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ludwig Dreier ladeó la cabeza para poder ver mejor a la vez que sacaba un pañuelo de un bolsillo y lo sostenía sobre la nariz y la boca. Al olor a sangre estaba acostumbrado. Era la fetidez nauseabunda de heces procedentes de los desgarrados intestinos lo que hacía que su nariz se arrugara y respirara con inhalaciones cortas y renuentes. Era una de las partes más onerosas de su trabajo.

Pasó por encima del riachuelo de orina que discurría por el suelo de piedra para mirar con más detenimiento. La sangre corría en todas las direcciones, de modo que no pudo evitar pisarla, pero no le preocupaba. Había tenido las manos sumergidas en ella hasta las muñecas con bastante frecuencia.

Todo era parte necesaria de su importante tarea.

Torció la cabeza un poco más para poder verle mejor la cara. Ella lo miró sin pestañear con el único ojo que no estaba destrozado.

—¿Ha pronunciado alguna profecía? —preguntó a la mord-sith de pie detrás de una de las bien tensadas cadenas.

—No, aún no —contestó Erika—. He estado manteniéndola cerca del umbral hasta que tuvieseis tiempo de venir y verla.

Ludwig frunció el entrecejo, intentando comprender la enredada figura. La cadena estaba muy tirante, tensada desde el punto de sujeción en los bloques de piedra de la pared a la ensangrentada muñeca. Finalmente comprendió que el brazo estaba roto y retorcido hacia atrás en un ángulo inusitado, que era lo que le proporcionaba aquel aspecto tan peculiar. Le complació desentrañar finalmente el rompecabezas y comprender lo que en un principio carecía de todo sentido para él.

Podía advertir que Erika había estado muy ocupada. No cabía duda. Estaba dotada para lo que hacía. Lo mismo que Ludwig.

Oyó unos sonidos muy tenues.

—¿Qué fue eso, querida mía? —preguntó a la vez que se agachaba.

Ella emitía unos ruiditos que no comprendía.

Se inclinó más cerca.

—Me temo que no puedo oírte. Si quieres ser liberada del padecimiento, entonces vas a tener que hablar más alto para que pueda entenderte.

—Por favor —resolló ella.

—Bueno, tú ya sabes lo que queremos —dijo Ludwig, irguiéndose—. Lo hemos dejado muy claro. —Señaló a la mord-sith—. Erika lo ha dejado claro, estoy seguro. Habla, pues.

El único ojo lo miraba fijamente, incapaz de dirigirse hacia otro punto.

—Por favor… dejadme morir.

—Pues claro. Es por eso que estoy aquí… para liberarte de tu sufrimiento.

Había requerido tiempo prepararla, llevarla a este estado. No era algo que pudiera acelerarse. Ludwig había aprendido a lo largo de sus años de estudio que la paciencia daba resultados mucho mejores que intentar forzar la situación.

Aumentar poco a poco la tensión, el terror y el dolor al final proporcionaba profecías mucho mejores, mucho más reveladoras. El desarrollo adecuado y cuidadoso del viaje de estas personas en dirección al clímax de su existencia producía aquellas visiones excepcionales cuando miraban al interior de aquel otro mundo eterno. Eran las de esa clase las que buscaba. Acelerar los preparativos sencillamente no proporcionaba resultados de calidad. La tortura era un juego en el que mandaba la paciencia.

Estaba extrayendo detalles de las profundidades más siniestras del mundo de las tinieblas y esperaba grandes cosas esta vez. Podía palparlo. Había hecho esto suficientes veces como para saber cuándo la información iba a ser especial, importante, significativa.

Tales informaciones especialmente significativas jamás iban a parar al obispo. Ludwig las guardaba para sí. Esta en particular jamás abandonaría los confines de la abadía.

—Escucha mi oferta —dijo, bajando la mirada hacia el rostro atormentado que lo observaba—. Podría darte un poco de ayuda. Podría ayudarte a sacarlo a la luz. ¿Te gustaría eso?

—Sí… por favor, ayudadme. Por favor.

—Para eso estoy aquí —repuso él con una sonrisa—. Estoy aquí para ayudar. Después, te concederé lo que más deseas.

Ella estaba cerca, él sabía que lo estaba.

Cuando ella no dijo nada, hizo una seña a la mord-sith. Sin dilación, Erika presionó el agiel contra el cogote de la mujer.

La prisionera se estremeció presa de un dolor insoportable. Las cadenas tintinearon. La boca se retorció al abrirse. Ningún grito pudo salir, ningún sonido.

Ludwig sabía por experiencia que la mujer estaba allí, que en aquellos momentos pendía entre el mundo de la vida y el mundo de los muertos. Sabía que por fin estaba lista.

Ella estaba ahora en el tercer reino.

—Lo ves, ¿verdad? —preguntó en tono íntimo mientras le pasaba una mano con ternura por los cabellos—. Ves ese lugar situado al otro lado del velo.

La mujer asintió a la vez que temblaba bajo su mano firme.

—Primero me darás una profecía procedente de ese lugar oscuro. En cuanto hagas eso, te concederé tu deseo y te liberaré para que cruces a la paz eterna. Te gustaría cruzar, ¿no es cierto?

—Sí…

El abad casi podía paladear la profecía, suspendida dentro de ella igual que fruta fresca lista para ser recogida. La tendría.

La Madre Confesora había estado en lo cierto cuando en una ocasión había dicho a Ludwig que si era él quien proporcionaba las profecías que Hannis Arc necesitaba para gobernar, entonces Hannis Arc no era en realidad quien gobernaba. Lo hacía Ludwig Dreier.

En aquel momento él no había pensado demasiado en ello.

Pero a medida que lo meditaba, había acabado por comprender que ella tenía más razón de la que en un principio le había reconocido. Siempre había sabido que Hannis Arc estaba absorto en su propio trabajo y con la atención puesta en sus propios objetivos, de modo que confiaba en la guía de las profecías que Ludwig proporcionaba. Puesto que tal profecía era extraída con sumo esmero, era, en realidad, la guía subrepticia y cuidadosamente acicalada de Ludwig lo que recibía. El abad contaba a Hannis Arc tan sólo lo que quería que él supiera.

Lo que la Madre Confesora había dicho aquel día en realidad lo había presentado con claridad meridiana. Ludwig era la mano oculta que movía la marioneta.

El obispo, poderoso y listo como era, con tantas aptitudes como poseía, estaba demasiado aislado, demasiado consumido por sus propias obsesiones para saber cómo funcionaban las cosas en el mundo. No podía conseguir sus objetivos sin la guía de Ludwig.

El abad siempre había planeado hacerse un día con el gobierno. Era él, al fin y al cabo, el arquitecto que había tras la mayoría del poder que manejaba Hannis Arc. En justicia, Ludwig debería ser quien gobernara.

Sería necesario poner sumo cuidado. A pesar de todo lo demás, el obispo era una persona inmensamente peligrosa. Sus habilidades con la magia negra no debían tomarse a la ligera.

A una indicación de Ludwig, Erika retiró el agiel del cogote de la mujer.

Ella estaba lista. Era la hora.

Ludwig se inclinó junto a ella y presionó los dedos sobre sus sienes. Dejó que los últimos componentes necesarios de su propio conjuro excepcional, un conjuro que él mismo había creado, finalmente fluyeran al interior de la mujer. Ello daría a la moribunda la última parte de lo que necesitaba para poder ser capaz de proporcionarle lo que buscaba.

Se quedó boquiabierta mientras se estremecía. Su único ojo se abrió de par en par, sin pestañear.

Él apartó los dedos y el cuerpo de la mujer quedó flácido.

—Cuenta lo que ves —dijo él en una voz que dejaba traslucir expectación.

—Vienen —dijo ella en una voz ronca.