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cuando por fin escaparon de las cavernas, saliendo a toda velocidad por las entradas subterráneas al exterior entre las oscuras agujas de piedra, se encontraron bajo la penumbra del anochecer. El día agonizaba en profundos tonos grises que hacían que los escarpados pináculos de piedra parecieran sombras de espíritus apelotonándose desde todas partes. Sin embargo, tras la oscuridad de los túneles, incluso esta luz sombría parecía cruda. También el silencio resultaba opresivo.

El silencio duró poco.

Los shun-tuk, aullando con una furia salvaje, surgieron de aberturas situadas por todas las partes en la roca. Estaban excitados por el olor a sangre y tenían a su presa a la vista. El fuego letal que Zedd había lanzado en el túnel tan sólo los había demorado, pues no podía recorrer todos los pasadizos para alcanzar a las masas de mediopersonas que iban tras ellos.

Las criaturas estaban ansiosas por hacerse con sus almas. No habría forma de detenerlas.

Salían en tropel de lugares en las rocas que Richard ni siquiera sabía que fuesen cuevas. Salían corriendo a la agonizante luz diurna en una horda aullante y hambrienta, brotando de las rocas y derramándose alrededor de las agujas de piedra en un número interminable.

Una vez fuera de la estrechez de las cuevas y en campo abierto, al ver la ingente cantidad de aquellas criaturas impías que venían desde casi todas las direcciones, Richard supo que si intentaban huir, los arrollarían y aplastarían. Frenó su carrera.

Al mismo tiempo que paraba, agarró a Cara por la muñeca y la arrojó detrás de él, fuera de su camino. El frenesí mágico de la espada retumbó a través de él, exigiendo que atacara.

Había llegado el momento de dar rienda suelta a su propia ansia implacable de sangre.

Giró hacia los shun-tuk y dejó libre su letal cólera, tanto la suya como la de la espada, contra las figuras blancuzcas que arremetían contra él mostrando los dientes con ferocidad. Estas cayeron sobre él desde todas las direcciones.

Su espada fue al encuentro de los rostros que gruñían, haciendo añicos los cráneos de los que se lanzaban hacia él. Cada mandoble astillaba hueso o cercenaba cabezas. Pedazos de cuerpos volaban por los aires. Huesos, sesos y sangre chasqueaban contra las rocas por todas partes alrededor de Richard mientras él blandía la espada sin pausa. La sangre caía en una lluvia roja.

Los shun-tuk eran abatidos a docenas. Cuerpos decapitados, o con tan sólo la parte inferior de la cabeza, se desplomaban y rodaban por el suelo.

Richard se sumergió en el frenesí de cólera que rugía a través de él y se entregó a él sin reservas ni restricciones. Todo lo que quería hacer era matar a aquellos monstruos sin alma. La hoja exigía cada vez más sangre y él no tenía el menor inconveniente en complacerla. Necesitaba la sangre de aquellos animales más de lo que necesitaba vivir.

Se abandonó a la necesidad de matar, a su cólera ante lo que habían hecho a Ben y a tantos otros. Cada cuerpo que caía sólo conseguía hacer que quisiera matar a más. No se iba a dar en absoluto por satisfecho si uno sólo permanecía en pie.

Mientras mataba a hombres y mujeres en un lado, atacantes situados en el otro lado pensaron que tenían una oportunidad de llegar hasta él y derribarlo. Richard dejó que acudieran, luego giró en redondo, partiendo a dos hombres por la mitad de un mandoble. Piernas sin cuerpos se doblaron y cayeron. Torsos arrastrando tripas y sangre chocaron contra el suelo con un potente golpe sordo. Las cabezas de color ceniciento cercenadas de aún más mediopersonas golpearon contra las rocas, partiéndose al chocar debido a la violenta caída. Ojos vacuos enmarcados en oscuros círculos pintados miraban a lo alto sin ver desde montones enmarañados de extremidades ensangrentadas.

Mientras chillaba enfurecido sin dejar de asestar mandobles a diestro y siniestro, las criaturas caían al suelo a su alrededor, sin cabeza, sin brazos, sin vida.

No intentó huir. No había modo de escapar. No se podía hacer otra cosa que matar.

No cedió terreno, masacrándolos a medida que llegaban, hasta que hubo tantos cadáveres que tuvo que salir de entre aquella masa revuelta de cuerpos caídos y partes seccionadas de cuerpos para poder pelear. Había entrañas desparramadas por el pedregoso suelo. La sangre lo cubría todo. Donde habían estado las pálidas figuras recubiertas de ceniza, había ahora sólo cuerpos cubiertos por una pátina de sangre húmeda.

Corriendo con salvaje abandono, muchos de los shun-tuk resbalaban en toda aquella carnicería y caían de bruces al suelo. Richard usaba entonces la espada para acuchillar a las figuras que culebreaban por entre la sangre y los muertos para llegar hasta él.

Los que se abalanzan hacia él caían muertos o agonizantes a su alrededor con la misma velocidad con la que llegaban, sumándose a los que estaban ya amontonados en torno a Richard.

No era una lucha diestra, una danza con la muerte truculentamente elegante. No había un ingenioso tajo y estocada, ni una grácil evasión con su correspondiente contragolpe.

Era, en su lugar, una carnicería violenta, enloquecida y sangrienta, nada más, nada menos.

No muy lejos de él, Cara, con un cuchillo en cada mano, peleaba con una ferocidad salvaje que daba miedo contemplar. Richard comprendía su cruda ira.

Por lo general la veía pelear con su agiel, pero en esta ocasión no podía utilizarlo, ya que el don de Richard no funcionaba. No era menos mortífera con los cuchillos. Si cabe, en aquel momento parecía que los prefería por los palpables desgarros que producían, prueba visible de su cólera.

Más allá a los lados detrás de él, los soldados de la Primera Fila combatían con la misma clase de denodada furia, queriendo vengar la muerte de su general, un líder que habían admirado y amado. La Primera Fila era la élite de las tropas d’haranianas, los combatientes más letales, y lo estaban demostrando con creces en este día.

Por el modo en que peleaban, no obstante, Richard pudo ver que no luchaban para salvarse. Era puramente por venganza. La Primera Fila tomando represalias era una visión digna de contemplar.

Sin embargo, incluso a pesar de lo duro que peleaban, algunos de aquellos soldados quedaban atrapados en la riada de aullantes mediopersonas. Vio cómo caían, cubiertos por docenas de aquellas criaturas malditas que los desgarraban salvajemente con los dientes.

Más allá de donde estaban ellos, más allá del campo de muerte directamente alrededor de Richard, cubierto de cientos de shun-tuk muertos y agonizantes, Zedd y Nicci daban rienda suelta a su don con mortífera eficacia.

A lo lejos, en el margen exterior de la enconada batalla, Richard podía oír el rugiente gemido del fuego de mago corriendo por el brumoso aire, iluminando las agujas de piedra con un intenso resplandor de un naranja amarillento antes de ir a caer con un chapoteo entre los shun-tuk a medida que salían corriendo de las rocas. Las criaturas eran incineradas a cientos antes de tener siquiera la oportunidad de unirse a la batalla. Pero aún más salían en tropel para reemplazarlos.

Richard oyó cómo columnas de roca se estrellaban sobre las blancuzcas figuras, sin duda derribadas por Nicci o por Samantha y su madre. Peñascos enormes y secciones enteras de agujas partidas rodaban y rebotaban por el terreno, aplastando a gran cantidad de impotentes shun-tuk.

La tierra temblaba con las atronadoras explosiones. Sonaban igual que el restallar de rayos.

Sin embargo, incluso el rugido del fuego de mago, el retumbante chasquido de la roca al estallar, los gritos de los soldados y los alaridos de los que morían eran tan sólo un zumbido indistinto en algún lugar más allá de la atención inmediata de Richard.

Él tenía toda su atención puesta en las oleadas de figuras blanquecinas a medida que llegaban corriendo para intentar capturar su alma, pues estaba claro que estas lo querían a él por encima de todos los demás. Reconocían que era su sangre la que había traído de vuelta a su rey y la anhelaban. Querían para sí su alma.

Eso le venía a pedir de boca a Richard. Lo complacía que vinieran a por él con tal pasión. Le proporcionaba a más víctimas.

A pesar de lo cansados que estaban sus brazos, y de que se estaba quedando sin resuello, Richard no paró ni un momento. En ningún momento disminuyó la velocidad de sus golpes. Si acaso, su cólera no hacía más que aumentar, alimentada por la de la espada. Esa ira lo alimentaba, proporcionaba poder a la hoja, lo convertía en más mortífero, impulsaba su necesidad de matar. Estaba sumergido en un mundo propio, concentrado por completo en la tarea.

Sin embargo, en algún punto en el fondo de su mente, Richard sabía que no iba a ser capaz de aguantar aquel ritmo. Sencillamente eran demasiados los que iban continuamente a por él. No parecía existir modo de derrotarlos a todos.

Y entonces, bajo la luz cada vez más tenue, entre los mediopersonas, Richard vio las figuras corpulentas de los muertos vivientes emergiendo finalmente de las cuevas.