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no tan sólo Kahlan no reconoció a la mord-sith, sino que la mujer iba vestida de cuero negro.
Kahlan había visto a mord-sith vestidas de cuero marrón, blanco y por supuesto rojo. Pero jamás había visto a una mord-sith de negro.
Era una visión escalofriante.
Por un instante Kahlan dudó de su pensamiento inicial, cuestionando que la mujer realmente fuera una mord-sith. Los rubios cabellos sujetos pulcramente en una trenza seguían el mismo estilo de peinado que llevaban todas las mord-sith, pero eso no demostraba nada; un peinado no creaba a una mord-sith. Ni tampoco lo hacía el vestir un traje de cuero, aunque no hubiera sido de un color tan curioso. Ni tampoco la figura perfecta de aquella mujer tan alta o el semblante peligroso significaban que fuera mord-sith.
Una gran variedad de mujeres podían tener ese aspecto y no ser una de ellas. Incluso podría darse el caso de que representara el papel a petición del pomposo abad. Sin duda alguna encajaría con la impresión de Kahlan de que Ludwig Dreier quería representar el papel de un hombre importante al tener a una mujer así con él.
Sin embargo, lo que inquietó a la Madre Confesora fue la vara roja de aspecto sencillo que colgaba de una delgada cadena de oro de la muñeca derecha de la mujer. Eso la señalaba como mord-sith. Eso era lo que indicaba a Kahlan que esa mujer tenía que ser una mord-sith. Únicamente las mord-sith llevaban un agiel. Era difícil imaginar que cualquier mujer llevara un agiel falso, porque si la descubrían intentando llevar a cabo tal suplantación de identidad, una mord-sith auténtica la despellejaría viva.
Los fríos ojos azules de la mujer estaban clavados en Kahlan.
—Me temo que hemos tenido muchísimos problemas recientemente —dijo Ester, tratando de sonar contrita—, así que lo lamento, pero nadie aquí estaría en situación de… ofrecer sus servicios para ayudar con la profecía en la abadía.
—¿Problemas? —preguntó el abad, sonando sorprendido ante la noticia—. ¿Qué clase de problemas?
Kahlan tuvo la clara impresión de que el hombre sabía con exactitud qué clase de problemas eran, aun cuando ella no supiera de qué hablaba Ester.
La mirada de Ester recorrió veloz la habitación. La mujer restregó las manos mientras intentaba pensar en un modo de explicarlo.
—Bueno, esto… bueno, hubo un ataque. Atacaron el pueblo.
—¡Lo atacaron! —El abad sonó consternado e incluso preocupado, pero Kahlan no creyó que fuera sincero—. Vaya, eso sí que suena grave.
—Lo fue, me temo —contestó Ester, asintiendo con ferocidad—. Muy grave.
—¿En tiempo de paz? ¿En la provincia de Fajín? Al obispo le afectará mucho enterarse de un problema así en su amada tierra. A Hannis Arc no le gustará oír que han atacado a sus súbditos. No le gustará en absoluto, puedo asegurároslo.
—Estoy segura de que no —repuso ella en una voz débil.
El abad Dreier se inclinó hacia Ester.
—¿Un ataque de quién?
Ester carraspeó.
—Bueno, veréis, fueron unos…, bueno, no sé cómo describirlos adecuadamente.
—Con sencillez es por lo general lo mejor —dijo el abad, el tono adquiriendo frialdad a la vez que se erguía y entrelazaba las manos ante él.
—Bueno —tartamudeó Ester—, nos atacaron unos, unos… hombres muertos.
El abad torció el gesto a la vez que volvía a inclinar un poco el cuerpo hacia ella.
—¿Hombres muertos?
Ester se encogió ante el tono de la voz.
Kahlan empezaba a sentirse confusa otra vez, preguntándose si sería posible que hubiera regresado a aquel errante mundo imaginario que oscilaba y titilaba. Había tenido la impresión de que había estado atrapada en él una eternidad y se preguntó si no lo estaría de verdad y eso formaría parte de todo ello.
Pero la tensión en el aire no era ningún sueño. Jamás le había gustado el abad Ludwig Dreier, pero en el pasado, en su calidad de Madre Confesora, siempre había tenido las de ganar y él lo había sabido. La última vez que tuvo tratos con él fue en el Palacio del Pueblo, en la boda y recepción de Cara y Benjamín. El abad había sido especialmente conflictivo, insistiendo en que Richard y ella dieran a conocer las profecías a todo el mundo y en que deberían utilizar las profecías como guía en su gobierno del imperio d’haraniano.
En aquel entonces, Ludwig Dreier había fomentado mucha agitación entre muchos de los líderes de distintos territorios al sugerir que la gente tenía derecho a estar al tanto de las profecías. Kahlan sospechaba que también había promovido el asesinato.
Si bien no había sentido miedo del hombre antes, esto era distinto. En estos momentos, se sentía especialmente vulnerable.
Desde luego, no obstante lo débil y enferma que se sentía, siempre podía recurrir a su poder de Confesora, si era necesario. Ese pensamiento le proporcionó consuelo. No estaba indefensa. Ni mucho menos.
Sólo haría falta un toque suyo y eso sería el fin del abad Ludwig Dreier, quien no tendría la menor posibilidad ante tal contacto. Sería sensato por parte de aquel hombre mostrar más prudencia.
—Dijiste hombres muertos —repitió él cuando Ester pareció demasiado intimidada para seguir hablando, demasiado asustada para dar más explicaciones.
La mujer jugueteó con un botón de un bolsillo mientras Dreier la miraba fijamente, aguardando a que hablara.
La mord-sith miraba con impávida ferocidad a Kahlan.
—Bueno, sí. Parecían hombres muertos, en todo caso —explicó a toda prisa—. Sé que suena demencial, y no puedo ofrecer ninguna explicación. Sólo puedo contaros lo que vimos. Nos atacaron hombres que tenían el aspecto de cadáveres recién desenterrados. Parecían muertos vivientes. Aparecieron de improviso entre nosotros y mataron a varias personas del pueblo. Hirieron a muchos más.
Kahlan pensó que aquello desde luego sonaba a algo demencial, pero Ester no le parecía una chiflada.
—¿De veras? —dijo el abad con voz cansina, y volvió la cabeza hacia la mord-sith—. Hombres muertos. ¿Habías oído algo parecido?
Los ojos de la mujer rubia giraron hacia él a la vez que esta negaba con la cabeza.
—No puedo decir que lo haya oído.
El hombre devolvió su atención a Ester.
—¿Y cómo conseguisteis detener este ataque?
—Lord Rahl los mató a todos.
El abad enarcó una ceja.
—Pensaba que habías dicho que eran hombres muertos. ¿Cómo pudo matar a hombres que ya estaban muertos?
—No los mató, exactamente. —Efectuó un leve movimiento oscilante con la mano—. Los despedazó, en realidad. Los despedazó con la espada y nos hizo quemar los pedazos.
El hombre suspiró de forma muy audible.
—Ah, bien, demos gracias de que lord Rahl estuviera a mano. Podría haber sido una masacre, de lo contrario.
—Sí —repuso Ester—, lo habría sido, pero con todo fue una prueba terrible para los que viven aquí. Muchas personas perdieron la vida. Muchas más resultaron gravemente heridas. Todavía estamos todos intentando recuperarnos, intentando ayudar a los que fueron heridos y todavía sufren.
—Bueno —dijo el abad—, desde luego puedo comprender que los habitantes de Stroyza tienen mucho entre manos en este momento. —Pasó un dedo arriba y abajo por la barbilla, frunciendo el entrecejo, pensativo—. A lo mejor podemos encontrar alguna otra persona que quiera ofrecer sus servicios en lugar de alguien de tu pueblo.
Ester agachó rápidamente la cabeza.
—Tal consideración sería muy de agradecer, abad.
La mirada deliberada del hombre giró hacia Kahlan.
—¿Qué hacéis aquí, Dreier? —preguntó Kahlan en un tono gélido para poner fin a la hipócrita cháchara.
Él se encogió de hombros con una sonrisa.
—Qué va a ser, buscar ayuda con la profecía, Madre Confesora, eso es todo. No soy más que un humilde servidor del obispo Hannis Arc. Le proporcione profecías para ayudarle en su gobierno de la provincia de Fajín. Y, supongo, el gobierno de otras tierras que hace tan poco han acudido a él en busca de guía.
Ester avanzó muy despacio, todavía jugueteando con el botón. Indicó con la mano a Kahlan.
—Abad Dreier, me temo que la Madre Confesora está bastante enferma. Ha pasado por una prueba terrible también ella. Justo en este momento la estaba atendiendo. Está muy débil y necesita descanso.
»Seguro que queréis que disfrute de ese descanso crucial para que pueda recuperarse lo antes posible. —Inclinó la cabeza al frente sólo un poco—. Estoy convencida de que lord Rahl apreciará vuestra comprensión respecto a la reciente dura experiencia por la que ha pasado su esposa y os estará agradecido por dejarla descansar.
Dreier clavó la mirada en la mujer un momento con aquella sonrisa gélida suya y luego hizo alarde de mirar a su alrededor.
—Lord Rahl… ¿está él por aquí, entonces? Despedazó a esos hombres muertos, de modo que tiene que estar por aquí. Me gustaría felicitarlo, personalmente, en nombre de las personas no tan sólo de Stroyza, sino de toda la provincia de Fajín, por su valerosa ayuda para detener una amenaza tan espantosa. Una vez más ha demostrado ser el protector de los inocentes. Me gustaría felicitarle personalmente.
Ester se aclaró la garganta.
—Me temo que tuvo que irse… por un breve espacio de tiempo. Debería estar de vuelta en cualquier momento, estoy segura. En cualquier momento.
—Entiendo. —El abad alisó la parte delantera de su abrigo—. Bueno, entretanto, yo mismo poseo un cierto talento para la curación. Debería echar una mano, por así decirlo, para ayudar a nuestra Madre Confesora.
—Pero Samantha ya…
La voz de Ester se apagó cuando él le dedicó una glacial mirada furiosa.
Una vez que la mirada hizo dar un paso atrás a la mujer, él volvió a girar hacia Kahlan y se arrodilló junto a ella. Alargó la mano para tocarle la frente, pero ella apartó la cabeza hacia atrás y alzó un brazo para detener su mano.
—Eso no será necesario. Solamente necesito descanso.
Antes de que pudiera detenerlo, él le apartó el brazo.
—Vamos, vamos, Madre Confesora, no tengáis miedo de aceptar mi pequeña oferta de ayuda. Será tan sólo un momento ver si hay algo más que pudiera ser capaz de hacer.
Sus dedos índice y medio le tocaron la frente y a continuación inclinó la cabeza, concentrándose.
—Dejad sólo que compruebe para ver…
Una expresión de lo más extraña apareció en su rostro. Los ojos se alzaron repentinamente al encuentro de los de Kahlan.
Y entones un levísimo atisbo de sonrisa curvó las comisuras de sus labios a la vez que se recostaba hacia atrás.
—Bien —dijo—, parece que se os ha curado recientemente. Una curación excelente, además. Puedo percibirlo. Puedo sentir los efectos residuales del don utilizado para curaros.
Ester dirigió una veloz mirada subrepticia a Kahlan.
—Como dije, Sammie llevó a cabo una curación en ella. Dijo que la Madre Confesora ahora sólo necesita descanso.
El abad se puso en pie, dirigiendo a la mord-sith una mirada elocuente.
—Creo que está lo bastante bien para viajar. Puedo ser de una ayuda inapreciable en su recuperación una vez que la tengamos en la abadía.
—No —dijo Ester, con más firmeza a pesar del miedo que le inspiraba el hombre—. No, necesita descanso, aquí. Lord Rahl querrá que descanse. No querrá que se la traslade.
El abad alzó un dedo con indiferencia en dirección a la mujer y esta se estremeció. Los dedos le temblaron mientras pestañeaba confundida. Jadeando como si sintiera un gran dolor, retrocedió unos cuantos pasos. Kahlan no estaba segura de qué había hecho exactamente él, pero quedaba claro que tenía un don poderoso y que estaba haciendo daño a Ester.
Durante todo el tiempo que había pasado en el palacio, el abad Dreier había mantenido oculto aquel dato relevante, sin dar a conocer en ningún momento que poseía el don.
—Ahora —dijo él, bajando la mirada hacia Kahlan—, creo que deberíais venir con nosotros. Podremos ocupamos mejor de vuestras necesidades en la abadía.
—Me temo que debo declinar vuestra amable oferta —respondió Kahlan en un tono gélido.
El abad clavó la mirada en ella un momento sin demostrar ninguna emoción y luego volvió la cabeza hacia la mord-sith.
—Por favor, trae contigo a la Madre Confesora. Esperaré fuera.
Agarró el brazo de Ester y la empujó fuera de la habitación por delante de él. Hizo una pausa y desde la entrada miró a Kahlan.
—Las mord-sith pueden ser muy persuasivas. Os aconsejo que cooperéis mientras ayuda a escoltaros al carruaje que nos aguarda.
Dicho eso salió, cerrando la puerta tras él.