16
richard se encontró contemplando el rostro de un cadáver.
Pero no era la hoja rota de la espada o los cuchillos enterrados en el pecho lo que lo había matado.
Tenía el aspecto de un cadáver que hubieran desenterrado recientemente. El hedor a muerte era tan singular como aplastante. Fue suficiente para hacer que Richard diera un paso atrás.
La vestimenta del hombre estaba tan sucia y en tal estado de putrefacción que era imposible saber qué aspecto podría haber tenido en el pasado. En algunos lugares, jirones oscuros de tela estaban manchados y desteñidos por fluidos corporales que habían rezumado durante la descomposición. Cuando por fin habían acabado por secarse, la tela había quedado adherida a la carne putrefacta de tal modo que formaba casi parte del cuerpo.
Los labios se habían resecado y encogido hacia atrás para dejar al descubierto la sonrisa descarnada de una calavera de dientes rotos y ennegrecidos. Una fina capa de piel oscura y llena de manchas con unas cuantas zonas de ralos cabellos blanquecinos cubría la coronilla. La tirante piel se había podrido y rajado en unos cuantos lugares —en una mejilla, en la frente y en una larga hendidura en lo alto del cráneo—, permitiendo que se transparentase el hueso manchado que había debajo.
Aunque tenía el aspecto de un cadáver, los ojos dejaron paralizado a Richard por un momento.
Ya había visto antes el vago pero inconfundible resplandor de poder inherente a los ojos de personas poseedoras del don. Tal luz siempre le había parecido demasiado etérea para ser real, algo que veía tan sólo a través de los ojos de su propio don. Sin embargo, la luz interior de ese hombre no se parecía a ninguna que hubiera visto antes, y no le hacía falta su don para verla. Era una luminosidad ardiente que todos podían distinguir, un anuncio para todos de la maldad que acechaba tras aquellos ojos.
Aquello estaba a la vez muerto y vacío, pero al mismo tiempo lleno de amenaza.
En la oscuridad casi absoluta, el penetrante resplandor rojizo de aquellos ojos hizo que a Richard se le pusiera la carne de gallina.
Aunque no era un experto en magia, había leído documentos históricos sobre aquellas épocas antiquísimas en las que era corriente tener ambos lados del don. Teniendo en cuenta lo que había aprendido de las personas que conocía y de aquellos tratados, jamás había oído que el don fuera capaz de reanimar a los muertos.
Sabía que aquellos ojos incandescentes delataban qué animaba al hombre; no era la vida, no era el don, sino alguna clase de magia negra.
A pesar de que la condición de muerto del hombre, el hedor y el resplandor de sus ojos habían dejado paralizado a Richard por un instante, en ningún momento había existido la menor duda sobre sus intenciones malévolas y en aquellos momentos la espada de Richard, con toda su furia, describía un arco en dirección a la amenaza.
Resultaba evidente por los tres cuchillos y la espada partida en el pecho del hombre que este sangraba tan poco como cualquier cadáver reseco, pero eso no impidió que la cólera que rugía dentro de Richard deseara destruir al asesino que había aparecido entre ellos.
Con la velocidad del rayo la hoja describió una curva y de un solo tajo decapitó limpiamente al hombre antes de que pudiera dar otro paso hacia Richard.
Cuando el cráneo golpeó el suelo con un fuerte golpe sordo, Richard vio que el resplandor seguía presente en los ojos. Antes de que el resto del cuerpo pudiera caer, aplastó la cabeza con un veloz golpe de la espada y luego la arrojó por la abertura de la cueva de una patada. Vio cómo el resplandor rojizo de los ojos desaparecía mientras volaba al interior de la lluviosa noche.
Pero el cuerpo decapitado no se desplomó. Dio un paso al frente y al mismo tiempo que seguía avanzando, alargó los brazos hacia Richard. Con las manos crispadas como garras, un brazo intentó golpearlo. Richard cercenó la extremidad antes de que la pudiera retirar. Con otros dos tajos veloces de la afilada hoja eliminó la otra mano y luego el brazo a la altura del hombro.
El cuerpo sin brazos y sin cabeza siguió caminando, como si no supiera que le faltaba algo. Con un alarido de rabia Richard volvió a blandir la espada lateralmente, cortándolo en dos por la cintura. La hoja hizo pedazos hueso y carne. Pedazos de piel con jirones de ropa adheridos a ella e irregulares trozos de hueso volaron por la amplia caverna.
Mientras el cuerpo que se desintegraba caía por fin al suelo, el otro hombre, aquel al que sólo le quedaba un brazo, empezó a caminar con paso lento y decidido en dirección a Richard para continuar el ataque. Parecía haber muerto más recientemente que el primero, y el hedor a muerte y a putrefacción que despedía eran aún peores. A pesar de que no había duda de que también era un muerto viviente, no estaba reseco y arrugado. El segundo hombre relucía cubierto de viscosa descomposición. Zonas en la carne de su cuerpo abotargado se habían desgarrado y rezumaban líquido. Su lengua inflamada sobresalía de la boca, amortiguando hasta cierto punto sus gruñidos furiosos. Al igual que el primero, sus articulaciones crujían y chasqueaban de vez en cuando mientras avanzaba, aunque no entorpecían sus movimientos ni le hacían ir más lento.
Richard hundió instintivamente su espada en el pecho del asesino. De un modo muy parecido a la espada que había atravesado al primer hombre para luego partirse, el arma de Richard tampoco pareció hacerle ningún daño. El hombre siguió avanzando.
Este segundo cadáver tenía el mismo fulgor rojizo en sus ojos sin vida, como una ventana al infierno de magia negra que ardía dentro de él e impulsaba sus movimientos.
Uno de los hombres que había a un lado se abalanzó hacia allí y en un intento de ayudar hundió violentamente un cuchillo en el cuello del muerto. Sirvió de tan poco como la espada de Richard. El hombretón paró dando un traspié y con el brazo que le quedaba asestó un revés a la persona que lo había atacado. El hombre profirió un grito mientras rodaba hacia atrás por el suelo de la cueva.
Aprovechando aquella oportunidad, la espada volvió a girar. Esta vez, Richard no quería simplemente decapitarlo. Cuando el cadáver se giró otra vez, Richard tuvo el tiempo justo para rectificar el desplazamiento de la hoja mientras esta iba al encuentro de la parte lateral de su cabeza. Con un sonido espantoso, el arma hizo añicos el cráneo del asesino. Fragmentos pegajosos golpearon las paredes de roca y quedaron adheridos a ella. A diferencia del primer hombre, en esta ocasión no quedó nada de la cabeza.
Sin aguardar, Richard descargó, en veloz sucesión, una lluvia de golpes sobre el invasor, para a continuación despedazar el cuerpo a toda prisa y finalmente cortar las piernas que seguían de pie ante él a la altura de las rodillas.
Los rugidos de los dos atacantes por fin se apagaron. Personas heridas por toda la enorme estancia empezaron a chillar o a gemir de dolor. Otros lloraron aterrorizados. Muchos salieron en tropel de sus escondites para ayudar a los heridos.
Richard dio las gracias con la cabeza al hombre que había tratado de ayudarlo apuñalando al atacante en el cuello. De nuevo en pie, el hombre permanecía contemplando con ojos desorbitados todo lo que acababa de suceder.
Jadeando por el esfuerzo y con ganas de vomitar debido al nauseabundo olor, Richard se tapó la boca mientras se volvía hacia el grupo de hombres que habían estado arrojando rocas para intentar detener el ataque.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, retirando la mano de la boca—. ¿Por qué no había nadie vigilando? ¿Es que no visteis a estos hombres subiendo hacia vuestro hogar?
Los hombres pestañearon sorprendidos y confusos, todavía aturdidos por el inesperado ataque y anonadados por las sangrientas consecuencias.
—Lo siento, lord Rahl —dijo el hombre del cuchillo—. Sí que montamos guardia, pero parece que no demasiado bien. Con lo oscuro que está, la lluvia y las ropas oscuras que llevaban los hombres, ni los vimos acercarse ni nos dimos cuenta de que estaban aquí hasta que oímos los chillidos. Algunos de nosotros acudimos para ver qué sucedía, pero para entonces ya estaban entre nosotros y era demasiado tarde. Fue entonces cuando nos encontramos en mitad de un combate por conservar la vida.
Richard apretó con fuerza las mandíbulas con la cólera de la espada discurriendo furiosa por su interior. Supuso que con la oscuridad y la lluvia habría resultado difícil ver a los hombres u oírlos llegar.
—Si alguien hubiera hecho bien su trabajo —dijo—, sólo habría hecho falta asestar una patada a estos hombres cuando intentaban entrar y habrían ido a estrellarse al pie de la montaña.
Con semblantes avergonzados, todos dirigieron las miradas al suelo.
—Tenéis razón, lord Rahl —dijo otro hombre—. Pero nada como esto había sucedido jamás. Me temo que no esperábamos un ataque así.
Richard señaló con la espada al interior de la noche.
—Con la batalla de la noche pasada, deberíais de haber estado más alerta. Tampoco ha sucedido nunca nada parecido a eso.
Los hombres bajaron las cabezas, pero no dijeron nada.
—Lo siento —añadió Richard, al mismo tiempo que respiraba hondo para calmar su enojo—, no debería culpar a las víctimas.
Algunos de los hombres asintieron antes de alejarse para ayudar a los que estaban en el suelo.
—Nada como esto había sucedido nunca antes, lord Rahl —dijo el hombre del cuchillo, y parecía acongojado—. Simplemente no estábamos…
Se tragó la pena mientras paseaba la mirada por los muertos y heridos.
Con una mano, Richard sujetó el hombro de su interlocutor para solidarizarse con él.
—Lo sé. Lamento sonar tan enojado. Es evidente que a estos muertos vivientes los empujaba alguna especie de magia siniestra. Incluso podría ser que aquella magia que les daba vida los ocultara a vuestros ojos para que pudieran llegar aquí arriba. Pero es necesario que estéis alerta y preparados la próxima vez.
Los hombres se animaron un poco ante la sugerencia de Richard de que la magia podría haber ocultado en un principio a los atacantes.
El hombre del cuchillo usó el arma para señalar la entrada de la caverna.
—Me aseguraré de que haya vigilancia a partir de ahora, lord Rahl. No volverá a suceder. —Su mirada angustiada recorrió aquella carnicería—. Lo prometo, al menos no volverán a cogemos desprevenidos.
Richard asintió a la vez que volvía a mirar hacia los muertos y los heridos, asegurándose de que estaban siendo asistidos.
Distinguió un brazo de uno de los atacantes muertos a poca distancia. Los dedos seguían moviéndose, cerrándose y abriéndose, como si todavía trataran de agarrar a alguien, todavía intentando atacar.
Lo recogió y lo arrojó a la fogata, donde las llamas aumentaron en intensidad cuando prendió.
Mientras miraba a su alrededor, a Richard se le pasó por la cabeza que con tantas personas heridas iba a ser necesario que Sammie los ayudara a ellos antes de ocuparse de Richard y Kahlan. Había varios muertos y, si bien había algunos que no estaban muy malheridos, otros sí que habían sufrido lesiones muy graves. Necesitaban que los curara una persona que poseyera el don, y Sammie era la única que había por allí.
Esperó que la muchacha estuviera a la altura de tal desafío. Sabía que sería una tarea difícil incluso para una hechicera con experiencia.
Estaba a punto de envainar la espada cuando oyó chillidos que surgían del interior de los pasillos.
Cuando oyó el rugido, comprendió que habían sido más de dos los invasores que habían venido a atacar el pueblo de Stroyza.