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ludwig Dreier se irguió con el entrecejo fruncido. Este no era el modo en que acostumbraba a sonar la profecía, pero supo que en cierto modo era algo profético.

—¿Vienen? ¿Quiénes vienen?

—Los que tienen dientes —contestó la mujer en una voz ronca—. Vienen a devoraros.

Ludwig arrugó la frente. Podía decirse que era la profecía más extraña que había oído jamás. Había visto tal fenómeno otras veces. En ocasiones excepcionales, en lugar de una profecía lejana, aquellos a los que había preparado daban más bien una visión del futuro inmediato, una predicción de lo que veían en alguna otra parte del mundo en aquel momento, de cosas a punto de suceder.

—¿Los que tienen dientes?

—Los impíos medio muertos —musitó ella—. Vienen.

Ludwig hizo una mueca.

—No comprendo.

—Él sí.

—¿Él sí? ¿Quién? ¿Quién comprende, y qué es exactamente lo que comprende? Tienes que ser más…

—Sabe lo que hacéis, Ludwig Dreier, y sabe que lo traicionaréis. Está con un espíritu del otro lado del velo, un espíritu del mundo en cuyo interior puedo ver, un espíritu que conoce vuestra traición. El rey espíritu ha contado a Hannis Arc lo que hacéis, lo que habéis hecho, vuestras traiciones secretas y lo que planeáis hacer.

»Hannis Arc está al tanto de vuestros engaños y lo que le ocultáis, de lo mucho que ansía vuestro corazón gobernar en su lugar. Sabe, también, que en vuestra vanidad habéis llegado a consideraros como lord Dreier. Lo sabe todo. El rey espíritu se lo ha contado todo.

»Sobre todo, el rey espíritu está enterado de vuestra intromisión en el inframundo… su mundo.

»Él y Hannis Arc han enviado a los shun-tuk… a los mediopersonas… de caza a la abadía en busca de vuestra sangre, para que os arranquen el corazón. Por vuestra traición, los envió a comerse vuestra carne y dejar vuestros huesos pelados. Ya vienen. Ya vienen.

Ludwig sintió que le corría un hilillo de sudor por entre los omóplatos. Sintió que se le ponía la carne de gallina y que el pánico crecía en su corazón.

Alzó los ojos hacia la mord-sith. Esta parecía confusa e inquieta. Ver miedo en los ojos de una mord-sith fue algo que hizo que a Ludwig el corazón le latiera aún más deprisa. Al fin y al cabo, se suponía que ella tenía que protegerlo.

Pero ella sabía qué eran los shun-tuk. Tenía motivos para sentir miedo.

El abad agarró un cuchillo de una mesita situada a un lado y le rebanó el cuello a la mujer. Ella luchó por respirar por entre el borboteo de la sangre. Sus brazos enredados y rotos se debatieron un momento y luego el cuerpo se combó y empezó a quedarse quieto mientras la sangre brotaba de la abertura de la garganta.

Erika alzó los ojos.

—¿Qué hacemos ahora?

Él se pasó la lengua por los labios mientras su mente trabajaba a toda velocidad.

—Necesitamos más información. Mejor información. Necesitamos una persona de mejor calidad para colocarla en el umbral entre los mundos, una persona que esté más familiarizada con tales cosas para extraer detalles más reveladores.

—¿La Madre Confesora?

Ludwig Dreier asintió.

—¿Habéis iniciado los preparativos en ella?

—Sí, abad. He estado dejando que Otto, el eunuco, empiece a prepararla, que le cause dolor. Dora ha supervisado el trabajo y se ha asegurado de que su agonía ha sido iniciada adecuadamente. He observado personalmente su padecimiento.

Ludwig asintió a través de sus consternados pensamientos.

—No podemos permitirnos esperar más. Haz que otra mord-sith os preste ayuda. —Alzó la mirada para clavarla en los ojos de Erika—. Ven a buscarme en cuanto… —Indicó con un ademán el cuerpo retorcido a sus pies, sobre cuya sangre, que corría por el suelo, él permanecía parado—. En cuanto la tengáis en el umbral.

—¿Pretendéis llevarla a toda prisa hasta el final? Eso es peligroso. Podría ir demasiado lejos, demasiado deprisa, y entonces la perderíamos sin obtener resultados.

—Es la única opción. Debemos acelerarlo. Debemos intentarlo.

—Abad —repuso ella, con un deje de urgencia en la voz—, ¿no creéis que deberíamos partir? ¿No deberíamos alejarnos de aquí? Puede que no dispongamos de ese tiempo.

Ludwig tenía dificultades para ordenar sus pensamientos. Miró a su alrededor, como si buscara la salvación.

—Sí, desde luego puede que tengas razón. Efectúa los preparativos. Haz que preparen el carruaje y nos aguarde listo para partir en cualquier momento. Entretanto, haz que una de las otras empiece de inmediato con la Madre Confesora. Es necesario que averigüemos más. Dora. Envía a Dora. Su carácter impaciente parece el adecuado. Sus arrebatos de crueldad pueden ser justo lo que hace falta. Deja que haga lo que quiera, por esta vez.

Erika mostró su escepticismo pero fue hacia la puerta.

—Enviaré a Dora inmediatamente… y prepararé las cosas para nuestra partida.

Estuvo en el pasillo sólo un instante antes de volver a entrar corriendo, con los ojos como platos.

—Abad… tenemos que partir, ahora.

—¿Qué? Es imposible que estén ya…

Erika le agarró del brazo y le hizo girar en dirección a la ventana. Señaló con la mano.

—¡Mirad! Mirad en las colinas, ahí, a lo lejos. ¿Los veis? Todos tienen el mismo aspecto. Son los shun-tuk.

Ludwig se los quedó mirando con incredulidad unos instantes, luego despotricó contra Hannis Arc por hacerle esto. No era justo.

—Haz que Dora coja a la Madre Confesora. Tendremos que llevarla con nosotros. Dile que se apresure.

—Quitarle las cadenas y bajarla a los establos llevará tiempo. Tendríamos que esperar.

—Tienes razón. —Se pasó la lengua por los labios—. Dile… dile que lleve a la Madre Confesora a la ciudadela de Saavedra. Tú y yo nos pondremos en marcha inmediatamente. Ella puede reunirse con nosotros allí.

—¿Y si no consigue salir de aquí a tiempo?

Él desechó la cuestión con un enojado ademán.

—¿Qué otra opción tenemos? Tú y yo necesitamos salir de aquí ahora, mientras todavía podemos. Si ella consigue escapar puede reunirse con nosotros.

Erika pareció aliviada.

—¿Vamos a Saavedra, entonces?

El abad salió a la carrera por la puerta, con Erika justo detrás de él.

—Sé lo que Hannis Arc quiere. Siempre ha ambicionado derrocar a la Casa de Rahl. Ahora que ha puesto en marcha los acontecimientos se dirigirá al Palacio del Pueblo con la nación shun-tuk para tomar el poder. No regresará a Saavedra en mucho tiempo… si es que lo hace alguna vez. Es el último lugar en el que se le ocurriría buscarnos.

—Eso tiene sentido —repuso ella; su voz, junto con el veloz golpear de las botas de ambos, resonaba por el pasillo de piedra.

—No hay tiempo que perder. Di a Dora que coja a la Madre Confesora y se reúna con nosotros en la ciudadela de Saavedra. No le cuentes nada más. Yo me encargaré del carruaje. Reúnete conmigo allí.

Juntos corrieron pasillo adelante. Él tenía que huir. Más tarde, ya se le ocurriría cómo vengarse de Hannis Arc. Por el momento, tenía que escapar del destino que el obispo había planeado para él.