33
richard, con la mente sumida en un revoltijo de pensamientos, inició la marcha de vuelta por el corredor. Samantha le pisaba ya los talones cuando él llegó a la entrada.
—Cierra esto —dijo mientras la atravesaba sin detenerse.
Samantha lanzó un gruñido, dio una palmada a la placa de metal, y luego echó a andar a toda prisa para volver a alcanzarlo. Richard pudo oír cómo la piedra rechinaba sobre el suelo al rodar lentamente de vuelta a su posición original.
La muchacha le agarró la muñeca y lo obligó a detenerse.
—Lord Rahl, ¿qué queréis decir con eso de que vais a librar una guerra?
—He leído todo lo que Naja quería que supiéramos. Todavía hay muchas cosas que no comprendo, pero lo que sí está claro es que si nos queda algo de tiempo, este se agota a toda prisa… para todos. Tengo que hacer algo para detener lo que está sucediendo.
—¿Como qué? —Samantha sonaba tan exasperada como indicaba su semblante—. ¿Qué vais a hacer?
Su voz resonó a través del sencillo pasillo de piedra. Lo que ella quería decir, pero no decía, era qué podía él esperar hacer sin la ayuda de su don. Él carecía de respuesta para esa pregunta no formulada.
No había contado a Samantha todos los horripilantes detalles escritos en la pared. Pero aquellas palabras sí resonaban en su mente y él sí conocía los horrores a los que la gente de los tiempos de la primera Confesora habían tenido que enfrentarse y a los que el mundo de la vida volvía a enfrentarse ahora.
Los cabellos negros de Samantha parecían aún más oscuros bajo el resplandor espectral de la esfera luminosa que sostenía.
—Lord Rahl, contestadme. ¿Qué vais a hacer?
Richard apretó con fuerza las mandíbulas un momento antes de responder.
—Tengo que entrar ahí.
—¿Entrar dónde?
Richard efectuó un veloz ademán atrás en la dirección del portal que daba a la barrera que durante miles de años había contenido aquel mal indescriptible.
—Tengo que entrar en el tercer reino. Es lo único que puedo hacer, la única respuesta que se me ocurre.
—¿Respuesta a qué? ¿A cómo conseguir que os maten?
Richard hizo caso omiso del sarcasmo a la vez que volvía a iniciar la marcha.
—No, la respuesta a cómo sobrevivir, a cómo mantenernos a todos con vida.
—Lord Rahl —dijo ella, con la masa de cabellos negros ondulando con suavidad mientras trotaba junto a él—, no podéis entrar ahí.
Él se dio un golpecito en el pecho.
—¿Qué tengo dentro de mí? —preguntó sin aminorar el paso.
Samantha apartó algunos mechones de pelo negro que le caían sobre el rostro.
—El contacto de la muerte.
—Así es. Tú no puedes eliminar ese contacto de la muerte ni de mi interior ni del de Kahlan. Si no nos deshacemos de este vínculo, entonces nos reclamará a ambos. Tú misma lo dijiste.
—Con todo, no creo que…
—Tú me dijiste que no tardaría en empezar a estar tan enfermo como ella, y sabes muy bien que una vez que llegue a ese punto, no seré capaz de ayudar a nadie. ¿Prefieres que me tumbe y espere la muerte?
Ella siguió avanzando a toda prisa junto a él en silencio mientras desandaban el camino a través del túnel.
Richard paró frente a la entrada tapiada por la primera piedra que habían cruzado al entrar.
—Abre esto, por favor —dijo él a la vez que movía una mano en dirección a la placa de metal de la pared—. Mi don no funciona.
—Lo recuerdo —refunfuñó Samantha a la vez que se aproximaba para dar una palmada a la placa—. Motivo por el que es una locura que entréis en el tercer reino.
Él le agarró de improviso la muñeca, deteniéndola antes de que pudiera tocar la placa de metal. Le pareció que veía algún indicio, algún destello trémulo de algo en el centro de la piedra.
—Aguarda —dijo.
Ella miró la piedra con cara adusta y luego a él.
Richard alargó la mano y presionó la palma sobre la placa. La enorme piedra que protegía la entrada no se movió, pero en el centro de la redonda superficie, polvo de piedra empezó a desintegrarse. Limo pulverizado se derramó de las líneas talladas en el centro de la piedra. Era como si durante siglos de rodar de un lado a otro dentro de la ranura de la pared lateral, las líneas allí grabadas hubieran quedado recubiertas de mugre y piedra triturada. Tan sólo ahora, a medida que caía, reaparecían los símbolos grabados.
—Fijaos en eso —musitó Samantha, atónita.
Allí, unido en un círculo en el centro de la piedra que impedía su salida, había un pequeño conjunto triangular de símbolos en el Idioma de la Creación. Los tres emblemas formaban un mensaje complejo. Richard entornó los ojos ante las diminutas figuras mientras llevaba a cabo la traducción.
El primero de los tres emblemas decía: «Si estás leyendo esto es porque eres el portador de muerte y la barrera ha sido atravesada. No pudimos detener a lo que te enfrentas. Una guerra está a punto de caer sobre ti».
El segundo de los tres emblemas decía: «Debes saber que, ahora, eres la única posibilidad que tiene la vida. Debes saber, también, que te hallas en equilibrio entre la vida y la muerte. Posees el potencial para salvar el mundo de la vida o ponerle fin. No estás destinado a nada. Tú creas tu propio destino».
En el tercero se leía: «Debes saber que tienes en tu interior lo que necesitas para sobrevivir. Úsalo. Busca la verdad. Debes saber que nuestros corazones te acompañan. Crea tu propio destino y hazlo realidad. Te dejamos un recordatorio de todo lo que es importante para que lo lleves contigo».
Richard sintió que un gélido escalofrío le recorría el cuerpo al ver que estaba firmado por Magda Searus, Madre Confesora, y el mago Merritt.
Le habían estado hablando a él personalmente. No le había extrañado ver su propio nombre grabado en la piedra.
Mantuvo la mirada clavada un buen rato en los símbolos, en los nombres. Había leído varios textos y relatos antiguos, pero era la primera vez que se encontraba un escrito procedente de la primera Confesora en persona.
Acarició el nombre, imaginando el momento en que ella había estado en aquel mismo sitio mientras grababan las palabras dirigidas a él. Sus dedos posados sobre aquel nombre percibieron una conexión con Magda, a través de las eras.
Tal vez más que cualquier persona viva, Richard comprendía lo que significaba para una mujer ser una Confesora, pues su vida estaba consagrada a una Confesora, como lo había estado la de Merritt. Richard apenas si sabía nada sobre la legendaria figura de Magda Searus, pero, en cierta manera, al amar a Kahlan conocía también a la primera Confesora y a su mago de confianza.
Al mismo tiempo que los dedos acariciaban los nombres en la piedra, volvió a mirar las palabras que decían que le dejaban un recordatorio.
Los dedos vagaron al centro entre los tres símbolos, donde había una ligera depresión. Restregó los dedos y el polvillo de la piedra empezó a desprenderse hasta dejar al descubierto que debajo había un pedazo de antiguo cuero bien encajado en un agujero abierto en la piedra.
Lo extrajo y lo extendió sobre la palma de la mano. Allí, en el centro, descansaba un anillo de plata. En la cara superior de este había una Gracia. Parecía un sello.
El anillo era un mensaje en sí mismo. Era una Gracia que tenía que llevar puesta para recordar en todo momento qué era lo que había en juego. Lo deslizó en el dedo anular de la mano derecha, la que utilizaba para empuñar la espada. Encajaba a la perfección.
Samantha le dedicó una mirada que decía más que cualquier palabra. Estaba tan sorprendida como él. Ella conocía bien la importancia de la Gracia.
Cuando Richard le hizo una seña, Samantha presionó la palma de la mano sobre la placa de metal y la roca rodó a un lado con un retumbo para permitirles pasar. Una vez en el otro lado, la muchacha cerró la puerta.
Samantha no pidió que le tradujera el mensaje. Debía de haber intuido por la expresión de su rostro y su silencio que las palabras eran para él y nadie más.
Después de que Richard no dijera nada durante un rato mientras recorrían rápidamente el corredor, la joven ya no pudo permanecer callada por más tiempo…
—¿Habéis entrado finalmente en razón y comprendido que en realidad no podéis entrar en el tercer reino?
—Mira, Samantha —dijo él—, sabes tan bien como yo que sólo mis amigos pueden sacar ese contacto mortal de la Doncella de la Hiedra de mi interior. El único modo de salvarme y ayudar a todos los demás es liberarlos de las garras de los shun-tuk y luego conseguir regresar al campo de contención del Palacio del Pueblo. Una vez que nos curen, podré ponerme a dilucidar cómo poner fin a la amenaza procedente del tercer reino antes de que sea demasiado tarde. Es así de sencillo.
—¿Y qué pasa si están muertos?
—En ese caso yo también moriré pronto, y poco después todo el mundo. Necesito a Zedd y a Nicci. Si existe una posibilidad de que estén vivos, entonces tengo que intentar encontrarlos.
—Pero es un territorio repleto de criaturas espantosas. Y quién sabe qué otros monstruos impíos podría haber allí. Es demasiado peligroso.
—¿Cuál es tu plan, entonces? —Bajó los ojos hacia ella—. ¿Cómo vamos a detener a los mediopersonas y a los ejércitos de muertos vivientes?
Ella apretó los labios con fuerza un momento.
—Bueno —dijo por fin—, pero sigue sin gustarme vuestro plan.
—Tampoco me gusta a mí. El mensaje de la puerta de piedra decía que soy el portador de la muerte y que la guerra es ahora cosa mía. Soy un mago guerrero. Esto es lo que tengo que hacer, lo que solamente yo puedo hacer.
—Un mago guerrero sin su don —le recordó ella.
Cuando él no contestó, Samantha suspiró con desaliento mientras volvía a colocar la refulgente esfera de luz en la abrazadera de hierro de la pared, presionaba la palma de la mano sobre la placa de metal para cerrar el escudo de piedra, y lo seguía al interior de la habitación donde Kahlan yacía sobre la estera. No había nadie más allí.
Richard se arrodilló junto a su esposa, observando su respiración lenta pero regular. Cada vez que la contemplaba se sentía impresionado por lo hermosa que era. Ver su rostro siempre le daba ánimos.
Debía hallar un modo de salvarle la vida.
Samantha le había dicho que con algunas de sus heridas curadas y un período de descanso y recuperación tras la curación, su esposa no tardaría en despertar. El problema principal seguiría allí, pero ella recuperaría la consciencia y al menos ya no sufriría.
Richard apretó la mano sobre la frente de Kahlan. Le alivió percibir que no había ni rastro de fiebre. Esa era una buena señal, se dijo, una señal de que con un poco de suerte despertaría pronto, aunque el tiempo corría en su contra.
Si a Zedd y a Nicci los habían asesinado, entonces no habría esperanza para Kahlan, para él, ni para nadie más.
—No tengo tiempo que perder —dijo en una voz más sosegada en presencia de la persona que amaba más que a la vida misma—, tengo que ir.
Samantha suspiró entristecida, luego reflexionó en silencio un instante antes de hablar.
—Ojalá tuviera alguna otra respuesta, lord Rahl. Odio decirlo, pero creo que podríais tener razón.
—Sé que tengo razón.