COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS
Antes de que me ampliasen, sentí cierta necesidad que no había experimentado en más de treinta años, razón por la que hice algo que había creído que no volvería a hacer. Practiqué un vicio solitario. Envié a mi mujer, Essie, a que efectuara un par de visitas sorpresa a dos de sus sucursales en la ciudad. Coloqué la orden de «no molestar» en la totalidad de los sistemas de comunicación de la casa. Llamé a mi unidad de actualización de datos (y amigo) Albert Einstein y le di una serie de órdenes que le hicieron fruncir el entrecejo y chupetear su pipa. Al poco —cuando ya la casa estaba tranquila y Albert, reticente pero obediente, se autoesfumó, mientras que yo estaba cómodamente tendido en el diván de mi estudio, con un poco de Mozart que llegaba débilmente desde la habitación de al lado, al tiempo que el sistema de refrigeración de la casa destilaba aroma de mimosas, con las luces semiapagadas —al poco, digo, pronuncié el nombre que no había pronunciado en varias décadas:
—Sigfrid von Shrink, por favor, quisiera hablar con él.
Por un momento llegué a pensar que no acudiría. Pero entonces en el ángulo de la habitación, junto al bar, se hizo una súbita neblina luminosa y un destello, y apareció sentado.
No había cambiado en treinta años. Llevaba un traje oscuro y grueso, de ésos que se ven en los retratos de Sigmund Freud. Su rostro maduro y anodino no había ganado ni una sola arruga, y sus ojos no brillaban menos que antes. En una mano sostenía una libretita y en la otra un lápiz, listos para tomar notas —¡cómo si aún tuviera necesidad de las notas!— y dijo amablemente:
—Buenos días, Rob. Por lo que veo, estás francamente bien.
—Siempre empiezas tratando de infundirme autoconfianza —le dije, y por su rostro relampagueó un amago de sonrisa.
Sigfrid von Shrink no posee existencia real. No es más que un programa computeracional de psicoanálisis. No tiene existencia física; lo que yo estaba viendo era solamente un holograma, y lo que oía, un sintetizado de voz. En realidad, ni siquiera tiene nombre, ya que «Sigfrid von Shrink» es sólo el nombre que yo le di en la época en que era incapaz de hablarle a una máquina, sin nombre además, de los problemas que me paralizaban.
—Supongo —dijo meditabundo— que la razón por la que me llamas es porque hay algo que te preocupa.
—Estás en lo cierto.
Me miró con paciente curiosidad, tampoco en eso había cambiado. Por esa época yo disponía de mejores programas de los que servirme —bien, en particular de uno, Albert Einstein, tan bueno que rara vez pierdo el tiempo con alguno de los otros— pero Sigfrid seguía siendo bueno de verdad. Me da todo el tiempo que necesito. Sabe que lo que va cuajando en mi interior necesita de algún tiempo para tomar la forma de palabras, por lo que no me mete prisas.
Pero, por el contrario, tampoco me deja divagar y soñar despierto.
—¿Eres capaz de decirme qué es lo que te preocupa en este preciso momento?
—Muchas cosas. Cosas distintas.
—Escoge una —dijo pacientemente, y yo me encogí de hombros.
—Éste es un mundo complejo, Sigfrid. Con la de cosas buenas que han ocurrido, ¿por qué tendrá la gente que…? Oh, mierda. Estoy haciéndolo de nuevo, ¿no es eso?
Parpadeó al mirarme.
—¿Haciendo qué? —me animó.
—Decir una cosa que me molesta, no la cosa que me preocupa. Escapar del meollo del asunto.
—Ésa parece una observación muy perspicaz, Robin. ¿Quieres probar ahora a decirme cuál es el meollo del asunto?
—Quiero hacerlo. Es más, tengo tantas ganas de hacerlo que estoy a punto de echarme a llorar. Llevo sin hacerlo una jodidísima cantidad de tiempo.
—No has sentido la necesidad de llamarme en mucho tiempo —señaló, y yo asentí.
—Exactamente.
Esperó un poco, dándole la vuelta al lápiz entre sus dedos, despacito, de vez en cuando, con esa expresión tan suya de cortés y amistoso interés, sin prejuzgar nada; esa expresión que era lo único de su cara que yo podía recordar entre sesión y sesión, y entonces dijo:
—Por definición, Robin, las cosas que te preocupan en lo más hondo de tu persona son difíciles de expresar. Eso lo sabes. Lo comprendimos juntos, hace años. No debe sorprenderte el hecho de no haber tenido necesidad de verme en todos estos años, puesto que, obviamente, las cosas te han ido bien.
—Sí, realmente bien —asentí—, probablemente mucho mejor de lo que merezco… Oye, ¿no estaré expresando sentimientos de culpabilidad al decir eso?
Sigfrid suspiró, pero no había dejado de sonreír.
—Sabes que prefiero que no me hables como un psicoanalista, Robin.
Le sonreí a mi vez. Él hizo una pausa, a continuación de la cual dijo:
—Enfrentémonos a la situación actual objetivamente. Te has asegurado de que no haya nadie que pueda oírnos. ¿Temes que te espíen? ¿Que alguien llegue a escuchar lo que no le dirías ni a tu mejor amigo? Incluso le has dicho a Albert Einstein, tu actualizador de información, que desapareciera y que eliminara esta conversación de cualquier banco de datos. Lo que tienes que decirme debe de ser muy, muy íntimo. Tal vez se trate de algo que sientes pero que te avergüenza sentir. ¿Te sugiere eso algo, Robin?
Me aclaré la garganta.
—Acabas de poner el dedo en la llaga, Sigfrid.
—¿Y? ¿Qué tenías que decirme? ¿Puedes decírmelo ahora?
Me lancé a ello.
—¡Naturalmente que sí que puedo! ¡Es sencillísimo! ¡Es tan obvio! ¡Maldita sea, me estoy haciendo viejo!
Ésa es la mejor manera. Cuando te cuesta decirlo, dilo y en paz. Ésa fue una de las cosas que aprendí en aquellas sesiones de hace tantos años, cuando le lloraba a Sigfrid mis penas encima tres veces por semana, y siempre me ha dado resultado. Tan pronto como lo hube soltado, me sentí purgado, en fin, no feliz, como cuando se te resuelve un problema, pero al menos la bola aquella de angustia había sido excretada. Sigfrid asintió levemente. Miró abajo, al lápiz que retorcía entre sus dedos, a la espera de que continuara. Y supe que sería capaz, ahora sí. Había pasado lo peor. Conocía la sensación. La recordaba bien, de aquellas antiguas y tormentosas sesiones.
Ahora bien, ya no soy la misma persona que era entonces. Aquel Robin Broadhead estaba reconcomido por el sentimiento de culpabilidad porque había dejado morir a una mujer a la que amaba. Aquel sentimiento de culpabilidad había sido ampliamente aliviado, porque Sigfrid había contribuido a ello. Aquel Robin Broadhead se tenía en tan poco que no podía creer que nadie le tuviera en demasiada estima, por lo que tenía pocos amigos. Ahora tengo… qué sé yo. Docenas. ¡Cientos! (De algunos de ellos voy a hablarles). Aquel Robin Broadhead no podía aceptar la idea de ser amado, y desde entonces he disfrutado de un cuarto de siglo de maravilloso matrimonio. Así pues, era un Robin Broadhead bastante distinto.
Pero algunas cosas no han cambiado en absoluto.
—Sigfrid —dije—, soy viejo, voy a morirme cualquier día de éstos, ¿y sabes qué me maravilla?
Separó los ojos de su lápiz.
—¿Qué te maravilla, Robin?
—¡Lo poco que he madurado para ser tan viejo!
Hizo un mohín con los labios.
—¿Te importaría explicarte mejor, Robin?
—Claro —le contesté.
Y de hecho, el resto salió solo porque, y de ello pueden estar bien seguros, había meditado largamente sobre el asunto antes de tomar la medida de llamar a Sigfrid.
—Creo que tiene que ver con los Heechees —continué—. Déjame que siga antes de decirme que estoy loco, ¿vale? Como sin duda recuerdas, formé parte de la generación Heechee; de niños, crecimos oyendo cosas sobre los Heechees, quienes sabían todo lo que los humanos ignoraban y poseían todo aquello de que los humanos carecían…
Soy yo, Albert Einstein otra vez. Creo que es mejor que aclare qué es lo que está diciendo Robin acerca de la tal Gelle-Klara Moynlin. Era una de los prospectores de Pórtico de quien él estaba enamorado. Ambos, junto con otros prospectores, se encontraron en un agujero negro. Era posible conseguir que unos cuantos se salvaran a costa de los otros. Robin lo logró. Klara y los demás, no.
Tal vez se trató de un accidente; tal vez fuera la altruista actuación de Klara para conseguir que Robin se salvara; quizá fuera el pánico lo que hizo que Robin lo lograra aun a costa de todos los demás; aún hoy resulta difícil decirlo. Pero Robin, un auténtico adicto del sentimiento de culpabilidad, cargó durante años con la imagen de Klara en aquel agujero negro, en el que el tiempo está casi detenido, experimentando constantemente aquel mismo momento de shock y de terror, constantemente —eso creía él— culpándole por ello. Sólo la ayuda de Sigfrid consiguió librarle de aquello.
Tal vez se pregunten cómo he conseguido enterarme de qué han hablado Sigfrid y Robin, ya que dicha conversación era inaccesible. Es fácil. Lo sé ahora, de la misma manera que el propio Robin sabe ahora muchas de las cosas que hicieron otras personas no estando él presente para verlas.
Los Heechees no eran tan absolutamente superiores, Robin.
—Te estoy diciendo lo que nos parecía a nosotros los niños. Nos asustaban, porque solíamos meternos miedo diciéndonos unos a otros que los Heechees se nos llevarían como el hombre del saco. Además, nos llevaban tanta delantera en todo que parecía imposible competir con ellos. Era un poco como Papá Noel y otro poco como esos pervertidos raptores de niños contra los que solían prevenirnos nuestras madres. Se parecían algo a Dios. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, Sigfrid?
—Reconozco los sentimientos —dijo con cautela—, sí. Es más, ese tipo de sensaciones han aparecido en análisis de muchas personas de tu generación e incluso de posteriores.
—¡Justo! Y recuerdo algo que me dijiste una vez en relación a Freud. Dijiste que él había dicho que ningún hombre puede hacerse adulto mientras su padre esté vivo.
—Bueno, de hecho…
Le interrumpí:
—Y yo solía decirte que nanay, que mi propio padre había tenido la cortesía de morirse siendo yo un niño.
—Oh, Robin —suspiró.
—No, escúchame. ¿Qué me dices de la inmensa figura del padre que hay en ello? ¿Cómo puede nadie convertirse en adulto mientras Nuestro Padre Que Está en los Cielos sigue allí en lo alto, tan alto que ni nos podemos acercar a él y mucho menos librarnos del viejo hijo de puta?
Sigfrid sacudió la cabeza tristemente.
—«La figura del Padre». Citas de Sigmund Freud.
—¡No, lo digo en serio! ¿Es que no lo entiendes?
—Sí, Robin —dijo con seriedad—. Comprendo lo que me dices de los Heechees. Es cierto. Ése es uno de los problemas de la raza humana, de acuerdo, y por desgracia, el doctor Freud jamás contempló semejante posibilidad. Pero no estamos hablando de la humanidad sino de ti. No me has llamado para sostener una discusión sobre temas abstractos. Me has llamado porque te sientes desgraciado, y tú mismo me has dicho que es el proceso de envejecimiento lo que te hace sentirte así. Conque centrémonos en ello si es que somos capaces. Por favor, no me teorices, dime sólo cómo te sientes.
—¡Pues lo que me siento —grité— es condenadamente viejo! Eso tú no puedes entenderlo porque eres una máquina. No sabes lo que se siente cuando se te nubla la vista y te aparecen en el dorso de las manos esas manchas color óxido que salen con la edad y la piel te cuelga en pliegues a ambos lados de la barbilla. Cuando te tienes que sentar para ponerte los calcetines porque si lo haces sobre un solo pie te caes. Cuando cada vez que se te pasa por alto la fecha de un aniversario empiezas a temer que se trate de la enfermedad de Alzheimer, ¡y cuando tienes ganas de mear y no lo consigues! Cuando…
Pero me callé a la mitad, no porque me hubiera interrumpido, sino porque me miraba pacientemente como si se fuera a pasar la vida escuchándome decir aquello, ¿y qué ganaba yo con decirlo? Me concedió una pausa para asegurarse de que había acabado y acto continuo empezó con calma:
—Según tus informes médicos se te trasplantó una nueva próstata hace dieciocho meses, Robin. Esa molestia debida a problemas de la edad puede fácilmente…
—¡Y me lo dices tan tranquilo! ¿Qué sabes tú de mis informes médicos? —grité—. ¡Sigfrid, di órdenes para que esta conversación fuera inaccesible!
—Y lo es, Robin. Créeme, ni una sola palabra de lo que aquí se diga será accesible a ninguno de tus programas, ni a nadie que no seas tú. Pero, claro está, yo sí puedo acceder a tus bancos de memoria, y eso incluye tus informes médicos. ¿Puedo continuar? El yunque y el estribo de tu oído interno pueden reemplazarse fácilmente, con lo cual quedará resuelto tu problema de equilibrio. Los trasplantes de córnea se encargarán de esas incipientes cataratas. Lo demás es pura cosmética, y desde luego que no va a haber problemas a la hora de asegurarte nuevos tejidos. Nos queda, por último, la enfermedad de Alzheimer y, sinceramente, Robin, no veo que padezcas el menor síntoma.
Me encogí de hombros. Él esperó un momento y a continuación, dijo:
—Así pues, cada uno de los problemas que has mencionado (además de una larga lista de otros de los que nada has dicho pero que recogen tus informes médicos) puede ser solucionado en cualquier momento o lo ha sido ya. Tal vez hayas enfocado mal el problema, Robin. Tal vez el problema no sea que estés envejeciendo, sino que no deseas hacer lo necesario para impedirlo.
—¿Por qué demonios no habría de querer hacerlo?
Asintió:
—Con el corazón en la mano, Robin: ¿eres capaz de contestar tú a esa pregunta?
—¡No, no puedo! Si pudiera, ¿crees que estaría hablando contigo?
Sigfrid apretó los labios y esperó.
—¡A lo mejor es que quiero envejecer!
Se encogió de hombros.
—¡Venga, Sigfrid —me hice el zalamero—, por favor! De acuerdo, admito que lo que dices es cierto. Tengo el Certificado Médico Completo Extra y puedo disponer de tantos órganos ajenos como quiera, y la razón por la que no me aprovecho de ello está en algún rincón de mi cabeza. Sé cómo le llamáis a eso: Depresión Endógena. ¡Pero con eso no resolvemos nada!
—¡Ah, Robin! —suspiró—. Otra vez a vueltas con la jerga psicoanalítica. Y de la mala. «Endógena» sólo significa «que procede del interior». Lo cual no significa que no haya una causa.
—¿Cuál es la causa, entonces?
Me contestó pensativo:
—Juguemos a una cosa. Hay un botón junto a tu mano izquierda…
Miré donde decía; sí, había un botón en el sillón de cuero.
—No es más que el botón que mantiene la piel en su sitio.
—Sin duda, pero en el juego que vamos a jugar, en cuanto lo aprietes, hará que queden realizadas todas las operaciones que quieras o que necesites. Instantáneamente. Apoya tu dedo en ese botón, Robin. Ahora. ¿Deseas apretarlo?
—…No.
—Ya. ¿Y puedes decirme por qué no?
—¡Porque no tengo derecho a quitarle a nadie sus órganos!
No había planeado decirlo. No sabía que iba a hacerlo. Y una vez lo hube dicho, lo único que fui capaz de hacer fue quedarme sentado como estaba y escuchar el eco de lo que acababa de decir; también Sigfrid se quedó callado un buen rato.
Entonces, cogió su lápiz y se lo metió en el bolsillo, dobló las hojas y las metió en otro bolsillo, y se inclinó hacia delante.
—Robin —me dijo—, creo que no puedo ayudarte. Hay en esto un sentimiento de culpabilidad que no veo modo de resolver.
—¡Pero tanto como me ayudaste en el pasado! —lloriqueé.
—En el pasado —continuó inflexible— te estabas causando daño a ti mismo por algo que, probablemente, no era del todo culpa tuya, y que de todas formas pertenecía por entero a tu pasado. Pero esto no es en absoluto lo mismo. Puedes vivir, quizá, otros cincuenta años si te haces trasplantar órganos en buen estado que reemplacen los tuyos defectuosos. Pero es enteramente cierto que esos órganos procederán de otra persona, y el que tú vivas más puede, de alguna manera, contribuir a que ese alguien viva bastante menos. Admitir esa verdad no es un sentimiento neurótico de culpabilidad, Robin, sino admitir una verdad moral.
Y eso fue todo lo que me dijo excepto, con una sonrisa a la vez llena de amabilidad y disculpa, «adiós».
Odio que mis programas computerizados me hablen de moral. Sobre todo cuando tienen razón.
Ahora bien, hay que recordar que mientras yo padecía esta depresión, no era eso lo único que sucedía. ¡Ya lo creo que no! Muchas cosas les estaban sucediendo a muchas personas en el mundo, en todos los mundos, y en los espacios que mediaban entre ellos, cosas que no sólo eran muchísimo más interesantes sino que eran además mucho más importantes para todos, incluido yo. Sucede que yo lo ignoraba por aquel entonces, aunque afectaban a personas (no siempre personas) que yo conocía. (O que no conocía aún o que sí conocía pero había olvidado). Déjenme que les ponga algunos ejemplos. Mi todavía no amigo el Capitán, que era uno de esos Papá Noel Pervertidos Mentales que me habían perseguido en mis sueños infantiles, estaba a punto de pasar más miedo del que a mí me había producido nunca pensar en los Heechees. Mi antiguo (y que pronto volvería a serlo) amigo Audee Walthers, Jr., estaba a punto de encontrarse, para desgracia suya, con mi otrora amigo (o no amigo) Wan. Y el mejor de todos mis amigos (si se me permite decirlo así, puesto que no era «real»), la computadora Albert Einstein, estaba a punto de darme una sorpresa… ¡Qué complicadísimo todo ello! No puedo evitarlo. Yo vivía de una manera muy compleja en un mundo muy complicado. Ahora he sido ampliado con todas las partes bien ajustadas, como se verá, pero por aquel entonces no sabía ni cuáles eran esas partes. Era un pobre hombre que envejecía, oprimido por la idea de la muerte y la conciencia del pecado; y cuando mi mujer volvió a casa y me encontró hundido en el diván, mirando al mar de Tappan, soltó de inmediato:
—¡Pero bueno, Robin! ¿Se puede saber qué es lo que te pasa?
Le sonreí y la dejé que me besara. Essie me regaña un montón. Pero también me ama un montón y ella es mucha mujer para amar. Alta. Delgada. Con un largo cabello rubio dorado que recoge en un apretado moño soviético cuando hace de profesora o de mujer de negocios, por no hablar de su cintura cuando se acerca a la cama. Antes de que pudiera reflexionar sobre lo que iba a contestarle, lo suficiente como para callármelo, espeté:
—He estado hablando con Sigfrid von Shrink.
—Ah —dijo Essie poniéndose rígida—, oh.
Mientras digería lo que acababa de decirle empezó a retirar las horquillas de su moño. Después de convivir con alguien durante un par de décadas, empiezas a conocer a esa persona, y pude seguir sus procesos internos igual que si los hubiera ido diciendo en voz alta. Había preocupación, ya que había necesitado recurrir a un psicoanalista. Pero había también una considerable dosis de confianza en Sigfrid. Essie había sentido siempre que le debía algo a Sigfrid, porque le constaba que sólo con la ayuda de Sigfrid había sido yo capaz de admitir, hacía mucho tiempo, que estaba enamorado de ella. (Y también de Gelle-Klara Moynlin, pues ése era el problema).
—¿Te apetece contarme de qué habéis hablado? —preguntó amablemente, y yo le contesté:
—De la vejez y las depresiones, cariño. Nada grave. ¿Qué tal día has tenido?
Ella me estudió con aquellos ojos suyos capaces de atravesar paredes mientras se soltaba el cabello con los dedos, hasta dejarlo suelto del todo, y maduró su respuesta hasta su completa definición:
—Condenadamente agotador —contestó—, hasta el punto de necesitar una copa… tanto como tú, creo.
Así que bebimos. Había sitio para dos en el diván, y vimos ponerse la Luna sobre la costa de Jersey mientras Essie me contaba su jornada, y nadie hizo preguntas indiscretas.
Essie lleva su propia vida, y una agenda de lo más apretado; tanto que me maravilla su infalible capacidad de encontrar en ella suficiente espacio para dedicármelo. Además de visitar sus filiales, pasó una agotadora sesión de una hora con el programa de investigación en el que habíamos invertido para integrar la tecnología Heechee en nuestros propios programas computerizados. En realidad, los Heechees no habían utilizado jamás computadoras, ni por descontado instrumentos tan primitivos como controles de navegación en sus naves, pero poseían formidables ideas en campos similares. Por supuesto, ésa era la especialidad de Essie, en la que se había doctorado. Y cuando ella hablaba de sus programas de investigación podía ver su mente trabajar: no había, pues, necesidad de interrogar al bueno de Robin, bastaba con teclear la orden de prioridad absoluta en el programa de Sigfrid para tener acceso total a la entrevista. Le dije amorosamente:
—No eres tan lista como te crees.
Ella se detuvo a media frase.
—La conversación que he mantenido con Sigfrid —expliqué—, está sellada.
—Ah —dijo, pagada de sí misma.
—Nada de «ah» —le contesté yo, igualmente autosatisfecho—, porque se lo hice prometer a Albert. Está grabada de tal manera que ni siquiera tú puedes extraerla sin cargarte todo el sistema.
—¡Ah! —dijo de nuevo, volviéndose para mirarme a los ojos.
Esta vez el «ah» había sonado más fuerte y con un deje que podría traducirse por «voy a tener que decirle cuatro cosas a Albert al respecto».
Me gusta tomarle el pelo a Essie, pero como la quiero tanto, no la dejé sobre ascuas.
—No quiero romper el precinto —dije—, por… bueno, supongo que por vanidad. Siempre que hablo con Sigfrid parezco un miserable llorón. Pero te explicaré de qué trata.
Ella volvió a recostarse, complacida, y me escuchó mientras se lo contaba. Cuando acabé, meditó durante unos instantes y después dijo:
—¿Y es por eso por lo que estás deprimido? ¿Porque no te quedan demasiadas esperanzas?
Asentí.
—¡Pero Robin! Quizá tengas un futuro limitado, pero Dios mío, ¡menudo presente glorioso! ¡Piloto intergaláctico! ¡Magnate podrido de dinero! ¡Irresistible objeto sexual con una esposa también de lo más sexy!
Le sonreí y me encogí de hombros. Un silencio espeso.
—Que tengas dudas morales —concedió por fin—, no es ilógico. Se supone que son cosas que pueden preocuparte. También yo tuve mis escrúpulos, no hace tanto, si lo recuerdas, cuando los órganos de alguna joven sirvieron para reemplazar los míos.
—¡Así que lo entiendes!
—¡Pues claro que lo comprendo! De la misma manera que entiendo que el haber tomado una decisión moral no es motivo suficiente para que te preocupes tanto. La depresión es absurda. Afortunadamente —dijo deslizándose fuera del diván y poniéndose de pie para tomarme de la mano—, existe una medida antidepresiva a nuestro alcance. ¿Te importa venir conmigo al dormitorio?
Bueno, claro que no me importaba, y así lo hice. Y comprobé cómo la depresión se desvanecía, porque si algo me gusta en este mundo es compartir mi cama con S. Ya. Lavorovna-Broadhead. Y hubiera disfrutado de ello exactamente lo mismo de haber sabido que faltaban menos de tres meses para que me alcanzara la muerte que tanto me había deprimido.