4

4

en su veloz viaje a través de un bosque tan espeso que la luz de la luna apenas alcanzaba el suelo, todos mantuvieron una cautelosa vigilancia de la oscuridad circundante. También Richard escrutaba el bosque, pero no podía ver gran cosa más allá de la débil luz de los faroles. No había modo de saber qué podría haber allí atrás, en las negras profundidades del bosque, ni si los misteriosos individuos semidesnudos que habían masacrado a sus amigos estaban siguiéndolos.

Cada sonido captaba su atención y atraía su mirada. Cada rama que lo rozaba o se enganchaba a la pernera del pantalón elevaba su ritmo cardíaco.

Por lo que podía ver, sus acompañantes no llevaban consigo más que cuchillos corrientes. Habían usado una piedra para liquidar al atacante de Richard. No le gustaría nada toparse con las hordas de asesinos en el oscuro sendero y tener que defenderse con rocas.

Le alegraba volver a tener el tahalí de piel labrada pasado sobre el hombro derecho y su espada colgando sobre la cadera izquierda. De vez en cuando tocaba distraídamente la familiar empuñadura del arma para tranquilizarse. Sabía, no obstante, que no estaba precisamente en condiciones de pelear.

Con todo, el mero hecho de tocar la antiquísima arma estimulaba el poder latente de esta y el silencioso frenesí de cólera contenido en su interior, despertaba al gemelo que habitaba en su interior a la vez que lo tentaba a invocarla. Era tranquilizador tener siempre aquella arma leal y el poder que conllevaba a su entera disposición.

Richard escrutaba las tinieblas en busca de ojos que revelaran la presencia y posición de animales más allá del limitado alcance de la luz de los faroles. Aunque sí vio algunas criaturas pequeñas como sapos, un mapache y algunas aves nocturnas, no vio animales de mayor tamaño. Por supuesto, siempre era posible que las bestias estuvieran ocultas entre los espesos macizos de helechos y arbustos o entre los troncos de los árboles.

Y, desde luego, no habría ningún brillo de ojos si los que los observaran fueran humanos.

Puesto que no podía ver nada en las oscuras profundidades del bosque, dependía de sonidos y olores para detectar posibles amenazas; aunque lo único que olía era el aroma familiar de balsaminas, helechos y de la estera de agujas de pino, hojas secas y detritos del bosque que cubría el suelo. Los únicos sonidos que captaba eran el zumbido de insectos y de vez en cuando los agudos reclamos de aves nocturnas. Aullidos lejanos y débiles de coyotes resonaban entre las montañas.

Los que conducían a Richard y a Kahlan a la seguridad de su pueblo se abstenían de hablar durante el trayecto. El cauteloso grupo caminaba con rapidez, pero casi sin hacer ruido, tal y como sólo los que habían pasado su vida en el bosque eran capaces de hacer. Incluso el hombre que iba por delante transportando a Kahlan avanzaba silenciosamente por la senda. Richard, incapaz de andar con facilidad y en ocasiones arrastrando los pies mientras lo ayudaban a mantenerse en pie, hacía mucho más ruido que el resto, pero no había gran cosa que pudiera hacer al respecto.

Con todos los cuerpos de gente extraña que había visto cerca del carro, por no mencionar lo que había oído comentar a los dos hombres que lo habían atacado, y todas las advertencias que había recibido sobre las Tierras Oscuras, Richard podía comprender por qué sus acompañantes estaban tan nerviosos y mostraban tanta cautela. Sus atacantes no se parecían en nada a los cadáveres que había visto. Si aquellos dos hombres estaban en lo cierto, entonces los muertos eran la gente misteriosa que habían mencionado, los shun-tuk.

Daba la impresión de que, a diferencia de otros campesinos que Richard conocía, las gentes que lo acompañaban tenían más motivo para tener miedo que la simple superstición.

Era de agradecer que la gente se tomara en serio los peligros reales. Quienes se metían en problemas más a menudo eran los ignorantes que no querían creer que las amenazas eran auténticas, de modo que desechaban su potencial existencia. Uno no podía estar preparado para lo que jamás contemplaba como posible o no estaba dispuesto a aceptar. La preocupación era a veces una herramienta valiosa para la supervivencia, así que Richard pensaba que era una estupidez no hacerle caso. Pero, puesto que iban tan pobremente armados, no pensaba que se tomaran las amenazas lo bastante en serio.

O a lo mejor las amenazas a las que se enfrentaban eran nuevas para ellos.

No pasó mucho tiempo antes de que emergieran bruscamente de la opresiva oscuridad del bosque y salieran a campo abierto. Una ligera neblina transportada por aire más fresco humedeció el rostro de Richard.

A lo lejos, cruzando el terreno levemente ondulado que tenían delante, iluminada por la amortiguada luz, Richard vio alzarse una pared de roca cortada a pico. A la mitad del risco distinguió luces tenues y titilantes, probablemente de velas y faroles, en corredores que parecían volver a penetrar en la roca.

Avanzando sin pausa al frente en dirección al risco, el sendero pasaba entre cultivos enormes, algunos de cereales, otros de hortalizas. Una vez que estuvieron entre los campos que se extendían desde la base de la pared de roca, los que iban con él se sintieron por fin lo bastante seguros como para empezar a cuchichear entre ellos.

A medida que se acercaban más a la piedra, encontraron corrales construidos con cercas de troncos. Algunos contenían ovejas; otros, cerdos bastante peludos. Unas pocas vacas lecheras permanecían juntas en un apretado grupo en una esquina. Unas casetas grandes colocadas entre peñascos caídos de la montaña que se alzaba imponente sobre ellas daban la impresión de estar destinadas a gallinas, que sin duda estarían durmiendo. Richard vio a unos cuantos hombres ocupándose de los animales.

Uno de los hombres estaba inspeccionando las ovejas, dándoles palmadas en los lomos para apartarlas mientras se abría paso entre el pequeño pero compacto rebaño apretujado en un redil de gran tamaño.

—¿Qué sucede, Henry? —preguntó Ester—. ¿Qué estáis haciendo aquí abajo a estas horas de la noche?

El hombre no pudo evitar mirar por un breve instante a los desconocidos que sus compañeros transportaban. Alargó una mano, señalando la pulcra cuadrícula de corrales.

—Los animales están inquietos.

Richard miró atrás por encima del hombro. La palma de su mano izquierda descansó sobre la familiar empuñadura de su espada mientras barría con la mirada los campos situados entre ellos y la oscura masa de árboles. No vio nada fuera de lo corriente.

—Creo que será mejor que dejéis a los animales y os resguardéis —dijo mientras escrutaba la oscura línea de árboles.

El hombre frunció el entrecejo a la vez que se quitaba la gorra de punto para rascarse la rala cabellera blanca.

—¿Y quién eres tú para decirme lo que he de hacer con mi ganado?

Richard volvió a mirar al hombre y se encogió de hombros, pero entonces, sintiendo que sus piernas estaban a punto de ceder, volvió a pasar el brazo izquierdo alrededor del hombro de uno de sus compañeros de viaje.

—Soy alguien a quien no le gusta lo que pasa cuando los animales están inquietos; he visto cosas espantosas esta noche no muy lejos de aquí.

—Tiene razón —dijo Ester mientras volvía a iniciar la marcha en dirección a la pared rocosa—. Será mejor que subáis y entréis con el resto de nosotros.

Henry volvió a ponerse la gorra a la vez que lanzaba una mirada preocupada a la silenciosa hilera de árboles. Las altas píceas parecían centinelas impidiendo la entrada de la luz de la luna.

El hombre asintió con un movimiento de cabeza.

—Haré subir a los demás.