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al salir al corredor, Richard oyó una especie de gruñido bestial que no podría haber sonado más fuera de lugar en el mundo de la vida. El malévolo rugido, una amenaza manifiesta, retumbó por los oscuros pasillos.

Richard no conocía el trazado del laberinto de corredores excavados en la roca blanda de la montaña, pero sabía de dónde venían los chillidos, así que corrió a toda velocidad en esa dirección. Sabía que la clase de gritos que oía sólo procedían de personas presas de un terror mortal. Reconoció otros procedentes de personas gravemente heridas o moribundas. Había oído aquellos chillidos atroces y primitivos con anterioridad, pero, ahora que había finalizado la guerra, había esperado no volver a oír jamás unos gritos tan desgarradores.

Mientras corría por los pasillos, empezó a encontrar montones de personas que huían.

Richard reparó en que empezaba a perderse en el confuso laberinto de pasadizos, pero no era difícil seguir los gritos angustiados hasta su procedencia. Con el propio dolor y náusea olvidados por el momento —una preocupación distante desterrada por la cólera de la espada—, su única necesidad era llegar hasta aquellos que estaban siendo atacados.

La parte de su cólera que surgía de la espada quería llegar hasta aquellos que causaban el daño. Deseaba la sangre del atacante.

Algunas de las personas le veían llegar espada en mano y se aplastaban contra una pared para dejarle paso libre, pero muchas otras no le veían venir y él tenía que apartarlas con violencia. Por su lado pasaban mujeres conduciendo a toda prisa a niños, prestando tan sólo atención a aquellos que tenían a su cargo, mientras que unos cuantos hombres ayudaban a personas de más edad.

Antes de ver la amenaza, topó con el hedor inconfundible de carne en descomposición, un olor tan nauseabundo, tan repulsivo, que hizo que se le cerrara a cal y canto la garganta para bloquearle el aliento en los pulmones. Tuvo que obligarse a respirar.

Al doblar una curva, Richard vio una amplia zona despejada al frente. Era la caverna de entrada al pueblo. Al otro lado de la abertura caía una lluvia suave a través de la oscuridad de la noche.

Unos cuantos faroles colgados de ganchos en las paredes a un lado y una fogata ardiendo en un hoyo en el otro proporcionaban la única luz. Pudo ver a gente que intentaba mantenerse alejada de las garras de dos hombretones. Las dos figuras oscuras daban tumbos torpemente por toda la habitación, abalanzándose primero en una dirección, luego en otra, mientras asestaban violentos manotazos a las personas atrapadas allí.

Algunas de las personas acorraladas en rincones y hendiduras por toda la vasta caverna se apretujaban contra las paredes esperando pasar inadvertidas. Otras avanzaban paso a paso hacia aberturas, con la esperanza de tener una posibilidad de escapar. Algunos hombres que mantenían lo que esperaban fuera una distancia prudente agitaban los brazos y arrojaban piedras, intentando distraer y confundir a los agresores.

En el centro de la estancia las dos figuras, igual que osos en una jaula, proferían bramidos coléricos contra las personas de su alrededor. El olor a muerte y descomposición era abrumador.

Un hombre situado a la derecha se acercó a toda velocidad para alzar con un gran esfuerzo una roca de buen tamaño y arrojarla contra uno de los intrusos. La piedra golpeó al hombretón en la parte posterior de la cabeza y rebotó, pero sonó como si le hubiera fracturado el cráneo; con todo, aquello no detuvo al hombre y tampoco dio ninguna muestra de que el golpe le hubiera producido algún daño.

La otra figura rugió y corrió a cortarles el paso a algunas personas que intentaban huir al interior de un pasillo. Los que tuvieron suerte consiguieron meterse como una exhalación en un corredor o franquear el borde de la cueva y descender por la traicionera senda que ascendía por la ladera.

Sin embargo, no todo el mundo tenía la suerte de poder escapar. El suelo de la cueva brillaba no tan sólo con agua de lluvia, sino también con charcos de sangre.

Al mismo tiempo que Richard cruzaba la estancia a la carrera en dirección a las oscuras formas, uno de ellos se abalanzó al frente y asestó un repentino manotazo, atrapando a una mujer que tenía la espalda apretada contra una pared. La mano con aspecto de zarpa le desgarró el abdomen, salpicando de sangre la pared. Paralizada por el pánico, la mujer parecía incapaz de creer lo que acababa de suceder. Richard sabía que la desdichada no sentía aún todo el dolor de la herida recibida. Aturdida, con los ojos como platos, la mujer profirió unos grititos jadeantes a medida que empezaba a darse cuenta de lo que había sucedido.

En aquel momento de paralizada conmoción, el atacante se inclinó al frente y agarró la muñeca de la aturdida mujer. A una velocidad aterradora, el otro hombretón arremetió también y agarró el tobillo de la acorralada víctima, haciendo que perdiera el equilibrio. La mujer profirió un gruñido al impactar contra el suelo.

Mientras Richard cruzaba a toda velocidad la cueva en dirección a los dos atacantes, varios gatos surgieron de la oscuridad y cayeron sobre el que sujetaba la pierna de la mujer. Este se quitó un gato del hombro de un manotazo. Otro felino le arañó el rostro, pero él siguió sujetando el tobillo de la mujer, sin parecer lastimado por las zarpas del animal.

Al mismo tiempo, el otro hombre retorció el brazo de la mujer, arrancándolo del hombro. Con el brazo que le quedaba, la mujer forcejeó débilmente, arañando el suelo, intentando escapar a un destino inevitable. El otro hombre todavía la sujetaba con firmeza del tobillo, impidiendo que se zafara. Los gritos de la desgraciada perdieron fuerza cuando misericordiosamente perdió el conocimiento.

Mientras Richard arremetía contra ellos, chillando enfurecido, su espada centelleó en el oscuro aire nocturno, descendiendo como un rayo para seccionar el brazo del hombretón que sujetaba el miembro arrancado a la mujer. El hueso se astilló con un chasquido. Ambos brazos, el de la mujer y el que lo sujetaba férreamente, rodaron por el suelo.

Indiferente a la presencia de Richard, el hombre que sujetaba el tobillo de la mujer miró en dirección a la entrada de la cueva, haciendo girar en alto el cuerpo de la desdichada y lanzándolo por los aires. Esta voló describiendo un arco al interior de la lluviosa noche, dejando un reguero de sangre y vísceras tras ella mientras salía despedida en silencio por el borde del precipicio y caía hacia las rocas.

Richard vio la punta de la hoja de una espada asomando por entre los omóplatos del hombre. Este giró en redondo hacia Richard, listo para atacar. Parecía imposible, pero el hombre no parecía afectado por la hoja rota que le había atravesado el pecho.

Fue entonces, a la débil luz de la fogata, cuando Richard pudo ver bien por primera vez al asesino.

Había tres cuchillos hundidos en el pecho del hombre. Sólo se veían las empuñaduras.

Reconoció los mangos de los cuchillos. Eran del estilo de los que llevaban los soldados de la Primera Fila.

Alzó la mirada al rostro del atacante. Fue entonces cuando comprendió el auténtico horror de la situación y la razón del insoportable hedor a muerte.