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kahlan se agarró a la manija lateral para mantenerse erguida cuando el carruaje brincó en una rodada. Los traqueteos tan bruscos y violentos hacían que le dolieran los músculos abdominales lastimados por el agiel. Todavía le dolía cuando inspiraba profundamente.
Tanto la mord-sith como el abad la observaban atentamente mientras viajaban por un paisaje sombrío de árboles imponentes y terreno escarpado e inhóspito. Kahlan volvió los ojos para mirar por la ventanilla de modo que no tuviera que mirar a sus dos acompañantes. Le hervía la sangre cuando los miraba. La enfurecía que estuvieran haciendo esto.
El Nuevo Mundo había librado durante años una guerra horripilante con el Viejo Mundo. El emperador Jagang había causado un padecimiento incalculable y era imposible decir cuántos cientos de miles de personas habían perdido la vida en aquella guerra. Familias perdieron padres, madres, hermanos, hijas e hijos. Generaciones enteras de personas habían sido eliminadas. Más personas aún quedaron lisiadas de por vida. Muchos tardarían años en quedar totalmente curados, si es que curaban.
¿Y para qué?
Para que el emperador Jagang pudiera gobernar el mundo, para que la Orden Imperial pudiera hacer posible su visión de que todo el mundo debía vivir para la Orden Imperial y sus creencias, vivir como súbditos de aquellas ideas retorcidas del bien común impuestas por la fuerza.
Al igual que tantos otros gobernantes que predicaban un bien común, habían estado dispuestos a matar a todos los que no estuvieran de acuerdo con su falsa ilusión de una vida mejor. Habían estado dispuestos a borrar del mapa ciudades enteras, a todo el Nuevo Mundo si era necesario, para salirse con la suya.
El sufrimiento que habían traído al mundo había sido asombroso, todo por la absurda idea de una vida mejor para todos.
Pero Richard había conducido al Nuevo Mundo a la victoria. La libertad había prevalecido. La larga y dura experiencia, el sufrimiento y sacrificio que en ocasiones daba la impresión de que jamás finalizaría, había acabado ya.
El mundo estaba en paz.
¿Y ahora estas personas procedentes de una tierra siniestra y desolada querían volver a encadenar al mundo, igual que la Orden Imperial? ¿Y para qué? ¿Para poder gobernar ellos?
Era demencial.
Kahlan apretó con fuerza las mandíbulas mientras lanzaba furiosas miradas por la ventanilla.
—¿Cómo fue?
Kahlan volvió la cabeza para mirar con cara de pocos amigos al abad sentado en el asiento situado frente al suyo.
—¿Qué?
La sonrisa ufana del hombre parecía estar muy a gusto en sus facciones mientras la observaba. Podía ver lo furiosa que ella estaba y disfrutaba con ello. Estaba encantado consigo mismo por haberla cogido prisionera, por tener a la Madre Confesora, a la esposa del lord Rahl, a la mujer que había ayudado a derrotar a la Orden Imperial, convertida en aquellos momentos en una simple propiedad personal.
—Que cómo fue.
Kahlan le fulminó con la mirada sin responder y devolvió la mirada a la ventanilla a la interminable extensión de bosques oscuros. Las plomizas nubes hacían que todos los árboles tuvieran un color gris verdoso. El bosque parecía muy antiguo, como si el mundo del hombre no lo hubiera tocado. Era una tierra salvaje inexplorada, un erial primigenio e inhóspito donde la muerte y la descomposición eran el modo de vida.
Las torcidas ramas que trazaban un arco sobre la pequeña carretera casi los encerraban por completo, convirtiendo la calzada mal construida en un túnel sombrío a través de territorio hostil. Daban la impresión de ser como brazos enormes de monstruos que intentaban continuamente atrapar victimas. Eran los bosques de aspecto más malicioso que había visto nunca.
Un repentino y violento golpe en la cara tumbó a Kahlan sobre el asiento.
Jadeó por el dolor y la conmoción causados por el puñetazo de la mord-sith. Su mundo pareció ladearse al mismo tiempo que giraba en redondo. Por un momento, a Kahlan le costó comprender dónde estaba o qué sucedía. Los brazos yacían sin fuerzas, uno sobre las piernas, el otro colgando por encima de la parte delantera del asiento de cuero negro.
Kahlan gimió cuando el daño del golpe empezó a alcanzar su plenitud. Sintió un dolor punzante en la mandíbula y un hormigueo en labios y nariz como si le clavaran miles de agujas.
Erika irguió a Kahlan tirando con violencia de sus cabellos y luego le asestó un revés en el otro lado de la cara, para finalmente empujarla de vuelta a su asiento.
Mientras permanecía sentada, con los brazos colgando inertes a los costados, Kahlan notó la calidez de la sangre descendiendo por su barbilla para gotear sobre los pantalones.
—El abad te ha hecho una pregunta —gruñó la mord-sith—. Sería mejor que aprendieras a respetar a tus superiores. Si no deseas hacerlo, entonces me encantará pedir al cochero que detenga el carruaje para arrastrarte por la carretera y enseñarte a mostrar la deferencia y obediencia adecuadas.
Se inclinó al frente, volvió a agarrar a Kahlan por el pelo, tiró de ella hacia adelante y acercó su cara a la de ella.
—¿Te gustaría?
—No —respondió Kahlan antes de que la mord-sith volviera a pegarle.
Erika sonrió con suficiencia a la vez que soltaba los cabellos de la Madre Confesora, luego se recostó en su asiento y cruzó los brazos sobre el pecho.
Con el dorso de la mano, Kahlan se limpió la sangre de la boca.
El abad Dreier observó con tranquila satisfacción un momento antes de repetir finalmente la pregunta.
—Pregunté cómo fue. Espero una respuesta. Erika espera una respuesta. Ambos estamos muertos de curiosidad.
Kahlan le lanzó una mirada llena de odio.
—¿De qué estáis hablando? ¿Cómo fue qué?
Con un vivaz movimiento de una mano, el abad indicó el largo descenso en caída libre desde un lugar alto.
—Ya sabéis, el descenso, la caída desde el risco. Realmente debéis aprender a tener más cuidado. Ser torpe y caer de ese modo podría acabar matándoos algún día. Y bien, ¿cómo fue?
Kahlan podía sentir cómo se le hinchaba el labio y el dolor hacía su aparición con toda su fuerza. Nada deseaba más en aquel momento que estrangular a aquel hombre.
—No me gustó mucho.
Él enarcó una ceja, divertido.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no?
Kahlan dirigió una veloz mirada a la mord-sith y luego volvió a mirarlo a él.
—Fue aterrador.
El hombre soltó una breve risita.
—Imagino que lo fue. —Cruzó los brazos mientras se recostaba en el asiento, observándola—. Pero era de eso de lo que se trataba.
—¿Tenía un motivo?
—Desde luego —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Me temo que no soy muy buena para las adivinanzas. ¿Por qué no me contáis cual era el motivo?
—¿Cuál iba a ser? Daros un susto de muerte, por supuesto. Casi os morís de miedo, ¿no es cierto? Cuando estabais casi llegando abajo, cuando estabais a punto de chocar contra el suelo yendo a toda velocidad por haber caído de tan arriba.
—¿Así que el motivo era asustarme? De acuerdo. Lo conseguisteis. Me asusté. ¿Estáis contento?
Él giró su sonrisa hacia la mord-sith.
—Todavía no lo comprende.
—Lo hará —dijo la mord-sith, balanceándose adelante y atrás cuando el carruaje pasó por encima de una serie de baches—. Al final.
—Supongo que tienes razón —repuso él con un suspiro.
Kahlan permaneció sentada en silencio, no queriendo proporcionarle la satisfacción de preguntarle a qué se refería.
—¿No sentís curiosidad? —preguntó él—. ¿No os preguntáis cómo lo hice?
Ella sabía exactamente de qué hablaba él. Le estaba preguntando si sentía curiosidad respecto a cómo había conseguido usar su don para detener su caída justo antes de que chocara contra el suelo.
Kahlan había crecido rodeada de magos. Sabía muchas cosas sobre magia y lo que esta podía hacer. Los que poseían el don podían levantar cosas, incluso cosas pesadas, y atrapar objetos que caían antes de que chocaran contra el suelo.
Pero no podían hacer eso con seres vivos, en especial con personas.
La vida de algún modo interfería con aquella clase de manipulación. Algo respecto a tener un alma impedía que a la gente la levantaran del suelo, salvo en raras circunstancias y por períodos breves de tiempo. Incluso en ese caso, requería un esfuerzo monumental. De lo contrario, todos serían capaces de volar. Le habían explicado el principio en una ocasión, pero en aquel momento había parecido poco importante.
Lo que era importante, lo que era relevante, era cómo Ludwig Dreier había conseguido hacerlo, en especial con tal precisión. Cuando se había detenido, la cara de Kahlan estaba a centímetros de la tierra, entonces él la había bajado con suavidad y delicadeza hasta el suelo.
Fue una experiencia atroz, aterradora y horripilante que la había dejado temblando como una hoja.
—Sí —dijo Kahlan—, de hecho, siento curiosidad. ¿Cómo lo hicisteis? Es obvio que poseéis el don, un dato que nos ocultasteis en el palacio. Jamás he conocido a un mago que pudiera hacer una cosa así. Según me enseñaron, el don no permite hacer eso.
Él sonrió con satisfacción.
—Muy cierto. El don no puede hacer una cosa así. Pero poseo una clase distinta de poder.
—El don es el don.
—Sí, de eso no cabe duda, pero lord Arc y yo, entre otros, hemos adquirido la habilidad adicional de usar poderes arcanos junto con nuestro don. El resto del mundo sencillamente no comprende los poderes que tenemos o qué podemos hacer con ellos. —Indicó con un ademán hacia afuera de la ventanilla—. Una de las ventajas de vivir aquí, tan lejos de todo, lejos de todos los demás, es poder aprender tales artes arcanas de los sortílegos y luego desarrollarlas para que sean algo totalmente distinto, algo que es más de lo que ellos jamás podrían imaginar. Pero claro, ellos no poseen el don y por lo tanto jamás podrían imaginar tales cosas.
—Deberíais tener mucho cuidado conjurando artes arcanas.
La sonrisa del abad volvió a ensancharse. Kahlan empezaba a hartarse de verla. La presunción del hombre parecía ser un fin en si misma.
—No tengo miedo —dijo en una voz baja y más bien peligrosa.
Kahlan quiso decir que sí debería estar asustado, pero se lo pensó mejor.
Entonces él se animó.
—Pero vos sentisteis miedo. Cuando caíais, quiero decir. Estabais asustada.
—Ya os dije que lo estaba —repuso ella mientras brincaban sobre otra sección pedregosa de la carretera.
La sacudida le lastimó el abdomen, dejándola sin aliento, y le provocó una punzada en la mandíbula. Al menos el labio había dejado de sangrar.
—Eso era lo que yo quise que sucediera.
Kahlan renovó su mirada de odio.
—Yo pensaba que habíais dejado atrás hace tiempo la etapa de asustar a las chicas.
La mord-sith lanzó una sonora carcajada.
—Es graciosa. —Dirigió la mirada al abad Dreier—. Es graciosa.
Él efectuó una mueca, pero aparte de eso hizo como si la mord-sith no existiera.
—Existe un motivo para el miedo —dijo en tono paciente a Kahlan—. Intento explicar mi propósito, y en ese contexto el propósito de mayor envergadura de la obra de mi vida.
Kahlan respiró profundamente. En realidad no quería charlar. Desde que Erika le había asestado aquel tortazo en la mandíbula, le dolía cuando intentaba hablar. Supuso que no había forma de evitarlo.
Además, comprendió que necesitaba averiguar qué tramaba aquel hombre, de qué trataba la «obra de su vida» y qué hacía en la abadía. Podía darse cuenta de que no haría falta mucho para animarlo a revelar tales cosas.
—Lo siento, abad, pero caer por un precipicio y ser atrapada en el último instante antes de chocar contra el suelo es nuevo para mí. Me temo que si tenéis algún propósito para hacerlo, se me escapa.
Él abandonó la sonrisa a la vez que se inclinaba hacia ella.
—Justo allí, al final, justo en aquel último instante antes de morir, ¿tuvisteis alguna revelación? ¿Algún último pensamiento? ¿Algún recuerdo del significado de vuestra vida? En momentos excepcionales en los que uno casi está a punto de morir, muchas personas dicen que experimentan en un único instante la totalidad de su vida… que lo ven todo.
»Así que me preguntaba cuáles fueron vuestros últimos pensamientos en ese instante final.
Kahlan tuvo que apartar la mirada de sus ojos. En su lugar miró por la ventanilla, contemplando cómo la interminable extensión de árboles y ramas pasaba como una centella por delante del carruaje.
—¿Bien? —inquirió él—. ¿Qué último pensamiento tuvisteis?
—No lo comprenderíais —respondió ella en una voz queda y sin mirarlo.
Viajaron en silencio un momento.
—En ese caso —dijo él finalmente—, ¿por qué no me lo explicáis?
Ella sabía que no era simple curiosidad. Era una petición que no se atrevía a ignorar.
—Experimenté la totalidad de lo que siento por mi esposo.
Él alzó un dedo.
—Ah, amor.
Ella estuvo a punto de decir que él no podría saber lo que era realmente el amor, pero decidió no malgastar energías.
—Bueno, veréis, la cuestión es —prosiguió el abad a la vez que se toqueteaba una uña— que hemos aprendido, a través de nuestras habilidades con poderes ocultos, cómo alterar esa experiencia.
Los ojos de Kahlan giraron hacia él.
—¿La «experiencia» de la muerte? ¿A qué os referís?
—En él último instante antes de la muerte, la muerte real y cierta, la muerte de verdad, las personas experimentan muchas cosas diferentes. Pueden experimentar arrepentimiento, miedo paralizador, amor, incluso el recuerdo instantáneo de la suma de toda su vida, según me han contado. Esa clase de cosas.
—¿Y?
—Bueno, veréis, nosotros… por nosotros me refiero a mí, por supuesto, yo he aprendido mediante una larga experimentación y esfuerzo cómo alterar esa experiencia de modo que aquellos que están a punto de cruzar el velo y penetrar en el mundo de los muertos puedan hacer algo útil por los que permanecemos en el mundo de la vida.
Kahlan frunció el entrecejo, sintiendo una auténtica curiosidad.
—¿Qué podríais obtener que os sea de utilidad?
La sonrisa regresó, pero esta vez no había diversión en ella, ni presunción. Era la expresión más malévola que ella había visto jamás.
—Profecía.