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en un estado de ánimo sombrío, Richard siguió a Hannis Arc cuando este empezó a caminar en dirección a las torres de roca situadas a lo lejos. Mientras pasaba por delante de la masa de escarpadas agujas de piedra, aún más shun-tuk de aspecto blancuzco emergieron de las sombras para estrechar el cerco.

Eran las personas más amedrentadoras que Richard había visto nunca. Todos ellos, incluso las mujeres, llevaban el pecho desnudo. Lo más que llevaban por encima de las cinturas eran ristras de abalorios, huesos y dientes, muchas de ellas arrolladas a la parte superior del brazo. Todos ellos iban embadurnados con una sustancia terrosa y blanca que cubría cada centímetro de piel que no estuviera cubierto con sus sencillas y escasas ropas. En cierto modo, el pigmento blanco era su vestimenta. La mayoría, incluidas varias mujeres, se habían afeitado la cabeza. Unos pocos lucían copetes de pelo atados con ristras de huesos y dientes para conseguir que permaneciera alzado en un penacho. Richard no sabía si era una indicación de rango, otro método de embellecimiento o estaba pensado para darles un aspecto más amenazador.

Tenían un aspecto salvaje y desagradable.

Todos lo escrutaron con semblantes torvos y ávidos. Los ojos de los shun-tuk parecían atormentados, rodeados por los toscos círculos de grasiento hollín oscuro. Algunos tenían una mueca de calavera pintada sobre los labios y las mejillas con la misma grasa oscura, de modo que tenían más aspecto de esqueletos que de personas vivas con carne en los huesos. Era como si quisieran festejar la parte de ellos que estaba muerta.

Tal cosa tenía sentido en vista de que esos seres no eran realmente personas vivas. Eran mediopersonas, parte del tercer reino que existía en algún punto entre la vida y la muerte. Estas criaturas carecían de alma, no tenían conexión con la Gracia, carecían de la chispa de la Creación que los acompañaría a lo largo de sus vidas y al inframundo.

Por el momento, no existían ni en el mundo de la vida ni en el mundo de la muerte. Pertenecían al tercer reino.

A Richard lo entristecía saber que también él pertenecía a ese reino y que tenía la sombra de aquel mundo de las tinieblas rondándolo.

Era más que perturbador estar en medio de una concentración tal de mediopersonas, ya que eran seres que, si se les daba la oportunidad, caerían sobre él y lo despedazarían, devorándolo para intentar robar su alma.

A medida que se adentraban en la interminable extensión de agujas rocosas que sobresalían del suelo por todas partes, el aire fue oscureciéndose sobre sus cabezas con una nebulosa capa de humo. Olía a azufre. El humo era tan espeso que en algunos lugares Richard no podía ver la parte superior de las proyecciones rocosas más altas.

La interminable marcha recordaba a una caminata a través de un bosque de piedra con el humo que flotaba actuando como dosel de hojas. Empezó a divisar lugares donde aquel humo ascendía de grietas en el suelo. Cuanto más andaban, más frecuentes eran las fisuras, hasta el punto de tener que pasar por encima de ellas y a través del asfixiante humo gris. Salía luz verde a través de muchas de aquellas grietas, como si caminaran sobre roca que flotaba en la superficie del mismo inframundo.

A los lados, Richard vio aberturas en las escarpadas paredes de piedra. Algunas parecían poco profundas, pero otras se adentraban en la oscuridad. Humo acre ascendía del suelo resquebrajado a su alrededor para acrecentar la nebulosa capa sobre sus cabezas.

Más al interior de los cañones que formaban las columnas de piedra, las agujas empezaron a adquirir el aspecto de fajos enormes de juncos que se hubieran convertido en roca. Muchas de las cañas pétreas estaban partidas a distintas longitudes, dando a cada columna una parte superior irregular. El suelo estaba cubierto de aquellos pedazos rotos con aspecto de varas. En algunos lugares eran torres las que se habían venido abajo y desplomado sobre el suelo para dejar una profunda capa de detritos por entre la que era muy difícil caminar. A lo lejos, en los lados, las columnas se fusionaban para pasar a ser inmensos oteros de piedra.

A medida que avanzaban por una sinuosa ruta a través de la red de profundos y oscuros desfiladeros creados por las agujas, Richard vio a más shun-tuk en los oscuros recovecos, atisbando al exterior con aquellas órbitas atormentadas y ávidas pintadas de negro.

Más al interior del confuso paisaje, la roca cambió y en el interior entre las agujas parecía haber sido en una ocasión líquido que inundó el lugar y luego se solidificó en forma de piedra. Era más oscura y estaba llena de agujeros. Richard vio con más frecuencia aberturas en la roca. Las moles más grandes estaban acribilladas de toda clase de agujeros irregulares. En algunos lugares los flujos de piedra se juntaban en lo alto para formar puentes y arcos. También esos aumentaron en número creando una red de simas cubiertas. En algunas partes, la roca que cubría al grupo se espesaba de modo que durante breves espacios de tiempo era como atravesar cavernas.

Daba la sensación de que el agreste paisaje los iba engullendo poco a poco.

Los shun-tuk parecían aumentar en número, saliendo de aberturas en la roca para observar o para unirse a la procesión. A medida que se internaban en la enmarañada masa rocosa, dio la impresión de que avanzaban a través de un sistema de cuevas que con el paso del tiempo había quedado parcialmente expuesto. Cuanto más se adentraban, más se cerraba la piedra sobre sus cabezas, hasta que al cabo de un rato, estuvieron en una red de pasadizos que estaban casi por completo bajo tierra. De vez en cuando, Richard veía espesas nubes grises, pero enseguida volvían a pasar al interior de oscuros corredores subterráneos.

Cuando esos pasadizos, esos agujeros que acribillaban la roca, se tornaron lo bastante oscuros, entraron en acción las antorchas para iluminar el camino. Al final, a medida que penetraban más al interior, la roca se cerró por completo en lo alto de modo que quedaron totalmente bajo tierra. Muchos de los adustos y blanquecinos mediopersonas traían antorchas con ellos al emerger de agujeros, túneles y huecos situados por todas partes.

En algunos de los pasadizos laterales, Richard vio a figuras silenciosas de pie, como si custodiaran el pasillo. No eran shun-tuk. Eran los muertos que habían sido reanimados. Los cadáveres, uno con el hueso de un hombro sobresaliendo de la carne reseca y en proceso de desintegración, los observaron con refulgentes ojos rojos.

Richard renunció a intentar memorizar la ruta que seguían para poder encontrar el camino de vuelta para salir de allí. La red de cuevas era un laberinto de incontables entradas. Comprendió que estaba completamente perdido en aquel dédalo de pasillos subterráneos y se preguntó si tendría que enfrentarse en algún momento al problema de hallar la salida.

Llegaron a una serie de cavernas situadas a los lados que estaban tapiadas, algunas con toscas tablas que parecían servir de puertas o barreras. Otras aberturas, sin embargo, estaban cegadas con cortinas de la ondulante luminiscencia verde del inframundo.

Cuando Richard vio una figura de pie detrás de una de aquellas cortinas verdes, se paró para mirar. Pudo darse cuenta de que no era uno de los espíritus que podían verse en el mundo de los muertos. Esta figura no se movía igual, no se retorcía y no gemía. Caminaba y luego permanecía inmóvil, como lo haría un hombre. Supo que era una persona atrapada en el otro lado de la pared verde y le pasó por la mente que el velo del inframundo podría estar sirviendo como una especie de puerta de prisión.

La mord-sith le dio un golpecito en la parte posterior del hombro con su agiel para mantenerlo en movimiento y él se llevó una mano al hombro a la vez que daba un traspié al frente, para acariciar la zona que había recibido la inesperada punzada de dolor. Por amplia experiencia sabía que el dolor podría haber sido mucho peor, de haberlo querido ella. En esta ocasión su intención sólo lo había instado a avanzar.

No llevaban demasiado trecho recorrido cuando Hannis Arc paró y se dio la vuelta, mirando con atención a Richard, a Vika y a la masa de mediopersonas silenciosa y pintada de blanco que se acercaba por los lados y por detrás de Richard. Cuando este se detuvo, Hannis Arc hizo un mudo ademán a la mord-sith.

Esta comprendió lo que quería.

—Dame tu espada —dijo a la vez que iba a colocarse delante de Richard—. No la vas a necesitar.

Entregar su espada era poco más o menos lo último que deseaba hacer Richard, pero sus opciones eran de lo más limitadas. Podía desenvainar el arma y pelear, pero ni en sueños podría rechazar a aquella horda de shun-tuk que lo rodeaba. Su primer objetivo, por supuesto, habría sido Hannis Arc, pero el hombre ya había demostrado sus poderes arcanos, de modo que tal ataque resultaría inútil. Por último, intentar utilizar el arma contra una mord-sith era una equivocación que ya había cometido en una ocasión. Y no la volvería a cometer.

Vika alargó las manos. Richard se quitó el tahalí pasándolo por encima de la cabeza y depositó la envainada espada en las palmas de la mujer.

Ella pareció un poco sorprendida.

—Muy bien, lord Rahl. Si no supiera que no puede ser, pensaría que ya habíais sido entrenado por una mord-sith.

Sin decir nada, Hannis Arc hizo una seña a los mediopersonas apelotonados a poca distancia.

Uno de los shun-tuk asestó un empujón a Richard, haciendo que tomara un túnel diferente situado a la izquierda. Una vez pasada la entrada, Hannis Arc alzó una mano con elegancia y un velo de tenue luz verde ascendió para tapar la abertura, encerrando a Richard detrás de él.