AL OTRO LADO DEL AGUJERO NEGRO
Fugarse con un lunático no había sido, sacando el balance, mucho mejor que aburrirse hasta la locura en Port Hegramet. Era distinto, ¡Santo Cielo, si era distinto! Pero en parte era igualmente aburrido, y en parte la asustaba hasta la médula, así de simple y sencillo. Al ser la nave una Cinco había espacio de sobra para ambos, o debería de haberlo habido. Al ser Wan joven y rico, y casi —en cierto sentido— atractivo, contemplado desde el ángulo adecuado, el viaje hubiera podido ser bastante animado. Pero ninguna de ambas cosas resultó ser cierta.
Y además, estaba la parte que a ella le daba miedo.
Si había algo que los seres humanos supieran acerca del espacio es que había que mantenerse alejado de los agujeros negros. No era eso lo que hacía Wan. Wan los buscaba. Y lo que hacía después era todavía peor.
Dolly ignoraba qué eran todos aquellos instrumentos y aparatos con los que Wan jugaba. Si se lo preguntaba, nada le respondía. Cuando, tratando de engatusarle, se ponía alguno de sus muñecos en la mano y se lo preguntaba a través de la boca de éste, Wan gruñía, fruncía el entrecejo y le decía:
—Si vas a empezar con tus representaciones, que sea algo verde y divertido, y no hagas preguntas que no son de tu incumbencia.
Cuando Dolly le preguntaba por qué no eran asunto de su incumbencia, tenía más éxito. No es que obtuviera una respuesta directa. Pero por el enrojecimiento y la confusión en que sumían a Wan tales preguntas, era fácil deducir que todos aquellos aparatos eran robados.
Y tenían algo que ver con los agujeros negros. Y aunque Dolly estaba casi del todo segura de que no había manera de entrar o salir de un agujero negro, estaba casi también igualmente segura de que lo que estaba intentando Wan era dar con determinado agujero negro para entrar dentro. Eso era lo que le daba tanto miedo.
Y cuando no se volvía medio loca a causa del miedo, se encontraba sola y temblando, porque el Capitán Juan Henriquette Santos-Schmitz, joven multimillonario cuyas rarezas aún encandilaban a los amantes del comadreo, era un acompañante repulsivo. Después de tres semanas en su presencia, Dolly apenas era capaz de soportar su vista.
Aunque, tuvo que admitir para sí, temblando, la vista de él era menos preocupante que la vista de lo que en ese momento tenía delante.
Lo que Dolly estaba viendo era un agujero negro. O no exactamente el agujero negro en sí, porque se puede estar mirando todo un día sin verlos; los agujeros negros son negros precisamente porque no se ven. Lo que estaba realmente viendo era una especie de aurora boreal de tonos azulados y violáceos, desagradable de mirar para los ojos incluso a través de la pantalla de observación sobre el tablero de controles. Debía de ser mucho más desagradable estar expuesto a esa luz. Esa luz no era más que la punta del iceberg de una fuente de radiación letal. La nave estaba equipada contra ese tipo de cosas, y hasta el momento les había protegido sin problemas. Pero Wan no estaba dentro de la nave. Estaba abajo, en el módulo, donde guardaba toda aquella maquinaria y tecnología que ella no era capaz de entender y que él se negaba a explicarle. Y ella sabía que en cualquier momento, en situaciones parecidas, estando ella sentada en el interior de la Cinco, se dejaba sentir la pequeña sacudida que anunciaba que el módulo se había separado. ¡Y eso significaría que él iba a aventurarse en uno de aquellos terribles objetos! ¿Qué le pasaría entonces a él? ¿O a ella? No es que tuviera la menor intención de acompañarle, ciertamente, pero si él moría dejándola sola a cien años luz de cualquier lugar conocido por ella, ¿entonces, qué?
Oyó una voz que mascullaba enfadada y supo que al menos de momento no iba a ser esta vez. La escotilla se abrió y Wan apareció gateando al salir del módulo, furibundo.
—¡Otro también vacío! —le gritó como si la hiciera responsable a ella. Y eso era exactamente de lo que él la acusaba. Ella trató de mostrarse solidaria en lugar de atemorizada.
—Oh, cariño, qué mala suerte. Con éste ya van tres.
—¡Tres! ¡Ja! Tres contigo a bordo, querrás decir. ¡Muchos más de tres, ésa es la verdad!
Su tono era sarcástico, pero a ella el sarcasmo le dio igual. Quedó diluido en la sensación de alivio que sintió cuando pasó de largo por su lado. Dolly se alejó tanto como le fue posible, sin despertar sospechas, del panel de controles; no demasiado, la verdad, en una nave que hubiera podido albergar un espacioso salón. Se mantuvo en silencio mientras él se sentaba a consultar sus oráculos electrónicos.
Nunca la invitaba a tomar parte cuando hablaba con sus Difuntos. Si la comunicación con éstos era oral, al menos Dolly podía oir la parte del diálogo de Wan. Si tecleaba las instrucciones en el tablero, ni siquiera eso. Pero en esta ocasión no le fue muy difícil adivinar. Wan pulsó con furia varias preguntas, se enojó con la que uno de los Difuntos le dijo a través de los auriculares, tecleó con rabia una corrección y acto seguido estableció un nuevo curso en el teclado Heechee. Entonces se quitó los auriculares con gesto de enfado, se desentumeció y se volvió a Dolly:
—Muy bien —dijo—. Acércate, puedes pagarme otro de los plazos de tu pasaje.
—Sí, claro, cariño.
Le contestó obsequiosa, aunque le hubiera resultado más agradable si él no tuviera que decir siempre las cosas de aquella manera. Pero estaba un poco más animada. Sintió la débil sensación de que la nave se aceleraba, lo que significaba que empezaban un nuevo viaje y, de hecho, el horror azul y violeta de la pantalla se estaba ya alejando. ¡Eso la compensaba de muchas cosas!
Por supuesto, todo ello significaba tan sólo que estaban de camino hacia el siguiente.
—Ponte el Heechee —le ordenó Wan—. El Heechee y… sí, y Robinette Broadhead.
—Claro, Wan —dijo Dolly, sacando sus muñecos del lugar al que los había arrojado Wan la última vez y deslizándoselos en las manos.
Desde luego que el Heechee no se parecía a un Heechee de verdad; y en realidad, el muñeco Robinette Broadhead era bastante caricaturesco. Pero a Wan le divertían. Eso era lo único que le importaba a Dolly desde el momento en que él pagaba las facturas. Al día siguiente de abandonar Port Hegramet Wan le había enseñado presuntuosamente el librito de su cuenta bancaria. ¡Automáticamente, cada mes seis millones de dólares se sumaban a la cuenta! Los números la anonadaron. Compensaban muchas cosas. Tenía que haber algún modo, antes o después, de que algunas gotas de aquella catarata de dinero fueran a parar a su bolsillo. Para Dolly, nada de inmoral había en semejante pensamiento. Quizá los pioneros del oeste americano la hubieran llamado buscona, pero prácticamente la humanidad entera, en cualquier momento de su historia, la habría llamado pobre simplemente.
Por eso ella le hacía la comida y se acostaba con él. Cuando estaba de mal humor, Dolly trataba de invisibilizarse, y cuando quería diversión, trataba de divertirle.
—Hombre, ¿qué tal, señor Heechee? —dijo la mano Broadhead mientras los dedos de Dolly se estiraban para darle una sonrisa afectada. La voz de Dolly era ahora espesa y hablaba como un patán de los campos de maíz (¡era parte de la caricatura!)—. Estoy de lo más encantado de haberle conocido.
Habló a continuación la mano Heechee, con un susurro serpentino:
—Hola, humano imprudente. Llegas a punto para comer.
—¡Caray! —grito la mano Broadhead, ampliando la sonrisa—. Yo también tengo hambre, ¿qué hay de comer?
—¡Aaarg! —chilló la mano Heechee, con los dedos hechos una garra y la boca abierta—. ¡Tú eres la comida!
Y los dedos de la mano derecha se cerraron sobre el muñeco de la mano izquierda.
—¡Jo, jo, jo! —se rió Wan—. ¡Muy bueno! Aunque ése no se parece demasiado a un Heechee. No sabes cómo son.
—¿Y tú sí? —le preguntó Dolly con su propia voz.
—¡Casi, casi! Seguro que más que tú.
Dolly, sonriendo, levantó la mano derecha.
—Se equivoca usted, señor Wan —dijo la sedosa y serpentina voz del Heechee—. ¡Así es como soy y estoy esperando poder encontrarme con usted en el próximo agujero negro!
La silla en la que Wan estaba sentado salió disparada al levantarse éste.
—¡Eso no ha tenido ninguna gracia! —Dolly se quedó boquiabierta al ver que estaba temblando—. ¡Haz la comida! —ordenó, y salió a zancadas en dirección al módulo, mascullando.
No era inteligente tratar de bromear con él. Así que Dolly le preparó la comida y se la sirvió con una sonrisa que no sentía. Nada obtuvo con sonreírle. Estaba de peor humor que de costumbre. Le gritó:
—¡Estúpida! ¿Es que te has comido lo mejor de la despensa a escondidas? ¿No hay nada mejor para comer?
Dolly estaba a punto de echarse a llorar.
—¡Pero si la carne te gusta!
—¡Pues claro que me gusta la carne, pero mira qué me has puesto de postre!
Empujó a un lado el plato con el bistec y el brécol para agarrar el que contenía las galletas de chocolate y lo sacudió debajo de su barbilla. Las galletas salieron despedidas en todas direcciones y Dolly trató de recogerlas.
—Ya sé que no te gustan, cariño, pero es que no queda más helado.
Él se la quedó mirando.
—¡Vaya, así que no hay más helado! Muy bien, de acuerdo. Entonces hazme un suflé de chocolate, o un flan.
—Wan, ya no queda nada de eso, te los has comido todos.
—¡Estúpida, eso es imposible!
—Pues ya no queda. De todas formas, tanto dulce no es bueno para tu salud.
—¡No te he contratado como enfermera! ¡Y si se me estropean los dientes, me compraré una dentadura nueva! —Le dio un golpe al plato que ella sostenía en la mano y las galletas salieron volando—. Tira esa basura. Ya no me apetece comer.
No era sino una más de las comidas típicas en el límite de la Galaxia. Terminó de la manera típica, también, con Dolly llorando y limpiándolo todo. ¡Qué persona tan desagradable era! Y él ni siquiera parecía darse cuenta.
Y sin embargo, Wan se sabía avariento, poco sociable, iracundo y toda una larga lista de cosas que le habían explicado sus programas psicoanalíticos. Había pasado más de trescientas sesiones en el diván. Seis días a la semana durante un año. Y al final, él dio por acabado el análisis con una broma.
—Tengo un acertijo que quisiera hacerte —le dijo al programa psiquiátrico, que representaba a una mujer lo suficientemente mayor como para ser su madre y lo suficientemente atractiva—. El acertijo es el siguiente: ¿Cuántos psicoanalistas hacen falta para cambiar una bombilla?
—Oh, Wan, de nuevo te resistes —dijo el programa suspirando—. Está bien, cuántos.
—Solamente uno —le contestó riendo—, pero hace falta que la bombilla quiera que la cambien. ¡Ja, ja, ja! Y yo, ¿no lo entiendes?, no quiero que me cambien.
Ella le miró directamente a los ojos durante un instante. Tal como aparecía en la proyección, estaba sentada en una silla de alto respaldo, con las piernas dobladas bajo el asiento, un bloc de notas en una mano y un lápiz en la otra. Solía utilizar el lápiz para subirse las gafas que se le deslizaban nariz abajo al mirarle a él. Como todos los demás elementos de su programa, sus gestos tenían un propósito, la tranquilizadora confirmación de que, al fin y al cabo, ella era otro ser humano como él mismo, no una austera diosa. Desde luego, no era humana. Pero su voz sonó del todo humana cuando dijo:
—Ese chiste es muy viejo, Wan. ¿Qué es una bombilla?
Él, irritado, hizo un mohín.
—Es una cosa redonda que da luz —medio adivinó él mismo—. Veo que no me has entendido. Ya no quiero cambiar. Ya no me divierte todo esto. Fui yo quien decidió empezar todo esto, y ahora he decidido terminar con ello de una vez.
El programa computerizado dijo en tono conciliador:
—Por supuesto que estás en tu derecho de hacerlo, Wan. ¿Qué piensas hacer?
—Voy a salir en busca de… voy a salir de aquí en busca de diversión —dijo de manera brutal—. ¡También estoy en mi derecho de hacerlo!
—Sí, es cierto —admitió ella—, ¿te importaría decirme qué es lo que ibas a decir antes de que cambiaras la frase?
—Pues sí —le contestó él incorporándose—, me importaría mucho y no voy a decirte qué es lo que tenía pensado hacer: en lugar de explicártelo, lo voy a hacer. Adiós.
—Vas a salir en busca de tu padre, ¿no es eso? —llamó el programa psicoanalítico, pero no obtuvo respuesta. La única indicación que diera y que ella pudiera oír fue que en lugar de ajustar la puerta la cerró de golpe.
Los Heechees habían descubierto en fechas tempranas cómo almacenar la memoria, e incluso una aproximación de la personalidad, de personas muertas o moribundas en sistemas mecánicos. Y así lo aprendieron los seres humanos al llegar por vez primera al Paraiso Heechee, donde había crecido el joven Wan. Robin la consideraba una invención de inestimable valor. Yo no lo veo así. Por supuesto, se me puede creer con prejuicios al respecto: alguien como yo, almacenaje mecánico básicamente, no necesita de ello; y los Heechees, habiéndolo descubierto, no se tomaron la molestia de inventar personas como yo.
Un ser humano normal —casi cualquier ser humano, en realidad— le hubiera dicho a su psicoanalista que llevaba razón. En un momento u otro, a lo largo de tres semanas, le habría dicho lo mismo a su compañero de navegación y a su compañero de cama, de haber tenido a alguien con quien compartir las esperanzas y los miedos de cada salida al exterior. Wan no había aprendido a compartir sus sentimientos porque no había podido aprender a compartir ninguna otra cosa. Crecido en el Paraiso Heechee, sin nada que se pareciera lo más mínimo a un ser humano de carne y hueso durante la década más crucial de su infancia, se había convertido en el arquetipo de sociópata. Esa terrible necesidad de cariño era lo que le había hecho salir en busca de su padre a través de todos los horrores del espacio. La imposibilidad de suplir tal carencia hacían ahora imposible para Wan aceptar o compartir amor. Sus amigos más íntimos durante aquellos terribles diez años habían sido los Difuntos, las memorias almacenadas de inteligencias desaparecidas tiempo atrás. Había copiado sus memorias y se las había llevado consigo en su nave Heechee, y hablaba con ellos como no hablaba con Dolly, porque sabía que no eran más que máquinas. A ellos no les importaba cómo se les tratara. Para Wan, también los seres humanos de carne y hueso eran máquinas, máquinas expendedoras, podría llamárseles. Wan poseía las monedas para hacer que le sirvieran lo que él quería. Sexo. Charla. Tener su comida lista. O limpiar lo que sus sucias costumbres ensuciaban.
No se le ocurrió tener en cuenta nunca los sentimientos de aquellas máquinas expendedoras. Ni siquiera cuando se trataba de una muchacha de diecinueve años que se hubiera sentido agradecida de poder pensar que él la quería.