UNA CHARLA CON MI AUXILIAR
No soy Hamlet. Soy un ayuda de cámara, no obstante, eso sería de ser humano. Que no lo soy. Soy un programa computerizado. Estado más que honorable del que no me avergüenzo, sobre todo porque (como puede verse) soy un programa verdaderamente sofisticado, apto no sólo para calcular una progresión o para asumir una o más personalidades, sino también capaz de citar, directamente de las fuentes, a los oscuros poetas del siglo veinte, tan fácilmente como les hablo de ello.
Es de asumir una personalidad de lo que voy a hablarles a continuación. Mi nombre es Albert, y las presentaciones son mi especialidad. Voy a empezar por presentarme a mí mismo.
Soy uno de los amigos de Robinette Broadhead. Bueno eso no es del todo cierto; no estoy seguro de poder pretenderme amigo de Robin, aunque hago todo lo que puedo para ser un amigo para él. Ése es el propósito para el que yo (este «yo» en particular) fui creado. Básicamente, soy una simple creación computerizada para la actualización de información que sí ha sido programada con muchas de las características del antiguo Albert Einstein. Es por ello que Robin me llama Albert. En este punto surge una nueva ambigüedad. Recientemente, el hecho de si Robinette Broadhead es realmente el objeto de mi amistad, se ha vuelto a su vez cuestionable, ya que ello descansa sobre la base de lo que ahora es Robinette Broadhead. Pero ése es un complejo problema que habrá que abordar poco a poco.
Ya sé que todo esto es desconcertante, y no puedo evitar el pensar que no estoy haciendo mi trabajo todo lo bien que debería, ya que mi trabajo (tal y como yo lo interpreto) es preparar el camino para lo que Robin en persona tiene que decir. Es posible que nada de lo que estoy haciendo sea necesario, si es que ya saben qué es lo que tengo que decir. En ese caso, tampoco me importa repetirlo. Nosotros, las máquinas, somos pacientes. Pero tal vez prefieran pasar de largo sobre todo esto e ir adelante de la mano de Robin, como sin lugar a dudas el mismo Robin habría preferido.
Hagámoslo a través del sistema de preguntas y respuestas. Echaré mano de mi sistema auxiliar para hacerme una auto-entrevista.
P. —¿Quién es Robinette Broadhead?
R. —Robin Broadhead es un ser humano que fue al asteroide Pórtico y que, tras soportar numerosos riesgos y traumas, ganó para sí los cimientos de una inmensa fortuna y un sentimiento de culpabilidad todavía mayor.
P. —Déjate de comentarios capciosos, Albert, y atente a los hechos. ¿Qué es el asteroide Pórtico?
R. —Se trata de un artefacto abandonado por los Heechees. Los Heechees abandonaron, hace medio millón de años más o menos, una especie de aparcamiento orbital lleno de naves espaciales en condiciones de vuelo. Esas naves podían llevarte a lo largo y ancho de la Galaxia, pero sin que pudieras controlar tú el lugar al que te llevaban. (Para más información, véanse mis otros bancos de datos; transcribo todo esto para mostrar qué computadora para la actualización de datos tan sofisticados soy).
P. —¡Estate atento, Albert! Sólo los hechos, por favor. ¿Quiénes son esos Heechees?
R. —¡Mira, vamos a dejar una cosa clara! Si «tú» vas a hacerme preguntas a «mí» —a pesar de no ser más que un programa auxiliar parte de mí mismo— debes dejar que te las conteste de la mejor manera posible. Los «hechos» no son suficientes. Los «hechos» son sólo lo que producen los sistemas de actualización de datos muy primitivos. Soy demasiado bueno para perder en ello mi tiempo; tengo que facilitarte el trasfondo y las circunstancias. Por ejemplo, la mejor manera de explicarte quiénes son los Heechees es explicándote la historia de cómo aparecieron por primera vez en la Tierra. Es como sigue:
La época es el alto Pleistoceno, hace más o menos medio millón de años. La primera criatura viva terrestre que se apercibió de su existencia era una hembra de tigre dientes de sable. Dio a luz un par de cachorros, los lamió por los cuatro costados, gruñó para alejar a su inquisitivo macho, se echó a dormir, se despertó y se percató de que faltaba uno de los cachorros. Los carnívoros no…
P. —¡Albert, por favor! Ésta es la historia de Robinette, no la tuya, así que salta al momento en que él empieza a hablar.
R. —Te lo he dicho ya una vez y te lo vuelvo a decir: ¡Si me vuelves a interrumpir, te desconecto, Auxiliar! Lo estamos haciendo a mi manera, y mi manera es ésta:
Los carnívoros no cuentan bien, pero era lo suficientemente lista como para notar la diferencia entre uno y dos. Por desgracia para su cachorro, los carnívoros tienen accesos de ira. La pérdida del otro la enfureció y en su paroxismo de furia destrozó al sobreviviente. Resulta instructivo observar que ésa fue la única desgracia que tuvo lugar entre los mamíferos de gran tamaño de resultas de la primera visita de los Heechees a la Tierra.
Éste es un tipo de información que me resulta más fácil actualizar:
«…El conflicto de la isla de la Dominica, a pesar de ser terrible, se liquidó en seis semanas dejando a ambos contendientes, Haití y la República Dominicana, ansiosos por conseguir la paz y la oportunidad de rehacer sus maltrechas economías. La siguiente crisis con la que tuvo que enfrentarse el Secretario era mucho más esperanzadora para todo el mundo, pero era también muchísimo más peligrosa para la paz mundial.
Me refiero, claro está, al descubrimiento de lo que se dio en llamar Asteroide Heechee. Aunque era de todos conocido el hecho de que alienígenas tecnológicamente avanzados habían visitado tiempo atrás el sistema solar dejando tras de sí valiosos artefactos, la oportunidad de dar con este objeto y su flotilla de naves en condiciones de ser utilizadas era por completo inesperada.
El valor de las naves era incalculable, naturalmente, y prácticamente todos los estados miembros de las Naciones Unidas que disponían de tecnología espacial reclamaron uno u otro derecho sobre aquéllas. No hablaré de las delicadas y confidenciales negociaciones que condujeron a la creación del quintupartito fideicomiso de la Corporación de Pórtico, pero con su constitución, una nueva era se abrió para la humanidad».
—«Memorias», Marie-Clémentine Benhabbouche, Secretaria General de las Naciones Unidas.
Una década después los Heechees regresaron. Reemplazaron algunas de las muestras que habían tomado, incluyendo a una tigresa ahora vieja y rechoncha, y reunieron un nuevo puñado. Esta vez no se trataba de cuadrúpedos. Los Heechees habían aprendido a distinguir entre unos predadores y otros, y la especie seleccionada en esta ocasión fue un grupo de criaturas desgarbadas, de frente huidiza, dotados de cuatro manos y de rostro velludo y sin barbilla. Sus remotísimos y colaterales descendientes, es decir, vosotros los humanos, los llamaríais «Australopithecus afarensis». A ésos, los Heechees no los trajeron de vuelta. Desde su punto de vista, tales criaturas constituían la especie terrestre con más probabilidades de evolucionar hacia una inteligencia superior. Los Heechees habían reservado una finalidad para esas criaturas, por lo que empezaron por someterlas a un programa destinado a forzar su evolución hacia esa meta.
Por descontado, los Heechees no se limitaron al planeta Tierra en sus exploraciones, pero ningún otro de los planetas del sistema solar albergaba el tesoro que a ellos les interesaba. Buscaron. Exploraron Marte y Mercurio; trillaron la nube que cubre los gigantes de gas, más allá del anillo de asteroides; dieron con Plutón, pero jamás se molestaron en visitarlo; perforaron una serie de túneles en cierto asteroide excéntrico, para construir una especie de hangar para sus naves espaciales y acribillaron el planeta Venus con túneles bien aislados. Si se concentraron en Venus no fue porque prefirieran su clima al de la Tierra. De hecho, detestaban su superficie tanto como los humanos; es por ello por lo que todas sus construcciones eran subterráneas. Pero las construyeron allí porque no había nada en Venus que pudiera ser dañado, porque por nada del mundo dañarían los Heechee seres vivos en evolución… excepto de ser ello necesario.
Tampoco se limitaron los Heechees al sistema solar de la Tierra. Sus naves cruzaron la Galaxia y la abandonaron. De los doscientos mil millones de objetos de tamaño superior al de un planeta que pueblan la Galaxia, ni uno solo quedó sin registrar en sus cartas de navegación; registraron también muchos de los no tan grandes. No todos los objetos fueron visitados por una nave Heechee. Pero ni uno solo se quedó sin el correspondiente y ronroneante vuelo de observación ni sin el consiguiente análisis de los instrumentos, y algunos de ellos no pasaron de convertirse en lo que podría meramente llamarse atracciones turísticas.
Sólo unos pocos —apenas un puñado— contenían ese peculiar tesoro buscado por los Heechees, de nombre vida.
La vida era rara en la Galaxia. La vida inteligente, por muy inclusivamente que los Heechees la definieran, era más rara todavía… pero no estaba ausente. Estaban los australopitécidos terrestres, capaces ya de valerse de herramientas, que empezaban a desarrollar instituciones sociales. Había una prometedora raza alada en lo que los humanos habían de llamar constelación Ophiucus; otra raza de cuerpos mórbidos que habitaban un denso y enorme planeta en órbita alrededor de una estrella del tipo F-9 en Eridano; cuatro o cinco abigarrados grupos de seres que orbitaban estrellas en el distante corazón de la Galaxia, oculto, por nubes de polvo y gas y por racimos estelares, a toda observación humana. En total sumaban quince especies de seres, procedentes de quince planetas distintos distantes entre sí miles de años luz, de las que podía esperarse que desarrollaran la inteligencia suficiente como para escribir libros y construir máquinas en un espacio de tiempo breve. (Para los Heechees, «breve» era cualquier período comprendido en un millón de años).
Pero había aún más. Existían, de hecho, tres sociedades tecnológicas, aparte la de los propios Heechees, más los artefactos de otras dos ya extintas.
De manera que los australopitecus no eran los únicos. Su valor era, no obstante, precioso. Por ello, al Heechee encargado de transportar una colonia desde las planicies de huesos secos de su hogar ancestral hasta el nuevo hábitat que para ello habían preparado los Heechees, se le recompensó con grandes honores.
El suyo era un trabajo duro y prolongado. Este particular sujeto era el descendiente de una triple generación encargada de explorar, elaborar mapas y organizar el proyecto del sistema solar. Esperaba que sus propios descendientes continuarían su labor. En eso se equivocaba.
En total, el tenaz trabajo de los Heechees en el sistema solar duró algo más de cien años; y de repente acabó, en menos de un mes.
Se decidió suspenderlo, apresuradamente.
Desde los túneles madriguera de Venus hasta los pequeños puestos de avanzadillas de Dione y del polo sur marciano, pasando por cada uno de los artefactos puestos en órbita, empezó la retirada. Apresurada pero concienzuda. Los Heechees eran unos inquilinos de lo más limpio. Se llevaron consigo prácticamente el noventa y nueve por ciento de las herramientas, máquinas, artefactos, cachivaches y quincallería que habían dado soporte a su vida en el sistema solar, basura incluida. Muy especialmente la basura. Nada quedó atrás por accidente. Y nada en absoluto, ni tan siquiera el equivalente Heechee a una botella de Coca-Cola o de un kleenex usado quedó sobre la superficie de la Tierra. No imposibilitaron a los colaterales descendientes de los australopitecus el descubrir que los Heechees habían visitado su área. Simplemente se aseguraron de que antes de realizar ese descubrimiento tendrían que aprender a navegar por el espacio. Gran parte de lo que los Heechees se llevaron era desechable y fue arrojado al espacio interestelar o al sol. Parte de ello fue enviado en naves a lugares muy distantes con fines muy concretos. Y todo esto tuvo lugar no sólo en el sistema solar de la Tierra, sino en todas partes. Los Heechees limpiaron el sistema solar de todos sus vestigios. Jamás una viuda entregó a sus sucesores una herencia tan inmaculada.
No dejaron tras de sí prácticamente nada, y nada de lo que dejaron carecía de propósito. En Venus solamente dejaron los túneles básicos y las estructuras de los cimientos, amén de una cuidadosamente seleccionada muestra de artefactos; en los puestos de avanzadilla, apenas unos signos de su paso; y otra cosa.
En cada sistema solar en que había esperanzas de que se desarrollara una raza inteligente, dejaron un grande y misterioso regalo. En el sistema solar de la Tierra se encontraba en el asteroide del ángulo derecho que habían utilizado como terminal para sus naves espaciales. Aquí y allí en remotos y escogidísimos lugares de otros sistemas, abandonaron instalaciones de mayor tamaño. Cada una de ellas contenía el inmenso regalo de una flota de las indestructibles y aún operativas naves Heechees de velocidad supralumínica.
Los vestigios del sistema solar permanecieron en su lugar durante mucho tiempo, más de cuatrocientos mil años, mientras los Heechees se ocultaban en su agujero-núcleo. Los australopitécidos terrestres resultaron ser una fallida tentativa evolutiva, aunque los Heechees no llegaron a saberlo; pero los primos de los australopitecos se convirtieron en neandertales o cromañones, y luego en ese último capricho evolutivo, el Hombre Moderno. Mientras tanto, las criaturas aladas evolucionaron, aprendieron y dieron con el desafío de Prometeo, y se autodestruyeron. Mientras tanto, dos de las ya existentes sociedades tecnológicas se encontraron y se destruyeron mutuamente. Mientras tanto, seis de las restantes razas prometedoras holgazanearon en las aguas estancadas de su evolución; mientras tanto, los Heechees se ocultaron, echando temerosos vistazos al exterior desde su concha Schwarzschild cada pocas semanas de su tiempo, cada pocos milenios del tiempo que volaba afuera.
Y mientras tanto, los vestigios Solares aguardaban, hasta que por fin los humanos dieron con ellos.
Así que los seres humanos se sirvieron de las naves Heechees. En ellas, entrecruzaron la Galaxia. Aquellos primeros exploradores eran individuos asustados, desesperados, cuya única oportunidad de escapar a la pegajosa miseria humana era la de arriesgar sus vidas en un viaje de desconocidas coordenadas temporales en dirección a un destino que lo mismo podía hacerles ricos como, más probablemente, difuntos.
Acabo, pues, de repasar la historia de los Heechees en su relación con la humanidad, por entero hasta el momento en que Robin va a dar comienzo a su historia. ¿Alguna pregunta, Auxiliar?
P. —Z-z-z-z-z.
R. —Auxiliar, no te pases de listo. Sé que no duermes.
P. —Únicamente estoy tratando de dar a entender que te está costando lo indecible desaparecer de escena, presentador. Y además, sólo nos has hablado del pasado de los Heechees, no de su presente.
R. —Estaba a punto de hacerlo. Es más, voy a hablar a continuación de un Heechee en particular que se llama Capitán (bueno, ése no es su nombre, ya que los hábitos de los Heechees en lo tocante a los nombres no son como los humanos, pero servirá para identificarlo) y que, justo por la época en que se inicia el relato de Robin…
P. —Si es que alguna vez le dejas que lo empiece…
R. —¡Auxiliar, cállate! El tal Capitán es relevante para la historia de Robin porque llegará un momento en que sus vidas se crucen de manera dramática, pero por ahora desconoce todavía por completo la existencia de Robin. Él, en compañía de su tripulación, se prepara para abandonar silenciosamente el lugar donde los Heechees han estado ocultos, en dirección a la amplia Galaxia que es nuestro hogar.
Ahora bien, acabo de hacerte un truquito. Si te he presentado al Capitán —¡qué te calles, Auxiliar!—, si te he presentado al Capitán es porque él es uno de los que secuestraron al cachorro de dientes de sable y construyeron los túneles de Venus. Es ya muy viejo.
Eso no significa, sin embargo, que tenga ya medio millón de años, porque el lugar al que los Heechees corrieron a esconderse es un agujero negro situado en el corazón de la Galaxia.
Ahora, Auxiliar, no quiero que vuelvas a interrumpirme, aunque vaya a tomarme cierto tiempo para referirme a un hecho curioso. Este agujero negro en el que han estado viviendo los Heechees, curiosamente los seres humanos lo conocían ya mucho antes de tener noticias de la existencia de los Heechees. De hecho, si retrocedemos hasta 1932, descubrimos que fue la primera fuente de radiación interestelar que se detectó. Hacia finales del siglo veinte, había sido clasificado por interferometría como un agujero negro de enorme tamaño, con una masa equivalente a la de miles de soles y un diámetro de unos treinta años luz. Por aquel entonces se sabía también que se encontraba a treinta mil años luz de la Tierra en dirección a la constelación de Sagitario, que estaba rodeado por un halo de polvo silicatado y que era un potente emisor de fotones de rayos gamma del tipo 511-keV. En la época en que se descubrió el asteroide Pórtico, se sabía mucho más. Se disponía, de echo, de todos los datos de importancia excepto uno. No se tenía ni idea de que estuviera lleno de Heechees. Eso no se supo hasta que se empezó —debería decir hasta que yo empecé— a descifrar las antiguas cartas de navegación Heechees.
P. —Z-z-z-z.
R. —Silencio, Auxiliar. La nave en la que viajaba el Capitán era muy parecida a la que los humanos encontraron en Pórtico. No había dado tiempo a introducir modificaciones en su diseño. Por la misma razón por la que el Capitán no tiene medio millón de años de edad: el tiempo pasa despacio en su agujero negro. La única diferencia relevante entre la nave del Capitán y cualquier otra consistía en que la suya llevaba un accesorio.
En la jerga Heechee el accesorio se lo conocía familiarmente como disruptor de orden de sistemas lineales. Lo que podría muy bien traducirse, en la jerga de nuestros pilotos, como «barrena». Era lo que le permitía al Capitán atravesar la barrera Schwarzschild que rodea los agujeros negros. No parecía gran cosa, un simple cilindro de cristal retorcido sobre un soporte ébano, pero cuando el Capitán lo puso en funcionamiento, fue como una cascada de diamantes. El resplandor diamantino se expandió y rodeo la nave, y le abrió camino a través de la barrera, camino por el que la tripulación se deslizó fuera, al ancho universo envolvente. Y en muy poco tiempo. Según los parámetros del Capitán, menos de una hora. Según los relojes del universo exterior, casi dos meses.
El Capitán, un Heechee, no se parecía a los seres humanos. Si acaso, se parecía al esbozo de un dibujo animado. Pero podía pensarse en él como un ser humano, ya que poseía casi todas las características de los humanos: curiosidad, inteligencia, afectuosidad, y todas esas otras cualidades que conozco pero que no he podido experimentar nunca. Por ejemplo: estaba de excelente humor porque se le había permitido incluir entre los miembros de la tripulación a una hembra que podía convertirse en su compañera sexual. (También los humanos lo hacen, en lo que ellos llaman viajes de negocios). Por lo demás, el objetivo de la misión era, por el contrario, muchísimo menos agradable, si uno se detenía a pensar en ello. Cosa que el Capitán no hizo. Le preocupaba tanto como le preocupa a un ser humano el que declaren la guerra de un día para otro; si eso ocurre, es el fin de todo, pero como el tiempo va pasando monótonamente sin que ocurra… La única diferencia es que las órdenes del Capitán no se referían a algo tan inocuo como una guerra nuclear, sino a las últimas razones por las que los Heechees se habían retirado a su agujero negro. Tenía que revisar los artefactos que los Heechees habían dejado tras de sí. Aquellos vestigios no eran accidentales. Eran parte de un plan cuidadosamente preestablecido. Casi podrían considerarse cebos.
Por lo que se refiere al sentimiento de culpabilidad de Robinette Broadhead…
P. —Me preguntaba cuándo volverías a eso. Déjame que te haga una sugerencia: ¿por qué no dejas que sea el propio Robin el que nos lo explique personalmente?
R. —¡Magnífica idea! El cielo sabe que es un experto en el tema. Se abre el telón… ¡Con ustedes, Robin Broadhead!