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LO QUE OCURRIÓ EN EL MUNDO DE PEGGY

Mientras tanto, en el mundo de Peggy mi amigo Audee Walthers buscaba en un peculiar prostíbulo a alguien muy especial.

Le he llamado amigo mío, aunque no había pensado en él durante años. En una ocasión me había hecho un favor. De eso precisamente no me había olvidado… o sea que, si alguien me hubiera preguntado: «Oye, Robin, ¿te acuerdas de que Audee Walthers se la jugó para conseguirte una nave en cierta ocasión en que te hizo falta?», yo habría respondido indignado: «¡Demonios, claro que me acuerdo! ¡Cómo iba a olvidarme de ello!». Pero lo cierto es que tampoco me había pasado cada minuto de mi vida pensando en ello, y en aquel preciso instante yo no tenía ni la más remota idea de dónde estaba ni de si seguía vivo.

Walthers era fácil de recordar, porque tenía un aspecto poco corriente. Era bajito y poco agraciado. Tenía la cara más ancha en las mandíbulas que en las sienes, lo que le daba cierto aire de sapo simpático. Estaba casado con una bella e insatisfecha mujer a la que más que doblaba la edad. Tenía diecinueve años y se llamaba Dolly. Si me hubiese pedido mi opinión, le hubiera dicho que casar a Mayo con Diciembre no suele dar resultado, salvo en casos como el mío, en que Diciembre es notablemente rico. Pero él deseaba a toda costa que su matrimonio funcionase, porque quería mucho a su mujer, y por eso trabajaba como un esclavo para Dolly. Audee Walthers era piloto. Pilotaba lo que fuera. Había pilotado aparatos orbitales en Venus. Cuando el gran transporte terrestre (que constantemente le recordaba mi existencia ya que yo poseía parte de las acciones y lo había rebautizado con el nombre de mi mujer) llegaba a la órbita del mundo de Peggy, Audee pilotaba un carguero con el que sacaba y metía la mercancía del transporte; entretanto pilotaba cualquier cosa que se alquilara para realizar no importaba qué servicio requirieran los capataces. Como casi todo el mundo en Peggy, también había recorrido sus buenos cuarenta mil millones de kilómetros desde el lugar en que había nacido para poder malvivir allí; a veces lo conseguía, a veces no. De manera que cuando al regresar de uno de sus chárter Adjangba le dijo que había otro en perspectiva, Walthers hizo lo indecible por hacerse con él. Aunque ello significara tener que recorrer todos los bares de Port Hegramet para reclutar al pasaje. Cosa harto difícil. Para tratarse de una ciudad de apenas cuatro mil habitantes, los bares de Port Hegramet estaban superpoblados. Había puntos neurálgicos, pero no estaban en los más obvios: el café del hotel; el pub del aeropuerto; el gran casino de Port Hegramet, el único lugar con espectáculo de variedades; no era allí donde estaban los árabes que componían su próximo chárter. Tampoco estaba Dolly en el casino, donde debería de haber estado actuando con su número de marionetas, ni tampoco en casa, o por lo menos no contestó al teléfono. Media hora más tarde Walthers seguía buscando a los árabes por las calles mal iluminadas. Había ya dejado atrás los barrios del oeste, los más ricos, y los encontró en un prostíbulo, a las afueras de la ciudad, en plena discusión.

Todos los edificios de Port Hegramet eran provisionales. Era ésta una necesaria consecuencia de la naturaleza de colonia del lugar; cuando, cada mes, llegaban los nuevos inmigrantes en el enorme transporte terrestre, el Paraiso Heechee, la población aumentaba como un globo al que se hincha con hidrógeno. Después iba deshinchándose gradualmente, a medida que los colonos eran trasladados a las plantaciones, a las explotaciones forestales y a las minas. Pero nunca se descendía al último índice, de modo que cada mes se contaba con unos centenares de nuevos residentes, nuevas viviendas se construían y algunas de las más viejas se echaban abajo. Pero este prostíbulo en particular era el más provisional de todos los edificios. No pasaba de ser tres paneles de plástico para construcción mutuamente apuntalados a modo de paredes, con un cuarto panel apoyado sobre ellos a manera de techo, con el lado que daba a la calle abierto. Aun así el interior estaba lleno de humo y nebuloso, por el humo del tabaco y de la marihuana que se mezclaba con el amargo y aguardentoso olor del licor de fabricación casera que se vendía allí sin licencia.

Walthers reconoció a su panacea de inmediato, gracias a la descripción que le había facilitado su agente. No había muchos como él en Port Hegramet… árabes sí, claro está, pero ricos, ¿cuántos?, ¿y viejos? Mr. Luqman era incluso más viejo que Adjangba, gordo y calvo, con una sortija en cada uno de sus amorcillados dedos, la mayoría diamantes. Estaba en compañía de un grupo de árabes al fondo del garito, pero en cuanto Walthers hizo ademán de dirigirse hacia ellos, la cantinera alargó un brazo.

—Fiesta privada —dijo—. Ellos pagan, usted fuera.

—Me están esperando —dijo Walthers con la esperanza de que así fuera.

—¿Para qué?

—¿Y a usted qué le importa? —contestó Walthers con enfado mientras calculaba qué sucedería si se hacía paso empujándola a un lado. La mujer, delgada, de tez oscura, joven, con brillantes aros azules colgándole de las orejas, no era problema; pero el tiparrón aquel de cabeza de bala que observaba lo que estaba pasando sentado en un rincón, era otra historia. Pero por suerte Luqman vio a Walthers y se le acercó dando tumbos cegato.

—Usted es mi piloto —anunció—. Venga y tómese algo.

—Gracias, señor Luqman, pero tengo que irme a casa. He venido sólo a confirmar lo del chárter.

—Sí. Iremos con usted.

Se volvió y miró de soslayo a los demás de su grupo, que estaban discutiendo algo con acaloramiento.

—¿Quiere tomar algo? —volvió a preguntar por encima del hombro.

Estaba más borracho de lo que Walthers había creído en un principio. Le contestó otra vez:

—No, gracias. ¿Querría firmarme ahora el contrato del chárter, por favor?

Luqman se volvió a mirar la copia que Walthers le tendía.

—¿El contrato? —Meditó durante un instante—. ¿Por qué tiene que haber un contrato?

—Es la costumbre, señor Luqman —dijo Walthers, perdiendo la paciencia.

Detrás de Luqman los árabes se gritaban unos a otros, ellos y Walthers se disputaban a oleadas la atención de Luqman.

Y había otro detalle. Había cuatro individuos enzarzados en la discusión, cinco si se contaba al propio Luqman.

—El señor Adjangba me dijo que sumaban cuatro en total —mencionó Walthers—. Hay sobrecarga si son ustedes cinco.

—¿Cinco? —Luqman observó con atención el rostro de Walthers—. No, somos cuatro.

Entonces su expresión cambió y sonrió con simpatía.

—¡Ah! ¿Pero creía usted que ese loco venía con nosotros? No, no es con nosotros con quienes va a ir. A lo mejor adonde se va, y solo, es a su propia tumba, como siga insistiendo en discutirle a Shameem lo que el profeta dice en sus enseñanzas.

—Ya —dijo Walthers—. Bien, y si ahora es tan amable de firmarme aquí…

El árabe se encogió de hombros y tomó la copia de manos de Walthers. La desplegó sobre la superficie de zinc de la barra y empezó a leerla dolorosamente, pluma en mano. La discusión aumentó de tono, pero Luqman parecía haberla desterrado de su mente.

La mayoría de los parroquianos del garito eran africanos. Kiyuku los que ocupaban un lado y Masai los que ocupaban el opuesto. A primera vista, rodeados por tal compañía, los pendencieros ocupantes de la mesa le habían parecido todos iguales. Ahora Walthers se apercibía de su error. Uno de los hombres que discutían era más joven que los demás, y más bajo y delgado. El color de su piel era más oscuro que el de la mayoría de europeos, pero no tan oscuro como el de los libios; sus ojos eran tan oscuros como los de ellos, pero sin kohl.

No era asunto que le importara.

Se dio la vuelta y aguardó pacientemente, ansioso por marcharse. No sólo porque deseara ver a Dolly. Port Hegramet era un tanto segregacionista. Los chinos vivían entre los chinos, los latinoamericanos en su barrio, los europeos en el distrito de los europeos; aunque no siempre de manera pacífica y ordenada, no. Las distancias se mantenían aguzadas entre los distintos subgrupos: los chinos de Cantón no se trataban con los de Taiwán, los portugueses seguían teniendo poco que ver con los finlandeses y los una vez chilenos y ex argentinos seguían peleándose entre sí. Pero, desde luego, no por ello sentían los europeos ninguna necesidad de acudir a los baruchos de los africanos, y por eso, cuando Luqman le devolvió el contrato firmado, le dio las gracias y salió rápidamente y con un cierto alivio. Había cubierto menos de una manzana cuando oyó gritos más fuertes de ira y un chillido de dolor.

En el mundo de Peggy uno procuraba meter sus narices en los asuntos ajenos tan poco como le era posible, pero Walthers tenía un chárter que proteger. El grupo al que veía golpear a un individuo bien podía tratarse de los gorilas africanos atacando al cabecilla del grupo de su chárter. Lo que convertía aquello en asunto suyo. Se volvió y retrocedió corriendo, un error del que, créanme, se arrepintió profundamente tiempo después.

Cuando Walthers llegó, los asaltantes habían desaparecido, y la quejosa y sangrante figura que yacía sobre la acera no pertenecía al grupo de su chárter. Era el joven extranjero; se agarró a la pierna de Walthers.

—Ayúdeme y le daré cincuenta mil dólares —le dijo confuso, con los labios húmedos de sangre.

—Voy a ver si encuentro alguna patrulla —ofreció Walthers tratando de desentenderse del asunto.

—¡Nada de patrullas! Ayúdeme a matar a ésos y le pagaré —le espetó el hombre—. ¡Soy el Capitán Juan Henriquette Santos-Schmitz y puedo permitirme el lujo de comprar sus servicios!

Claro está que yo nada sabía de todo esto en aquel entonces. Por lo demás, tampoco Walthers sabía que Luqman trabajaba para mí. Eso importaba poco. Había decenas de miles de personas que trabajaban para mí, y el que Walthers lo supiera o no, no cambiaba las cosas. Lo malo es que no reconociera a Wan, ya que no había oído hablar de él más que en términos generales. A la larga, este detalle sí iba a ser de importancia para Walthers.

Yo conocía a Wan particularmente bien. Le había conocido cuando no era más que un niño semisalvaje, educado por máquinas y seres no humanos. Al hacer para ustedes mi recuento de conocidos, he llamado a Wan no amigo. Le conocía, es cierto, pero nunca fue lo suficientemente sociable para ser amigo de nadie.

Podría decirse incluso que era bastante enemistoso —no sólo en relación a mí, sino a la humanidad entera— o que lo había sido en la época en que era un asustado y lascivo adolescente que soñaba en su caparazón allá en la nube de Oort, sin nadie que supiera ni se preocupara por el hecho de que esos mismos sueños estaban volviéndonos locos a todos los demás.

Pero no era culpa suya, ciertamente. Ni tampoco era culpa suya que los malditos enfurecidos terroristas hubieran tomado su ejemplo como fuente de inspiración y estuvieran volviéndonos locos a todos otra vez, siempre que podían… pero si retomamos la cuestión de la «culpa» y de ese otro término con ella relacionado, «culpabilidad», nos encontraremos de nuevo con Sigfrid von Shrink antes de que nos demos cuenta, y de lo que estamos hablando ahora es de Audee Walthers.

También aquí es necesario aclarar lo que dice Robin. Los Heechees estaban muy interesados en los seres vivos, en especial de la vida inteligente o de los seres que la prometían. Poseían un recurso que les permitía conocer los sentimientos de las criaturas a mundos de distancia.

El problema era que ese sistema permitía lo mismo recibir que transmitir. Las propias emociones del operador eran percibidas por los sujetos. Si quien utilizaba la máquina estaba triste, o deprimido —o loco—, las consecuencias eran funestas. El muchacho, Wan, poseía una de esas máquinas en el lugar en que había sido abandonado de niño. Él la llamaba «diván de los sueños» —los académicos la rebautizarían después con el nombre de Transceptor telepático-psicoquinético—, y cuando la usaba, tenían lugar los fenómenos que Robin describe de manera tan subjetiva.

No es que Walthers fuera un buen samaritano, pero no podía abandonar a aquel hombre en la calle. Mientras le conducía al apartamento que compartía con Dolly, Walthers estaba muy lejos de saber a ciencia cierta por qué lo hacía. El hombre estaba herido, pero para eso estaban los centros de primeros auxilios, y además era poco agraciado en sus modales. Mientras avanzaban, de camino hacia la barriada llamada Pequeña Europa, el hombre fue reduciendo su oferta monetaria y no hizo más que quejarse de la cobardía de Walthers; para cuando se dejó caer sobre el camastro plegable de Walthers, la oferta había quedado reducida a doscientos cincuenta dólares, y sus comentarios acerca del carácter de Walthers habían sido incesantes.

Por lo menos el hombre había dejado de sangrar. Se incorporó y miró al apartamento que le rodeaba con desprecio. Dolly no había vuelto a casa todavía, y había dejado, cómo no, el apartamento hecho un desastre; platos sucios sobre la mesa plegable, sus marionetas esparcidas por todas partes, ropa interior escurriéndose sobre el fregadero y un suéter colgado del pomo de la puerta.

—Menudo asco de sitio —dejó caer el huésped indeseado—. No vale los doscientos cincuenta dólares.

Una airada respuesta afloró a los labios de Walthers. Se la tragó como todas las demás que había ido reprimiendo durante la última media hora: ¿de qué iba a servirle?

—Le ayudaré a lavarse —le contestó—. Después, puede irse.

Los labios magullados ensayaron una mueca de desprecio.

—Qué estúpido por su parte haber dicho eso —dijo el hombre—, ya que soy el Capitán Juan Henriquette Santos-Schmitz. Poseo mi propia nave espacial, y acciones y royalties en las naves de transporte que suministran a este planeta, entre otras muchas actividades de primer orden, y se dice de mí que soy la undécima persona más rica de la humanidad.

—Nunca he oído hablar de usted —masculló Walthers, haciendo correr agua caliente en el interior de una palangana. Pero no era verdad. Había transcurrido mucho tiempo, cierto, pero algo había, algún recuerdo. Alguien que había aparecido en los noticieros de la TV cada hora durante una semana y luego cada semana durante un mes o dos. Sin duda, no hay nadie a quien se olvide con tanta facilidad diez años después como quien ha sido famoso durante un mes.

—Usted es el muchacho que creció en aquel hábitat Heechee —dijo de pronto.

—¡Exacto! ¡Ay, me está haciendo daño! —gimió el hombre.

—Bueno, pues quédese quieto —contestó Walthers, preguntándose qué hacer con la undécima persona más rica del mundo. A Dolly le encantaría conocerlo, claro está. Pero una vez que Dolly consiguiera superar sus emociones, ¿qué intrigas maquinaría ella para aprovecharse de toda aquella riqueza y comprar con ella una plantación insular, una casa de verano en Heather Hills, o un billete de vuelta a casa?, ¿sería mejor, a la larga, hacer que el hombre permaneciera en casa con algún pretexto hasta que Dolly llegara a casa o facilitarle la salida y explicárselo luego todo a Dolly?

Los dilemas que se ponderan en demasía se resuelven por sí solos; ése se resolvió cuando la puerta crujió y chirrió al entrar Dolly.

Fuera cual fuera el aspecto que Dolly ofrecía en casa —a veces sus ojos lagrimeaban por culpa de alguna alergia a la flora peggysiana, casi siempre de mal humor, rara vez con el cabello en orden—, al salir de casa estaba siempre deslumbrante. Claramente deslumbró al inesperado visitante al entrar, y, aunque llevaba más de un año casado con aquella sorprendentemente esbelta figura y con aquel impasible rostro de alabastro, y pese a conocer la estricta dieta merced a la cual se conseguía la primera y el defecto dental que requería el segundo, casi deslumbró también a Walthers.

Walthers la saludó con un beso y un abrazo; ella le devolvió el beso, pero no con demasiada atención. Miraba, por encima de él, en dirección al extraño. Con los brazos todavía en torno de ella, Walthers dijo:

—Querida, éste es el Capitán Santos-Schmitz. Estaba peleándose y le he traído aquí…

Ella le empujó.

—¡Júnior, espero que no…!

Le llevó un instante comprender el malentendido en que Dolly había caído.

—¡Oh, no, Dolly! La pelea no era conmigo. Yo sólo pasaba por allí.

La expresión de ella se afianzó y se volvió al invitado.

—Por supuesto que eres bienvenido aquí, Wan. Déjame ver qué te han hecho.

Santos-Schmitz se hinchó de satisfacción.

—Me conoces —le dijo, permitiéndole palpar las vendas que Walthers acababa de aplicarle.

—¡Por supuesto, Wan! Todos en Port Hegramet te conocen. —Sacudió compadecida su cabeza al ver su ojos morados—. Te hiciste notar anoche en el Spindle Lounge.

Él se echó hacia atrás para verla mejor.

—¡Ah, claro! La animadora. Vi tu actuación.

Dolly Walthers rara vez sonreía, pero tenía un modo de arrugar las comisuras de sus ojos y estrechar los bellos labios que valía más que cualquier sonrisa; era una expresión atractiva. La mostró a menudo mientras acomodaban a Santos-Schmitz, mientras le daban de beber café y escuchaban sus explicaciones de por qué los libaneses se habían equivocado al enfurecerse con él. Si Walthers había creído que Dolly iba a reprocharle el haber traído a casa a aquel individuo, se dio cuenta de que nada debía temer en tal sentido. Pero a medida que se hacía tarde empezó a ponerse nervioso.

—Wan —dijo—, tengo que volar mañana y me imagino que preferirás volver a tu hotel.

—Desde luego que no —le reconvino su esposa—. Hay sitio suficiente en el apartamento. Puede dormir en la cama, tú en el sofá y yo me acostaré en la hamaca del cuarto de costura.

Walthers estaba demasiado sorprendido para refunfuñar, aún más para contestar. Era una idea estúpida. Por descontado que Wan querría regresar a su hotel, y por descontado que Dolly estaba simplemente tratando de ser obsequiosa; sin duda que ella no podía desear todo aquel tinglado para acomodarse que les iba a privar de toda intimidad justo la noche antes de que él saliera de nuevo a volar con los irascibles árabes. Por ello esperó confiado a que Wan les pidiera que le disculparan y a que su mujer se dejara convencer; al poco su confianza en ello disminuyó y finalmente se disipó. Aunque Walthers era un hombre de talla corta, el sofá era aún más corto que él, y se pasó toda la noche dando vueltas y más vueltas, deseando no haber oído jamás el nombre de Juan Henriquette Santos-Schmitz.

No era sólo que Wan fuera una persona desagradable, y no era culpa suya, desde luego (sí, sí, Sigfrid, lo sé, sal de mi cabeza). Era además un fugitivo de la justicia, o lo habría sido, de haber sabido alguien con exactitud qué era lo que había apandado de entre los artefactos Heechees.

Al decirle a Walthers que era rico, no había mentido. Por el mero hecho de que su madre le había traído al mundo en un artefacto Heechee en el que no había ningún otro ser humano, había adquirido, por nacimiento, derechos sobre abundante tecnología Heechee. Esto supuso para él disponer de mucho dinero, una vez que los tribunales dispusieron del tiempo suficiente para parar mientes en ello. Supuso también, en el fuero interno de Wan, la creencia de que cualquier cosa Heechee con que se encontrara que no tuviera dueño expreso, le pertenecía. Se había hecho con una nave Heechee —eso lo sabía todo el mundo— pero con su dinero compró a los abogados que consiguieron paralizar la demanda interpuesta por la Corporación de Pórtico con la que pretendían que los tribunales se la hicieran devolver. También se había hecho con algunos instrumentos Heechees poco corrientes, y si alguien hubiera sabido de qué se trataba realmente, el asunto habría saltado a los tribunales en un santiamén y Wan se habría convertido en el enemigo público número uno en lugar de ser un mero fastidio. Así que Walthers tenía todo el derecho del mundo a odiarle, aunque, por supuesto, no fuera por las razones arriba mencionadas.

Cuando Walthers vio a los libios a la mañana siguiente, estaban resacosos y de mal humor. Walthers se sentía peor, y la diferencia estribaba en que su humor era todavía más negro y eso que él no estaba bajo los efectos de ninguna resaca. Ello motivaba en buena parte su mal humor.

Sus pasajeros nada le preguntaron en relación a la noche precedente; de hecho, prácticamente ni abrieron la boca mientras el aparato zumbaba por encima de las anchas sabanas, los ocasionales claros y las todavía más infrecuentes manchas de las granjas del mundo de Peggy. Luqman y uno de los hombres estaban envueltos en la coloreada nube de los hologramas, obtenidos desde los satélites, de la zona que iban a prospectar. Otro de los hombres dormía, el cuarto apoyaba simplemente la barbilla en el puño y miraba torvamente por la ventanilla. El aparato volaba casi solo, en aquella época del año, por las pocas turbulencias que había. Walthers tuvo tiempo de sobra para pensar en su mujer. Había sido para él un triunfo casarse con Dolly, ¿pero por qué no conseguían, ahora que estaban casados, ser felices?

Desde luego, Dolly había llevado una vida dura. Una chica de Kentucky, sin dinero, sin familia, sin trabajo —sin conocimientos y, probablemente, sin un gran cerebro—, una chica así, tenía que utilizar todos los recursos a su alcance si quería escapar de los campos de carbón. Uno de los recursos que Dolly podía vender era su aspecto. Un buen aspecto, aunque menoscabado. Su figura era esbelta, sus ojos brillantes, pero sus dientes parecían de conejo. A los catorce años consiguió un puesto de bailarina y animadora en Cincinnati, pero no daba lo suficiente como para vivir a menos que hicieras «horas extras». Dolly no quería hacerlo. Trataba de nadar y guardar la ropa. Intentó cantar, pero no tenía voz para ello. Además, tratar de cantar con la boca entrecerrada para que no se le vieran sus dientes de Bugs Bunny la hacía parecerse a un ventrílocuo… Y cuando un cliente, con ánimo de ofenderla porque ella le había atajado al intentar abordarla, se lo dijo, una lucecita se encendió en su cabeza… El maestro de ceremonias del club se tenía por artista. Así que Dolly hizo algunas faenas de lavandería y costura a cambio de pequeños papeles en comedias viejas y manidas, se fabricó algunas marionetas, estudió tantas grabaciones como pudo encontrar en la Piezovisión acerca de shows de marionetas y probó suerte en el último show del sábado por la noche cuando llegaba la nueva cantante que iba a sustituirla. Su actuación no fue ningún éxito, pero la nueva cantante era aún peor que Dolly, de manera que logró salvar el pellejo. Dos meses en Cincinnati, un mes en Louisville, casi tres meses en clubs a las afueras de Chicago; si los contratos hubieran sido seguidos, habría podido vivir con relativo desahogo, pero entre uno y otro transcurrieron semanas e incluso meses. Sin embargo, no llegó a pasar verdadera hambre. Para cuando Dolly llegó al planeta de Peggy, su Espectáculo se las había visto con tantas audiencias hostiles, o ebrias, que había conseguido limar sus aristas hasta revestirse de una forma lo bastante aceptable. No lo suficiente como para convertirse en una auténtica profesional. Pero sí lo bastante como para seguir tirando. Mudarse al mundo de Peggy fue un acto de desesperación, porque el hacerlo suponía hipotecar la propia vida. No habría posibilidad alguna de alcanzar el estrellato allí, pero no podía estar económicamente peor de lo que estaba. Y si no había podido seguir nadando con la ropa puesta, al menos se vendió con cierta dignidad. Y cuando apareció Audee Walthers, Jr., le ofreció un precio más alto que el que le había ofrecido la mayoría: el matrimonio. Lo aceptó. A los dieciocho. Con un hombre que le doblaba la edad.

No obstante, la dura vida de Dolly no era en realidad mucho más dura que la de la mayoría de los que estaban en el mundo de Peggy; sin contar, claro está, a tipos como los prospectores de Audee. Los prospectores pagaban la tarifa completa para Peggy, ellos o las compañías para las que trabajaban y todos ellos llevaban, a buen seguro, el billete de vuelta en el bolsillo.

Cosa que no les hacía estar más animados. El vuelo hasta el lugar que habían elegido en West Island para situar el campamento base, había durado seis horas. Una vez que hubieron comido e instalado sus vivaques, rezaron sus oraciones una o dos veces, no sin discutir hacia qué dirección había que hacerlo; sus resacas respectivas se habían disipado ya, pero no quedaba tiempo ese día para empezar ningún trabajo. No les quedaba tiempo a ellos. Pero sí a Walthers. Se le ordenó que diera una serie de pasadas entrecruzadas por encima de veinte mil hectáreas de breñas. Como simplemente tenía que llevar un sensor de masa para registrar las anomalías gravitacionales, no importaba que tuviera que volar de noche. A Luqman, en cualquier caso, le traía sin cuidado; no así a Walthers, que odiaba especialmente este tipo de vuelos; tenía que mantenerse a muy baja altitud, y algunos de los montes eran incómodamente elevados. De manera que voló con ambos, el radar y la sonda de rastreo a la vez, aterrorizando a las lentas y estúpidas bestezuelas que habitaban en las sabanas en West Island, aterrorizándose también él cuando se encontró dando cabezadas y despertando sobresaltado y tratando desesperadamente de ganar altura cuando uno de los montes se le vino encima.

Consiguió dormir cinco horas antes que Luqman le despertara para ordenarle un reconocimiento fotográfico de varios lugares poco claros, y cuando lo hubo hecho se le envió a que lanzara estacas por todo el terreno. No eran simples estacas de metal; eran geófonos, y tenían que ser instalados en una formación de varios kilómetros de longitud. Además, tenían que caer desde al menos veinte metros de altura para que penetraran a fondo en la superficie y para asegurarse de que quedaban derechos y sus lecturas eran fiables, y cada uno de ellos sólo contaba con dos metros a la redonda como margen de error para su situación. No le hizo ningún favor a Walthers señalar que ambas premisas se contradecían entre sí, razón por la cual no se sorprendió cuando los datos petrológicos de los vibradores demostraron ser inútiles. Revíselo, le dijo Luqman, y de esta manera Walthers tuvo que volver sobre sus pasos, a pie, extraer los geófonos y clavarlos de nuevo, a mano.

Él había firmado un contrato para hacer de piloto, pero Luqman parecía tener una visión más amplia del asunto. No fue solamente tener que pasearse con los geófonos. Un día le hicieron cavar en busca de las criaturas con forma de garrapata que constituían la versión peggysiana de las lombrices de tierra, pues aireaban el suelo. Al día siguiente le dieron una especie de rotor que se clavaba en el suelo, perforaba hasta una profundidad de varias decenas de metros y extraía muestras de la corteza. Le habrían hecho pelar patatas de haberlas comido, y de hecho intentaron hacerle cargar con la limpieza de los platos sucios, aceptando tan sólo, tras mucho regatear, hacerlo según un estricto orden rotatorio. (Pero Walthers advirtió que a Luqman el turno no parecía llegarle nunca). No era que las tareas no fueran interesantes. Los bichos con forma de garrapata eran introducidos en un recipiente lleno de disolvente, y el caldo resultante se convertía en una mancha sobre una hoja de filtro electrofórico. Las muestras de corteza se introducían en pequeñas incubadoras de agua esterilizada, aire esterilizado y vapores de hidrocarburo esterilizados. En ambos casos se trataba de pruebas para hallar petróleo. Los bichos, al igual que las termitas, eran potentes excavadores. Parte del terreno a través del cual excavaban volvía a la superficie con ellos, y la electrofóresis determinaría qué era lo que habían traído consigo. Las incubadoras examinaban lo mismo pero de distinta forma. Peggy, como la Tierra, albergaba en su suelo microorganismos que podían vivir a base de una dieta de hidrocarburos puros. Por ello, si algo se desarrollaba en las incubadoras, tenía por fuerza que ser autóctono, y no podría serlo de no contar con una base de hidrocarburos en el suelo de esa zona. En ambos casos se trataría de petróleo.

Pero para Walthers las pruebas eran, más que otra cosa, pesadeces que paralizaban su trabajo, y la única tregua consistía en que le enviasen de vuelta a la nave con el magnetómetro o a lanzar más estacas. Tras los tres primeros días se retiró a su tienda a examinar la copia de su contrato para asegurarse de que le podían pedir que hiciera todo aquello. Podían. Tendría que decirle cuatro cosas a su agente cuando volviera a Port Hegramet; a los cinco días reconsideró esta posibilidad. Parecía más atractivo matar a su agente… Pero todas aquellas idas y venidas en la nave tuvieron un efecto beneficioso. A los ocho días del inicio de la expedición que había de durar tres semanas, Walthers informó fríamente al señor Luqman de que se estaba quedando sin combustible y de que tendría que volar de regreso a la base para conseguir más hidrógeno.

Al llegar al pequeño apartamento, lo encontró a oscuras; pero estaba en orden, lo que constituía una agradable sorpresa: Dolly estaba en casa, lo que era todavía más agradable; y aún más, estaba zalamera, obviamente encantada de verle.

Fue una tarde perfecta. Hicieron el amor; Dolly preparó algo de cena; volvieron a hacer el amor, y a medianoche se sentaron en la cama deshecha, con las espaldas apoyadas en las almohadas y las piernas estiradas ante ellos, con las manos entrelazadas y compartiendo una botella de vino de Peggy.

—Me gustaría que me llevaras contigo —le dijo Dolly cuando acabó de contarle cómo le iba con el chárter de New Delaware. Dolly no le miraba abiertamente, sino que se probaba perezosamente cabezas de marionetas en su mano libre, con expresión tranquila.

—Es imposible, cariño —rió él—. Eres demasiado bonita para que te lleve a los páramos con cuatro árabes calentorros. Mira, la verdad es que ni yo mismo me siento demasiado seguro.

Ella levantó la mano, con la expresión todavía tranquila. La marioneta que sostenía esta vez era una cara infantil de patillas luminosas, de un rojo brillante. La boca rosada se abrió y la voz infantil susurró:

—Wan dice que son fieros de verdad. Dice que hubieran sido capaces de matarlo sólo por discutir de religión con ellos. Dice que creyó que iban a matarlo.

«Oh». Walthers cambió de postura pues la almohada dejó de parecerle tan cómoda. No llegó a formular la respuesta que tenía en mente, o sea Oh, así que has estado viendo a Wan, ¿no?, porque hubiera podido dar la impresión de que estaba celoso. Sólo dijo: ¿Cómo está Wan?, pero la primera pregunta estaba implícita en ésta, y ambas fueron contestadas. Wan estaba mucho mejor. El ojo de Wan casi no estaba morado ya. Wan tenía una nave fantástica en órbita, una Cinco Heechee, pero era de su propiedad exclusiva y había sido modificada; eso decía él; ella no la había visto. Claro está. Wan había dejado entrever que parte del equipamiento era antigua maquinaria Heechee, conseguida tal vez de manera un tanto poco honesta. Wan había dejado entrever que había mucha maquinaria que nunca era declarada porque la gente que la encontraba no quería pagar los correspondientes royalties a la Corporación de Pórtico, ¿sabes? Wan creía tener derecho a hacerlo, de veras, porque había tenido aquella vida tan increíble, criado casi por los mismísimos Heechees…

Sin Walthers quererlo, la pregunta implícita se exteriorizó.

—Parece que te has visto a menudo con Wan —acertó a decir intentando sonar despreocupado, pero al oír su propia voz vio que no era así.

De hecho, no estaba tranquilo; estaba preocupado o enfadado, más enfadado que preocupado, en realidad, porque… ¡carecía de sentido! Wan era ciertamente poco atractivo y poco amable. Por supuesto, era rico, y también mucho más cercano que él a la edad de Dolly…

—Oh, cariño, no estés celoso —dijo Dolly con su propia voz, sonando, si a alguna cosa, a complacida; lo que, de algún modo tranquilizó a Walthers—. De todas formas va a irse muy pronto, ¿sabes? No quiere estar aquí para cuando llegue el transporte, y en estos momentos está fuera ordenando que le preparen las provisiones para el próximo viaje. Es por lo único que vino aquí. —Levantó la mano con la marioneta y la voz infantil del muñeco canturreó—: ¡Juni-or está celoso de Do-lly, Juni-or está celoso de Do-lly!

—No estoy celoso —contestó instintivamente, para luego admitir—: Sí lo estoy. No me lo reproches, Dolly.

Ella se movió en la cama hasta ponerle los labios cerca de la oreja, y él sintió su cálido aliento murmurándole con la voz de la marioneta:

—Prometo no hacerlo, señor Júnior, pero me encantaría que usted…

Y lo que se dice ir, la reconciliación fue la mar de bien, si se exceptúa que justo en mitad del cuarto asalto, quedó interrumpida por el gruñido del timbre del piezófono.

Walthers dejó que sonara quince veces, lo suficiente para acabar lo que tenía entre manos, aunque no tan cuidadosamente como había sido su intención. Resultó ser el oficial de guardia desde el aeropuerto.

—¿Llamo en mal momento, Walthers?

—Limítate a decirme qué es lo que quieres —dijo Walthers tratando de evitar que el oficial se diera cuenta de que aún le costaba trabajo respirar.

—Bien, alto y claro, Audee. Hay un grupo de seis con escorbuto, cuadrante siete tres pe, las coordenadas son un tanto confusas pero tienen una frecuencia de radio. Es todo lo que tienen. Les llevas un doctor, un dentista, y una tonelada de vitamina C, para llegar allí al alba. Lo que significa que tienes que despegar como más tarde dentro de una hora y media.

—¡Demonios, Carey! ¿No puedes esperar?

—Sólo si quieres dejarlos morir. Están mal de verdad. El pastor que los encontró dice que dos de ellos no pasarán de esta noche.

Walthers maldijo para sí, miró a Dolly con aire culpable y a continuación empezó a recoger sus cosas con reticencia.

Cuando Dolly habló, no fue con la voz del muñeco:

—Júnior, ¿cuándo volveremos a casa?

—Ésta es nuestra casa —dijo, tratando de quitarle hierro al asunto.

—¡Por favor, Júnior!

El rostro relajado se había puesto tenso, y la máscara de marfil estaba impasible, pero él pudo detectar la tensión en su voz.

—Dolly, cariño —le dijo—, no hay nada allí para nosotros. Es por lo que la gente como nosotros viene aquí, ¿recuerdas? Ahora tenemos un planeta nuevo, entero… Mira, esta misma ciudad va a ser más grande que Tokio, más moderna que Nueva York; van a poner seis nuevos transportes en un par de años, lo sabes, y un acelerador Lufstrom en lugar de las viejas lanzaderas…

—¿Pero cuándo? ¿Cuándo sea vieja?

No había ninguna razón que justificara el tono de conmiseración de su voz, pero allí estaba de todas formas. Walthers tragó saliva, inspiró profundamente y trató de resultar amable.

—Mi querida piernas largas —dijo—, tú no serás vieja ni a los noventa años.

No hubo respuesta.

—¡Oh, cariño! —siguió conciliador—. ¡Las cosas van a mejorar! Van a empezar a construir una factoría alimentaria en nuestra propia Oort muy pronto. ¡Es incluso probable que empiecen el año próximo! Han llegado a prometerme un puesto de piloto en la constructora…

—¡Vaya, fantástico! Así que en lugar de pasarte fuera de casa un mes te pasarás un año. Y mientras tanto yo tendré que pudrirme en este poblacho sin ni siquiera un programa decente con el que hablar.

—Habrá programas…

—¡Me habré muerto antes!

Estaba ahora completamente despierto ya. Los gozos de la noche se habían desvanecido por completo.

—Mira —le dijo—, si no te gusta estar aquí no tenemos por qué quedarnos. Hay más lugares en Peggy que Port Hegramet. Podemos salir al campo abierto, despejar algo de tierra, levantar una casa…

—¿Y criar niños fuertes, fundar una dinastía? —La voz de Dolly estaba llena de desprecio.

—Bueno… sí, algo así, me imagino.

Ella se dio la vuelta en la cama.

—Dúchate —le aconsejó—. Hueles a haber estado jodiendo.

Y mientras Audee Walthers, Jr., se duchaba, una criatura que se parecía bastante poco a las marionetas de Dolly (aunque una de ellas se suponía que lo representaba) veía por primera vez en treinta y un años sus primeras estrellas nuevas; y mientras tanto, uno de los seis prospectores enfermos dejaba de respirar, para alivio del pastor que, la cabeza apartada, trataba de auxiliarle; y mientras tanto había disturbios en la Tierra y morían cincuenta y un colonos en un planeta a más de ochocientos años luz…

Y mientras tanto, Dolly había tenido tiempo de levantarse a hacerle café y dejárselo sobre la mesa. Se había vuelto a la cama, en la que quedó, o pretendió haberse quedado, profundamente dormida mientras él se tomaba el café y cruzaba la puerta al marcharse.

Cuando observo a Audee, desde esta grandísima distancia que nos separa a ambos, me entristece tener que decir que me parece un fracasado. No lo era, en realidad. Era una persona más que admirable. Era un piloto de primera clase, físicamente era bravo, hosco, duro de verdad cuando tenía que serlo, amable cuando le daban la oportunidad de demostrarlo. Supongo que, desde el interior de cada cual, todos parecemos fracasados, y está claro que es desde dentro desde donde yo le observo ahora, desde dentro a mucha distancia, o desde fuera, depende de qué plano de la geometría se elija para aplicarlo a esta metáfora. (Puedo oír suspirar al viejo Sigfrid, «¡Ay, Robin, esas digresiones!», pero él nunca ha sido ampliado). Lo que trato de decir es que todos tenemos áreas de fracaso. Sería más delicado llamarles áreas de vulnerabilidad, y lo único que le pasaba a Audee es que era extremadamente vulnerable en lo tocante a Dolly.

Pero el fracaso no era el estado habitual en el caso de Audee. Durante las horas que siguieron se comportó de la mejor manera que se le podía pedir a cualquiera: lleno de recursos, infatigable, auxilió a los necesitados. Tenía que hacerlo así.

El mundo de Peggy escondía algunas trampas bajo su apacible fachada.

Supongo que se dan cuenta de que el «fracaso» del que se está excusando Robin aquí no es el de Audee Walthers. Robin no era ningún fracasado, pero sentía la necesidad, de cuando en cuando, de reafirmarse en la convicción de que no lo era. ¡Son tan extraños los humanos!

Teniendo en cuenta cómo suelen ser los planetas distintos a la Tierra, Peggy era una joya. Su aire podía respirarse. Podía sobrevivirse al clima. La flora no acostumbraba a ser peligrosa y la fauna era sorprendentemente mansa. Bien, no exactamente mansa. Más bien estúpida. Walthers se preguntaba a veces qué era lo que los Heechees habían visto en Peggy. El hecho era que a los Heechees se les suponía interesados en las formas de vida inteligentes —no exactamente que las hubieran encontrado en abundancia— y ciertamente no abundaban en el mundo de Peggy. El animal más inteligente era un depredador del tamaño de un zorro y de la velocidad de un topo. Poseía el mismo coeficiente intelectual que una gallina, cosa que demostraba el hecho de ser su propio peor enemigo. Sus presas eran todavía más torpes y lentas, por lo que siempre tenía la comida asegurada, y la causa de su muerte era, por antonomasia, la muerte por ahogamiento causada por partículas de comida, que se producía cuando intentaba devolver después de haber comido demasiado. Los seres humanos podían alimentarse de ese depredador, y de la mayoría de sus presas, y en general, de la mayoría de seres vivos… siempre que se tuviera cuidado.

Los prospectores de uranio, harapientos y descuidados, no habían extremado las precauciones. Cuando el violento sol tropical estalló sobre la jungla y Walthers detuvo su aparato en el claro más cercano, uno de ellos había muerto por eso.

El equipo médico no podía malgastar su tiempo con el fallecido, por lo que se apiñaron en torno de los cinco a los que quedaba apenas un soplo de vida y enviaron a Walthers a que cavara una tumba. Durante un momento abrigó la esperanza de descargar la tarea sobre los pastores, pero sus rebaños estaban desbandados por todas partes. Tan pronto como les dio la espalda, los pastores hicieron lo propio.

El fallecido aparentaba tener noventa años, y olía como si hubiera muerto a los ciento diez, pero la chapa en su muñeca decía de él que se llamaba Selim Yasmeneh, de veintitrés años de edad, nacido en un pueblucho al sur del Cairo. El resto de la historia de su vida era fácil de adivinar. Había luchado, en su adolescencia, por abrirse paso en los bajos fondos egipcios; contra todo pronóstico había logrado, milagrosamente, la oportunidad de empezar una nueva vida gracias a un pasaje al mundo de Peggy; con el sudor cayéndole a raudales en la litera del transporte, sujeto por diez tiras a ella, había experimentado la agonía del aterrizaje en la cápsula orbital (cincuenta colonos sujetos por correas en una cápsula sin piloto, lanzados a la órbita merced a un impulso externo, sacudidos por el terror al entrar en ella, con los excrementos saltándoles por dentro al abrirse los paracaídas). Casi todas las cápsulas aterrizaron sin novedad. Hasta la fecha, solamente trescientos colonos habían perecido por colisión o asfixia. Yasmeneh fue de los afortunados, pero al tratar de cambiarse de cultivador de cebada en prospector de metales pesados, su suerte cambió, porque su equipo olvidó las precauciones. Los tubérculos de los que se alimentaron cuando se les acabaron las provisiones de los contenedores llevaban un compuesto —como la mayoría de las fuentes alimentarias del planeta— que fagocitaba la vitamina C y que sólo podía creer quien hubiera experimentado el fenómeno. Ni siquiera entonces lo creyeron los del equipo. Sabían del riesgo. Como todos. Querían únicamente un día más, y luego otro, y otro más, mientras se les aflojaban los dientes y se les viciaba el resuello, y cuando los pastores cruzaron por su campo era ya demasiado tarde para Yasmeneh, y casi también para el resto.

Walthers tuvo que volar con todos, equipo médico y supervivientes, al campo en el que algún día se construiría el acelerador y en el que ya se levantaban una docena de habitáculos permanentes. Cuando por fin llegó adonde los libios, Luqman estaba furioso. Abrió la portezuela del avión de Walthers y le gritó:

—¡Ha estado fuera treinta y siete horas! ¡Esto es ultrajante! ¡Teniendo en cuenta el precio exorbitante que pago por su chárter tengo derecho a esperar sus servicios!

—Era cuestión de vida o muerte, señor Luqman —dijo Walthers, tratando de que su voz no dejara entrever su irritación y su fatiga, mientras apagaba los motores.

—¡La vida es lo más barato que existe! ¡Y la muerte nos ha de llegar a todos un día u otro!

Walthers le empujó a un lado mientras saltaba al suelo.

—Eran compatriotas árabes, señor Luqman.

—¡No! ¡Eran egipcios!

—Musulmanes, en cualquier caso.

—¡Me traería sin cuidado aunque fueran mis propios hermanos! ¡Nuestro tiempo es precioso! ¡Asuntos de la mayor importancia están aquí en juego!

¿Por qué contener su ira? Walthers le espetó:

—Es la ley, Luqman. Sólo poseo la nave en alquiler; tengo que prestar servicios de urgencia cuando me lo piden. ¡Léase su copia del contrato!

Aquél era un argumento incontestable, y le resultó irritante que Luqman no hiciera ningún intento de contestarle y que, por toda respuesta, se limitara a descargar sobre él todas las tareas que se habían ido acumulando en su ausencia. Todo tenía que hacerse de inmediato. Antes, incluso. Y si Walthers no había podido dormir, bien, ¿acaso no había dicho que a todos nos ha de llegar el día en que dormiremos eternamente?

Así que, sin dormir como estaba, Walthers pasó la hora siguiente volando con la sonda magnetoscópica, un trabajo pesado y exasperante, que le obligaba a arrastrar el sensor magnético un centenar de metros colgando por debajo del aparato, tratando de que el maldito y colgante cacharro no se estrellara contra un árbol o se clavara en tierra. Y en los momentos en que podía dedicarse a pensar entre un encargo y otro —encargos que le obligaban, literalmente, a pilotar dos aviones a la vez— Walthers pensó sobriamente que Luqman le había mentido; hubiera sido muy diferente si en lugar de egipcios se hubiera tratado de libios, por no decir de haber sido sus hermanos. El nacionalismo no había sido superado en la Tierra. Había alborotos en distintas zonas limítrofes, de gauchos contra cultivadores de arroz cuando los rebaños de ganado, en busca de agua, se habían adentrado en los arrozales pisoteando los cultivos; de chinos contra mexicanos por un error en el reparto de tierras de labranza; de africanos contra canadienses, de eslavos contra hispanos por razones que nadie ajeno al conflicto era capaz de ver. Lamentable. Pero era peor incluso el odio que a veces emergía entre eslavo y eslavo, entre latino y latino.

Y Peggy habría podido ser un mundo tan agradable. Lo tenía todo, o casi, si se exceptúan cosas como la vitamina C; estaba la Montaña Heechee, con la catarata llamada Cascada de Perlas, ochocientos metros de lechoso torrente directamente venido de los glaciares del sur; estaban los fragantes bosques del Pequeño Continente con sus mudos y simpáticos monos color lavanda —bueno, no eran monos reales, sólo animales listos—; y el Mar de Cristal. Y las Cuevas del Viento. Y las granjas… ¡Ah, las granjas! Las granjas eran lo que llevaba a tantos millones y millones de africanos, chinos, hindúes, latinos, árabes pobres, iraníes, irlandeses, polacos, tantos millones de gente desesperada a marcharse, deseosos, tan lejos de la Tierra y de sus hogares.

«Árabes pobres» se había dicho, pero también los había ricos, como los cuatro para los que trabajaba. Cuando hablaban de «asuntos de la mayor importancia», los parámetros de tal medida eran millones de dólares, eso estaba claro. La expedición no era barata. Su propio chárter costaba seis cifras; ¡lástima que a él sólo le correspondiese un pellizco! Y eso era nada comparado con lo que debían haber costado las tiendas de auto hinchado y los detonadores por sonido, los perforadores de roca y los micrófonos en hilera; nada comparado con lo que debían de haber pagado por el alquiler de los satélites que les habían facilitado las fotografías en colores simulados con que habían confeccionado sus mapas de perfiles orográficos; por los instrumentos utilizados en el sondeo del terreno… ¿Y cuál iba a ser el próximo paso? Lo próximo que tenían que hacer era excavar. Introducir una barrena hasta el banco de sal que había descubierto trescientos metros bajo la superficie; eso en dólares iba a costar…

Sólo que, descubrió, no les iba a costar un céntimo, porque llevaban con ellos algunas de aquellas piezas de tecnología Heechee de contrabando de las que Wan había hecho referencia.

Lo primero que los humanos aprendieron de los tiempos de los desaparecidos Heechees fue que a éstos les encantaba excavar túneles, ya que los ejemplos de su trabajo se extendían por debajo de toda la superficie del planeta Venus. Y lo que habían utilizado para abrir los túneles era un milagro de la tecnología, un proyector de campos que pulverizaba la estructura cristalina de la roca convirtiéndola en una especie de polvo, que expulsaba ese polvillo e igualaba las superficies barrenadas con el denso, duro metal Heechee de brillo azulado. Semejantes proyectores existían aún, pero no en manos de particulares.

Y sin embargo, parecía que Luqman los había conseguido… lo que implicaba no sólo dinero sino también influencias… lo que implicaba la existencia de alguien capaz de mover importantes resortes; y gracias a las accidentales referencias dejadas caer en los breves intervalos de las comidas y los descansos, Walthers sospechó que ese alguien se llamaba Robinette Broadhead.

El yacimiento de sal fue analizado, los emplazamientos de las perforaciones elegidos, los principales objetivos de la expedición se habían cumplido. Solamente quedaba hacer unas cuantas comprobaciones para establecer otras posibilidades. Hasta el propio Luqman empezó a relajarse, y las charlas vespertinas volvían a girar en torno a la vuelta a casa. Casa que para los otros cuatro resultó no ser Libia ni París, sino Texas, donde poseían un promedio de 1,75 esposas cada uno y media docena de hijos en total. No muy equitativamente repartidos, por lo que pudo deducir Walthers, pero supuso que eran deliberadamente poco claros en lo referente a los detalles. Para animarles a que fueran más abiertos, Walthers se encontró hablándoles de Dolly. Más de lo que hubiera deseado. Les habló de su extrema juventud. De su carrera como animadora. De sus marionetas. De lo lista que era, tanto que confeccionaba ella misma sus propios muñecos. Tenía un pato, un perrito, un chimpancé, un payaso. El mejor de todos era un Heechee. El Heechee de Dolly tenía la frente huidiza, la nariz ganchuda, una barbilla prominente y los ojos alargados hasta los oídos como las pinturas murales egipcias. De perfil, su rostro parecía casi una única línea que se escurriera hacia abajo… todo ello pura imaginación, ya que nadie había visto todavía a un Heechee.

El más joven de los libios, Fawzi, asintió juiciosamente.

—Sí, es bueno que la mujer gane dinero —declaró.

—No es sólo que gane dinero. La ayuda a mantenerse ocupada, ¿sabe? Aun así, me temo que se aburre de lo lindo en Port Hegramet. La verdad es que no tiene a nadie con quien hablar.

El que se llamaba Shameem también asintió.

—Programas —aconsejó sabiamente—. Cuando sólo tenía una mujer le compraba muchos programas buenos para que le hicieran compañía. En particular le gustaba uno que se llamaba «Amigos de Fátima», lo recuerdo.

La sospecha de Walthers en el sentido de que Robin Broadhead financiaba a los prospectores, estaba bien fundada. La opinión de Walthers respecto de los motivos de Robin, no tanto. Robin era un hombre de firmes convicciones morales, aunque no siempre de procedimientos legales. Era asimismo, como puede verse, una persona que disfrutaba haciendo referencias a su persona, particularmente cuando hablaba de sí mismo en tercera persona.

—Ojalá pudiera, pero no hay mucho de eso por aquí todavía. Le resulta muy difícil. Así que no puedo culparla realmente si a veces, cuando yo tengo ganas a ella no le apetece… —Walthers se calló porque los libios se estaban riendo.

—Está escrito en el Segundo Sura —carcajeó el joven Fawzi—, que la mujer es nuestro campo y que nosotros podemos entrar en nuestro campo a sembrar cuando queramos. Así dice Al-Baqara, la Vaca.

Walthers, acallando el resentimiento, probó a hacer un chiste:

—Por desgracia mi mujer no es una vaca.

—Por desgracia su esposa no es una esposa —le soltó el árabe—. Allá en Houston tenemos un nombre para los tipos como usted: calzonazos domesticado. Es un estado vergonzoso para un hombre.

—Escuche —empezó Walthers, enrojeciendo; pero reprimió su ira.

En la tienda-cocina, Luqman levantó la cabeza de sus meticulosas raciones de brandy diarias y frunció el entrecejo al oír las voces. Walthers forzó una sonrisa conciliadora.

—No nos pondremos nunca de acuerdo, así que intentemos seguir siendo amigos. —Trató de cambiar de tema—. Me pregunto —dijo—, por qué han decidido buscar petróleo aquí en el ecuador.

Los labios de Fawzi se apretaron y escrutó el rostro de Walthers antes de contestarle.

—Teníamos muchas indicaciones de que era un buen lugar para hacerlo.

—Claro, ya sé que las tenían, todas esas fotos desde los satélites se han publicado, ya sabe. No son un secreto para nadie. Pero en el hemisferio norte hay muchos lugares que ofrecen más garantías, en las cercanías del Mar de Cristal.

—Ya basta —le interrumpió Fawzi alzando la voz—. ¡No se le paga para que haga preguntas!

—Yo sólo…

—¡Está metiendo las narices en lo que no le importa, sólo eso!

Las voces volvieron a levantarse de nuevo, y esta vez Luqman se acercó con sus raciones de ochenta mililitros de brandy.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó—. ¿Qué ha dicho el americano?

—No importa. No le he contestado.

Luqman miró a Walthers un momento, con la ración del americano en la mano; entonces, de golpe, la llevó a sus labios y la vació. Walthers ahogó un gruñido de protesta; no era nada que valiera la pena. No quería a esa gente por compañeros de bebida. Fuera como fuera, las cuidadosas medidas de ochenta mililitros no parecían haber sido óbice para que Luqman se echara al coleto, en privado, un trago o dos, pues tenía la cara enrojecida y la voz espesa.

—Walthers —rugió—, le castigaría por su intromisión si fuera importante, pero no lo es. ¿Quiere saber por qué estamos buscando aquí a ciento setenta kilómetros de donde van a construir el acelerador? Entonces, ¡mire arriba!

Levantó teatralmente un brazo hacia el cielo que se oscurecía y entonces se alejó dando bandazos y riéndose. Por encima de su hombro aún gritó:

—¡Ya no importa!

Walthers le siguió con la mirada y después echó un vistazo al cielo nocturno.

Un punto azul brillante se deslizaba a través de las extrañas constelaciones. ¡El transporte! El bajel interestelar S. Ya. Broadhead había entrado en órbita. Podía seguir su curso, maniobrando para desacelerar y detenerse finalmente en el espacio, donde —inmenso, en forma de patata, de brillo azulado— quedaría como una pequeña luna de Peggy. Al cabo de diecinueve horas se detendría. Antes de eso, tendría que estar en su aparato para salir a su encuentro, para participar en los frenéticos vuelos superficie-espacio, en busca de las frágiles mercancías del transporte y de sus afortunados pasajeros, o apartando a un lado a las cápsulas en caída libre para conducir a los aterrorizados inmigrantes a su nuevo hogar.

Walthers agradeció en silencio a Luqman que se le hubiera bebido la ración de brandy; esa noche tampoco podría dormir. Mientras los cuatro árabes dormían él desmontaba las tiendas y arrastraba el equipo, lo empacaba todo en el avión y llamaba a su base en Port Hegramet para asegurarse de que le habían reservado algún vuelo. Sí, lo habían hecho. Si llegaba antes del mediodía del día siguiente, le proporcionarían un amarradero y la oportunidad de sacar provecho de los frenéticos vuelos de ida y vuelta que vaciarían el transporte y lo dejarían listo para que emprendiera el regreso. Con las primeras luces despertó a los árabes, que juraban y daban tumbos. A la media hora estaban todos a bordo de la nave de camino a casa.

Llegó al aeropuerto con mucha antelación, aunque algo en su interior no dejaba de susurrarle monótonamente, demasiado tarde, demasiado tarde…

¿Demasiado tarde para qué? Y entonces lo descubrió. Cuando intentó pagar el combustible, el monitor del banco mostró un cero rojo. No había un céntimo en la cuenta que compartía con Dolly.

¡Imposible! …o no del todo, pensó mirando a través del campo al lugar en que diez días antes descansaba la nave de Wan, que había desaparecido. Y cuando consiguió ganar algo de tiempo para correr al apartamento, no le sorprendió lo que encontró allí. Su cuenta corriente se había esfumado. Las ropas de Dolly se habían esfumado, las marionetas se habían esfumado, y también la propia Dolly se había esfumado.

Por aquel entonces yo no pensaba en Audee Walthers. Si lo hubiera hecho, seguramente habría llorado por él; o por mí mismo. Habría pensado que era una buena excusa para llorar. Yo conocía bien lo que se sufre con la tragedia del amante querido que desaparece, ya que había perdido a mi propio amor, encerrado en el interior de un agujero negro muchísimos años antes.

Pero lo cierto es que jamás pensé en él. Tenía mis asuntos para preocuparme. Lo que más me preocupaba eran los retortijones de mi intestino, aunque también pasaba mucho tiempo pensando en los nauseabundos terroristas que me amenazaban a mí y a todo lo que me rodeaba.

Desde luego que ésas no eran las únicas cosas desagradables a mi alrededor. Pensaba en mis exhaustas vísceras porque ellas me obligaban a hacerlo. Pero mientras tanto, las arterias que me había comprado se endurecían un poco más, cada día morían seis mil células en mi irremplazable cerebro; mientras tanto, las estrellas aminoraban la velocidad de sus cursos y el universo se encaminaba a su muerte definitiva y mientras tanto… Mientras tanto, si uno se paraba a pensarlo, todo se estaba precipitando en el vacío. Y tampoco a todo ello le dediqué ni uno solo de mis pensamientos.

Pero es así como nos comportamos, ¿no? Vamos tirando porque nos hemos amaestrado a nosotros mismos a no pensar en esos «entre tanto»… hasta que, como mis intestinos, llega el día en que nos obligan a hacerlo.