I
Introducción

Pregunta: Es muy difícil —así lo testimonian las polémicas de los epistemólogos— «definir» la ciencia, e incluso trazar una línea sin ambigüedad de demarcación entre lo que es ciencia y lo que no lo es… Pero todo investigador tiene, por lo menos, una idea preliminar, suya, de lo que es una disciplina científica.

Respuesta: Toda ciencia es, antes que nada, el estudio de una fenomenología. Es decir: los fenómenos que son objeto de una determinada disciplina científica aparecen como accidentes de formas definidas de un espacio dado, al que podremos llamar el espacio substrato de la morfología que se estudia… En los casos más generales (física, biología) el espacio substrato es simplemente el habitual espacio-tiempo. Pero en ocasiones es necesario considerar como substrato un «espacio» algo diferente, que se deduce, por así decirlo, del espacio macroscópico habitual, o por algún artificio técnico (microscopio, telescopio, etc.), o construyendo un «espacio» con parámetros cuantitativos (¿no decimos, por ejemplo, que la acústica es «la ciencia de los sonidos»?, etc.).

Finalmente, ciertas disciplinas, sobre todo en el ámbito de las llamadas ciencias del hombre —y pienso ante todo en la sociología—, todavía se preguntan cuáles son los «hechos» que constituyen su campo de estudio y no han conseguido aún una descripción escuetamente morfológica.

Así pues, se trata de reconocer y conceptualizar formas: desde las ciencias físicas, que durante siglos han constituido el ideal para cualquier ciencia, por lo menos para cualquier ciencia de la naturaleza, hasta las ciencias humanas, ciertamente menos estructuradas que la física e incluso que la biología. Pero ¿mediante qué instrumentos intelectuales se produce este reconocimiento y conceptualización?

El primer objetivo, según el punto de vista que asumimos aquí, es el caracterizar un fenómeno como forma, precisamente, «espacial». Comprender quiere decir pues, ante todo, geometrizar. Pero recurrir a la geometría es también recurrir a cierta forma de abstracción, de idealización…

¿En qué sentido?

Para responder doy enseguida algunas ideas básicas de la teoría de las catástrofes, sobre la que volveremos, supongo, a continuación. Aquí sólo quiero trazar las líneas generales de una idealización que es, a mi juicio, indispensable si lo que nos proponemos como programa es una teoría morfológica, una teoría de las formas.

Recuperemos primeramente algunas nociones familiares de topología:[1] entendemos como espacio substrato un abierto de un espacio euclideo, de dimensión finita.[2] Si u es un punto de tal substrato U, decimos que es regular si en todo punto u' «bastante próximo» a u, lo que «hay» en u' tiene la misma «apariencia cualitativa» que en u… En otros términos, u es regular si una esfera de centro u, de radio bastante pequeño, no contiene ningún accidente fenomenológicamente interesante. En tal esfera no ocurre nada.

Las ideas básicas de la topología, según esta idealización, aparecen entonces muy naturales…

A partir de la definición se deriva, inmediatamente, que el conjunto de los puntos regulares es un conjunto abierto en U. Veamos ahora lo que sucede con el complemento K de tal conjunto en U. Este conjunto cerrado K es el conjunto de los puntos de catástrofe de la morfología estudiada: si v es un punto de K, en cualquier esfera de centro v «ocurre algo». La palabra «catástrofe» no tiene aquí la connotación negativa que tiene en el lenguaje cotidiano… simplemente, en cualquier punto v del conjunto catastrófico K las cosas cambian… Claro está que la distinción entre puntos regulares y catastróficos es relativa… Depende de muchas cosas, de la precisión de nuestros medios de observación, por ejemplo. Examinemos una morfología a simple vista: todo está tranquilo. Pero apenas examinamos con un microscopio su entorno hete aquí que un punto v, aparentemente regular, se muestra catastrófico.

Por otra parte, el conjunto K de los puntos de catástrofe constituye sólo una parte de la morfología empírica estudiada: esta última comporta siempre variaciones continuas de los parámetros cualitativos que no se pueden comprimir en el conjunto K. Pensemos, por ejemplo, en las dificultades con que ha ido encontrándose la teoría de los colores… ¡hasta qué punto es difícil reconocer bordes precisos en los colores del arco iris!

La distinción entre puntos regulares y catastróficos es, pues, una idealización: por así decirlo, reduce toda morfología al simple esqueleto de su discontinuidad cualitativa.

Exacto. Pero no hay que olvidar que tal distinción constituye una de las grandes «categorías» de nuestra forma de percibir el mundo. La encontramos otra vez en psicología (en la teoría de la percepción), en la distinción figura/fondo, en semántica, en la distinción forma/contenido y, como podíamos esperar, en topología general, en el origen de la distinción abierto/cerrado…

Así pues, se podría decir que un objetivo primordial de cualquier disciplina morfológica es el estudio, métrico o topológico, de sus conjuntos catastróficos…

Y, desde este punto de vista, es de primera importancia reconocer si el conjunto de los puntos de catástrofe K es raro (o denso en ninguna parte).[3]

Lo que lleva a otra dicotomía fundamental de nuestra conceptualización de la realidad, aquélla a la que se alude al mencionar la oposición caos/cosmos…

Sí. De hecho, si no se verifica que K es raro, la morfología es verdaderamente caótica en el interior de K. Esta situación resulta casi insostenible para el observador: en la mayor parte de los casos, con una operación para determinar la media, el observador intenta soslayar los detalles «demasiado sutiles» y se contenta con una descripción más tosca, que conserva sólo las apariencias «medias», de manera que se pueda introducir de nuevo en todo lo posible la regularidad. Sin embargo, se dan situaciones (como la turbulencia en hidrodinámica o la observación del citoplasma con el microscopio electrónico) que casi parecen imponer un conjunto de catástrofe denso en todas partes.

Esta distinción entre puntos regulares y catastróficos es, así, preliminar no sólo para la teoría de las catástrofes que ha desarrollado usted en sus trabajos, sino sustancialmente para cualquier disciplina que establezca descripciones sobre cualquier morfología empírica. Tiene también, pues, un significado epistemológico, a un nivel general…

Sí. Y, además, según el perfil epistemológico, considero oportuno repartir las ciencias, grosso modo, en dos grandes familias, distinguiendo entre experimento y simple observación…

También esta diferenciación resulta bastante relativa: los límites entre la pura observación y el experimento son a menudo menos claros de lo que creemos…

También aquí interviene sin duda una cierta idealización. Pero de todos modos me parece bastante claro que ciertas disciplinas se pueden reconocer como experimentales, en el sentido de que en ellas el investigador puede sin más trámite crear la morfología que quiere estudiar (es lo que ocurre con la física y con la química) o, si no, puede intervenir de forma más o menos radical en su desarrollo (tal es el caso, típicamente, de la biología).

Hay otras disciplinas que son puramente observacionales; aquí es casi imposible hacer experimentos, bien debido a la lejanía espacial (astronomía), bien a la lejanía temporal (las ciencias «del pasado»: geología, paleontología, etnografía, historia, …), o bien, finalmente, por razones éticas (ciertos fenómenos psicológicos y sociales). En todo caso, las morfologías, para que se puedan estudiar, es decir reconocer y conceptualizar, deben gozar en cierto sentido de una determinada «estabilidad».[4]

Maxwell escribía en 1876: «Cuando el estado de las cosas es tal que una variación infinitamente pequeña del estado presente altera tan sólo en una cantidad infinitamente pequeña el estado en un momento futuro, se dice que la condición del sistema, en reposo o en movimiento, es estable; pero cuando una variación infinitamente pequeña del estado presente puede causar una diferencia finita en un tiempo finito, se dice que la condición del sistema es inestable. Es evidente que la existencia de condiciones inestables hace imposible la previsión de acontecimientos futuros, si nuestro conocimiento del estado presente es sólo aproximado y no preciso».[5]

La cuestión de la estabilidad aparece como fundamental…

Ésta es una noción intuitiva, casi un requisito preliminar para cualquier indagación de tipo morfológico. La noción de «estabilidad estructural» que se da en matemáticas —y sobre la que volveremos— aparece plenamente adecuada, sin embargo, sólo para las disciplinas que he llamado experimentales…

¿Pero no son entonces las disciplinas más interesantes, las más «enigmáticas», las que quedan al margen?

Eso depende. Normalmente podemos admitir que la observación repetida de ciertos fenómenos proporciona un indicio lo suficientemente verosímil de su estabilidad. Verosímil, por lo menos, en cuanto lo son, usualmente, los resultados obtenidos mediante los experimentos…

Ése es el caso clásico de la astronomía…

Eso es; pero lo mismo se puede decir también de otras disciplinas. En resumen, el modelo de ciencia que he planteado hasta aquí es ampliable a las disciplinas que he llamado de pura observación… Pero lo importante es no perder de vista el hecho de que la estabilidad se convierte así en una especie de hipótesis suplementaria, un presupuesto, casi un dogma…

Como quiera que sea, el «primer inventario» de los fenómenos observables es sólo el principio de una teorización científica…

Sí, una vez acabada la descripción de una morfología, lo que hay que hacer es darle una explicación. Y éste es el punto delicado de la cuestión: la mayor parte de los científicos, y sobre todo de los experimentadores, no dudarían en estar de acuerdo conmigo sobre los aspectos descriptivos; sólo cuando la idea de «explicación» entra en juego la unanimidad desaparece.

Porque todos y cada uno tienen en el fondo su propia idea de lo que es explicación…

Exacto. Pero las tendencias dominantes son, grosso modo, dos. La primera es la «reduccionista». La explicación de este tipo se inicia con un análisis causal de los fenómenos X observados, y se pregunta: ¿estos fenómenos X son causados por entes de otra especie Y o encuentran en sí mismos sus causas? En el primer caso, se consagra al estudio de los fenómenos Y, olvidando, por así decirlo, la morfología intrínseca de X.

Por ejemplo, el lenguaje es una morfología sonora X emitida por los seres Y en interacción social; el reduccionista afirma a priori que la lingüística, si quiere ser de verdad una ciencia, debe ser «explicada» mediante el estudio —anatómico, psicológico y social— del hombre. En el segundo caso, cuando los fenómenos X no tienen otra causa visible que ellos mismos, el reduccionista trata de explicarlos mediante la descomposición del medio que es soporte de X en entidades más pequeñas, invariables e indestructibles, cuya combinatoria debe reconstruir por agregación la morfología X.

El atomismo físico es el paradigma de este comportamiento. Las posiciones y velocidades de un sistema de N átomos se describen a partir de un punto móvil en un espacio euclídeo R6N de 6N dimensiones (xi); las leyes de interacción entre estas partículas permiten formular un sistema de ecuaciones diferenciales dxi/dt = Xi(xj) cuya integración da la evolución temporal del sistema estudiado…

Éste es el «paradigma» de explicación científica más perfecto de que hoy disponemos. Y sin embargo aquí se involucran dos componentes que con demasiada frecuencia los científicos no consiguen distinguir suficientemente: la hipótesis «atomista» y la utilización del cálculo diferencial como prototipo de una evolución subyacente a un determinismo local. En mi opinión, la primera hipótesis (la existencia de «átomos») es infinitamente más restrictiva que la segunda (la existencia de un determinismo diferencial). De hecho, cuando se utiliza la hipótesis «atomística» es necesario ponerse de acuerdo en cuanto a los entes de base que se consideran «átomos»: la elección no es casi nunca fácil, ¡ya que puede haber una jerarquía completa de niveles de organización! Por otra parte, hay que estar en situación de describir cuantitativamente las interacciones entre los átomos e integrar después un sistema diferencial de dimensión 6N, en general muy alta (N = 1023, número de Avogadro, para las moléculas de un gas). Sólo una aproximación estadística puede, en algunos casos, llevar a término el programa, pero entonces… ¡adiós morfologías! Éstas, como ya he dicho, están vinculadas a una discontinuidad de las propiedades del ambiente —el conjunto K de los puntos catastróficos—, mientras los métodos cuantitativos usuales apelan a funciones analíticas, y por tanto continuas, inadecuadas para describir tales discontinuidades.[6]

De esta forma, el reduccionismo resulta impracticable; sin embargo, cuando se considera otra teoría causal —como en el ejemplo que he dado antes, el de la lingüística, que se explicaría por medio de la neurofisiología, o, pongamos por caso, mediante la sociología, etc.— está claro que la teoría «causal» resulta notablemente más compleja que la morfología X considerada al principio.

¿Y entonces…?

Tarde o temprano los científicos se ven constreñidos a pasar de la explicación reduccionista a un tipo diferente de explicación, que llamaremos «estructural». ¿En qué consiste? Consideremos otra vez el caso de la lingüística: en la lingüística estructural se busca precisamente el proporcionar, para una morfología lingüística, un sistema de reglas, en número finito, que permita «generar» todas las expresiones que constituyen tal morfología. De forma análoga, en el caso de cualquier morfología empírica, la tendencia «estructural» aspira a simplificar su descripción con un número finito de reglas combinatorias relativas a alguna morfología elemental que permitan reconstruir la morfología en cuestión. Todo ello puede llevarse a cabo según un estricto espíritu formalista, sin justificar tales «reglas»; exactamente a como se hace normalmente con los «axiomas» de un sistema formal en lógica.

Pero —y esto es exactamente lo que hace la teoría de las catástrofes, como podremos ver— también se puede tratar de justificar dinámicamente tales «reglas»… Y así es como la causalidad vuelve a descubrirse…[7]

Así pues, el comportamiento estructural y la búsqueda de las causas se pueden combinar el uno con la otra. Sin embargo, puede darse también el caso de que la tendencia estructural no llegue o se abstenga de forma deliberada de llegar a la formulación causal…

Es cierto. Pongamos un ejemplo. Los filósofos y los historiadores de la ciencia se han preguntado, y aún se preguntan, si la ley de la gravitación universal descubierta por Newton, F = Kmm'/r2, es una «descripción» o una «explicación». La respuesta, según mi criterio, es simple: se trata de una explicación de naturaleza estructural, en cuanto permite una descripción rápida de una morfología empírica (el movimiento de los cuerpos celestes, la caída de los graves, etc.). Sin embargo, no se trata de una explicación reduccionista: es absolutamente independiente, de hecho, de la estructura de la materia (protones, electrones, etc.), cuyo conocimiento se adquirió más tarde.

Y, según las intenciones del propio Newton, la fórmula no debía pretender siquiera el desvelamiento de la «causa» de la gravitación…

Permitía hacer anticipaciones afortunadas: sobre su base era posible construir —por lo menos en casos relativamente simples— modelos cuantitativos, que proporcionaban ad libitum algunas predicciones. Pero éste es un caso afortunado que no se generaliza tan fácilmente.

No, por el contrario, en el principio de Stabilité structurelle et morphogenése, contrapone usted netamente Descartes a Newton, concretamente en este punto: «Descartes, con sus vértices y sus átomos enlazados, lo explicaba todo y no calculaba nada: Newton, con la ley de la gravitación en 1/r2 calculaba todo y no explicaba nada. La historia le ha dado la razón a Newton y ha relegado las construcciones cartesianas al nivel de fantasías gratuitas y recuerdos de museo».[8] No «explicaba», obviamente, las «causas». Pero usted no disimula una cierta simpatía, si no nostalgia, por el punto de vista de Descartes.

La victoria del punto de vista newtoniano está plenamente justificada desde el punto de vista de la eficacia, de la posibilidad de establecer predicciones, y por lo tanto de actuar sobre los fenómenos… Pero no estoy del todo convencido de que nuestro intelecto pueda contentarse con un universo regido por un esquema matemático coherente, desprovisto sin embargo de contenido intuitivo… La acción a distancia tenía un cierto tufillo —y aún lo tiene— de magia…

¿Aunque la teoría newtoniana tenga un alto potencial predictivo y, notoriamente, permita realizaciones tecnológicas válidas?

Eso es. En mi opinión, a alguien podría sorprenderle que el potencial predictivo de las teorías científicas deba subrayarse mucho menos de lo que la inmensa mayoría de los investigadores y epistemólogos suelen hacerlo, hasta el punto de convertir ese potencial en la característica distintiva de la tarea científica. Exigir de cualquier disciplina científica que sea posible comprobar la teoría con la acción, con la experiencia, excluye automáticamente del campo científico las ciencias del pasado, como la paleontología y la historia, y también todas aquéllas en las que es imposible la experimentación directa (como es aún, en amplia medida, el caso de la astronomía). En pocas palabras: a mi entender, deberíamos abandonar la idea de la ciencia como un conjunto de recetas eficaces.

Y eso, ¿no comporta también una diferenciación entre ciencia y técnica?

¡Yo abogo por una neta separación entre ciencia y técnica! Sobre todo desde el momento en que entré en la Academia y vi el papel que desempeñaban los científicos, esforzándose en actividades industriales y técnicas, papel que considero más bien negativo. Se trata, de hecho, de actividades que tienen un gran peso económico-político y que inducen a los investigadores involucrados en ellas a reclutar más gente para llegar a sus propios objetivos. Recientemente oí a un miembro de la Academia hacer el panegírico de su disciplina basándose en el volumen de negocios realizados en Francia en el ramo industrial que le correspondía. Desde mi propio punto de vista, se trata de un razonamiento simplemente monstruoso que me induce a defender una separación más clara entre la ciencia propiamente dicha y sus aplicaciones tecnológicas. Pero, por lo menos en Francia, aún hay mucho que andar, dado que el propio gobierno tiene la desagradable tendencia a preferir las realizaciones prácticas a la investigación teórica, que, como es público y notorio, no produce resultados inmediatos.

Es mucho más fácil conseguir financiación para construir máquinas o laboratorios que para reclutar investigadores. Claro que, desde el punto de vista sociológico, se trata de una tendencia razonable: invirtiendo en el sector industrial y tecnológico se consigue siempre, de un modo u otro, una ganancia, mientras que reclutar investigadores es un gasto «a fondo perdido».

¿Cómo se configura, pues, según su opinión, la relación entre política y ciencia?

Más que la acumulación de riqueza, al gobierno le interesa apropiarse ciertas formas de tecnología extremadamente eficaces, eso que en la jerga llaman «tecnología de punta». Por ejemplo, no se hace más que decir que el remedio para el paro ¡es el desarrollo de las «tecnologías de punta»! ¡Son cosas que le dejan a uno de una pieza! Se trata de una situación gravísima: pero yo no tengo una solución, una receta para curar la enfermedad. Entre ciencia y poder se ha establecido una especie de simbiosis que difícilmente podía evitarse: por una parte, la ciencia tiene necesidad de recursos para el desarrollo de la investigación; por otra, los gobiernos necesitan a los científicos, toda vez que estos disfrutan aún de un cierto prestigio social que pueden poner al servicio de la acción de gobierno. No cabe más que esperar que los científicos adopten un mayor compromiso ético-político que les impida dejarse involucrar en el juego político, en especial cuando de lo que se trata es de la rivalidad entre las naciones y otros enfrentamientos políticos. En cualquier caso, la mayor corrupción es para mí la provocada por el engaño de servirse de unas motivaciones políticas con el objeto de conseguir fondos para las propias investigaciones. Daré un ejemplo: cuando se quiere construir, pongamos por caso, un acelerador de partículas, se recurre casi exclusivamente a la rivalidad entre las naciones y al miedo de verse sobrepasado. Y es así como los científicos llegan a pactar con el diablo…

Hay que abandonar esta política de demanda basada en la competición. Por otra parte, la tesis sociológica relativa a la ciencia, magistralmente argumentada, por ejemplo, por Kuhn,[9] está perfectamente justificada: las grandes líneas de la investigación las deciden, en realidad, funcionarios políticos, por lo demás incompetentes.

¿Abuso ilegítimo del poder sobre la ciencia?

No. Esta situación es algo deseado también por los propios científicos, que prefieren tratar con un funcionario político antes que con un científico, que podría favorecer su propia disciplina con desventaja de las demás. En resumen, que prefieren que sea el juego político el que decida la orientación de la investigación a determinarla ellos basándose en motivaciones propiamente científicas. La causa de todo ello quizá deba buscarse en el hecho de que la ciencia ha renunciado en gran medida a una visión interdisciplinar que permitiría confrontar los méritos de los distintos resultados. Desgraciadamente, en la ciencia hay que tomar decisiones teniendo en cuenta la consecución de créditos o la asignación de cátedras en las facultades o de sillones en las academias: decisiones que afectan a individuos de los cuales no se sabe en virtud de qué criterios se podría decir quién tiene más méritos.

¿Cómo se llega a establecer que es mejor un investigador que estudia el virus del mosaico tabaco que otro que se interesa por el comportamiento del embrión o de las distintas hormonas? Habría que estar en una situación que permitiese evaluar con precisión las perspectivas ofrecidas por los desarrollos de los distintos métodos experimentales, pero no se ve con claridad cómo se podría conseguir un criterio como éste en ausencia de una teoría válida. Precisamente por este motivo el desarrollo científico ha sufrido los efectos de unas vinculaciones sociológicas más bien aleatorias.

¿Es ésta una característica de la ciencia contemporánea o existen, según usted, orígenes más profundos en el pasado?

Yo diría que es una característica más bien reciente, ya que la ciencia ha conocido un desarrollo importante desde el punto de vista sociológico sólo en los últimos 15-20 años. Basta pensar que ha habido más científicos desde 1950 que en todo el período histórico anterior… Un enorme desarrollo que, sin embargo, ha producido resultados por lo demás insignificantes.

Los vínculos entre poder y ciencia son, sin embargo, más antiguos… En ciertos aspectos, el propio Newton podría considerarse como un hombre de poder o al servicio del poder.

Si queremos, podemos llegar hasta Arquímedes, capaz de incendiar la flota romana ante Siracusa… Pero el fenómeno más interesante es que la ciencia asume hoy el papel desarrollado sociológicamente en el pasado por la religión, en el sentido de que la ciencia es, hoy, depositaría de las expectativas escatológicas de la humanidad.

Gracias a la ciencia —se dice—, la humanidad conseguirá sobrevivir en la tierra o, en el caso de que la tierra se hiciese inhabitable, podrá emigrar a otros mundos más hospitalarios. Son estas esperanzas escatológicas las que han favorecido el desarrollo masivo de la investigación científica. Por otra parte, no hace falta insistir en ello: nuestras sociedades, después de todo, han sido hasta ahora «sociedades de abundancia»; el flujo de energía ha sido extremadamente abundante y poco costoso, se ha hecho un despilfarro enorme y, ya que se despilfarra, ¡mejor despilfarrar en la ciencia que en cualquier otra cosa! Me parece un punto de vista perfectamente legítimo. Claro que cuando las fuentes energéticas empiecen a escasear y el despilfarro se haga cada vez más difícil y costoso, antes de iniciar investigaciones habrá que reflexionar más detenidamente sobre lo que nunca se ha hecho. Las vicisitudes de estos últimos años muestran con claridad que esta inversión de tendencia ya se ha iniciado.

Pero entonces, para usted, ¿según qué criterios habría que efectuar la selección de las orientaciones científicas?

El proceso de restricción debería verse indudablemente compensado por un mayor esfuerzo teórico e interdisciplinar, de modo que se le diera a la ciencia la posibilidad de autodisciplinarse, sin que hubiese que recurrir a constricciones de tipo político y/o social. ¿Es esto una utopía?

Quizá, pero menos de lo que podría parecer. Basta esperar que un día los científicos sean lo suficientemente lúcidos como para consagrar a este esfuerzo de confrontación entre las distintas disciplinas toda la reflexión necesaria. Por otra parte, la teoría general de los sistemas muestra que se empieza a cobrar conciencia de esta necesidad y que, por consiguiente, se puede ser, al menos moderadamente, optimista…

La actual penuria quizá produzca efectos positivos sobre la evolución futura de la ciencia, conduciendo a un replanteamiento…

Y, a la inversa, ¿cómo ve la influencia de la ciencia sobre la política y sobre la vida social?

Depende de lo que se entienda por ciencia. En muchos casos sería más correcto hablar mejor de influencia de la tecnología, que es algo un poco diferente. Y a continuación digo que uno de los factores más significativos, en este momento, es el «equilibrio del terror», un factor que, en cierto sentido, ha «congelado» las oposiciones, ha cristalizado las tensiones entre los distintos grupos: la situación se decanta así hacia un estado cada vez más inestable, hasta que un día, si se rompe el equilibrio, la catástrofe sea aún más grave. Sólo en apariencia es una paradoja afirmar que retrasar una guerra global hará que, si finalmente la guerra estalla, sea aún más terrible. Lo único que cabe esperar es que la humanidad tenga lucidez suficiente para llegar a una forma de ajuste interno que evite este tipo de catástrofe, siempre que no se produzcan catástrofes de carácter biológico que impidan el desastre nuclear. No hay nada que pueda excluir, por ejemplo, la eventualidad de calamidades naturales que comporten la destrucción de una parte importante de la humanidad.