Los efectos que recuerdan las visiones y los artificios que inducen a la visión han representado en las diversiones populares un papel más importante que en las bellas artes. Los fuegos artificiales, la pompa y los espectáculos teatrales son artes esencialmente visionarias. Por desgracia, son también artes efímeras, cuyas antiguas obras maestras sólo nos son conocidas por lo que nos han contado. Nada queda de los triunfos romanos, los torneos medievales, las mascaradas jacobinas, la larga sucesión de coronaciones, bodas reales y decapitaciones solemnes, las canonizaciones de santos y los entierros de papas. Lo más que podemos esperar respecto a estas magnificencias es que «renazcan numerosas algún día».
Un rasgo interesante de estas artes visionarias populares es su íntima dependencia de la tecnología contemporánea. Los fuegos artificiales, por ejemplo, no fueron antaño más que fogatas. (Pero he de añadir que, hoy mismo, una buena fogata en la oscuridad de la noche es uno de los espectáculos más mágicos y arrobadores. Contemplándolo, cabe comprender la mentalidad del campesino mexicano, quien se lanza a quemar media hectárea de monte abajo para plantar su maíz, pero queda encantado si, por un feliz accidente, arde, con llamas brillantes y apocalípticas, varios kilómetros cuadrados de bosque.) La verdadera pirotecnia comenzó —en Europa por lo menos, ya que no en China— con el uso de combustibles en sitios de plazas y batallas navales. De la guerra pasó, a su debido tiempo, a la diversión. La Roma imperial tenía espectáculos de fuegos artificiales, algunos de los cuales, inclusive en la época de declive, eran complicados en extremo. He aquí la descripción de Claudiano del espectáculo ofrecido por Manlio Teodoro en el 399 de nuestra era:
Mobile ponderibus descendat pegma reductis
inque chori speciem spargentes ardua flammas
scaena rotet varios, et fingat Mulciber orbis
per tabulas impune vagos pictaeque citato
ludent igne trabes, et non permissa morari
fida per innocuas errent incendia turres.
Con una pulcritud de lenguaje que no hace justicia a las extravagancias sintácticas del original, el señor Platnauer traduce: «Retírense los contrapesos y la móvil grúa descienda, bajando a los encumbrados hombres que, girando como un coro, esparcen llamas. Que Vulcano forje bolas de fuego que rueden inocuamente por las tablas. Que las llamas parezcan jugar por las fingidas vigas del escenario y que una domada conflagración, a la que no se le permite descansar, vague entre las intactas torres.»
Después de la caída de Roma, la pirotecnia se convirtió, una vez más, en arte exclusivamente militar. Su mayor triunfo fue la invención por parte de Callinico, hacia el 650 de nuestra era, del famoso fuego griego, el arma secreta que permitió al bamboleante Imperio Bizantino sostenerse durante tanto tiempo frente a sus enemigos.
Durante el Renacimiento, los fuegos artificiales volvieron al mundo de las diversiones populares. Con cada avance de la química se hicieron más brillantes y suntuosos. Para mediados del siglo XIX, la pirotecnia había llegado a una cumbre de perfección técnica y era capaz de transportar a vastas multitudes de espectadores hacia los visionarios antípodas de mentes que, conscientemente, eran respetables metodistas, puseyistas, utilitarios, discípulos de Mill o Marx, de Newman, Bradlaugh o Samuel Smiles. En la Piazza del Popolo, en Ranelagh y en el Crystal Palace, en cada 4 o 14 de julio, se le recordaba al subconsciente popular, con el bermejo resplandor del estroncio, el azul del cobre, el verde del bario y el amarillo del sodio, ese Otro Mundo de muy abajo, en el equivalente psicológico de Australia.
El fausto y la pompa son un arte visionario que ha sido utilizado, desde tiempo inmemorial, como instrumento político. Los fantásticos atuendos de reyes, papas y sus respectivos séquitos, militares y eclesiásticos, tienen una finalidad esencialmente práctica: impresionar a las clases inferiores con una sensación muy viva de la sobrehumana grandeza de sus amos. Por medio de las ropas suntuosas y las ceremonias solemnes, la dominación de facto queda transformada en un dominio, no solamente de jure, sino, positivamente, de jure divino. Las coronas y tiaras, las variadas joyas, los satenes, sedas y terciopelos, los bastos uniformes y vestimentas, las cruces y medallas, las empuñaduras de las espadas y los báculos, los sombreros y cascos empenachados y sus equivalentes eclesiásticos y esos enormes abanicos de plumas que hacen de cada función papal un cuadro sacado de Aída son, sin excepción, cosas que inducen a las visiones, destinadas a que caballeros y damas demasiado humanos parezcan héroes, semidioses y seres seráficos y a que procuren, de paso, mucho placer inocente a todos los interesados, sean actores o espectadores.
En el curso de los últimos doscientos años, la técnica de la iluminación artificial ha realizado enormes progresos y estos progresos han contribuido mucho a la efectividad del fausto y la pompa y el arte íntimamente relacionado con ellos del espectáculo teatral de gran aparato. El primer avance notable ocurrió en el siglo XVIII con la introducción de las velas moldeadas de esperma de ballena en sustitución de las viejas bujías de sebo y candelas de cera vertida. Luego vino la invención del pabilo nebular de Argand, que procura aire a la llama tanto por dentro como por fuera. Siguieron enseguida las chimeneas de vidrio y esto hizo posible, por primera vez en la historia, quemar petróleo con una luz brillante y completamente sin humo. El gas de carbón fue empleado por primera vez en la iluminación a comienzos del siglo XIX y, en 1825, Thomas Drummond halló un modo práctico de quemar cal hasta la incandescencia por medio de una llama de gas de oxígeno-hidrógeno u oxígeno-carbón. Entretanto, habían sido adoptados los reflectores parabólicos para concentrar la luz en un estrecho haz. (El primer faro inglés equipado con un reflector así fue construido en 1790.)
La influencia que estas invenciones tuvieron en la pompa y el espectáculo de gran aparato fue muy honda. En los tiempos antiguos, las ceremonias cívicas y religiosas sólo podían celebrarse de día —y los días nubosos eran tan frecuentes como los despejados— o a la luz, después de la puesta del sol, de lámparas y antorchas humosas o de débiles y vacilantes velas. Argand, Drummond, el gas, la cal y, cuarenta años después, la electricidad hicieron posible evocar, en medio del ilimitado caos de la noche, riquísimos universos-islas, en los que el brillo de metales y gemas y el suntuoso lustre de terciopelos y brocados se intensificaban hasta un punto máximo de lo que podríamos llamar significado intrínseco. Un reciente ejemplo de pompa antigua elevada por la iluminación del siglo XX a un poder mágico superior fue la coronación de la reina Isabel II. Con la película del acontecimiento, se salvó del olvido un ritual de arrobador esplendor que hasta ahora había sido siempre el sino de solemnidades así. El ritual ha quedado preservado, brillando preternaturalmente bajo los torrentes de luz, para deleite de vastos públicos contemporáneos y futuros.
En el teatro, se practican dos artes distintos y separados: el arte humano del drama y el arte del espectáculo visionario, del otro mundo. Cabe combinar elementos de las dos artes en una —como sucede con frecuencia en producciones complejas de Shakespeare— para que el público disfrute de un tableau vivant en el que los actores permanecen quietos o, si se mueven, se mueven únicamente de modo no dramático, de modo ceremonioso o procesional o en un baile solemne. Nuestro interés no está aquí en el drama, sino en el espectáculo teatral, que es simplemente el gran aparato sin sus armónicos políticos o religiosos.
En las artes menores visionarias del sastre de teatro y del diseñador de joyas para la escena, nuestros antepasados fueron maestros consumados. Tampoco, a pesar de su dependencia del poder muscular sin ayudas, estuvieron muy detrás de nosotros en la creación y el funcionamiento de máquinas teatrales, en la invención de «efectos especiales». En las mascaradas de los tiempos isabelinos y de los primeros Estuardo, era cosa corriente que surgieran demonios del piso y también eran frecuentes las apocalipsis y las más asombrosas metamorfosis. Se gastaban en estos espectáculos sumas enormes. El Colegio de Abogados, por ejemplo, ofreció a Carlos I una función teatral que costó más de veinte mil libras, en una fecha en que el poder adquisitivo de la libra era seis o siete veces mayor que el actual.
«La carpintería es el alma de la mascarada», dijo sarcásticamente Ben Jonson. Era un sarcasmo motivado por el resentimiento. Se pagaba a Migo Jones por la escenografía tanto como a Ben por escribir la obra. El ofendido laureado no había comprendido sin duda que la mascarada es un arte visionario y que la experiencia visionaria está más allá de las palabras —por lo menos, más allá de toda palabra que no sea supremamente shakespeariana— y ha de ser provocada por la percepción directa, sin nada intermedio, de cosas que recuerden al espectador lo que está pasando en los inexplorados antípodas de su propia conciencia personal. Según eran las cosas, el alma de la mascarada no podía ser nunca un libreto jonsoniano; tenía que ser la carpintería. Pero ni la carpintería podía ser toda el alma de la mascarada. Cuando llega a nosotros desde adentro, la experiencia visionaria es siempre preternaturalmente brillante. Sin embargo, los antiguos escenógrafos no tenían ninguna fuente de luz manejable que fuera más brillante que una vela. A corta distancia, una vela puede crear contrastes de luces y sombras extraordinariamente mágicos. Los cuadros visionarios de Rembrandt y Georges de Latour son de cosas y personas vistas a la luz de las velas. Por desgracia, la luz obedece a la ley de los cuadrados inversos. A distancia segura del atuendo inflamable de un actor, las velas resultan completamente inadecuadas. A cinco metros, por ejemplo, harían falta cien de las mejores velas de cera para producir la iluminación efectiva de una bujía a medio metro. Con una iluminación tan mísera, sólo podía aprovecharse una pequeña parte de las posibilidades visionarias de la mascarada. De hecho, sus posibilidades visionarias no se realizaban hasta mucho después que hubiera dejado de existir en su forma original. Sólo en el siglo XIX, cuando el avance de la tecnología procuró al teatro luces de calcio y reflectores parabólicos, pudo llegar la mascarada a su plenitud. Los tiempos victorianos fueron la edad gloriosa de la llamada pantomima de Navidad y de los espectáculos de gran aparato. Hasta los títulos de Alí Babá, El rey de los pavos reales, La rama de oro y La isla de las gemas son mágicos. El alma de la magia teatral era la carpintería y el vestuario; su espíritu interno, sus scintillae animae, eran el gas y la luz de calcio y, después de 1880, la electricidad. Por primera vez en la historia de la escena, haces de la más brillante incandescencia transfiguraban cuanto en la escena había: telones, vestidos, el vidrio y el similar de las joyas, de manera que todo esto se hacía capaz de transportar al espectador hacia el Otro Mundo, el que se halla al fondo de toda mente, por muy perfecta que sea su adaptación a las exigencias de la vida social, inclusive a la vida social de Inglaterra en plena era victoriana. Hoy, estamos en la afortunada condición de derrochar medio millón de caballos de fuerza en la iluminación nocturna de una metrópoli. Y sin embargo, a pesar de esta desvalorización de la luz artificial, el espectáculo teatral conserva su vieja magia atrayente. Encarnada en los ballets, las revistas y las comedias musicales, el alma de la mascarada sigue en marcha. Las lámparas de mil vatios y los reflectores parabólicos proyectan haces de luz preternatural y la luz preternatural procura a cuanto toca color y significado preternaturales. Hasta el espectáculo más tonto puede resultar maravilloso. Es el caso de un Nuevo Mundo llamado a restablecer el equilibrio del viejo, de un arte visionario que compensa las deficiencias del drama demasiado humano.
La invención de Athanasius Kircher —si fue realmente suya— fue bautizada desde el principio como linterna mágica. Este nombre fue adoptado en todas partes como perfectamente adecuado para una máquina cuya materia prima era la luz y cuyo producto acabado era una imagen en colores que surgían de la oscuridad. Para hacer más mágicas todavía las sesiones de linterna mágica, los sucesores de Kircher idearon una serie de métodos para procurar vida y movimiento a la imagen proyectada. Hubo placas corredizas «cromotrópicas», consistentes en dos discos de vidrio pintado que podían girar en direcciones opuestas, produciendo una tosca imitación, aunque siempre efectiva, de esos dibujos tridimensionales perpetuamente cambiantes que han sido percibidos virtualmente por cuantos han tenido una visión, sea espontánea o inducida por las drogas, el ayuno o la lámpara estroboscópica. Luego, hubo esas «vistas que se disolvían», que recordaban al espectador las incesantes metamorfosis que se producen en los antípodas de la conciencia cotidiana. Para que una escena se transformara imperceptiblemente en otra, se utilizaron dos linternas mágicas que proyectaban en la pantalla imágenes coincidentes. Cada linterna estaba provista de un obturador, dispuesto de modo que la luz de una pudiera ser progresivamente disminuida mientras la de la otra —en un principio completamente oscurecida— se hacía cada vez más brillante. De este modo, la vista proyectada por la primera linterna quedaba insensiblemente reemplazada por la vista de la segunda para deleite y asombro de los espectadores. Otra invención fue la de la linterna mágica móvil, que proyectaba su imagen en una pantalla semitransparente, a cuyo otro lado se sentaba el público. Cuando la linterna era trasladada sobre ruedas hasta muy cerca de la pantalla, la imagen proyectada era muy pequeña. Luego, a medida que la linterna se alejaba, la imagen se hacía mayor. Un aparato automático de enfoque mantenía nítidas las cambiantes imágenes a todas las distancias. La palabra «fantasmagoría» fue acuñada en 1802 por los inventores de esta nueva clase de espectáculo visual.
Todos estos perfeccionamientos en la tecnología de las linternas mágicas fueron contemporáneos de los poetas y pintores del Renacimiento Romántico y es posible que ejercieran cierta influencia en la elección de temas y en los modos de tratarlos. La reina Mab y La rebelión del Islam, por ejemplo, están llenos de vistas que se disuelven y fantasmagorías. Las descripciones que hace Keats de escenas y personas, de interiores, muebles y efectos de luz, tienen la intensa cualidad radiante de las imágenes en colores sobre una pantalla blanca en una habitación a oscuras. Las representaciones por parte de John Martin de satanás y Baltasar, del infierno, Babilonia y el Diluvio, están manifiestamente inspiradas en las placas giratorias de la linterna y en los tableaux vivants dramáticamente iluminados por la luz de calcio.
El equivalente en el siglo XX de las sesiones de linterna mágica es la película en colores. En las enormes y costosas películas «espectaculares», sigue su marcha el alma de la mascarada, en ocasiones pasándose de la raya, pero a veces con buen gusto y una real comprensión de la fantasía inductora de visiones. Además, gracias a la tecnología siempre en avance, los documentales en colores han demostrado ser, cuando están en hábiles manos, una nueva forma muy notable de arte visionario popular. Viene derechamente del Otro Mundo esa vegetación de cactos inmensamente aumentada en la que, al acabar El desierto viviente de Disney, el espectador se siente sumergido. Y, ¡qué visiones más arrobadoras hay en las mejores de las películas sobre la naturaleza, con el follaje movido por el viento, las texturas de rocas y arenas, las sombras y los reflejos de esmeralda en la hierba o los juncales, las aves, lo insectos y los cuadrúpedos en pos de sus afanes en los matorrales o entre los árboles del bosque! Aquí están los mágicos primeros términos de paisajes que fascinaron a los tejedores de tapices millefeuille, a los pintores medievales de jardines y escenas de caza. Aquí están los agrandados y aislados detalles de naturaleza viva con los que los artistas del Lejano Oriente hicieron algunas de sus más bellas pinturas.
Y hay luego lo que podría llamarse el documental deformado, una extraña nueva forma de arte visionario, admirablemente ejemplificada en la película «New York, New York», de Francis Thompson. En esta extrañísima y bellísima película, vemos cómo se manifiesta la ciudad de Nueva York cuando se la fotografía a través de prismas multicolores o se refleja en dorsos de cucharas, pulidos cubos de ruedas o espejos esféricos y parabólicos. Reconocemos casas, personas, escaparates y taxis, pero los reconocemos como elementos de una de esas geometrías vivas que son tan características de la experiencia visionaria. La invención de este nuevo arte cinematográfico parece presagiar, gracias a Dios, la pronta liquidación de la pintura no figurativa. Los pintores de lo no figurativo suelen decir que la fotografía en colores ha reducido los retratos y paisajes a la categoría de absurdidades ociosas. Esto es, desde luego, completamente inexacto. La fotografía en colores se limita a registrar y preserva, en una forma fácilmente reproducible, las materias primas con las que trabajan los retratistas y paisajistas. Utilizada como la utiliza el señor Thompson, la cinematografía en colores hace mucho más que registrar y preservar, las materias primas del arte no representativo; entrega en realidad un producto acabado. Al ver «New York, New York» quedé asombrado, advirtiendo que casi todos los recursos pictóricos ideados por los viejos maestros del arte no figurativo y reproducidos ad nauseam por los académicos y amanerados de la escuela, durante los últimos cuarenta años o más, hacían su aparición, vivos, resplandecientes, intensamente significativos, en la sucesión de imágenes de esta película del señor Thompson.
Nuestra posibilidad de proyectar un poderoso haz de luz nos ha permitido algo más que crear nuevas formas de arte visionario; también ha procurado a una de las artes más antiguas, la de la escultura, una cualidad visionaria que antes no poseía. He hablado en un párrafo anterior de los mágicos efectos que la fuerte iluminación tiene en los monumentos antiguos y los objetos naturales. Análogos efectos se advierten cuando dirigimos los haces de luz hacia la piedra esculpida. Fuseli obtuvo inspiración para algunas de sus mejores y más audaces ideas pictóricas estudiando las estatuas de Monte Cavallo a la luz del sol poniente o, mejor todavía, cuando las iluminaban los relámpagos a medianoche. Hoy, disponemos de puestas de sol artificiales y relámpagos sintéticos. Podemos iluminar nuestras estatuas desde el ángulo que elijamos y prácticamente con el grado de intensidad que deseemos. El resultado ha sido que la escultura nos ha revelado nuevos significados y bellezas insospechadas. Visitemos el Louvre una noche, cuando las antigüedades griegas y egipcias están fuertemente iluminadas. Nos encontraremos con nuevos dioses, ninfas y faraones; conoceremos, al apagarse un foco y encenderse otro en un ángulo distinto, a toda una familia de desconocidas Victorias de Samotracia.
Lo pasado no es algo fijo e inalterable. Sus hechos son descubiertos de nuevo por cada generación sucesiva; hay una nueva apreciación de valores y una nueva definición de significados de acuerdo con los presentes gustos y preocupaciones. Con los mismos documentos, monumentos y obras de arte, cada época inventa su propia Edad Media, su China privada, su Hélade patentada y registrada. Hoy, gracias a los recientes avances en la técnica de la iluminación, podemos ir más adelante que nuestros predecesores. No sólo hemos dado una nueva interpretación a las grandes obras de escultura que nos han sido legadas; de hecho, hemos logrado alterar la apariencia física de estas obras. Las estatuas griegas, según las vemos iluminadas por una luz que nunca hubo en tierra o mar y fotografiadas luego en una serie de fragmentarios primeros planos desde los ángulos más inverosímiles, apenas se parecen a las estatuas griegas vistas por críticos de arte y el público general en las penumbrosas galerías y las pulcras láminas de tiempos pasados. El propósito del artista clásico, sea cual fuere el período en que haya vivido, es poner orden en el caos de la experiencia, presentar un cuadro comprensible y racional de la realidad en el que todas las partes se vean claramente y estén coherentemente relacionadas, de modo que el espectador sepa —o, para ser más exacto, se imagine que sabe— precisamente qué es qué. A nosotros no nos atrae este ideal de ordenación racional. Consiguientemente, cuando nos vemos ante obras de arte clásico, utilizarnos todos los medios a nuestro alcance para que parezcan algo que no son, algo que nunca se quiso que fueran. En una obra cuya esencia en su unidad de concepción, elegimos un rasgo aislado, dirigimos sobre él nuestros reflectores y lo imponemos, al margen del contenido total, a la conciencia del observador. Cuando un contorno nos parece demasiado continuo, demasiado evidente, lo rompemos, haciendo que alternen las sombras con franjas de fuerte luz. Cuando fotografiamos una figura o un grupo esculpidos, utilizamos la cámara para aislar una parte que luego exhibimos en enigmática independencia del conjunto. De esta manera, podemos «desclasificar» al más severo de los clásicos. Sometido al tratamiento de la luz y fotografiado por un fotógrafo experto, un Fidias se convierte en una pieza de expresionismo gótico y un Praxíteles se transforma en un fascinante objeto surrealista sacado de las más cenagosas profundidades de lo subconsciente. Esto tal vez sea malo como historia del arte, pero nos procura indudablemente enormes satisfacciones.