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cuando Richard empezó a ser consciente del mundo a su alrededor, no había nada más que dolor paralizante que lo dejaba petrificado, incapaz de moverse. Recordaba aquel dolor devastador y único en su especie que producía el tener un agiel presionado contra la base de su cráneo, pero el recuerdo no era nada como la realidad.
Advirtió que estaba en el suelo apoyado sobre manos y rodillas, temblando por el shock de lo que Vika le había hecho. Sus alaridos todavía resonaban alrededor de la caverna, por otra parte silenciosa. Las lágrimas goteaban al suelo ensangrentado que tenía debajo.
Al apagarse el eco de su grito, los shun-tuk profirieron un aullido sobrenatural que de algún modo extraño parecía en sintonía con el insoportable zumbido en su cabeza. Hizo que el aire vibrara.
Sintió aquella vieja y familiar sensación gélida de indefensión y desesperanza, la sensación de que había estado recorriendo una carretera larguísima y esto era todo lo que había al final.
A pesar de todos los que lo rodeaban, para Richard, en aquel momento, no existía más que el irresistible dolor de estar totalmente solo en el mundo, en su propio reino privado donde no había otra cosa que aquel erial de sufrimiento. Una vez más acudió a su mente aquel viejo anhelo de morir, de aquella liberación que haría que el dolor cesara por fin.
Combatió aquellos sentimientos de desesperanza, combatió el impulso de rendirse, de sucumbir, el agobiante deseo de aceptar la muerte. Sentía como si aquel deseo hubiera estado siempre allí en su interior, oculto, aguardando para salir.
La muerte traería por fin la paz, pero tan sólo a sus padecimientos personales. Se aferró a la tabla de salvación de que eso no ayudaría en ningún modo a nadie más ni pondría fin al sufrimiento de esas personas.
Pero su muerte negaría a estos mediopersonas lo que querían… la sangre de un hombre vivo con alma para traer de vuelta a alguien que llevaba muerto tantísimo tiempo. Richard comprendió que estaba intentando encontrar una excusa para ceder a la muerte.
No obstante, en ese sentido, su muerte realmente protegería a todos los demás, de modo que se preguntó si sería correcto ceder.
No obstante, la advertencia de Naja le había dicho que únicamente él podía poner fin a la locura de lo que el emperador Sulachan había iniciado, pero sólo poniendo fin a la profecía. Si se rendía a la muerte, no tendría la posibilidad de hacerlo y entonces, a la larga, no existiría esperanza para nadie.
Él era el elegido.
Era el único que podía poner fin a la llegada del terror de los muertos reanimados y los mediopersonas, al desgarrón hecho al límite entre la vida y la muerte para dejar a la muerte suelta en el mundo de la vida.
Al mismo tiempo, también era él quien traería de vuelta a su rey y liberaría a aquellos monstruos sobre el mundo.
Él era ambas cosas, comprendió. Era vida y muerte juntas. Era salvador y destructor a la vez.
Esa era la advertencia que Magda Searus le había dejado.
Richard contempló cómo lágrimas de dolor goteaban al suelo de la cueva cubierto con la sangre de tantísimas personas. La sangre de Zedd. Probablemente la de Nicci y la de Cara y la de aquellos soldados que lo habían protegido tantas veces. Aquellas personas habían acudido a ayudarlo. Habían estado dispuestas a entregar sus vidas por él si tenían que hacerlo. En el pasado, muchos de ellos lo habían hecho.
Por todas aquellas personas y más, no podía permitirse ser débil. Por ellas, si no lo hacía por él mismo, tenía que ser fuerte y soportar lo que fuera que le hicieran de modo que una vez dejada atrás aquella terrible prueba, pudiera hallar un modo de ayudar a salvarlos a todos de lo que estaba descendiendo sobre el mundo de la vida. Le correspondía a él proteger sus vidas.
Ellos habían sido el acero contra el acero. Él tenía que ser ahora la magia contra la magia, aunque no pudiera usar su don.
A medida que el zumbido en sus oídos disminuía, empezó a oír cómo los shun-tuk que lo rodeaban comenzaban a salmodiar suavemente en un idioma que Richard no reconoció. El perturbador canto resonó por la inmensa cueva.
De un modo perverso, le recordó la antigua plegaria al lord Rahl. Probablemente era algo parecido, supuso, algún cántico de dedicación a su rey muerto.
Mientras aquellos seres salmodiaban quedamente, Hannis Arc trabajaba en el cuerpo del muerto. Hablaba en la misma lengua muerta, conjurando cosas que Richard no podía ni imaginar. Algunos de los shun-tuk acercaron cuencos de pociones oleosas y, de vez en cuando, Hannis Arc sumergía un dedo tatuado en ellas y lo utilizaba para dibujar símbolos sobre el cadáver.
A continuación dibujó emblemas sobre la frente del cadáver. Las grasientas líneas empezaron a resplandecer con un pálido tono entre amarillo y naranja, como iluminadas desde dentro. El hombre alzó los brazos, efectuando señas apremiantes a la horda que observaba, y los shun-tuk murmuraron un cántico nuevo. Mientras el sonido de este aumentaba, él volvió a encorvarse sobre el cuerpo.
Richard vio entonces algo de lo más extraordinario. Una visión tan aterradora y fascinante al mismo tiempo que no pudo apartar la mirada.
Los tatuajes de Hannis Arc empezaron a brillar.
Mientras el hombre pronunciaba las palabras en la lengua muerta, las líneas que componían los distintos símbolos sobre su cuerpo se iluminaron con el mismo luminoso color que resplandecía en la frente del rey muerto. Primero uno y luego otro de los tatuajes brillaron por un breve instante para apagarse más tarde cuando un tercero empezaba a iluminarse desde el interior en una ondulante sucesión en constante cambio.
Hannis Arc giró hacia los que lo observaban y alzó una mano a la vez que gritaba una serie de palabras que Richard no reconoció.
Los gritos coordinados de palabras sagradas en respuesta a cada recordatorio del hombre situado en el centro de la sala retumbaron como truenos.
Mientras Hannis Arc trabajaba, colocando símbolos de líneas refulgentes sobre el cuerpo a la vez que los de su propia carne brillaban como en respuesta a los que dibujaba, los shun-tuk iniciaron un nuevo cántico, un compás regular repetido una y otra vez. Cada compás parecía prender un símbolo distinto. A medida que proseguía aquel sonido monótono, este fue creciendo poco a poco hasta que incluso Richard se sintió atrapado en su poder, en su perversa majestuosidad.
Richard nunca había imaginado una invocación tan complicada ni que implicara a tantas personas.
Por fin el hombre tatuado giró hacia la mord-sith con una mirada torva que ella había estado anticipando.
—Levanta —ordenó Vika desde detrás de Richard.
Su voz, más que ninguna otra cosa, sonó como un recuerdo de los tiempos más oscuros de su vida. Richard no se movió. No estaba seguro de poder.
Ella se inclinó y le gruñó al oído:
—He dicho que te levantes.
Él tan sólo pudo asentir mientras hacía un gran esfuerzo por ponerse en pie. Notó la mano de la mujer bajo su brazo, ayudando a alzarlo y ponerlo derecho.
Con la ayuda de Vika, caminó el resto de la distancia hasta el cuerpo tendido en la mesa de piedra.
Hannis Arc giró con un floreo de sus negros ropajes, igual que una aterradora aparición procedente de otro mundo. Los ojos rojos se clavaron en Richard con ardiente intensidad.
Vika presionó su agiel contra el cogote de Richard, inmovilizándolo allí. La visión de Richard se tornó borrosa y distorsionada. Abrió la boca para chillar, pero no pudo emitir ningún sonido.
La mord-sith le cogió el brazo y lo empujó al frente. Hannis Arc agarró la muñeca de Richard y la acercó más, por encima del cadáver reseco. Richard era incapaz de hacer nada. Observaba como si estuviera en un mundo diferente.
Hannis Arc sacó un cuchillo de piedra, la hoja tan negra como las profundidades más oscuras del inframundo.
Con él, efectuó un profundo corte en el antebrazo de Richard.
Richard no sintió el dolor del corte. La punzada del agiel anulaba cualquier otra sensación.
Cualquier sensación física, al menos.
No anuló el repentino dolor desgarrador en su interior. Fue como si el cuchillo hubiera hecho una incisión en aquel lugar de muerte que tenía dentro, sangrando aquello al mismo tiempo que le extraía la vida y el alma.
La sangre salió a borbotones del profundo tajo del brazo y cayó sobre el cuerpo del rey. Hilillos rojos discurrieron por las depresiones entre cada costilla.
Hannis Arc tiró del brazo de Richard, sosteniéndolo por encima de la boca marchita del rey.
Cuando pareció quedar satisfecho con la cantidad de sangre caída sobre el esqueleto del monarca, el obispo empujó atrás a Richard para apartarlo. Este vio cómo su sangre empapaba la túnica y la carne reseca del muerto. Brillantes arroyuelos rojos discurrieron por los lados redondeados de la plataforma para unirse a la sangre más oscura que había por todo el suelo.
Después de que Hannis Arc lo hubiera empujado a un lado, Vika tiró de Richard para apartarlo de allí. Él estaba demasiado débil para resistirse. Tampoco servía de nada intentarlo. Iban a llevar a cabo su plan y no había nada que Richard pudiera hacer al respecto.
Cayó de rodillas, demasiado cansado para mantenerse en pie. La atención de Hannis Arc, junto con la de todos los shun-tuk, estaba puesta en el cuerpo tendido sobre la plataforma. El obispo estaba demasiado absorto en lo que estaba haciendo para preocuparse por Richard.
Vika se inclinó hacia él y acercó la boca a su oído.
—Pon tu otra mano encima.
Richard la oyó hablar, pero en realidad no sabía a qué se refería. El persistente dolor del agiel, aun cuando hacia rato que lo habían retirado, seguía embrollando sus ideas.
Ella le agarró la mano izquierda y la colocó sobre la herida abierta del brazo derecho.
—Presiona —dijo en tono quedo y confidencial—. Presiona con la mano ahí y sostenla con firmeza.
Richard asintió.
—Gracias…
No estaba seguro de por qué le daba las gracias. Sólo parecía lo correcto.
Richard vio que todo el cuerpo del rey empezaba a resplandecer, como si los símbolos hubieran encendido algo en el interior y ahora estuviera emergiendo un espectro del cascarón sin vida.