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richard desenvainó su espada y se alzó de un salto. Impulsado por la cólera de la magia del arma, así como por la propia furia, giró para responder al ataque.

El primer hombre en atacarlo perdió la cabeza. La segunda figura que saltó sobre él era una mujer, igualmente sanguinaria en su frenético intento de desgarrarlo con los dientes. A la vez que le asestaba una patada en las piernas para hacerla caer, un potente mandoble de su espada alcanzó la parte posterior de su cabeza, cercenando la mitad superior del cráneo. El enorme disco de hueso, con su cobertura de pelo zarrapastroso, rodó por el saliente. Hebras de pelo ondearon al aire mientras se alejaba dando volteretas. Richard se volvió justo a tiempo de enfrentarse a la embestida de otra mujer. Con un potente mandoble, la hoja le desgarró las costillas hasta alcanzar la columna vertebral. Mientras ella caía a sus pies, con las tripas brotando de la enorme herida, Richard hundió el pomo de acero en el rostro de un hombre. Aprovechando el movimiento de rebote lanzó una estocada al frente atravesando a otro mediopersona que intentaba coger a Samantha.

Utilizó el pie para desensartar al hombre mientras al mismo tiempo alargaba el otro brazo atrás para agarrar el brazo de la muchacha con la mano libre. El moribundo atacante cayó de espaldas sobre la roca, aferrando con las manos la herida del pecho mientras se ahogaba en su propia sangre.

Richard tiró hacia arriba de Samantha y la sacó de en medio al mismo tiempo que otros dos hombres se abalanzaban a por ellos, con las manos crispadas como garras en un intento de coger a la muchacha. Los dedos se cerraron en el aire. El propio impulso de intentar atraparla hizo que cayeran despatarrados al frente. Richard pisoteó el cogote de uno de los hombres, aplastándole la cara contra el áspero granito, en tanto que acuchillaba al otro dos veces en veloz sucesión. El primero se llevó las manos al rostro destrozado mientras se retorcía de dolor.

—¡Vámonos! —chilló Richard a Samantha.

La velocidad equivalía a la vida. Richard no perdía tiempo entablando un combate con el enemigo a menos que tuviera que hacerlo. Cuando podía, simplemente se escabullía a través de sus filas para escapar de las manos que querían atraparlos mientras arrastraba a Samantha con él en cada brusco giro evasivo que efectuaba. En su carrera, decapitaba a cualquiera que se acercara lo suficiente, o cercenaba los brazos de los que intentaban cogerlos. No sentía ningún interés por luchar contra ellos si no era necesario. Había demasiados para poder eliminarlos. Estaba más interesado en escapar, porque peleando corría el riesgo de que lo abatieran y atraparan a Samantha.

Le asombraba el modo en que los mediopersonas arremetían sin tener en cuenta la propia seguridad. Mostraban muy poco o ningún temor a su espada, eludiéndola tan sólo en ocasiones como si no fuera otra cosa que un simple incordio en su camino para intentar llegar hasta él. Tal comportamiento hacía que fuera mucho más fácil para Richard acabar con ellos. Se desplomaban con heridas enormes y terribles, o caían muertos, en gran número; pero el problema residía en que eran demasiados.

Richard tenía claro que su objetivo inquebrantable era hacerse con un alma. Eso parecía ser todo lo que les importaba. Aunque no llevaban armas aparte de algún que otro cuchillo al costado, que en ningún momento vio que ninguno de ellos los sacara, su firme propósito por sí solo los convertía en increíblemente peligrosos. Para llevarlo a cabo, sus dientes eran el arma elegida.

Al atacar, hacían muy poco por protegerse y casi nada para escapar de la muerte. Estaban decididos a obtener lo que buscaban. Nada más importaba. Algunos conseguían acercarse más porque él estaba demasiado atareado ocupándose de los muchos que se ofrecían para ser masacrados. Pero cuando se ocupaba por fin de ellos, resultaban un blanco muy fácil.

Richard no tenía el menor inconveniente en complacerlos. La furia de la espada exigía su sangre, y la ira de Richard era más que suficiente para proporcionar la fuerza bruta que el arma precisaba. Él sólo quería que aquellos monstruos permanecieran alejados de él, y si matarlos era el único medio, entonces los mataría con la misma velocidad con la que arremetían contra él.

Sujetando el brazo de Samantha con la mano izquierda, tiraba de ella en una dirección y en otra, como si fuera una muñeca de trapo, para mantenerla fuera de las garras de los mediopersonas. Efectuaba regates para eludir dedos anhelantes, apartando a hombres y mujeres a patadas si se daba el caso. Si presentaban una amenaza más seria, usaba la espada para acabar con ellos. Mientras corría como una exhalación por el bosque, utilizando la parte superior de salientes que sobresalían como pasaderas, blandía la espada en una dirección, acabando con los que estaban en aquel lado, y luego con un mandoble del revés acuchillaba a los del otro lado, dejando un reguero de sangre, heridos y cadáveres a su paso.

Algunos de los perseguidores gruñían, rugían o proferían gritos enfurecidos cuando no conseguían alcanzar las piernas de Samantha o las suyas. A los que mataba hacían poco ruido cuando recibían una cuchillada o un tajo. Ni siquiera los que perdían una extremidad proferían los alaridos que lanzaría una persona normal.

Cuando se presentaba la oportunidad, Richard saltaba desde una roca al suelo del bosque. Una vez de vuelta a terreno más llano y si aparecía alguna breve brecha, iniciaba una carrera desesperada. Viendo lo que hacía y adónde iba, Samantha permanecía medio paso por delante de él. Por supuesto, los que los perseguían en aquel terreno más despejado también podían correr más deprisa, de modo que Richard tenía que girar periódicamente para eliminar a cualquiera de los perseguidores más veloces que se acercaba demasiado. En ocasiones, echarse rápidamente a un lado era suficiente para que la horda de mediopersonas perdiera el paso el tiempo suficiente para que Richard y Samantha pudieran poner tierra de por medio. Por desgracia, otros arremetían desde los laterales y entonces también había que esquivarlos o eliminarlos.

Richard sabía que tenía que ser eficaz. Si no daba en el blanco una sola vez, corría en la dirección equivocada o cometía cualquier error, caerían sobre él.

Era como intentar dejar atrás una nube de mosquitos enfurecidos.

Cuando echó una ojeada atrás por encima del hombro tras asestar un mandoble que partió en dos el rostro de una mujer, vio que la mayoría de los que se acercaban intentaban agarrar a Samantha más que a él.

Samantha trataba frenéticamente de lanzar algún conjuro, pero los que iban tras ella no parecían verse afectados por su habilidad desde luego esta no los frenaba. Era lo que Henrik había relatado sobre el ataque a la columna de soldados.

Richard supuso que en un combate, aquellos que poseían el don recurrían instintivamente a lo que conocían. Pero que Samantha utilizara sus instintos no les estaba sirviendo de nada. Sólo consumía sus energías sin dar resultado y los retrasaba.

Por eso Richard había sugerido que ella utilizara su habilidad para hacer que estallaran los árboles. La magia no funcionaba directamente sobre estos impíos medio muertos, pero las cosas externas, como su espada o incluso una roca lanzada a sus cabezas, sí. Se les podía hacer daño, pero no directamente con magia.

Pero Samantha no había sido capaz.

Al llegar a la cima de una elevación, Richard alzó a Samantha del suelo, la giró y la depositó detrás de él, donde no corriera peligro. Con ambas manos sobre la espada, los veloces golpes hendieron a dos hombres y una mujer que se abalanzaban sobre él. Todos cayeron, intentando evitar que se les salieran las tripas. Richard sabía que pasarían horas allí tendidos en el suelo, padeciendo una muerte lenta y muy dolorosa.

Cuando vio que el bosque estaba cada vez más atestado de turbas de mediopersonas enfurecidos acercándose por todos los lados, giró, en busca de algo que pudieran usar como posición defensiva. La defensa no era el modo de ganar una batalla, pero en aquel momento se estaba quedando sin opciones a marchas forzadas.

Señaló con la ensangrentada espada.

—¡Ahí! —chilló a Samantha—. ¡Métete entre esas rocas! ¡Métete lo bastante adentro para que no puedan alcanzarte!

Sin preguntas ni vacilaciones, Samantha gateó a toda prisa para introducirse en una estrecha hendidura entre dos piedras. Richard esperó que pudiera penetrar lo suficiente como para quedar fuera del alcance de todos los mediopersonas que intentaban cogerla, al menos durante el tiempo suficiente para deshacerse de los atacantes más próximos.

Sabía, de todos modos, que no la protegería mucho tiempo. Una acción defensiva no iba a salvarlos. Había demasiados oponentes. Sería sólo cuestión de tiempo que algunos de los de menor tamaño se escurrieran al interior de la rendija en la roca, la asieran y la arrastraran afuera. La desgarrarían con los dientes y la devorarían viva allí mismo.

El corazón de Richard martilleó con fuerza ante el temor generado por tal visión. Apartó violentamente a un lado la espantosa idea, obligándose a pensar en cómo impedir que sucediera. Había decidido mantenerla a salvo, aunque sólo fuera temporalmente. Ahora tenía que usar la oportunidad que eso le proporcionaba para convertir la maniobra defensiva en ofensiva.

Sabía que rechazara las hordas que se abalanzaban sobre ellos no sería suficiente para salvarlos, pero le proporcionaba tiempo para dar con una solución mejor. Todo dependía de él, de lo duro que pudiera combatir, de lo despiadado que pudiera ser.

Resultaba ya evidente que despedazarlos a golpes de espada no infundía miedo a los mediopersonas. Prácticamente no mostraban temor a nada. Querían una cosa y sólo una. No había forma de escapar, así que se mantuvo firme donde estaba y empezó a asestarles tajos.

A pesar de lo mucho que se esforzaba por dar con una solución mientras peleaba, no se le ocurría nada. En realidad no tenía tiempo para pensar. Tenía que poner todas sus energías en seguir blandiendo la espada, en seguir abatiendo a aquellas jaurías que arremetían contra él desde todas partes.

Richard liberó toda la furia de su cólera sobre la muchedumbre congregada a su alrededor. Utilizó los obstáculos próximos a él —troncos de árboles y un saliente de roca— para impedir que sus atacantes arremetieran directamente. Despedazaba a machetazos a quienes se le acercaban lo suficiente, pero al mismo tiempo, tenía que pelear por encima de montones de cadáveres ensangrentados.

La sumamente concentrada batalla era una orgía de muerte. Extremidades, cabezas y demás órganos cubrían el terreno. Algunos de los caídos, todavía con vida, se retorcían atenazados por un dolor insoportable. La rocosa repisa estaba recubierta de un grotesco mosaico de vísceras, vómitos, orines y sangre.

Mientras combatía, Richard debía tener cuidado de no caer sobre los cadáveres o resbalar en las entrañas y la sangre. El suelo estaba salpicado por todas partes de una lluvia roja. La sangre goteaba de las puntas de las hojas de los árboles más cercanos y corría por la superficie de las rocas. Dedos seccionados de personas que intentaban agarrar su espada yacían desperdigados por toda la roca, igual que hojas caídas en otoño.

A Richard los brazos empezaban a pesarle como si fueran de plomo. Era agotador asestar golpes sin pausa, pero no tenía tiempo para recuperar el resuello. Parar por cualquier motivo significaría una muerte cierta.

Recordó el dolor causado por los hombres que lo habían atacado, el dolor de sus mordiscos, de sus intentos de arrancarle la carne con los dientes. Aquel recuerdo, aquel miedo, aquel terror a un final tan horripilante, no tan sólo para él sino también para Samantha, lo impulsó a seguir adelante con renovada furia.

Los que corrían hacia él para atacar tropezaban y caían sobre los cadáveres. Otros resbalaban en la sangre y vísceras. Caídos cuan largos eran en el suelo, resultaban aún más fáciles de matar. Cuando los que todavía seguían vivos se incorporaban tambaleantes, lo hacían cubiertos con la sangre de aquellos entre los que habían caído, haciendo que a Richard le fuera difícil saber a quién había matado y quién podría representar aún una amenaza, de modo que se limitaba a volver a hundir la espada en cualquiera que tuviera a tiro.

Lo más que hacían ellos para defenderse era alzar un brazo ante sus rostros, lo que les costaba el brazo y luego la cabeza. Era ridículamente fácil matar a aquellos mediopersonas tan obstinados, pero puesto que eran tantos acabarían venciendo al final, y entonces Samantha y él serían los masacrados.

Richard volvió la cabeza al oír que Samantha chillaba de repente, aterrorizada. Vio un grupúsculo de personas apelotonadas alrededor de la estrecha hendidura en la roca, todas ellas inclinadas hacia la abertura desde todas direcciones al mismo tiempo; había docenas de brazos alargados al interior, cuyas manos intentaban agarrarla, tratando de conseguir asirla aunque sólo fuera con un dedo para intentar arrastrarla fuera.

Richard osciló la espada a un lado y a otro en un frenesí salvaje, cercenando media docena de brazos a la vez como si asestara machetazos a un matorral. Una vez que hubo eliminado a todos los que estaban alrededor de la abertura del escondite de la muchacha, pudo ver los ojos de esta muy abiertos en la oscuridad; lágrimas de terror le corrían por el rostro.

Ella alargó los brazos hacia él, abriéndolos en una súplica, pidiéndole que acudiera junto a ella.

Era una imagen de un padecimiento tal que casi le partió el corazón.

Richard miró en dirección a la masa de personas que corrían en tropel hacia él desde todas las direcciones.

No había nada que hacer.

Se introdujo en la hendidura, colocándose sobre Samantha para protegerla con su propio cuerpo. Le dio la espalda y sintió cómo sus brazos se cerraban a su alrededor, aferrándolo con fuerza contra ella.

Richard apuntó la espada hacia el exterior para intentar prolongar lo inevitable mientras aguardaba el final.