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richard paseaba a lo largo de su celda, yendo de un lado a otro a través de la tenue luminiscencia verde que proyectaba el velo que cubría la entrada. No podía hacer otra cosa que deambular desalentado. Tras contribuir con su sangre a resucitar al emperador Sulachan, había acabado abandonado allí durante lo que parecían días. No había visto a nadie en todo ese tiempo.
Cuando Vika lo había llevado a la celda tras la ceremonia, Richard le había preguntado qué iban a hacer con él. Ella había contestado que tanto él como los otros prisioneros serían entregados a los mediopersonas, quienes estaban ansiosos por devorarlos para obtener sus almas.
Había sido una promesa sumamente perturbadora pronunciada como tan sólo una mord-sith podría hacerlo.
Así que sabía que los impíos medio muertos vendrían a por él, lo único que no sabía era cuándo. Lo había imaginado un millar de veces, y luego otro millar más. Había intentado dar con algún modo de escapar una vez que levantaran el velo y fueran a por él; pero no se le ocurría nada que tuviera ni la más remota posibilidad de funcionar. Sabía que entrarían en tropel y lo arrollarían.
Estaba más que angustiado y trastornado ante la interminable espera, ante lo desconocido. Quería salir de allí. Si iba a morir, deseaba al menos poder recuperar su espada y morir peleando. Mejor eso que el final que habían planeado para él.
Si pudiera llegar hasta su espada, podría ser capaz al menos de matar al recién resucitado rey muerto. Pensaba que si podía llegar hasta la espada, incluso podría tener una oportunidad de matar a Hannis Arc. Dedicó mucho tiempo a intentar decidir a cuál prefería matar, si es que podía matar sólo a uno. Aunque su don no funcionara, al menos con la espada no moriría indefenso.
Pero no podía hacer nada —incluido el intentar llegar hasta su espada— a menos que consiguiera hallar un modo de salir de la celda. Durante un tiempo había pensado que a lo mejor Vika elegiría ayudarlo, de algún modo insignificante, al menos. Pero tampoco la había vuelto a ver.
Se preguntó por qué. Mientras daba vueltas una hora tras otra, todo lo que podía hacer era reflexionar sobre qué estaba tramando realmente Hannis Arc. Debía de tener algún objetivo grandioso en mente. Richard podía comprender que el espíritu de Sulachan quisiera regresar al mundo de los vivos para intentar poner en práctica sus planes. El relato de Naja había sido de lo más categórico sobre lo que aquel hombre quería hacer.
Echó una ojeada al anillo que Magda Searus había dejado para él. Sabía lo que Sulachan quería. Quería poner fin a la Gracia.
Richard reanudó su paseo. Sabía lo que Sulachan quería, pero ¿cuál era el papel de Hannis Arc? No iba a ser el vasallo adulador de un rey espíritu. Tenía que tener sus propios planes, algo que quisiera para sí. Richard sabía que las personas como el obispo sólo querían una cosa: poder. Los símbolos tatuados por todo el cuerpo de aquel hombre manifestaban hasta qué extremos era capaz de llegar con tal de obtener ese poder. Estaba profundamente involucrado en la más siniestra magia negra.
Desde luego, acabada la guerra y con el mundo en paz —al menos hasta que la barrera que encerraba a los mediopersonas había dejado de funcionar y Hannis Arc había traído de vuelta a su rey—, el único poder real que quedaba era el imperio d’haraniano. Si se eliminaba a Richard, resultaba muy evidente cual tenía que ser la intención del obispo Arc.
Quería ser lord Arc y gobernar el imperio d’haraniano.
A lo largo de toda su espera y deambular, Richard había acudido con regularidad a cada abertura y había gritado, esperando volver a contactar con Zedd o con alguien. Le habría gustado poder saber si estaban aún vivos, si todavía estaban bien. Gritó hasta casi quedarse afónico. Jamás recibió una respuesta. No había nadie encarcelado cerca de él.
Trató de no tomarlo como una mala señal.
Regresó a sus cavilaciones sobre qué estarían haciendo Hannis Arc y el rey espíritu. Se preguntó si ya habrían partido. Si el obispo no hubiera marchado aún, sin duda habría bajado ya a refocilarse, a atormentar a Richard.
Richard se preguntó si tal vez no lo retenían allí como una fuente de sangre fresca por si acaso el cadáver de Sulachan necesitaba una nueva dosis de vez en cuando.
Nada deseaba más Richard que ver a Sulachan bajar en busca de esa sangre. Si tenía la menor oportunidad, acabaría con él. Sólo necesitaba despedazar aquel cadáver ambulante, con las manos desnudas si era necesario, con los dientes si no había más remedio. Tal vez no sería capaz de hacer daño al espíritu, pero si podía hacer pedacitos la parte terrenal, eso podría servir de algo.
Sabía que tal combate le costaría la vida, pero valdría la pena si podía detener lo que estaba sucediendo. Además, iba a ser entregado a los mediopersonas para que lo devoraran de todos modos.
Podía percibir la magia de la espada a lo lejos. Pero aunque podía notarla, estaba demasiado lejos. Era como una conexión aguardando para ser completada, aguardando a que él regresara. Podía detectar dónde estaba, pero no tenía modo de llegar hasta ella.
De estar más cerca, podría llamarla a él. Estaba ligado al arma, y dentro de una cierta distancia podía hacer que acudiera hasta su mano. Lo había hecho antes. Pero ahora estaba demasiado lejos. Además, estaba al otro lado del límite con el inframundo. Incluso si estuviera lo bastante cerca, y la llamara a él, en cuanto cayera en el inframundo se perdería para siempre.
Examinó el brazo allí donde habían efectuado el corte. La herida se había cerrado y empezaba a cicatrizar, pero estaba negra bajo la piel. Se preguntó si era debido al cuchillo o al veneno de la muerte que llevaba dentro.
Supuso que no importaba. Imaginó que muy pronto a los shun-tuk les darían por fin permiso para despedazarlo. A los otros era probable que ya los hubieran sacrificado. A Richard no tardaría en llegarle la hora.
Seguramente lo entregarían a los mediopersonas antes de que el veneno que llevaba dentro tuviera la oportunidad de matarlo. Con tétrica curiosidad, se preguntó si aquel veneno podría matar a aquellos que se lo comieran. Supuso que no. Ellos pertenecían al tercer reino.
Mientras volvía a sentarse contra la pared, arrojando piedrecillas por puro aburrimiento, se preguntó si Samantha habría conseguido huir. No tenía ni idea de qué podía hacer ella ahora que estaba sola y tan lejos de su hogar, pero al menos había escapado de las garras de Hannis Arc. Aun así, no había garantías de que hubiera permanecido fuera de los flotantes límites verdosos con el mundo de la muerte o fuera de las garras de los mediopersonas.
Ella había deseado tanto acompañarle, ayudarlo, intentar rescatar a su madre. Había querido ayudar a combatir la amenaza que se cernía sobre el mundo. Había querido cumplir con el deber de los poseedores del don que habían sido dejados en Stroyza. ¡Había mostrado tanta determinación!
Se sentía culpable por abandonarla, pero desde luego no había tenido elección. De todos modos, le hacía sentir mal.
Dejó caer el cuerpo hacia atrás contra la pared, apoyando los antebrazos sobre las rodillas. Estaba agotado por el cautiverio, por el dolor producido por el agiel y por la preocupación, también estaba débil por falta de comida.
Lo que era aún peor, el veneno de su interior también lo debilitaba por momentos.
—¿Lord Rahl?
Alzó la cabeza de golpe. Le pareció que oía una voz que gritaba su nombre. Sonaba lejos y más bien amortiguada al tener que atravesar la ondulante pared verdosa del inframundo, pero le pareció que sonaba como la voz de Samantha.