En Sartor Resartus Carlyle ha dejado lo que su biógrafo psicosomático, el doctor James Halliday —en El senior Carlyle, mí paciente—, denomina «una asombrosa descripción de un estado mental psicótico, en gran parte depresivo, pero en parte también esquizofrénico».
«Los hombres y mujeres a mi alrededor —escribe Carlyle—, hasta cuando me hablaban, eran únicamente figuras; yo había olvidado prácticamente que estaban vivos, que no eran meros autómatas. En medio de sus atestadas calles y reuniones, yo iba solitario y me sentía feroz (aunque era mi propio corazón, no el de otro, lo que estaba devorando) como el tigre en la selva… Para mí, el universo carecía de vida, de propósito, de volición y hasta de hostilidad; era una enorme, inconmensurable y muerta máquina de vapor, girando con la indiferencia de lo muerto para triturarme miembro a miembro… Sin esperanza, no tenía ningún miedo definido, ni del hombre ni del diablo. Y sin embargo, de modo extraño, vivía en un temor continuo, indefinido y agotador; era un hombre trémulo, pusilánime, temeroso de no sé qué; me parecía que todas las cosas, las de arriba, en el cielo, y las de abajo, en la tierra, iban a hacerme daño; como si el cielo y la tierra fueran las ilimitadas mandíbulas de un monstruo devorador, mientras yo, palpitante, permanecía a la espera de ser devorado.» Renée y el idólatra de los héroes están evidentemente describiendo la misma experiencia. Los dos perciben la Infinitud, pero en la forma del «sistema», de la «inconmensurable máquina de vapor». Para los dos también, todo es significativo, pero negativamente significativo, de modo que todo suceso carece totalmente de sentido, todo objeto es intensamente irreal y todo ser que se llama a sí mismo humano es un muñeco con cuerda, un muñeco que hace grotescamente sus movimientos de trabajo o juego, sus movimientos de amar, de odiar, de pensar, de ser elocuente, heroico, santo, lo que se quiera. El robot, si no sabe hacer muchas cosas, no es nada.