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DE VUELTA A CASA

En el acelerador Lofstrom de Lagos, en Nigeria, Audee Walthers ponderaba cuál era su grado de responsabilidad en relación a Janie Yee-xing, mientras la cadena magnética recogía su cápsula en descenso, aminoraba su velocidad y la depositaba en la terminal de «Aduana e Inmigraciones». Por haber jugado con los juguetes prohibidos, él había perdido la esperanza de un trabajo, pero por haberle ayudado a hacerlo, Yee-xing había arruinado su carrera.

—Tengo una idea —le susurró a ella mientras esperaban firmes en la antesala—. Te la diré fuera.

Era verdad que la tenía, y era bastante buena, por lo demás. Yo era esa idea.

Antes de explicarle su idea, tuvo que contarle qué había sentido en aquel terrorífico instante junto al TTP. De modo que se alojaron en una de las habitaciones de tránsito cercana a la base del acelerador de aterrizaje. Una habitación parca y calurosa; había una cama de tamaño medio, una pila de lavabo en un extremo, una pantalla de PV con la que matar el tiempo mientras se esperaba a embarcar en la cápsula, las ventanas abiertas al bochornoso aire de la costa africana. Las ventanas estaban abiertas, pero había unas mamparas que protegían de las miríadas de insectos tropicales. Aun así, Walthers tuvo que luchar contra el frío mientras le contaba del helado y lento ser cuya mente había experimentado a bordo de la S. Ya.

También Janie Yee-xing temblaba.

—¡No me habías dicho nada, Audee! —dijo ella, con la voz un poco chillona porque se le había secado la garganta. Él negó con la cabeza—. ¿Pero por qué no? ¿No hay…? —Se interrumpió—. ¡Sí, estoy segura de que hay una gratificación que te pueden conceder los de Pórtico por eso!

—¡Qué nos pueden conceder, Janie! —dijo él con firmeza. Ella se lo quedó mirando y después aceptó la sociedad con un gesto de la cabeza—. ¡Es seguro que la hay, y es de un millón de dólares! Lo comprobé en la nave, al tiempo que copiaba las coordenadas.

Rebuscó entre su escaso equipaje y extrajo un rollo de datos que le mostró.

Janie no lo cogió. Tan sólo le preguntó:

—¿Por qué?

—Te lo puedes imaginar —dijo él—. Un millón de dólares. Somos dos, así que divídelo en dos partes. Luego… todo pasó en la S. Ya., en compañía de la tripulación, así que la nave, su condenada tripulación y sus dueños tienen igualmente derecho. Tendríamos mucha suerte si nos quedara la mitad. Más bien sería un cuarto. Además, bueno, infringimos las normas, ya lo sabes. Tal vez pasarían eso por alto, teniéndolo todo en cuenta. Pero tal vez no lo hicieran así y nos quedaríamos sin nada.

Yee-xing asintió con la cabeza. Llevaba razón en todo lo que había dicho. Estiró la mano y tocó el rollo de datos.

—¿Copiaste las coordenadas de la nave?

—No hubo ningún problema —le contestó.

Y de hecho, no los había habido. En uno de sus viajes hasta los controles, bajo el enfurruñado silencio del Primer Oficial, Walthers no había tenido más que teclear la petición del momento en que había establecido el contacto al registro automático de vuelo, grabó los datos como si formaran parte de la rutina habitual de su servicio y se metió el rollo en el bolsillo.

—Muy bien —dijo ella—, ¿y ahora qué?

De manera que él le habló de cierto conocido y excéntrico magnate (que resulté ser yo), de sobra conocido por su generosidad en todo lo referente a nuevos datos en relación a los Heechees, y como daba la casualidad de que Walthers le conocía en persona…

Ella le miró con interés renovado.

—¿Que conoces a Robinette Broadhead?

—Me debe un favor —repuso él con sencillez—. Todo lo que tengo que hacer es dar con él.

Por primera vez desde que habían entrado en la habitación, Yee-xing sonrió. Señaló al piezófono que había en la pared.

—A por él, tigre.

Y así, Walthers gastaba los poco importantes restos de su cuenta bancaria en llamadas de larga distancia mientras Yee-xing miraba pensativamente por la ventana al brillo del entramado de luces que rodeaban el acelerador Lofstrom y le daban la apariencia de una montaña rusa de varios kilómetros de distancia, los cables magnéticos zumbando al recibir las cápsulas que aterrizaban con un «chuuf» al tiempo que las que despegaban se alejaban con un «chaf», al perder o ganar, respectivamente, velocidad de escape. No estaba pensando en su contacto: estaba pensando en los bienes que iban a tener que vender. Por eso, cuando Walthers colgó el teléfono con expresión severa, apenas oyó lo que éste tenía que contarle. Que era:

—El muy bastardo no está en casa —dijo—. Me temo que me contestó el mayordomo de su mansión del mar de Tappan. No hacía más que decirme que Broadhead está de camino a Rotterdam. ¡Por amor de Dios, Rotterdam nada menos! Pero he hecho algunas comprobaciones: podemos coger un vuelo barato a París y desde allí hacer el resto del trayecto en un reactor… al menos hasta ahí nos llega el dinero…

—Enséñame las coordenadas —dijo Yee-xing.

—¿Las coordenadas? —repitió él.

—Ya me has oído —replicó ella con impaciencia—. Funcionará en la PV. Y además quiero verlo.

Él se humedeció los labios, se lo pensó durante unos breves instantes, se encogió de hombros y deslizó la cinta en la pantalla de la Piezovisión.

Como los instrumentos de la nave eran holográficos, grababan cada fotón de energía que entraba en sus circuitos, por eso todos los datos en relación a la fuente de las escalofriantes emanaciones estaban en la cinta. Pero, junto con las coordenadas, la pantalla de PV tan sólo mostraba una mancha difusa e informe de color blanco.

En sí, no era muy interesante de mirar, razón por la cual sin duda los sensores de la nave no le habían prestado particular atención. Aumentar la imagen podría aportar más detalles, pero eso era algo que escapaba a las escasas posibilidades del barato equipo de PV de su habitación.

Pero aun así…

Mientras miraba, Walthers sintió una escalofriante sensación. Desde la cama, Yee-xing susurró:

—No habías dicho nada, Audee. ¿Son Heechees?

Él no quitó la vista de encima al inmóvil borrón blanco…

—Ojalá lo supiera…

Pero parecía poco probable. A menos que los Heechees tuvieran un aspecto todavía menos familiar del que nadie se había atrevido nunca a suponer. Los Heechees eran inteligentes. Tenían que serlo. Habían conquistado el espacio interestelar medio millón de años antes. Y las mentes que Walthers había percibido eran, eran… ¿cómo llamarlas? Petrificadas, tal vez. Presentes, sí, pero no activas.

—Apágalo —dijo Yee-xing—. Me pone los nervios de punta. —Aplastó un insecto que había conseguido atravesar la mosquitera y añadió tristemente—: Odio este lugar.

—Bueno, mañana temprano salimos hacia Rotterdam.

—No «este» sitio. Lo que es estar en la Tierra —le corrigió. Su vista erró más allá de las luces del acelerador Lofstrom—. ¿Sabes lo que hay allí arriba? Está el alto Pentágono, y la base Tiuratam, y millones de satélites flotando por ahí y dando vueltas, y están todos locos ahí arriba, Audee. Nunca se sabe cuándo demonios va a estallar todo.

Si lo que ella pretendía al decirle aquello era echarle una reprimenda, no estaba claro, pero así lo sintió Walthers. Empezó a sacar el rollo de la pantalla de PV, lleno de resentimiento. ¡No era culpa suya que el mundo se hubiera vuelto loco! Pero era sin duda culpa suya el haber condenado a Yee-xing a tener que estar en él, así que ella tenía todo el derecho del mundo a reprochárselo.

Le pasó la cita con los datos, sin tener demasiado claro el porqué, tal vez para demostrarle que tenía confianza en ella, quizá para reafirmar su condición de cómplices.

Pero a mitad del gesto, se le hizo patente hasta qué punto había enloquecido el mundo. El gesto se convirtió en un golpe, débilmente dirigido al rostro de ella, serio y desolado.

Durante el tiempo que se tarda en respirar no fue a Janie quien tuvo delante, sino a Dolly, la infiel, la huida Dolly, y detrás de ella, la sombra altiva y sonriente de Wan… o quizá ninguno de ellos, nadie de hecho, sino sólo un símbolo. Un blanco. Un objeto amenazador y endemoniado que no poseía identidad sino únicamente una manera de ser descrito. Era EL ENEMIGO, y lo que más claro estaba en relación a éste era que tenía que ser destruido. Violentamente. Por él.

Porque de otro modo sería el propio Walthers quien quedaría destruido, roto, desintegrado por las emociones más locas, odiosas y perversamente destructoras que jamás hubiera sentido, introducidas a la fuerza en su cabeza en un acto de asquerosa, violenta y devastadora violación.

Lo que Audee Walthers sintió en aquel momento lo sé muy bien, porque también yo lo sentí, como lo sintió Janie, como lo sintió mi propia esposa, Essie, como lo sintió todo ser humano en un radio de una docena de Unidades Astronómicas a partir de un punto que distaba unos doscientos millones de kilómetros de la Tierra en dirección a la constelación del Auriga. Tuve la inmensa suerte de no estar satisfaciendo en aquel momento mi costumbre de pilotar yo mismo. Ignoro si habría chocado. La emisión desde el espacio duró medio minuto, y no sé si habría tenido tiempo de matarme, pero es casi seguro que lo habría intentado. Ira, odio enfermizo y una obsesionante necesidad de destrozar y violar, ése es el regalo que los terroristas nos ofrecieron desde el cielo. Pero por una vez, había dejado en manos de la computadora de a bordo la tarea de pilotar para poder concentrarme en el teléfono, y a las computadoras no les afectaba el TTP de los terroristas.

No era la primera vez. Ni siquiera la primera vez en mucho tiempo, pues durante los últimos dieciocho meses, desde que los terroristas habían saltado al espacio exterior en la nave Heechee robada, habían estado enviando al mundo las más horribles pesadillas de su lunática «mascota». Era más de lo que el mundo podía soportar. De hecho, era ésa la razón por la que iba camino de Rotterdam, pero este episodio en particular fue la causa de que diera media vuelta a mitad de camino. Traté inmediatamente de llamar a Essie, tan pronto como todo hubo pasado, para asegurarme de que estaba bien. No hubo suerte. Medio mundo estaba tratando de ponerse en contacto con el otro medio, por idénticas razones, y las centralitas estaban colapsadas.

Estaba también el hecho de que mis vísceras se removían como si una manada de armadillos se estuviera apareando en su interior y, teniéndolo todo en cuenta, prefería tener a Essie a mi lado en lugar de que utilizara un vuelo convencional como habíamos planeado. Así que le dije al piloto que cambiara el curso; por eso, cuando Walthers llegó a Rotterdam, yo no estaba allí. Hubiera podido dar conmigo fácilmente en el mar de Tappan, de haber tomado un vuelo directo vía Nueva York. Pero se equivocó al respecto.

Lamento tener que decir —o casi lo lamento—, que no sé nada en lo referente a estos ataques de «locura momentánea», al menos por propia experiencia. Lo había lamentado todavía más diez años antes, cuando se dejaron sentir por primera vez. Por aquel entonces, nadie sabía nada del «transceptor telepático psicoquinético». Lo único evidente es que se producían periódicos ataques de locura a escala mundial.

Lo mejor de las inteligencias terrestres, la mía incluida, había desperdiciado esfuerzos y energías tratando de encontrar algo —un virus, una toxina, una variación en la radiación solar—, cualquier cosa que pudiera dar razón de los ataques de locura compartida que cada año, más o menos, barrían a la humanidad. Sin embargo, algunas de las más preclaras inteligencias terrestres —como la mía— se encontraban impedidas. Las inteligencias artificiales computerizadas éramos incapaces de sentir los raptos de locura. Me atrevería a decir que, de haberlos sentido, el problema se habría solucionado mucho antes.

Estaba también equivocado —muy equivocado—, comprensiblemente equivocado, en relación al tipo de inteligencia con la que había entrado en contacto estando a bordo de la S. Ya.

Y había cometido además otro error, bastante serio. Había olvidado que el TTP funciona en ambas direcciones.

De modo que el secreto que había intentado mantener a este lado del comunicador mental no era en absoluto secreto para quien estaba al otro lado.