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richard aflojó poco a poco la presión sobre el cuello del muerto. Al mismo tiempo que el aire que le quedaba abandonaba con un siseo sus pulmones sin vida, la cabeza quedó torcida hacia un lado.

Uno de los hombres apartó a uno de los cadáveres que yacían sobre Richard. Incluso en la muerte, seguía habiendo una sanguinolenta mueca feroz congelada en el rostro.

Una máscara de sangre había descendido para cubrir un lado del semblante del cadáver. Fragmentos de hueso sobresalían de los cabellos apelmazados y enmarañados. Richard vio que le habían partido la parte posterior de la cabeza con una roca enorme que uno de los otros hombres todavía sujetaba con fuerza.

Cuando el hombre del cuello roto empezó a resbalar poco a poco hacia un lado, una de las mujeres, la que había tocado el brazo de Richard, lo empujó con el pie. Fue un alivio quedar por fin libre de aquel peso asfixiante.

La mujer recogió el cuchillo ensangrentado que el segundo atacante había soltado cuando le habían aplastado el cráneo, se agachó junto a Richard y empezó a cortar la soga que le ataba las manos. Richard sintió también una gran sensación de alivio cuando la seccionó y, mientras retiraba las lazadas de cuerda que quedaban y se acariciaba las ensangrentadas muñecas, ella fue hacia sus pies y cortó la que ataba sus tobillos.

—Gracias —dijo Richard, que estaba más que aliviado de estar libre—. Me habéis salvado la vida.

—Por ahora —dijo un hombre en las sombras.

—Esperamos que nos devolváis el favor —añadió otro.

Richard no sabía a qué se refería, pero tenía mayores preocupaciones.

Con un gesto enojado, la mujer del cuchillo hizo callar a los hombres antes de devolver su atención a Richard.

Este vio a la débil luz de la luna llena que iluminaba la capa de nubes que era una mujer de mediana edad. Finas líneas arrugaban su rostro dándole un semblante afable. Estaba demasiado oscuro para saber de qué color tenía los ojos, pero no para ver la determinación que mostraban. También su semblante mostraba firme resolución.

La mujer se inclinó sobre él para presionar una mano sobre el mordisco de un lado de la parte superior de su brazo e intentar detener la hemorragia. Alzó la mirada hacia la de Richard mientras mantenía la presión en la herida.

—¿Sois el que mató a Jit, la Doncella de la Hiedra? —preguntó.

Sorprendido por la pregunta, Richard asintió a la vez que paseaba la mirada por todos los rostros inmutables que lo observaban.

—¿Cómo sabes eso?

Con la mano libre, la mujer se apartó del rostro algunos cabellos de la lacia melena que le llegaba hasta los hombros.

—Un muchacho, Henrik, vino a nuestra morada no hace mucho. Nos contó que había sido su prisionero y que ella tenía intención de matarlo como a todos los demás. Dijo que dos personas lo habían rescatado y habían acabado con la Doncella de la Hiedra, pero que ahora tenían problemas y necesitaban ayuda.

Richard se inclinó hacia adelante.

—¿Había alguien más con él?

—Me temo que no. Sólo el muchacho.

Aunque Richard había matado a la Doncella de la Hiedra, tanto Kahlan como él habían resultado gravemente heridos. Sus amigos habían conducido un pequeño ejército hasta allí para llevarlos a casa, pero ahora esos amigos habían desaparecido. Richard sabía que ninguno de ellos los habría dejado solos a Kahlan y a él por voluntad propia.

—Henrik fue quien contó a mis amigos lo que había sucedido y dónde podían encontrarnos —explicó Richard—. Ellos deberían haber estado con él.

La mujer negó con la cabeza.

—Lo siento, pero estaba solo. Aterrorizado y solo.

—¿Os contó lo que sucedió aquí? —inquirió Richard—. ¿Os dijo dónde están ahora los que iban con nosotros?

—Estaba sin resuello y desesperado por encontrar ayuda. Dijo que no había tiempo para explicar nada. Que teníamos que darnos prisa y acudir en vuestra ayuda. Vinimos inmediatamente.

Ahora que Richard estaba libre y la adrenalina del combate había desaparecido, el dolor había empezado a afectarlo. Se tocó la frente con dedos temblorosos.

—Pero ¿dijo alguna otra cosa? —preguntó—. Es importante.

La mujer paseó la mirada por la oscuridad al mismo tiempo que negaba con la cabeza.

—Dijo que os habían atacado y que necesitabais ayuda. Sabíamos que teníamos que darnos prisa. Henrik está en nuestro pueblo. Cuando estemos de vuelta allí podéis interrogarlo vos mismo. Por ahora, debemos ponernos a resguardo de la noche. —Efectuó una apremiante seña a la mujer que tenía detrás—. Dame tu pañuelo.

Ella se lo sacó al instante de la cabeza y se lo entregó. La mujer arrodillada junto a Richard utilizó el pañuelo a modo de vendaje, enrollándolo con varias vueltas a la parte superior del brazo. Lo anudó con rapidez, luego introdujo el mango del cuchillo bajo el nudo y lo giró para apretar el torniquete. Richard apretó los dientes para resistir el dolor.

Parecía incapaz de aminorar los latidos de su acelerado corazón. Estaba preocupado por todos los que habían estado con él, preocupado por lo que pudiera haberles sucedido. Necesitaba llegar hasta Henrik y averiguar qué estaba sucediendo. Más que eso, sin embargo, le preocupaba conseguir ayuda para Kahlan.

—No deberíamos permanecer más tiempo aquí fuera —advirtió con calma uno de los hombres situados atrás, intentando meterle prisa a la mujer.

—Casi he acabado —dijo esta, a la vez que evaluaba con rapidez algunas de las heridas más evidentes—. Necesitáis que os cosan esas heridas y que las traten con emplastos o mañana por la mañana estarán infectadas —indicó a Richard—. No puede hacerse caso omiso de mordiscos como estos.

—Por favor —dijo Richard a la vez que señalaba en dirección al carro con el otro brazo—. ¿Podéis ayudar a mi esposa? Temo que sus lesiones sean graves.

—¿Es la Madre Confesora? —quiso saber uno de los hombres mientras comprobaba el estado de Kahlan.

El sentido de la cautela de Richard despertó.

—Sí.

—No creo que podamos hacer nada por ella aquí —dijo el hombre.

El otro hombre descubrió la espada y la recogió del suelo. Su mirada resbaló por la vaina profusamente labrada en oro y plata antes de advertir la presencia de la palabra VERDAD forjada en hilo de oro entretejido a través del hilo de plata que envolvía la empuñadura.

—¿Entonces vos seríais el lord Rahl?

—Así es —respondió Richard.

—En ese caso no hay duda. Sois las personas que buscábamos —dijo el hombre—. El muchacho, Henrik, nos contó quiénes erais. Vinimos a vuestro encuentro.

La inquietud de Richard se suavizó al oír que era Henrik quien les había contado exactamente quiénes eran Kahlan y él.

—Ya basta —intervino la mujer, y volvió a girar rápidamente hacia Richard—. Me alegra que llegásemos a tiempo, lord Rahl. Me llamo Ester. Ahora tenemos que llevaros a los dos de vuelta a un lugar seguro.

—Llamadme Richard.

—Sí, lord Rahl —respondió ella distraídamente, como si ya no lo escuchara mientras presionaba las heridas para comprobar lo profundas que eran.

Ester hizo una seña a algunos de los hombres que tenía a su espalda.

—Tendréis que ayudarlo. Está malherido. Tenemos que salir de aquí antes de que los que hicieron esto regresen.

Varios hombres, aliviados al oír que por fin estaba lista para marchar, avanzaron a toda prisa para ayudar a Richard a ponerse en pie. Una vez levantado, este insistió en ir a ver a Kahlan. Los hombres lo ayudaron a mantener el equilibrio mientras se acercaba con paso tambaleante hasta el carro.

Richard vio que su esposa seguía inconsciente, pero que respiraba. Posó una mano sobre ella, lleno de temor respecto a su estado. La Madre Confesora tenía las ropas empapadas de sangre debido al suplicio pasado a manos de la Doncella de la Hiedra. Pensar en aquella criatura repugnante y en lo que había hecho a Kahlan despertó la cólera de Richard.

La Doncella de la Hiedra había bebido la sangre de su esposa.

Deslizó la mano a través del largo corte de su camisa, palpando el lugar de su abdomen donde los espíritus familiares de Jit habían hecho un tajo para recoger su sangre y dársela a beber a la Doncella de la Hiedra. Le preocupaba tanto la gravedad de la terrible herida, como la cantidad de sangre que habría perdido. Con gran sorpresa por su parte, halló sólo unas pocas ondulaciones inflamadas en la carne; la herida había cicatrizado casi por completo.

Recordó, entonces, el contacto que había percibido: una curación iniciada, pero no finalizada. Zedd o Nicci debían de haber sanado la profunda herida de Kahlan, pero, a juzgar por el resto de las heridas, Richard pudo darse cuenta de que, tal y como había sucedido con él, no habían terminado la cura. Puesto que recordaba que había sido el contacto de Nicci el que había notado sobre él, sospechó que habría sido Zedd quien había empezado a curar a Kahlan.

Dio gracias de que Zedd hubiera conseguido cerrar el terrible corte del abdomen de su esposa, aunque no hubiera tenido tiempo de curarla por completo. Comprendió, también, que debía de tener otras heridas de importancia o no estaría inconsciente.

—¿Conocéis a alguien que pueda ayudarla? —preguntó Richard—. ¿Una persona con el don?

Ester vaciló.

—Tenemos a alguien con el don que podría ser de alguna ayuda —dijo por fin.

Uno de los hombres situado detrás se inclinó hacia la mujer, agarrando el vestido de Ester por la tela del hombro para tirar un poco hacia atrás de ella a la vez que le susurraba al oído:

—¿Crees que es sensato?

La mujer dirigió una mirada furiosa a su interlocutor.

—¿Qué elección hay? ¿Deberíamos dejarlos morir?

Él se irguió, profiriendo un suspiro como única respuesta.

—Debemos apresurarnos —indicó Ester—. Ella no puede curarlos si están muertos.

—Además de eso —le recordó otro hombre—, es necesario que todos nos resguardemos de la noche.

Ante aquellas palabras, otros pasearon la mirada por la oscuridad. Richard reparó en que parecía aterrarles estar al aire libre después de oscurecer. Puesto que en una ocasión había sido guía de bosque, había visitado a menudo a campesinos y descubierto que era algo relativamente común entre ellos el querer encerrarse en casa cuando se ponía el sol. La gente que vivía en lugares más remotos tendía a ser más supersticiosa que la mayoría y todos temían a la oscuridad.

Aunque tuvo que admitir que estas personas tenían motivos por los que tener miedo.

Contempló cómo varios hombres alzaban con delicadeza a Kahlan y luego la colocaban sobre el hombro del más fornido. Richard quería transportarla él mismo, pero sabía que ni siquiera podía caminar solo. De mala gana permitió que dos de los hombres colocaran los hombros bajo sus brazos para ayudarle a mantenerse erguido.

Bajo la tenue luz de la luna y el suave resplandor dorado de los faroles que llevaban, Richard miró atrás más allá del carro. Por vez primera, vio innumerables cuerpos. No eran los soldados de la Primera Fila. Gentes desconocidas, pálidas y medio desnudas yacían por todo el terreno. A juzgar por sus enormes heridas, parecía que la Primera Fila había librado una batalla feroz y dado el número de cadáveres, no era extraño que el aire oliera a sangre y vísceras.

A poca distancia, justo al otro lado de la esquina del carro, yacía con la espalda pegada al suelo uno de los cadáveres, con la boca totalmente abierta. Los ojos sin vida estaban clavados en el oscuro cielo.

Los dientes del hombre habían sido limados hasta quedar convertidos en afilados punzones.

Zedd, el abuelo de Richard, y la hechicera Nicci habían traído soldados de élite con ellos para asegurarse de que Richard y Kahlan regresaban sanos y salvos al Palacio del Pueblo, y ninguno de ellos los habría abandonado. Richard escudriñó los huesos desperdigados entre pedazos de uniformes, insignias y armas de la Primera Fila. Era una visión horripilante. Pero no vio nada que diera la impresión de pertenecer a Zedd, Nicci o Cara.

Cara, su guardaespaldas personal, era una mord-sith, por lo que no lo habría abandonado por ningún motivo que no fuera la muerte, y él siempre había sospechado que incluso en ese caso regresaría del otro mundo para protegerlo.

Temió que allí afuera, en la oscuridad donde no podía verlos, yacieran los huesos de todos los que tanto le importaban. El pánico le provocó una opresión en el pecho.

—Démonos prisa —dijo Ester, empujando a los hombres que ayudaban a sostener en pie a Richard—. Sangra mucho. Tenemos que regresar.

Los demás estuvieron más que contentos de alejarse de la visión de tanta muerte y encaminarse de vuelta a la seguridad de sus casas.

Richard dejó que los hombres lo llevaran en andas a un sendero estrecho que atravesaba la pared de árboles y se encaminaba hacia el interior de la noche.