5
con la ayuda de los dos hombres, Richard avanzó detrás de Ester, quien por su parte seguía al portador de Kahlan. A la cabeza del pequeño grupo, un hombre con un farol miraba atrás de vez en cuando, asegurándose de que no faltaba nadie.
Kahlan, la larga melena apelmazada de sangre, los brazos extendidos, colgaba sin conocimiento sobre el hombre que la llevaba. A la luz de la luna, Richard podía ver las heridas causadas por las enredaderas cubiertas de espinas que la Doncella de la Hiedra había usado para atarla y mantenerla prisionera. De vez en cuando, sangre procedente de esas y de otras heridas goteaba de las yemas de sus dedos.
Richard tenía la misma clase de cortes, pero no tantos. Las enredaderas de espinas debían de contener una sustancia que impedía que las heridas cerraran como era debido, ya que también las suyas seguían rezumando sangre. Al menos había conseguido matar a la Doncella de la Hiedra antes de que pudiera desangrar por completo a Kahlan. Aunque gravemente herida, su esposa seguía con vida.
Mientras avanzaban por el bosque en dirección a la aldea, había deseado parar y curarla él mismo, pero sabía que no estaba en condiciones de llevar a cabo tal tarea. Requería una variedad de energías de las que carecía en aquellos momentos. Tenía más sentido conseguirle ayuda.
Una vez que supiera que Kahlan estaba a salvo, necesitaba averiguar qué les había sucedido a los soldados de la Primera Fila y a los amigos que habían estado con ellos. Rehusaba creer que aquellos que tanto le importaban estaban muertos, aunque recordaba con suma nitidez los huesos humanos que había visto. Lo acongojaba cualquier tipo de muerte de un ser querido, pero especialmente una tan espantosa.
Al aproximarse a la base del risco, el pequeño grupo empezó a avanzar a través de un extenso campo de cantos rodados que se había ido formando de rocas desprendidas de la pared de piedra con el paso del tiempo. En algunos lugares, los que acompañaban a Richard, avanzando en fila india, tenían que agacharse para pasar por debajo de losas enormes que habían caído de la montaña y ahora descansaban encima del revoltijo de bloques.
A Richard le sorprendió ver que los que iban delante de él iniciaban la ascensión por un camino estrecho que subía pegado a la pared de roca. Al estar algo apartado entre en una maraña de matorrales, habría sido fácil pasarlo por alto.
Había pensado que a lo mejor tenían escalas que subían hasta las cuevas habitadas, o incluso un pasadizo interior, pero parecía que el único modo de subir era siguiendo el sendero formado por escarpaduras y repisas. Donde no había puntos de apoyo naturales, la piedra parecía haber sido tallada laboriosamente para crear un sendero. A la débil luz amarillenta de los faroles, pudo ver que la roca había sido alisada por las pisadas de los que habían pasado por ella para escalar la pared a lo largo de lo que parecían miles de años.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Richard en un susurro.
Ester miró atrás por encima del hombro.
—Nuestro pueblo, Stroyza.
Richard dio un traspié. Se preguntó si ella sabía lo que significaba el nombre. Pocas personas vivas comprendían el d’haraniano culto. Richard era una de ellas.
—¿Por qué vivís aquí arriba? ¿Por qué no construir abajo entre los campos de cultivo? Así no tendríais que subir y bajar por este sendero traicionero todo el tiempo.
—Es donde nuestra gente ha vivido siempre. —Como esto no pareció ser razón suficiente para él, la mujer le dedicó una sonrisa paciente—. ¿No creéis que también sería traicionero para cualquiera que viniera a atacarnos durante la noche?
Richard echó una ojeada a los cabeceantes puntos de luz de faroles que brillaban más adelante mientras sus acompañantes seguían ascendiendo con cautela.
—Supongo que tienes razón. Una sola persona ahí arriba podría rechazar fácilmente a un ejército que intentara subir por este sendero. —Su frente se crispó—. ¿Tenéis muchos problemas de ataques a vuestro pueblo?
—Estamos en las Tierras Oscuras —respondió ella, como si fuera explicación suficiente.
Con la llovizna volviendo resbaladiza la roca, Richard pisaba con cuidado mientras ascendían por la estrecha repisa que era el sendero; no era lo bastante amplio para tener a un hombre andando a cada lado para ayudarle, de modo que uno de ellos lo seguía muy de cerca, listo para sostenerlo si daba un traspié. Por suerte, había asideros de hierro para las manos asegurados a la pared de roca en los puntos especialmente angostos.
Por desgracia, los asideros estaban en el lado izquierdo, y ese era el brazo que tenía más maltrecho. Sentía tanto dolor que apenas conseguía cerrar los dedos, por lo que a veces tenía que pasar por delante la mano derecha para sujetarse de las barras. Hacía más ardua la ascensión, pero impedía que cayera. El hombre que iba detrás, pegado a él, se sujetaba con una mano y de vez en cuando usaba la otra para ayudar a sostener a Richard. Una ojeada abajo a la tenue luz de la luna reveló un precipicio de vértigo.
Cuando por fin alcanzaron la cima, un pequeño grupo aguardaba para recibirlos. Cuando Richard puso el pie en la entrada, los allí congregados retrocedieron para dejar espacio a los que llegaban y eso le permitió ver que la amplia cavidad natural se estrechaba en algunos lugares para formar varios pasillos con aspecto de caverna que penetraban más hacia el interior de la montaña. La inquietud se reflejaba en los rostros de las personas que contemplaban a los forasteros heridos.
Varios gatos surgieron de la oscuridad para saludar a las personas del pueblo que regresaban. Richard distinguió a unas cuantas más cautelosas criaturas en los pasadizos. La mayoría eran negras.
—Menos mal que todos estáis de vuelta sanos y salvos —dijo uno de los hombres que aguardaban—. Como llevabais tanto tiempo fuera después de oscurecer, estábamos preocupados.
Ester asentía mientras él hablaba.
—Lo sé. No había otro remedio. Por suerte, los encontramos.
Antes de que Ester pudiera hacer las presentaciones, Henrik los divisó desde el abrigo de las sombras y salió corriendo para darles la bienvenida.
—¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl! ¡Estáis vivo!
Cuchicheos atónitos recorrieron veloces la pequeña reunión de aldeanos. Al parecer, no todos en el pueblo habían sido informados de a quién había salido a rescatar el grupo de búsqueda.
—¿Lord Rahl… líder del imperio d’haraniano? —preguntó un hombre mientras los cuchicheos seguían extendiéndose.
Richard asintió.
—Así es.
Todos empezaron a doblar una rodilla, pero Richard hizo un gesto para dispensarlos de tal muestra de reverencia.
—No hace falta, por favor.
Mientras todos volvían a incorporarse con un titubeo, Richard consiguió sonreír al muchacho.
—Henrik, me siento aliviado al ver que estás bien.
El hombre que sostenía a Kahlan retiró con cuidado su cuerpo inmóvil del hombro. Varias personas acudieron a ayudar.
Ester presentó rápidamente a unas cuantas de las personas reunidas alrededor del grupo, pero enseguida abrevió las formalidades.
—Hay que llevarlos adentro. Los dos están malheridos. Es necesario que nos ocupemos de sus heridas.
La pequeña muchedumbre, seguida de cerca por varios gatos, fue tras ellos mientras Ester los conducía a toda prisa al interior de uno de los túneles más amplios. Había varias habitaciones construidas en hendiduras naturales y peñascos a lo largo del pasillo. Gran parte de los habitáculos y de la red de túneles había sido excavada en la roca semiblanda. Las paredes de algunas de las habitaciones tenían muros de piedra y argamasa tapando las aberturas. Algunos lugares tenían puertas de madera en tanto que otros estaban tapados con pieles de animales para crear lo que parecía ser una comunidad de pequeños hogares.
El laberinto de viviendas que había por toda aquella maraña de escondrijos parecía propiciar una existencia deprimente, pero Richard supuso que la seguridad del lugar en lo alto del interior de la montaña era consuelo suficiente. Las prendas que llevaban los que lo rodeaban también daban testimonio de la naturaleza austera de la vida en su pequeño pueblo. Todos vestían un tipo parecido de tela burdamente tejida que se fundía con el color de la piedra.
Ester agarró por la manga a la mujer que tenía delante y se inclinó hacia ella.
—Trae a Sammie.
La mujer la miró por encima del hombro con el entrecejo fruncido.
—¿Sammie?
Ester confirmó lo que había dicho con un firme movimiento de cabeza.
—Estas personas necesitan que las curen.
—¿Sammie? —repitió la mujer.
—Sí, date prisa. No hay tiempo que perder.
—Pero…
—Ve —ordenó Ester con un veloz ademán—. Date prisa. Los llevaré a mi casa.
Mientras la mujer marchaba a toda velocidad en busca de la ayuda que Ester había pedido, todo el grupo pasó al interior de un pasillo más estrecho. Cuando por fin llegaron ante una entrada tapada con una gruesa colgadura confeccionada con piel de borrego, Ester y varias de las personas que iban con ellos entraron, agachando la cabeza para pasar bajo el dintel. Una vez dentro de la pequeña estancia uno de los hombres encendió a toda prisa docenas de velas. En contraste con la sencilla mesa de madera, las tres sillas y el arcón situado a un lado, alfombras toscas pero de colores vivos cubrían el suelo. Cojines hechos de un material sin adornos similar al de sus ropas proporcionaban otra opción de asiento.
Ester dirigió a los hombres que transportaban a Kahlan a un lado de la habitación, donde depositaron a la herida con suavidad sobre una piel de becerro bordeada por una hilera de almohadas sencillas y muy usadas. Los hombres que acompañaban a Richard lo ayudaron a sentarse con cuidado en el suelo, apoyado en varios cojines.
—Es necesario que nos ocupemos de vuestras heridas de inmediato —dijo Ester a Richard, y volvió la cabeza hacia algunas de las mujeres que habían entrado con ellos—. Traed un poco de agua tibia y trapos. Habrá que preparar un emplasto. Traed también vendas, aguja e hilo.
Mientras el grupito de mujeres volvía a salir apresuradamente del modesto alojamiento para cumplir sus instrucciones, Ester se arrodilló junto a Richard. Le alzó el brazo con delicadeza y aflojó el torniquete para poder mirar bajo el vendaje empapado en sangre.
—No me gusta el color de vuestro brazo —comentó—. Hay que lavar esas heridas de mordiscos. Algunas necesitarán que las cosan. —Alzó una veloz mirada hacia los ojos de Richard—. También necesitáis ayuda de alguien más preparado.
Richard comprendió que se refería a que necesitaba que una persona con el don lo curara. Asintió a la vez que se inclinaba a un lado, apartando con cuidado hebras de pelo del rostro de Kahlan para poder presionar la parte interior de la muñeca contra la frente de su esposa. La notó febril.
—Puedo esperar —dijo—. Quiero que os ocupéis de la Madre Confesora primero.
Cuando volvió a mirar a Ester, vio que la aprensión tensaba sus facciones. Quedaba muy claro que a esta le preocupaba que fuera él quien necesitara ayuda urgente.
Richard suavizó el tono de su voz.
—Te estoy agradecido por todo lo que tú y tu gente habéis hecho, pero, por favor, quiero que ayudéis a mi esposa primero. Ella está inconsciente y evidentemente en peor situación que yo. A lo mejor podrían coserse y vendarse mis heridas mientras vuestra persona con el don se ocupa de ayudar a la Madre Confesora. Por favor, estoy preocupado por su estado. Necesito saber que se recuperará.
Ester le estudió los ojos un instante y luego sonrió levemente.
—Comprendo. —Volvió la cabeza e hizo un veloz gesto con la mano—. Peter, por favor ve a asegurarte de que Sammie viene hacia aquí.