AUDEE Y YO
Todos estos fragmentos de las vidas de estos amigos —o casi amigos, e incluso a veces ni siquiera eso— míos, estaban empezando a acercarse entre sí. No muy rápidamente. De hecho, no mucho más velozmente que los fragmentos del universo que estaba empezando a replegarse hacia el estado del átomo primordial, hecho que (Albert no hacía más que recordármelo) estaba próximo a suceder por razones que en aquel entonces yo no acababa de entender. (Pero no me preocupaba porque tampoco a Albert le preocupaba entonces). Por una parte, la tripulación del velero, a quienes costaba aceptar las consecuencias de cumplir con su deber. Por otra, Dolly y Wan de camino a un nuevo agujero negro, sollozando la una y poniendo cara agria el otro en sus respectivos sueños. Y estaban también Audee Walthers y Janie Yee-xing sentados desconsolados en la carísima habitación de su hotel en Rotterdam, porque acababan de enterarse de que yo no había llegado aún. Janie estaba sentada al borde de la cama anisoquinética en tanto Audee arengaba a mi secretaria. Janie tenía un morado en la mejilla, recuerdo del ataque de locura de Lagos, pero Audee llevaba el brazo en cabestrillo, con la muñeca rota. Hasta aquel momento no había sabido que Janie era cinturón en karate.
Con un gesto de dolor, Walthers despidió la conexión y se sentó con la muñeca en el regazo.
—Dice que llegará mañana —masculló—. Me pregunto si le dará el mensaje.
—Claro que se lo dará. Ya sabes que no es humana.
—¿De veras? ¿O sea que era un programa computerizado? —No se le había ocurrido tal posibilidad porque este tipo de cosas no eran frecuentes en el planeta Peggy—. En ese caso, espero que no se olvide de dárselo —dijo consolándose.
Sirvió para los dos sendos vasos de licor de manzana belga que habían comprado de camino al hotel. Dejó la botella, frotándose la muñeca derecha con un gesto de dolor, y dio un sorbo antes de preguntar:
—Janie, ¿cuánto dinero nos queda?
Ella se inclinó hacia delante y tecleó su código en la pantalla de la Piezovisión.
—Lo suficiente para pasar cuatro días más en este hotel —le informó—. Claro que podemos mudarnos a uno más barato.
Él negó con la cabeza.
—Aquí es donde va a alojarse Broadhead y aquí es donde quiero estar.
—Es una buena razón —contestó Yee-xing con suavidad, con lo cual quería darle a entender que comprendía sus razones: si Broadhead no tenía ganas de ver a Walthers, le sería más difícil darle esquinazo en persona que a través de la PV—. Pero entonces, ¿por qué me has preguntado por el dinero?
—Gastémonos parte del dinero en información —le propuso—. Me encantaría saber hasta qué punto es rico Broadhead.
—¿Estás sugiriendo que compremos un informe financiero? ¿Lo que quieres saber es si puede pagarnos un millón de dólares?
Walthers negó con la cabeza.
—Lo que quiero saber —le dijo—, es cuánto más podemos sacarle.
Ya que Robin se empeña en seguir hablando de la cuestión de la «pérdida de masa», me veo obligado a explicar de qué se trata. A finales del siglo veinte, los astrónomos se vieron enfrentados a una insoluble contradicción. Podían constatar que el universo se expandía, y ello gracias a las alteraciones del espectro lumínico.
Pero podían igualmente constatar que había demasiada masa como para que la expansión se produjese. Ello era evidente porque los extremos de las espirales de las Galaxias se movían a demasiada velocidad, porque había grupos de Galaxias demasiado juntos; hasta nuestra propia Galaxia junto con sus compañeras se estaban acercando a un grupo de nebulosas en Virgo a más velocidad de la que debieran. Obviamente, en las observaciones se echaba en falta una masa enorme. ¿Dónde se encontraba?
Había una explicación intuitivamente obvia. Simple y llanamente, que el universo había seguido expandiéndose en los últimos tiempos pero algo había decidido invertir su crecimiento y hacer que se contrajera. Nadie fue capaz de tomar tal posibilidad en serio ni siquiera durante un minuto; nadie, en el siglo veinte.
Desde luego que ésos no eran sentimientos muy caritativos, y si lo llego a saber en el momento preciso, hubiera sido mucho más inflexible para con Audee Walthers, mi viejo amigo. O tal vez no. Cuando uno tiene tanto dinero se acostumbra a que la gente le vea a uno como a una especie de cuerno de la abundancia desenroscable en lugar de como a un ser humano, aunque no llega a gustarte.
Aun así, no tenía ninguna objeción que hacerle a su deseo de enterarse de cuanto me pertenecía, al menos tanto como yo dejaba que supieran los servicios que elaboraban los informes financieros. Había mucho en el informe. Muchos intereses en juego en el flete del transporte S. Ya. Algunas minas de alimentos y algunas piscifactorías. Muchas empresas de Peggy, incluida (para sorpresa de Walthers) la compañía que le alquilaba su avión. La mismísima compañía de elaboración de informes financieros que les había vendido esa información. Numerosos holdings y compañías de importación-exportación o fletes, punteros todos ellos. Dos bancos; catorce agencias de bienes raíces, con sedes en todas partes desde Nueva York hasta Nueva Gales del Sur e incluso otras dos, una en Venus y otra en Peggy; numerosas compañías más pequeñas y desconocidas, que incluían una compañía de aviación, una cadena de comida rápida, algo llamado «Vida Nueva, S. A.», y algo que se llamaba «PegTex Petroprospecciones».
—¡Dios! —exclamó Audee Walthers—. ¡Ésa es la compañía de Luqman! De modo que he estado trabajando para el muy hijo de puta todo el tiempo.
—¡Y yo! —dijo Yee-xing al ver la parte que hacía referencia a la S. Ya.—. ¡Es increíble! ¿Es que Robin Broadhead es el dueño de todo?
Robin se siente muy orgulloso del acelerador, porque le confirma en la opinión de que los seres humanos son capaces de inventar cosas que los Heechees, no. Bien, y tiene razón… siempre y cuando uno pase por alto los detalles. El acelerador lo inventó en la Tierra un hombre llamado Keith Lofstrom, a finales del siglo veinte, aunque no se construyó ninguno hasta que hubo el tráfico suficiente que justificara su construcción. Lo que Robin ignoraba es que, aunque los Heechees nunca inventaron el acelerador, sí lo hicieron los habitantes del fango; no tenían otro medio para salir de su densa y opaca atmósfera.
Lo cierto es que no. Era dueño de casi todo, pero si hubieran contemplado mis holdings con menos animadversión, habrían visto cierta cláusula. Los bancos patrocinaban exploraciones. Las compañías de bienes raíces ayudaban a los colonos a establecerse o se quedaban con sus chabolas en lugar de con su dinero para que pudieran marcharse. La S. Ya. transportaba colonos a Peggy y, lo mismo que para Luqman, ésa era la joya de la corona, ¡qué caramba!, y más lo hubiera sido de saber ellos cuál era su alcance. Yo no conocía a Luqman, ni habría sido capaz de reconocerlo de haberlo visto, pero tenía sus órdenes, órdenes que le habían llegado a través de la cadena de mando que se había iniciado en mi persona: Encuentre un buen yacimiento petrolífero cerca del ecuador del planeta Peggy. ¿Por qué cerca del ecuador? Porque así el acelerador Lofstrom que pensábamos construir se aprovecharía de la velocidad de rotación del planeta. ¿Por qué un acelerador? Era la manera mejor y más económica de poner cosas en órbita, o de sacarlas de ella. El petróleo bombeado abastecería al acelerador. El excedente de crudo lo pondría en órbita el propio acelerador, una vez embutido el petróleo en cápsulas de navegación; las cápsulas vendrían a la Tierra a bordo del transporte S. Ya., en sus viajes de vuelta, para ser vendidas aquí —todo lo cual significaría un provechoso cargamento de crudo por cada regreso en cada viaje de ida y vuelta, mientras que ahora no constituían sino gastos— ¡lo que significaba que podrían abaratarse los costes del viaje a Peggy para los colonos!
No voy a pedir disculpas por el hecho de que casi todas mis empresas produjeran beneficios cada año. Así es como consigo mantenerlas a flote, y en expansión, pero el beneficio en sí no era lo importante. Tengo mi propia filosofía en materia de dinero; considero que quien se empecina en amasar dinero después de haber conseguido los primeros cien millones tiene que estar loco…
Oh, creo… creo que esto ya lo había dicho antes, ¿no?
Me temo que estoy divagando. Con la de cosas que tengo en mente a veces confundo lo que ha sucedido con lo que va a suceder y con lo que no sucede en otro lugar que no sea mi cabeza.
Lo que estoy tratando de dejar bien claro es que todas mis provechosas empresas eran también proyectos sólidamente útiles que contribuían tanto a la conquista de la Galaxia como al alivio de las necesidades de los seres humanos, y eso es un hecho. Y es por ello que en los últimos tiempos, esos fragmentos de vidas separadas iban acercándose. No parece que vayan a unirse. Pero así es. Todos ellos. Incluso los episodios de mi medio amigo, Capitán, el Heechee a quien últimamente he tenido la oportunidad de conocer mejor, y los de su amante y segundo de a bordo, la hembra Heechee llamada Dosveces, de quien, como se verá, llegué a saber al final muchas cosas.