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richard era incapaz de inferir si había estado en ese mundo vacío unos segundos o cien años. El vacío carecía de visión, sonido, dimensión o tiempo.

Pero entonces la oscuridad empezó a disiparse a su alrededor. El mundo regresó a retazos irregulares como el ser capaz de empezar a ver objetos cuando despiertas. La sensación aceleró y al mismo tiempo que luz y sonido irrumpían violentamente a su alrededor, descubrió que estaba de pie en la cueva, fuera de su celda.

Miró atrás por encima del hombro y vio que la centelleante luminiscencia ondulante que cerraba la entrada al lugar en el que había estado retenido tanto tiempo ya no estaba allí.

Los enormes ojos oscuros de Samantha pestañearon mientras ella lo miraba con incredulidad.

—Queridos espíritus —musitó—. Lord Rahl, acabáis de salir directamente del inframundo.

Richard se contempló con atención. Parecía estar de una pieza. Todo él estaba allí. No sangraba. No sentía ningún dolor. Se sentía normal, aparte del contacto persistente de la muerte que todavía supuraba en su interior.

—¿Cómo habéis logrado hacer una cosa así? —preguntó la muchacha.

—Llevo la muerte dentro, ¿recuerdas?

Samantha agitó afirmativamente la cabeza de espeso pelo negro, a todas luces sin comprender.

—Pero ¿cómo habéis podido salir del mundo de los muertos?

—¿Recuerdas lo que me contaste? —preguntó él mientras comprobaba el terreno por delante y por detrás en el interior de la oscuridad—. Dijiste que yo pertenecía a este mundo… al tercer reino. Vida y muerte juntas.

—¿Así que calculasteis que si sois del mundo de la vida, y podíais existir aquí con la muerte dentro de vos, al menos durante un tiempo, entonces podíais existir allí, al menos durante un tiempo, con la vida en vuestro interior?

Richard asintió.

—Al menos durante un corto tiempo.

Ella pareció recordar entonces su avasalladora urgencia, así que miró a su alrededor y señaló.

—Las otras voces que oí estaban yendo por ahí. Tenemos que liberarlos. Tenemos que sacar a mi madre de aquí. Daos prisa antes de que los shun-tuk regresen.

Richard asentía al mismo tiempo que se ponía en marcha. Samantha echó a correr junto a él.

—Por aquí, lord Rahl —indicó ella mientras corría a colocarse delante de él y luego atajaba por otro pasadizo situado a la derecha.

Estaba oscuro en el tosco y sinuoso túnel, con distantes luces verdes reflejándose en la roca en algunos lugares, lo que le permitía al menos ver por dónde iban.

Richard pasó corriendo por delante de huesos humanos. Yacían abandonados, apilados contra las paredes amontonados dentro de depresiones irregulares a los lados.

Jadeando por la corta carrera, paró cuando Samantha frenó en seco y alargó el brazo para señalar.

—Ahí.

—¿Tu madre? —adivinó él.

Ella asintió.

—Deprisa.

Richard respiró hondo y luego sin dilación penetró en la oscuridad que había al otro lado de la titilante cortina. Encontró el mismo vacío eterno y negro de la primera vez. No resultó más fácil soportar la incómoda sensación de estar perdido que proporcionaba aquel mundo eterno. En cierto modo, fue como si nunca lo hubiera abandonado.

Al disolverse la pared y devolverlo al mundo de la vida, vio a una mujer de cabellos negros de pie estupefacta ante él, mirándolo con unos enormes ojos oscuros.

Samantha atravesó a la carrera la entrada ahora despejada para penetrar en la habitación donde la mujer permanecía inmóvil en mudo shock y se arrojó a los brazos extendidos de esta. La muchacha parecía una menuda y frágil miniatura de su madre. Richard había esperado que se pareciera a ella, pero la sorprendente similitud era más de lo que había esperado.

—Sammie —dijo la mujer con profundo alivio—. Queridos espíritus, jamás pensé que volvería a verte.

—Este es lord Rahl —indicó Samantha con un movimiento de cabeza a la vez que cogía la mano de su madre, tirando de ella hacia la entrada de la habitación.

—¿Lord Rahl…? —La mujer lo miró boquiabierta.

—Sí. —Mientras arrastraba a su madre, Samantha agitó una mano, instando a Richard a acompañarla—. Deprisa, lord Rahl. Tenemos que rescatar a los demás.

Richard les pisaba ya los talones, siguiéndolas al exterior. Samantha corrió túnel adelante un corto trecho antes de volver a frenar en seco.

Alargó el brazo, indicando de nuevo una cortina verde.

—Ahí.

Richard no se detuvo a preguntar. Sin aminorar el paso cruzó a la carrera el velo y penetró en aquel vacío escalofriante. Al disolverse la oscuridad y quedar visible la celda del interior, se encontró ante varios rostros conmocionados de hombres de la Primera Fila. Estaban apiñados allí, llenando toda la habitación. Los que estaban sentados se pusieron en pie de un salto.

—¿Lord Rahl? —dijo uno de los hombres, sorprendido.

De improviso, Cara apareció corriendo por entre los hombres, apartándolos para que la dejaran pasar. Voló a sus brazos.

—¡Lord Rahl! ¡Estáis vivo! ¡Estáis vivo!

Su esposo, Ben, el general a cargo de la Primera Fila, estaba ya justo detrás de ella. Parecía tan aliviado de ver a Richard como Cara, aunque más conmocionado.

Cara, hecha polvo como estaba, jamás había tenido un aspecto más magnífico para Richard.

—Lord Rahl —dijo esta—, tenéis un aspecto terrible.

—Probablemente porque una mord-sith ha estado utilizando su agiel conmigo.

—¡Qué!

—Es una larga historia, no hay tiempo —dijo él a la vez que empezaba a empujar soldados hacia la abertura ahora despejada.

Richard agarró el brazo del general Meiffert, deteniéndolo, y le habló en voz baja.

—Ben, ¿dónde están el resto de los hombres?

Con una expresión angustiada, Ben miró por encima del hombro a los que salían a toda prisa de su prisión.

—Han estado viniendo y llevándoselos, de uno en uno. Lord Rahl, sé que suena a cosa de locos, pero se los han comido vivos. Podíamos oírlo. Podíamos oír los alaridos antes de…

—Lo sé —respondió Richard—. Lo sé. —Profirió un suspiro desconsolado mientras compartía una mirada con Ben—. Lo siento tanto. Ojalá hubiera podido llegar aquí antes.

Ben negó con la cabeza a la vez que le miraba directamente a los ojos.

—Nosotros estamos aquí para protegeros, lord Rahl, no al revés.

—¿Richard?

Era la voz amortiguada de Zedd, algo más allá, a través de otra pared de luz verdosa.

—Está ahí dentro —dijo Ben, señalando al lado—. Hemos podido hablar con él cuando pensábamos que no había nadie por ahí. Dice que Nicci está más allá. Mantenían separados a los poseedores del don.

Richard no perdió tiempo en hacer preguntas. Ya se pondrían al día si podían escapar de las cuevas y de los shun-tuk que les daban caza. Por el momento necesitaba coger a los demás y salir de allí.

Richard pasó como una exhalación por delante de los hombres y cruzó la entrada, ahora despejada, para penetrar en el escarpado túnel. Sin pausa, pasó a toda velocidad por delante de Samantha y su madre hasta llegar a la siguiente cortina de reluciente luz verdosa. Sin vacilar, se zambulló en ella.

Durante una eternidad, flotó en un lugar en el que no existía el tiempo y luego, cuando aquella nada oscura y eterna se transformó en imágenes y sonidos del mundo, Richard vio a un Zedd atónito ponerse en pie. El anciano se movía con una dolorida lentitud, como si hubiera estado sentado en el suelo de piedra demasiado tiempo. Los ondulados cabellos blancos estaban desordenados. La sencilla túnica, mugrienta.

Richard dio un veloz abrazo a su abuelo, luego se apartó apresuradamente.

—No hay tiempo para charlas —dijo antes de que el anciano tuviera oportunidad de embarcarse en un millar de preguntas—. Es necesario que salgamos de aquí.

Zedd indicó con un veloz movimiento de una mano huesuda la pared que tenía a un lado.

—Nicci está ahí. ¿Puedes sacarla?

Richard asintió mientras sacaba a toda prisa a su abuelo al pasillo donde Samantha y su madre esperaban. Zedd tomó las manos de la mujer, expresando sin palabras su alivio por estar fuera y verla a ella libre también. Era evidente que los dos debían de haber hablado.

En el siguiente velo, las figuras imprecisas de los espíritus situados al otro lado se agitaron y retorcieron expectantes cuando Richard se aproximó. Una vez más, se lanzó en picado al mundo de los muertos; su mundo, en cierto modo. Más allá del primer fogonazo centelleante de iluminación verdosa al establecer contacto, no había espíritus. No había nada. Fue una caída aterradora a través de la oscuridad hasta que el mundo de la vida irrumpió bruscamente ante sus ojos.

Cuando lo hizo, Nicci, llorando de alegría al verlo, le rodeaba ya el cuello con los brazos antes de que él estuviera seguro de haber regresado del todo al mundo de la vida.

—Richard… ¿cómo diantre…?

—Más tarde —respondió él, agarrándola por la parte superior del brazo y sacándola por la abertura ahora despejada.

La hechicera escudriñó los bordes de la entrada al cruzarla, sorprendida ante la repentina desaparición de la frontera con el inframundo.

En el pasillo, Richard se detuvo. Cuando todo el mundo empezó a hablar a la vez, él alzó la mano para acallarlos.

—Silencio. Esas criaturas están cerca y podrían oíros. No queremos tener que combatir si no es necesario, en especial no aquí abajo.

Todos callaron al momento, muchos lanzando miradas preocupadas arriba y abajo del rocoso túnel.

Richard también necesitaba silencio porque quería ahondar en sí mismo y percibir el vínculo con el poder de su espada. Pudo notar que estaba más cerca que cuando él estaba en su celda. Cerrar los ojos y dejar que el mundo a su alrededor se desvaneciera en un segundo plano le permitió abrazar esa tenue sensación interior.

Por fin alzó el brazo para señalar.

—Por ahí.

Echó a correr por el túnel que serpenteaba a través de la roca llena de agujeros, en las intersecciones de pasadizos tomando la ruta en la que podía notar el tirón más potente de la espada. Se sentía cada vez más próximo a ella y corría con un sentimiento de urgente desesperación por conseguir tenerla en sus manos.

A lo largo del camino encontraron huesos empujados a los extremos de los pasadizos. Había tantos huesos en algunos lugares que parecían escombros traídos por una avalancha de agua. No había secciones grandes, tales como columnas vertebrales intactas, pies o manos. Todos los huesos habían sido totalmente dislocados de modo que los pedacitos y trozos individuales yacían en espesos montículos. Los cráneos estaban todos partidos para que los shun-tuk pudieran acceder a los cerebros, de modo que sólo quedaban fragmentos.

Richard, que conducía al silencioso grupo de soldados y personas con el don, halló por fin el lugar donde percibía con más fuerza la espada, donde la sentía cerca. Estaba sólo a unos metros de distancia, tras otra barrera del inframundo. No se atrevió a llamarla a su mano, sin embargo. Temía que si lo hacía, pudiera perderla en el vacío del mundo de los muertos.

Volvió la cabeza para mirar un instante los semblantes tensos de sus acompañantes y luego cruzó el velo.

Antes de que el mundo empezara siquiera a regresar en torno a él, rodeaba ya con los dedos la empuñadura de la Espada de la Verdad. Era un inmenso alivio haber recuperado el arma. Se pasó al instante el tahalí por encima de la cabeza y dejó que la espada hallara su puesto junto a la cadera izquierda.

—Ben, trae a tus hombres aquí dentro —gritó a su espalda a través de la abertura y efectuó un apremiante gesto con los brazos.

Había armas —espadas, hachas, picas, cuchillos— apelotonadas de cualquier modo por toda la habitación. Los mediopersonas habían arrojado todas las armas que habían confiscado al interior de la pequeña sala y cerrado el acceso con una cortina de muerte.

Los fornidos miembros de la Primera Fila entraron en tropel, todos recogiendo armas tan deprisa como podían para pasarlas atrás a través de las filas de hombres situados en el pasillo, apiñados en torno al alijo de armas. Ninguno se molestó en intentar encontrar la suya propia; estaban felices de poner las manos sobre cualquier arma que les pasaran. Richard comprendía aquel sentimiento. Él sentía la misma sensación de alivio al tener de vuelta su propia arma.

En cuanto volvieron a estar armados, los hombres se agruparon a su alrededor. Richard alzó una mano antes de que nadie pudiera decir nada.

—Tenemos que salir de aquí —dijo en una voz tan baja como era posible, pero a la vez lo bastante alta para que todos pudieran oírlo—. Podemos hablar más tarde. Hannis Arc podría estar por aquí en alguna parte, junto con un espíritu resucitado de…

—No, no lo está —susurró Samantha.

Richard la miró con el entrecejo fruncido.

—¿Qué?

—Se fue. Él y cantidades ingentes de shun-tuk. Todavía hay muchos más aquí, cientos y cientos, pero él y la mayoría de ellos se han ido.

Richard asintió, recordando que ella ya se lo había dicho antes.

—De acuerdo —dijo—. Por ahora, lo importante es que salgamos de estas cuevas antes de qué nos atrapen intentando escapar, y luego hay que alejarse de aquí.

Nicci hizo caso omiso de su urgencia y colocó dos dedos sobre la frente de Richard.

—Ha empeorado —declaró en voz baja por encima del hombro a Zedd, quien asintió con conocimiento de causa.

—Richard, es importante que os llevemos a ti y a Kahlan al palacio —dijo Nicci, con un semblante lleno de preocupación y urgencia—. Tenemos que curaros a los dos de lo que lleváis dentro.

Cara miró a su alrededor.

—¿Dónde está la Madre Confesora?

Richard volvió a acallarlos a todos con un ademán.

—Kahlan estaba inconsciente —susurró—. Tuve que venir solo. Sin duda ya estará despierta en Stroyza. Estará esperándonos. Tendremos que ir a recogerla antes de regresar al palacio. Pero primero tenemos que salir de estas cuevas y del tercer reino.

—Vamos —dijo Samantha—. Por aquí.