mano huesuda del Capitán tomó la de Dosveces. Era una ocasión para alegrarse, como se alegraron los capitanes de los buques balleneros de Nantucket cuando pasaron el Cabo de Hornos, y los pioneros que llegaron en carretas recobraron el aliento después de descender las laderas que los llevaban a las tierras prometidas de Oregón o California. La violencia y el peligro no habían desaparecido. Tendrían que volver a pasar por lo mismo en su camino de regreso hacia el interior. Pero ahora, durante una semana o más, podrían descansar y recoger datos; y aquél era el lado placentero de la expedición.

O debería haberlo sido.

Debería haberlo sido, pero no lo fue, pues cuando el Capitán aseguró la nave y el oficial llamado Zapato abrió los canales de comunicación, todos los sensores de la nave se tiñeron de violeta. ¡Las mil estaciones orbitales automáticas estaban enviando grandes noticias! Noticias importantes, malas, y todos los bancos de datos anunciaron clamorosamente sus infernales noticias de inmediato.

Hubo un silencio de sorpresa entre los Heechees. Luego, su adiestramiento pudo con su paralizante terror, y la cabina de la nave Heechee se convirtió en un torrente de actividad. Recibían y cotejaban, analizaban y comparaban. Los mensajes se apilaban. La figura adquirió una forma.

La última expedición de recogida de grabaciones había sido tan sólo unas semanas antes, según el lento paso del tiempo en el interior de la parte central del inmenso agujero negro; décadas, tal y como se medía el tiempo en el galopante universo exterior. Aun con todo, ¡no era demasiado tiempo! ¡No a escala estelar!

Y, sin embargo, el mundo era totalmente diferente.

P. —¿Qué hay peor que una predicción que no se cumple?

R. —Una predicción que se cumple antes de lo esperado.

Los Heechees siempre habían estado convencidos de que la vida inteligente y tecnológica surgiría en la Galaxia. Habían identificado más de una docena de mundos habitados; y no solamente habitados, sino portadores de la promesa de inteligencia. Habían establecido planes para cada uno de ellos.

Algunos de los planes habían fracasado. Había una raza de peludos cuadrúpedos en un planeta frío y sombrío tan cerca de la nebulosa de Orion que su aura cubría el cielo; eran pequeñas criaturas de patas tan rápidas como las de un mapache y ojos lemúridos. Los Heechees pensaban que descubrirían las herramientas algún día; y el fuego; y la labranza; y las ciudades; y la tecnología y los viajes espaciales. Y así fue, lo descubrieron y lo utilizaron todo para envenenar su planeta y diezmar su raza. Había otra raza, con seres que poseían seis miembros y respiraban amoníaco, muy prometedora, pero desgraciadamente demasiado cerca de una estrella que acabó en supernova. Fin de los seres que respiraban amoníaco. Estaban las frías, lentas y cenagosas criaturas que ocupaban un lugar muy especial en la historia de los Heechees. Ellos habían sido los portadores de las noticias que obligaron a los Heechees a esconderse, y aquello era suficiente como para hacerlos únicos. Aún más, no es que prometiesen ser inteligentes, es que ya lo eran; no sólo inteligentes, ¡sino civilizados! La tecnología era algo que ya estaba a su alcance. Pero se hallaban muy lejos de ser el summum de la Galaxia, pues su cenagoso metabolismo era sencillamente demasiado lento para competir con razas más calientes y rápidas.

Pero una raza, algún día, saldría al espacio y sobreviviría. O eso esperaban los Heechees.

Y eso temían los Heechees también, puesto que sabían, aunque hubiesen planeado su retirada, que una raza que pudiese igualarles podría superarles. ¿Pero cómo podía semejante posibilidad aparecer tan pronto? ¡Tan sólo habían transcurrido sesenta años terrestres desde el último reconocimiento!

Por aquel entonces, los monitores que orbitaban alrededor de Venus ya mostraron los bípedos «sapiens» que habitaban allí, que excavaban los túneles Heechees abandonados y exploraban su pequeño sistema solar en naves espaciales propulsadas por reactores que consumían energía química. Crudo despreciable, por supuesto. Pero eran prometedores. Al cabo de un siglo o dos —a lo sumo, dentro de cuatro o cinco siglos, pensaron los Heechees— seguramente habrían encontrado el asteroide Pórtico. Y dos o tres siglos más tarde, empezarían a comprender la tecnología.

¡Pero los acontecimientos se habían desarrollado tan velozmente! Los seres humanos habían encontrado las naves de Pórtico y la Factoría Alimentaria, inmenso y distante hábitat que los Heechees habían usado para encerrar especimenes de la raza más prometedora de la Tierra, los australopitécidos. Todo había empezado con los humanos, y las cosas no se acababan allí.

Cabe aquí la posibilidad de que se produzca una pequeña confusión que yo debería eliminar. Robinette (y el resto de la raza humana) llamaban a aquellas gentes Heechee. Por supuesto, ellos no se lo llamaban a sí mismos, del mismo modo que los nacidos en América no se llaman Indios o las tribus africanas Khoi-San tampoco se autodenominan Hotentotes o Bosquimanos. El nombre que los Heechees se habían dado a sí mismos era «los inteligentes». Pero eso demuestra poca cosa. «Homo Sapiens» quiere decir lo mismo.

La tripulación del Capitán estaba bien entrenada. Cuando los datos hubieron sido aceptados, y filtrados a través de los antepasados, y tabulados, y resumidos, los especialistas prepararon sus informes. El navegante era Narizblanca. Era tarea suya establecer la posición en base a cuanta información se recibía y poner al día el archivo de localización de la nave. Zapato era el oficial de comunicaciones, el más ocupado de todos, a excepción, tal vez, de Mestiza, la integradora, que volaba de tripulación a tripulación, insinuándoles cosas a las mentes ancestrales, sugiriendo comprobaciones adicionales, correlaciones. Ni Ráfaga, el especialista en perforar agujeros negros, ni la propia Dosveces, cuya habilidad consistía en controlar a distancia el equipo, eran necesarios en aquellos momentos, así que apoyaban a los demás, al igual que el Capitán, que tenía los músculos del rostro retorcidos como serpientes mientras esperaba los informes definitivos.

A Mestiza también le gustaba mucho su Capitán, así que le entregó primero los menos alarmantes.

En primer lugar, había que considerar el hecho de que naves de Pórtico habían sido descubiertas y usadas. Bueno, en realidad ¡no había nada malo en ello! Formaba parte del plan aunque era desconcertante que hubiese ocurrido tan pronto.

En segundo, había que tener en cuenta que la Factoría Alimentaria se había descubierto, así como el artefacto que los humanos llamaban Paraiso Heechee. Aquellos eran mensajes antiguos, que tenían decenas de años de antigüedad. Tampoco eran demasiado importantes. También eran desconcertantes, muy desconcertantes, porque el Paraiso Heechee había sido diseñado para capturar todas las naves que se posasen sobre él y porque el que se hubiese establecido una comunicación en ambos sentidos implicaba un grado de sofisticación inesperado en aquellos bípedos insolentes.

Tercero, había un mensaje del equipo del velero, que hizo que los tendones del rostro del Capitán se tensasen aún más. Encontrar una nave en un sistema solar era una cosa, pero localizar una en el espacio interestelar era preocupantemente impresionante.

Y cuarto…

En cuarto lugar estaba el plano de Narizblanca del actual paradero de todos los navíos Heechees conocidos y que ahora eran operados por seres humanos, y cuando el Capitán vio aquello gritó con rabia y sorpresa.

—¡Confrontadlo con los mapas del espacio prohibido! —ordenó.

Y tan pronto como estuvieron dispuestos y aparecieron las imágenes combinadas, los tendones de sus mejillas temblaron como las tensas cuerdas de un arpa.

—Están explorando agujeros negros —dijo con un hilo de voz.

Narizblanca asintió.

—Aún hay más —le dijo—: Algunas de las naves llevan disruptores de orden. Pueden penetrar.

Y Mestiza, la integradora, añadió:

—Y parece que no entienden las señales de peligro.

El resto de la tripulación, que ya había presentado sus informes, esperaba educadamente. Aquello era problema del Capitán. Esperaban con todas sus fuerzas que fuese capaz de resolverlo.

La hembra denominada Dosveces no estaba exactamente enamorada del Capitán, porque aún no era el momento para ello, pero sabía que lo estaría. Muy pronto. Al cabo de unos días, lo más probablemente. Así, además de su preocupación por las sorprendentes y estremecedoras noticias, se sentía preocupada por el Capitán. Era el que lo estaba pasando peor. Aunque aún no había llegado el momento, alargó su delgada mano y la colocó sobre la de él. El Capitán se hallaba tan profundamente absorto en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta, y la acarició como un autómata.

Zapato lanzó un sonido que era el equivalente Heechee para aclararse la garganta antes de hacer una pregunta:

—¿Quieres que establezcamos contacto con nuestros antepasados?

—Ahora no —siseó el Capitán, apoyando con fuerza el puño que le quedaba libre sobre sus costillas.

Lo que verdaderamente deseaba era regresar a su agujero negro, en el corazón de la Galaxia, y sentir las estrellas sobre su cabeza. Pero aquello no era posible. Lo más parecido que podía hacer era salir huyendo de regreso hacia aquel seguro amistoso centro e informar a los estamentos superiores. Éstos podrían entonces tomar las decisiones. Serían ellos quienes tratasen con las mentes ancestrales de los antepasados, que estarían deseosos de intervenir. Podrían decidir qué había que hacer con todo aquello, a ser posible con otro Capitán y otra tripulación lanzados a aquel trepidante espacio para llevar cabo sus órdenes. Aquélla era una opción posible, pero el Capitán estaba demasiado bien entrenado para permitirse a sí mismo una salida tan fácil. No podía volverse atrás. Por lo tanto correspondía a él dar las primeras respuestas apresuradas. Si estaban equivocados —¡pobre Capitán!— habría consecuencias. Le apartarían del servicio, aunque aquello era sólo por faltas menores. Para las más graves existía el equivalente de ser lanzado hacia arriba, y el Capitán no se sentía impaciente por unirse a la enorme masa de cerebros almacenados que eran todos los de sus antepasados.

Siseó pensativamente y acabó por decidirse:

—Informa a nuestros antepasados.

—¿Sólo les informo? ¿No pido recomendaciones? —preguntó Zapato.

—Sólo informa —repuso con firmeza—. Prepara un barrenado y envía a la base un duplicado de todos los datos —esto iba dirigido a Dosveces, quien soltó la mano del Capitán y comenzó la tarea de activar y programar una pequeña nave mensajera. Por último, el Capitán se dirigió a Narizblanca—. Dirige el rumbo de navegación hacia el punto de intercepción.

No era una costumbre Heechee saludar al recibir una orden. Tampoco lo era discutirla, y el hecho de que Narizblanca hiciese semejante pregunta proporcionaba una idea clara de la confusión que reinaba en la nave en aquellos momentos.

—¿Estás seguro de que eso es lo que debemos hacer? —inquirió Narizblanca.

—Hacedlo —dijo el Capitán, estremeciéndose irritado.

En realidad, no es que se estremeciese. Fue una violenta contracción de su abdomen, duro y esférico. Dosveces se sorprendió a sí misma contemplando fija y admirativamente aquella protuberancia y la manera en que las fuertes y largas bandas de tendones que iban desde el hombro a la muñeca sobresalían por encima del propio brazo.

Se sobresaltó al darse cuenta de que su tiempo de amar estaba más cerca de lo que ella creía. ¡Qué inconveniencia! El Capitán se sentiría tan molesto como ella, ya que había hecho planes especiales para un día y medio. Dosveces abrió la boca para decírselo, y la volvió a cerrar. No era momento de preocuparle con aquellas cosas; estaba completando los procesos mentales que tensaban los músculos de sus mejillas y le daban un aspecto enfurruñado, y había comenzado a dar órdenes.

El Capitán tenía muchos recursos de los que echar mano. Había más de un centenar de artefactos Heechees inteligentemente escondidos, esparcidos por la Galaxia. No se trataba de aquellos que se esperaba que tarde o temprano fuesen descubiertos, como Pórtico; éstos se hallaban ocultos bajo el aspecto exterior de asteroides poco prometedores en órbitas inaccesibles, o entre las estrellas, o entre montones de objetos envueltos en polvo o nubes de gas.

—Dosveces —ordenó sin mirarla—, activa una nave comando. Nos reuniremos con ella en el punto indicado.

El Capitán se dio cuenta de que ella estaba contrariada. Él lo sentía, pero no le sorprendía. Ahora que lo pensaba, ¡él también estaba contrariado! Regresó a su asiento de mando, bajó los huesos de su pelvis sobre los rebordes en forma de Y, y la bolsa que le hacía de soporte vital encajó perfectamente en el ángulo que formaban.

Y se dio cuenta de que su oficial de comunicaciones se inclinaba hacia él, con expresión preocupada en el rostro.

—¿Sí, Zapato? ¿Qué hay?

Los bíceps de Zapato se flexionaron respetuosamente.

—Los… —balbuceó—. Los… Los Asesinos.

El Capitán sintió una descarga eléctrica de miedo.

—¿Los Asesinos?

—Creo que hay peligro de que sean molestados —dijo Zapato con desmayo—. Los aborígenes están conversando por la radio de velocidad cero.

—¿Conversando? ¿Quieres decir transmitiendo mensajes? ¿De quién estás hablando? ¡Por las grandes mentes! —gritó el Capitán, saltando de su asiento de nuevo—. ¿Quieres decir que los aborígenes están mandando mensajes a distancias galácticas?

Zapato bajó la cabeza.

—Me temo que sí, Capitán. Por supuesto todavía no sé lo que están diciendo, pero hay un grave volumen de comunicación.

El Capitán sacudió sus puños débilmente en señal de que no quería oír más. ¡Enviando mensajes! ¡A través de la Galaxia! ¡Dónde cualquiera podía escuchar! Donde, en particular, determinados grupos que los Heechees no deseaban fuesen molestados para nada, podían estar escuchando. Y reaccionar de alguna forma.

—Establece matrices de traducción con las mentes —ordenó, y regresó a su sitio apesadumbrado.

La misión estaba gafada. El Capitán había dejado de pensar en ella como en un crucero de placer, ya ni siquiera tenía esperanzas de que cupiese la satisfacción de haber realizado bien una tarea. El gran enigma que bullía en su mente era si sería capaz de soportar los días que le esperaban.

De todas maneras, dentro de unos días transbordarían a la nave comando en forma de tiburón, la más rápida de la flota Heechee, repleta de tecnología. Entonces, sus opciones se ampliarían. La nave comando no era solamente más grande y más rápida; contaba con toda una serie de aparatos no integrados en su pequeña nave barrenadora. Un TTP. Alineadores de túneles como los usados por sus antepasados para excavar el asteroide Pórtico y los laberintos bajo la superficie de Venus. Un aparato para llegar al interior de los agujeros negros y ver qué se podía extraer de ellos. Por más que aquel aparato complaciese a las mentes de sus ancestros, esperaba y creía que no tendrían que usarlo. Pero contaría con él. Y también con otros mil instrumentos más.

Todo eso pensando que la nave estuviese todavía en funcionamiento y se reuniese con ellos en el punto de cita.

Los Heechees, en un estadio bastante temprano de su fase tecnológica, aprendieron a almacenar las inteligencias de otros Heechees muertos o moribundos en sistemas inorgánicos. Fue así como los Difuntos llegaron a almacenarse, para que el muchacho Wan tuviese compañía, y fue una aplicación de esa tecnología lo que produjo las memorias ancestrales Heechees.

Para los Heechees (si se me permite arriesgar una opinión que seguramente no será imparcial) podía haber sido un error. Puesto que eran capaces de usar las mentes muertas de los antepasados Heechees para almacenar y procesar datos, no eran grandes conocedores de los verdaderos sistemas de inteligencia artificial, capaces de mucho más poder y flexibilidad. Como…, bueno, como yo.

Los artefactos que los Heechees habían dejado a su paso eran potentes, resistentes y de larga duración. Dejando aparte los accidentes, fueron construidos para durar por lo menos diez millones de años.

Pero no se podían prever todos los accidentes: Una supernova cercana, un componente defectuoso, incluso una colisión casual con cualquier otro objeto. Se podían reforzar todos los artefactos para que resistiesen casi todo tipo de riesgos, pero el tiempo astronómicamente infinito de un «casi todo» es poco más que «ninguno».

¿Qué pasaría si la nave comando hubiese fallado? ¿Y si no hubiera ninguna otra que Dosveces pudiese localizar y hacer acudir a la cita?

El Capitán permitió que la depresión se adueñase de su mente. Había demasiados «si». Y las consecuencias de cada uno de ellos eran demasiado desagradables como para afrontarlas.

No era infrecuente en el Capitán, o en cualquier otro Heechee, estar deprimido. Y se lo habían ganado a pulso.

Cuando el gran ejército de Napoleón regresaba a rastras de Moscú, sus enemigos eran pequeñas bandas hostiles de caballería, el invierno ruso, y la desesperación.

Cuando la Wehrmacht de Hitler repitió el mismo viaje trece décadas más tarde, las mayores amenazas eran los tanques soviéticos y la artillería, el invierno ruso y, de nuevo, la desesperación. Se retiraron con mayor orden y más destrucción ante sus enemigos. Pero no con más desesperación, o menos.

Cada retirada es como un cortejo fúnebre, y lo que ha muerto es la confianza. Los Heechees habían esperado confiadamente en ganar una Galaxia. Cuando se dieron cuenta de que tenían que renunciar, y comenzar su inmensa retirada desde todas las estrellas hasta lo más profundo, la magnitud de su derrota fue mayor que cualquiera de las que los humanos habían conocido, y la desesperación se filtró a todas y cada una de sus almas.

Los Heechees estaban jugando un juego muy complicado. Podía considerarse un deporte de equipo, sólo que únicamente se les permitía a unos pocos jugadores saber que formaban parte de un equipo. Las estrategias eran limitadas, pero la finalidad del juego estaba clara. Si conseguían sobrevivir como raza, ganarían.

¡Pero había que mover tantas piezas sobre aquel tablero! Y los Heechees tenían tan poco control… Podían empezar la partida. Después, si intervenían directamente, se exponían. Y entonces el juego resultaba peligroso.

Ahora le tocaba el turno de jugar al Capitán, y conocía bien los riesgos que corría. Podía ser el jugador que perdiese la partida para los Heechees de una vez por todas.

Su primera tarea consistía en mantener a salvo el lugar de escondite de los Heechees durante todo el tiempo que fuera posible.

Ésta era la menor de sus preocupaciones, puesto que su segunda misión era la que contaba. La nave robada llevaba un equipo que podía penetrar incluso la piel que rodeaba el agujero-escondite de los Heechees. No podía llegar a entrar. Pero podía atisbar el interior, y aquélla no era una buena cosa. Peor todavía, el mismo equipo podía penetrar cualquier horizonte eventual, incluso el que los propios Heechees no osaron franquear. Aquél por el que rezaban para que nunca se abriese, pues en su interior descansaba lo que ellos temían con más fuerza.

Así pues, el Capitán se sentó a los mandos de su nave, mientras la brillante nube de silicato que rodeaba el fondo de la Galaxia centelleaba detrás de ellos. Mientras tanto, Dosveces comenzó a dar señales de la tensión que la llevaría poco después hasta su propio límite; y, mientras tanto, las frías gentes del velero sobrellevaban sus vidas largas y lentas; y mientras tanto, la única nave tripulada por humanos en el universo que hubiese podido hacer algo se aproximaba, sin embargo, a otro agujero negro…

Y mientras tanto, los otros jugadores de aquel tablero enorme, Audee Walthers y Janie Yee-xing, aguardaban para jugar su partida privada.