APÉNDICE II

En el mundo occidental hay actualmente muchos menos visionarios y místicos que antes. Hay dos razones principales para este estado de cosas: una razón filosófica y una razón química. En el cuadro del universo actualmente de moda, no hay sitio para la experiencia trascendental válida. Consiguientemente, quienes han tenido lo que consideran experiencias trascendentales válidas son mirados con recelo, como chiflados o farsantes. Ya no acredita a nadie ser un místico o un visionario.

Pero no es nuestro clima mental lo único desfavorable para el visionario y el místico; también lo es nuestro ambiente químico, un ambiente muy distinto de aquel en el que vivieron nuestros antepasados.

El cerebro está químicamente regulado y la experiencia ha demostrado que cabe hacerlo permeable a los (en términos biológicos) aspectos superfluos de la Inteligencia Libre mediante la modificación de la (en términos biológicos) química normal del cuerpo.

Durante casi la mitad de cada año, nuestros antepasados no comían fruta ni verduras y, como lo más que podían mantener durante los meses de invierno eran unos cuantos bueyes, vacas, cerdos y gallinas, tomaban poca manteca, poca carne fresca y muy pocos huevos. Para cuando llegaba cada primavera, la mayoría de ellos padecían, en formas moderadas o agudas, escorbuto, por carencia de la vitamina C, y pelagra, por insuficiencia en su dieta del complejo B. Los deprimentes síntomas físicos de estas enfermedades están asociados con no menos deprimentes síntomas psicológicos.[13]

El sistema nervioso es más vulnerable que los otros tejidos del organismo; consiguientemente, las deficiencias vitamínicas tienden a repercutir antes en el estado mental que, por lo menos de una manera clara, en la piel, los huesos, las membranas mucosas, los músculos y las vísceras. El primer resultado de una dieta inadecuada es una disminución de la eficiencia del cerebro como instrumento de sobrevivencia biológica. La persona desnutrida tiende a sentir angustias, depresiones, hipocondría y sentimientos de ansiedad. También es propensa a ver visiones, porque, cuando la válvula reductora del cerebro tiene su eficiencia reducida, penetra en la conciencia mucha materia inútil (en términos biológicos) del «más allá», de la Inteligencia Libre.

Buena parte de lo que los antiguos visionarios experimentaban era aterrador. Para utilizar el lenguaje de la teología cristiana, el diablo se revelaba con mucha más frecuencia que Dios en las visiones y éxtasis de esta gente. No puede sorprender esto en una época en que las vitaminas eran deficientes y la creencia en satanás, universal. La depresión mental, asociada hasta con los casos benignos de pelagra y escorbuto, se agrava con el miedo a la condenación y la convicción de que las potencias del mal eran omnipresentes. Esta depresión era muy propia para teñir de colores sombríos el material visionario, admitido en la conciencia por una válvula cerebral cuya eficiencia había sido disminuida por la desnutrición. Pero, a pesar de sus preocupaciones por el eterno castigo y de su enfermedad de carencia, los ascetas de espiritualidad vigorosa veían con frecuencia el cielo y hasta tal vez tenían conciencia, de vez en cuando, del Uno divinamente imparcial, en el que los opuestos polares se reconciliaban. Ningún precio parecía demasiado alto por una vislumbre de la beatitud, por un goce anticipado del conocimiento unificador. La mortificación del cuerpo podía producir multitud de síntomas mentales indeseables, pero también podía abrir la puerta por la que se entraba en el mundo trascendental del ser, el conocimiento y la bienaventuranza. Tal es la razón de que, a pesar de desventajas evidentes, casi todos los aspirantes a la vida espiritual hayan seguido, en el pasado, cursos regulares de mortificación corporal.

En lo que a las vitaminas se refiere, cada invierno medieval era un largo ayuno involuntario y este ayuno involuntario era seguido, durante la Cuaresma, por cuarenta días de voluntaria abstinencia. La Semana Santa hallaba al creyente maravillosamente preparado, en lo que se refiere a su química orgánica, para las enormes incitaciones al dolor y la alegría del momento, para los remordimientos estacionales de conciencia y la identificación autotrascendente con el ascendido Cristo. En estos días de la más alta excitación religiosa y de la más baja toma de vitaminas, los éxtasis y las visiones eran cosa casi corriente. Era lo que sólo cabía esperar.

Para los contemplativos enclaustrados, había varias Cuaresmas al año. Y hasta entre los ayunos se alimentaban muy poco. De esto nacían esas agonías de depresión y escrúpulos descritas por tantos escritores espirituales; de esto nacían sus espantosas tentaciones de desesperanza y de reírse de sí mismos. Pero de esto nacían también esas «gracias gratuitas», en la forma de visiones y palabras celestiales, de intuiciones proféticas, de telepáticos «discernimientos de las almas». Y de esto nacían, finalmente, sus «contemplaciones infusas», su «oscuro conocimiento» del Uno en todo.

El ayuno no era la única forma de mortificación física a la que recurrían los antiguos aspirantes a la espiritualidad. La mayoría de ellos utilizaba con regularidad el látigo de cuero anudado o hasta de alambres de hierro. Estas flagelaciones eran el equivalente de intervenciones quirúrgicas importantes sin anestesia y sus efectos en la química orgánica del penitente resultaban de consideración. Se soltaban grandes cantidades de histamina y adrenalina durante la flagelación misma y, cuando las heridas resultantes comenzaban a enconarse —como sucedía prácticamente con todas las heridas antes de la era del jabón—, se introducían en la corrientes sanguínea diversas sustancias tóxicas producidas por la descomposición de la proteína. Pero la histamina produce una sacudida, un shock, y esta sacudida afecta a la mente en no menor medida que al cuerpo. Además, la adrenalina en grandes cantidades puede causar alucinaciones y se sabe que algunos productos de su descomposición originan síntomas que se parecen a los de la esquizofrenia. En cuanto a las toxinas de las heridas, perturban el sistema de enzimas regulador del cerebro y disminuyen la eficiencia de éste como instrumento para salir adelante en un mundo donde sobreviven los biológicamente más aptos. Esto puede explicar por qué el Curé d’Ars solía decir, en los días en que tenía libertad para flagelarse sin misericordia, que Dios no le negaba nada. En otros términos, cuando el remordimiento, el odio de sí mismo y el miedo al infierno sueltan adrenalina e histamina y cuando las heridas infectadas sueltan en la sangre proteína descompuesta, la eficiencia de la válvula reductora del cerebro disminuye y entran en la conciencia del asceta aspectos desconocidos de la Inteligencia Libre, con inclusión de psicofenómenos, visiones y, si se está filosófica y éticamente preparado para ello, experiencias místicas.

Como hemos visto, la Cuaresma seguía a un largo período de ayuno involuntario. Análogamente, los efectos de la flagelación estaban complementados, en los tiempos antiguos, por mucha involuntaria absorción de proteína descompuesta. Los dentistas no existían, los cirujanos eran verdugos y no había antisépticos seguros. Por tanto, la mayoría de las personas tenían que vivir en aquella época con infecciones focales, y las infecciones focales, aunque ya no estén de moda como causa de todos los males que padece la carne, pueden sin duda reducir la eficiencia de la válvula reductora del cerebro.

¿Y la moraleja de todo esto? Los exponentes de una filosofía exclusivista responderán que, como los cambios en la química corporal pueden crear condiciones favorables y para la experiencia visionaria y mística, la experiencia visionaria y mística no puede ser lo que se afirma que es y lo que evidentemente es para los que la tienen. Pero esto, desde luego, es un non sequitur.

A conclusión parecida llegarán aquellos cuya filosofía es indebidamente «espiritual». Dios, insistirán, es un espíritu y ha de ser adorado en espíritu. Por tanto, una experiencia químicamente condicionada no puede ser una experiencia de lo divino. Pero, de uno u otro modo, todas nuestras experiencias están químicamente condicionadas y si nos imaginamos que algunas de ellas son puramente «espirituales», puramente «intelectuales», puramente «estéticas», se debe a que nunca nos hemos molestado en investigar el ambiente químico interno en el momento de la ocurrencia. Además, está históricamente comprobado que la mayoría de los contemplativos trabajaron sistemáticamente para modificar su química corporal, con miras a crear las condiciones internas favorables para la visión espiritual. Cuando no se desnutrían hasta provocar deficiencias de azúcar en la sangre y de vitaminas o no se flagelaban hasta intoxicarse con histamina, adrenalina o proteína descompuesta, cultivaban el insomnio o la oración durante largos períodos en incómodas posiciones, con objeto de crearse los síntomas psicofísicos de la tensión y el esfuerzo. En los intervalos, cantaban salmos interminables, aumentando así la cantidad de anhídrido carbónico en los pulmones y en la corriente sanguínea, o, si eran orientales, haciendo, con el mismo objeto, ejercicios de respiración. Hoy sabemos cómo disminuir la eficiencia de la válvula reductora del cerebro por acción química directa y sin el riesgo de infligir serio daño al organismo psicofísico. En el estado actual de nuestros conocimientos, el aspirante a místico que recurriera al prolongado ayuno y a la autoflagelación violenta obraría de modo tan insensato como el aspirante a cocinero que imitara al chino de Charles Lamb, quien quemó la casa para asar un cerdo. Sabiendo como sabe —o como puede saberlo si lo desea— cuales son las condiciones químicas de la experiencia trascendental, el aspirante a místico debe dirigirse, en busca de ayuda técnica, a los especialistas en farmacología, en bioquímica, en fisiología y neurología, en psicología, psiquiatría y parapsicología. Y por otra parte, desde luego, los especialistas —si aspiran a ser genuinos hombres de ciencia y seres humanos completos— deben dirigirse, saliendo de sus respectivos casilleros, al artista, al profeta, al visionario, al místico, a cuantos, en pocas palabras, han tenido la experiencia del Otro Mundo y saben, a sus modos respectivos, qué hacer con esa experiencia.