En la historia de la ciencia, el coleccionista de ejemplares precedió al zoólogo y siguió a los exponentes de la teología natural y la magia. Cesó de estudiar a los animales con el criterio de los autores de los bestiarios, para quienes la hormiga era la encarnación del trabajo, la pantera un emblema, un tanto sorprendente, de Cristo y la mofeta un escandaloso ejemplo de lascivia carente de inhiviciones. Pero, salvo de manera rudimentaria, no era un fisiólogo, un ecólogo o un estudioso del comportamiento animal. Su preocupación principal era hacer un censo, coger, matar, disecar y describir cuantas clases de animales estuvieran a su alcance.
Como la tierra de hace cien años, nuestra mente tiene todavía sus Áfricas sombrías, sus Borneos sin mapas y sus cuencas del Amazonas. En relación con la fauna de estas regiones, no somos todavía zoólogos, sino meros naturalistas y coleccionistas de ejemplares. Es una desdicha, pero tenemos que aceptarla y arreglarnos con ella como mejor podamos. Por lenta que sea, tenemos que realizar la labor del coleccionista antes de abordar las superiores tareas científicas de la clasificación, el análisis, la experimentación y la formulación de teorías.
Como la jirafa y el ornitorrinco de pico de pato, los seres que habitan estas remotas regiones de la mente son estrafalarios. Pero existen, son hechos de observación y, como tales, no pueden ser pasados por alto por nadie que trate honradamente de comprender el mundo en que vive.
Es difícil, punto menos que imposible, hablar de los hechos mentales sin recurrir a símiles sacados del universo, más conocido, de las cosas materiales, Si he utilizado metáforas geográficas y zoológicas, no ha sido caprichosamente, por mera afición al lenguaje pintoresco. Ha sido porque esas metáforas expresan muy claramente la esencial diferenciación de las tierras lejanas de la mente y la completa autonomía de sus habitantes. Un hombre consiste en lo que podría llamarse un Viejo Mundo de conciencia personal y, más allá de un mar divisorio, una serie de Nuevos Mundos —las no muy distantes Virginias y Carolinas de lo subconsciente personal y del alma vegetativa—; el Lejano Oeste de lo inconsciente colectivo, con su flora de símbolos y sus tribus de arquetipos aborígenes; y, separado por otro océano, todavía más vasto, en los antípodas de la conciencia cotidiana, el mundo de la experiencia visionaria.
Si vamos a Nueva Gales del Sur, veremos marsupiales desplazándose a saltos por el campo. Y si vamos a los antípodas de la mente consciente de sí misma, encontraremos toda clase de seres tan raros, por lo menos, como los canguros. No inventamos estos seres, del mismo modo que no inventamos los canguros. Viven sus propias vidas en completa independencia. El hombre no puede gobernarlos. Lo más que puede hacer es ir al equivalente mental de Australia y mirar a su alrededor.
Hay personas que nunca descubren conscientemente sus antípodas. Otras llegan a ellos ocasionalmente. Otras más —muy pocas— van a sus antípodas y regresan de ellos a voluntad. Para el naturalista de la mente, el coleccionista de ejemplares psicológicos, la necesidad primordial consiste en un método seguro, fácil y fiable para trasladarse y trasladar a los demás del Viejo Mundo al Nuevo, del continente de los conocidos vacunos y caballos al continente del canguro y del ornitorrinco.
Existen dos métodos así. Ninguno de ellos es perfecto, pero ambos son lo suficientemente seguros, fáciles y de fiar para que se justifique su empleo por quienes sepan lo que están haciendo. En el primer caso el alma es transportada a su distante destino con la ayuda de un producto químico: la mescalina o el ácido lisérgico. En el segundo, el vehículo es de naturaleza psicológica y el paso a los antípodas de la mente se efectúa por medio de la hipnosis. Los dos vehículos llevan a la conciencia a la misma región, pero la droga tiene más campo de acción y lleva a sus pasajeros más al interior de la terra incognita.[3] ¿Cómo y por qué produce la hipnosis sus observados efectos? No lo sabemos. Pero, en relación con lo que buscamos ahora, no necesitamos saberlo. Lo único que se precisa en estos momentos es consignar el hecho de que algunos hipnotizados se ven trasladados, en el estado de trance, a una región de los antípodas de la mente, donde encuentran el equivalente de los marsupiales; extraños seres psicológicos con una existencia autónoma que se ajusta a las leyes de su propio ser.
En cuanto a los efectos fisiológicos de la mescalina, sabemos poco. Probablemente —no estamos seguros de ello—, causa perturbaciones en el sistema de enzimas que regula el funcionamiento cerebral. Al obrar así, disminuye la eficiencia del cerebro como instrumento para concretar la mente en los problemas de la vida sobre la superficie de nuestro planeta. Esta disminución en lo que podría llamarse la eficiencia biológica del cerebro parece permitir la entrada en la conciencia de ciertas clases de sucesos mentales que normalmente están excluidos, porque no poseen valor de supervivencia. La enfermedad o la fatiga pueden originar intrusiones análogas de material biológicamente inútil, pero estética y a veces espiritualmente valioso. Cabe también que se llegue a lo mismo por el ayuno o por un período de confinamiento en un lugar oscuro y de completo silencio.[4] Una persona bajo la influencia de la mescalina o el ácido lisérgico deja de tener visiones cuando se le da una dosis grande de ácido nicotínico. Esto ayuda a explicar la eficacia del ayuno como inductor de la experiencia visionaria. Al reducir la cantidad de azúcar disponible, el ayuno disminuye la eficiencia biológica del cerebro y permite que entre en la conciencia material que no posee valor de supervivencia. Además, al causar una deficiencia vitamínica, elimina de la sangre ese conocido inhibidor de las visiones, el ácido nicotínico. Otro inhibidor de la experiencia visionaria es la experiencia ordinaria, cotidiana, perceptiva. Los psicólogos experimentales han comprobado que, si se confina a un hombre en un «ambiente restringido», donde no haya luz, ni sonidos, ni olor alguno, y se le introduce en un baño tibio, con sólo una cosa, casi imperceptible, para tocar, la víctima no tardará en «ver cosas», «oír cosas» y tener extrañas sensaciones corporales.
Milarepa, en su caverna del Himalaya, y los anacoretas de la Tebaida seguían esencialmente el mismo procedimiento y obtenían esencialmente los mismos resultados. Miles de cuadros de las tentaciones de san Antonio testimonian la efectividad de la alimentación y el ambiente restringidos. El ascetismo, es evidente, tiene una doble motivación. Si hay hombres y mujeres que atormentan sus cuerpos, no lo hacen únicamente porque esperan así obtener el perdón de pecados pasados y librarse del castigos futuros; lo hacen también porque ansían ir a los antípodas de la mente y tener visiones. Empíricamente, y por los relatos de otros ascetas, saben que el ayuno y el ambiente restringido los trasladarán adonde quieren ir. El castigo que se infligen a sí mismos puede ser la puerta del paraíso. (Cabe también —este punto será analizado en un párrafo posterior— que sea la puerta de las regiones infernales.)
Desde el punto de vista de un habitante del Viejo Mundo, los marsupiales son extraordinariamente raros. Pero la rareza no es lo mismo que el desatino. Los canguros pueden ser inverosímiles, pero su improbabilidad se repite y obedece a leyes que cabe reconocer. Lo mismo puede decirse de los seres psicológicos que habitan las regiones remotas de nuestras mentes. Las experiencias que se tienen bajo la influencia de la mescalina o en una hipnosis profunda son ciertamente extrañas, pero son extrañas con cierta regularidad, extrañas conforme a un patrón.
¿Cuáles son los rasgos comunes que este patrón impone a nuestras experiencias visionarias? La primera y más importante es la experiencia de la luz. Cuanto ven los que visitan los antípodas de la mente está brillantemente iluminado y parece brillante desde dentro. Todos los colores se intensifican hasta un tono muy superior a cuanto se ve en un estado normal y, al mismo tiempo, aumenta notablemente la capacidad mental para reconocer las finas distinciones de tonos y matices.
A este respecto, hay una clara diferencia entre estas experiencias visionarias y los sueños ordinarios. La mayoría de los sueños son incoloros o, en cualquier caso, sólo están coloreados parcial y débilmente. En cambio, las visiones que se tienen bajo la influencia de la mescalina o la hipnosis siempre son de colores intensos y, según podría decirse preternaturales. El profesor Calvin Hall, que ha reunido datos de miles de sueños, nos dice que aproximadamente los dos tercios de los sueños son en blanco y negro. «Sólo uno de cada tres sueños es en colores o incluye algún color.» Unas pocas personas sueñan enteramente en colores; otras pocas jamás advierten color alguno en sus sueños; la mayoría sueñan a veces en colores, pero es más frecuente en ellas el caso contrario.
«Hemos llegado a la conclusión —escribe el doctor Hall— de que el color en los sueños no procura información sobre la personalidad del soñador.» Estoy de acuerdo con esta conclusión. El color en sueños y visiones no nos dice acerca de la personalidad del espectador más de lo que nos dice el color en el mundo externo. Un jardín en julio es percibido con muy brillantes colores. La percepción nos dice algo acerca del sol, las flores y las mariposas, pero poco o nada acerca de nosotros mismos. De manera análoga, el hecho de que veamos brillantes colores en nuestras visiones y en algunos de nuestros sueños nos dice algo sobre la fauna de los antípodas de la mente, pero nada en absoluto de la personalidad de quien habita lo que he denominado el Viejo Mundo mental.
La mayoría de los sueños se refieren a los deseos íntimos e impulsos instintivos del soñador y a los conflictos que surgen cuando estos, deseo e impulso, se ven frustrados por una conciencia que reprueba o por el temor a la opinión ajena. La historia de estos afanes y conflictos se nos relata por medio de símbolos dramáticos y, en la mayoría de los sueños, los símbolos son incoloros. ¿Por qué es así? Yo presumo que la respuesta es que, para ser efectivos, los símbolos no precisan del color. Las cartas en que hablamos de las cosas no necesitan ser rojas y podemos describir el arco iris con líneas de tinta en un papel blanco. Los libros de texto están ilustrados con grabados en negro y fotograbados a media tinta y estos diagramas e imágenes incoloros procuran efectivamente la información necesaria.
Lo suficiente para la conciencia en vigilia es de modo manifiesto suficiente para lo subconsciente personal, que puede expresar sus significados por medio de símbolos incoloros. El color viene a ser una especie de piedra de toque de la realidad. Las cosas determinadas tienen color; en cambio, carece de color lo que juntan nuestro intelecto y nuestra fantasía, creadores de símbolos. Así, pues, el mundo externo es percibido en colores. Los sueños, que no son cosas dadas, sino inventadas por el subconsciente personal, se presentan por lo general en blanco y negro. Y vale la pena señalar aquí que, en la experiencia de la mayoría, los sueños de más brillantes colores son los paisajes, en los que no hay acción dramática, ninguna referencia simbólica a un conflicto, sino simplemente la presentación a la conciencia de un determinado hecho no humano.
Las imágenes del mundo arquetípico son simbólicas, pero, al no inventarlas nosotros como individuos, al encontrarlas «ahí fuera» en lo inconsciente colectivo, exhiben por lo menos algunas de las características de una realidad dada y tienen colores. Los habitantes no simbólicos de los antípodas de la mente existen por propio derecho y, como los hechos dados del mundo externo, tienen colores también. De hecho, tienen colores mucho más intensos que los de los datos externos. Esto puede ser explicado, por lo menos en parte, por la circunstancia de que nuestras percepciones del mundo externo están habitualmente envueltas por las nociones verbales conforme a las que pensamos. Siempre estamos tratando de convertir las cosas en signos para las abstracciones más inteligibles, de nuestra propia invención. Pero, al hacer esto, robamos a estas cosas buena parte de su ser natural.
En los antípodas de la mente estamos más o menos libres del lenguaje, fuera del sistema del pensamiento conceptual. Consiguientemente, nuestra percepción de los objetos visionarios posee toda la frescura y toda la desnuda intensidad de experiencias que nunca han sido verbalizadas, que nunca han sido asimiladas a abstracciones sin vida. Su color —esa marca de la concreción— brilla con un resplandor que nos parece preternatural, porque en realidad es enteramente natural. Enteramente natural en el sentido de que no ha sido desnaturalizado por el lenguaje o las nociones científicas, filosóficas o utilitarias, medios con los que ordinariamente re-creamos un mundo dado a nuestra propia monótona imagen humana.
En su Cirio de Visión el poeta irlandés A. E. (George Russell) ha analizado sus experiencias visionarias con una sagacidad notable. «Cuando medito —escribe—, advierto, en los pensamientos e imágenes que se apiñan a mi alrededor, los reflejos de la personalidad, pero hay también en el alma ventanas por las que pueden verse imágenes creadas, no por la imaginación humana, sino por la divina.»
Nuestros hábitos lingüísticos nos llevan al error. Por ejemplo, nos inclinamos a decir «me imagino», cuando lo que deberíamos decir es «se levanta el velo para que pueda ver». Espontáneas o inducidas, las visiones no son nunca nuestra propiedad personal. No hay sitio en ellas para recuerdos pertenecientes al propio yo ordinario. Las cosas vistas son completamente desconocidas. Como dice sir William Herschel: «no hay referencias o parecidos a ningún objeto recientemente visto o siquiera ideado». Cuando aparecen rostros, nunca son los rostros de amigos o conocidos. Estamos fuera del Viejo Mundo; estamos explorando los antípodas.
Para la mayoría de nosotros, el mundo de la experiencia cotidiana es casi siempre insípido y monótono. Sin embargo, para unos cuantos con frecuencia y para bastantes ocasionalmente, algo de la brillantez de la experiencia visionaria se derrama, como si dijéramos, sobre la visión corriente, transfigurando el universo cotidiano. Aunque todavía cabe reconocerlo, el Viejo Mundo adopta entonces la cualidad de los antípodas de la mente. He aquí una descripción muy característica de esta transfiguración del mundo ordinario:
Estaba sentado en la playa escuchando a medias a un amigo que argumentaba con pasión acerca de algo que simplemente me aburría. Inconscientemente, contemplé un poco de arena que había tomado en mi mano y, de pronto, advertí la exquisita belleza que había en cada uno de aquellos granos. No era una cosa insulsa. Vi que cada partícula se atenía a un perfecto patrón geométrico, con ángulos agudos, en cada uno de los cuales se reflejaba un brillante haz de luz, mientras que cada diminuto cristal brillaba como un arco iris… Los rayos se entrecruzaban y formaban exquisitos dibujos de una belleza que me dejó sin aliento… De pronto, mi conciencia fue levantada desde adentro y vi de manera muy viva que todo el universo estaba hecho de partículas de material que, por muy insulsa y sin vida que nos pudieran parecer, estaban llenas de esta intensa y vital belleza. Durante un par de segundos, todo el mundo se me manifestó como una gloriosa llamarada. Cuando ésta se extinguió, me dejó con algo que nunca he olvidado y que constantemente me habla de la belleza encerrada en cada una de las insignificantes motitas de materia que nos rodean.
Análogamente, George Russell escribe que ha visto el mundo iluminado por «un intolerable resplandor»; que se ha visto en contemplación de «paisajes tan bellos como el perdido Edén»; que ha estado ante un mundo en el que «los colores eran más brillantes y puros y, sin embargo, se armonizaban más suavemente». Y ha escrito que «los vientos chispeaban y eran claros como el diamante y, sin embargo, tenían el intenso color del ópalo, al discurrir resplandecientes por el valle, y yo comprendí que estaba en la Edad de Oro, que éramos nosotros quienes habíamos estado ciegos para ella, que nunca se había ido del mundo».
Cabe hallar muchas descripciones análogas en los poetas y en la literatura del misticismo religioso. Se piensa, por ejemplo, en la Oda sobre los indicios de la inmortalidad en la primera infancia de Wordsworth, en ciertos poemas líricos de George Herbert y Henry Vaughan, en Siglos de meditación de Traherne, en el pasaje de su autobiografía en el que el padre Surin describe la milagrosa transformación de un recoleto jardín de convento en un trozo de cielo.
La luz y el color preternaturales son comunes a todas las experiencias visionarias. Y junto a la luz y el color hay, en cada caso, un reconocimiento de significación sublimada. Los objetos con luz propia que vemos en los antípodas de la mente poseen un significado y este significado es, en cierto modo, tan intenso como su color. El significado se identifica aquí con el ser, porque, en los antípodas de la mente, los objetos sólo son representación de sí mismos. Las imágenes que se manifiestan en las proximidades de lo subconsciente colectivo tienen un significado que se relaciona con los hechos básicos de la experiencia humana, pero aquí, en los límites del mundo visionario, nos vemos ante hechos que, como los hechos de la naturaleza externa, son independientes del hombre, como individuo y como colectividad, y existen por propio derecho. Y su significado consiste precisamente en esto, en que son intensamente ellos mismos, y en que, siendo intensamente ellos mismos, son manifestaciones de la concreción esencial, de lo distinto no humano del universo.
La luz, el color y el significado no existen en el aislamiento. Modifican los objetos o son manifestados por ellos. ¿Hay clases especiales de objetos comunes a la mayoría de las experiencias visionarias? La respuesta es: sí, las hay. Bajo la influencia de la mescalina o la hipnosis, del mismo modo que en visiones espontáneas, se repiten una y otra vez ciertas clases de experiencias perceptuales.
La experiencia típica de la mescalina o el ácido lisérgico comienza con percepciones de formas geométricas vivas, con colores y en movimiento. Más adelante, la geometría pura se hace concreta y el visionario percibe, no formas sino cosas ajustadas a formas, como alfombras, tallas, mosaicos. Esto deja luego el sitio a vastos y complicados edificios, en medio de paisajes que cambian continuamente, pasando de una riqueza a otra riqueza de colores más intensos de una grandeza a otra grandeza más honda. Puede que hagan su aparición, aisladas o en multitudes, figuras heroicas, de la clase que Blake llamaba el «Serafín». Se advierte el paso de animales fabulosos. Todo es nuevo y asombroso. Casi nunca ve el visionario nada que le recuerde su propio pasado. No está recordando escenas, personas u objetos ni los está inventando; está mirando a una nueva creación.
La materia prima de esta creación son las experiencias visuales de la vida ordinaria, pero quien realiza el trabajo de dar formas a esta materia no es indudablemente quien originalmente tuvo las experiencias o luego las recuerda y reflexiona sobre ellas. Estar formas —citemos las palabras que emplea el doctor J. R. Smythies en un reciente trabajo publicado en el American Journal of Psychiatry— «son obra de un compartimiento mental muy diferenciado, sin ninguna relación aparente, emocional o volitiva, con los fines, intereses o sentimientos de la persona del caso».
En citas o paráfrasis concentradas, he aquí la reseña que hace Weir Mitchell del mundo visionario al que fue transportado por el peyotl, el cacto que constituye la fuente natural de la mescalina.
Al entrar en este mundo vio una multitud de «puntos estrellas» que parecían «fragmentos de cristales de colores». Luego, vinieron «delicadas películas flotantes de color». Estas películas se vieron desplazadas por la «brusca irrupción de innumerables puntos de luz blanca» que cruzaban rápidamente el campo de visión. Luego, hubo líneas en zigzag de brillantes colores, que fueron transformándose en nubes que se agrandaban y tenían tonos todavía más brillantes. Llegó el turno de los edificios y luego el de los paisajes. Había una torre gótica de complicado diseño, con viejas estatuas en las entradas o sobre ménsulas de piedra. «Mientras contemplaba aquello, todos los ángulos y cornisas y hasta las caras de las piedras, en sus junturas, se fueron cubriendo o constituyéndose en apoyo de racimos de algo parecido a enormes piedras preciosas, pero piedras sin tallar, como si fueran masas de frutas transparentes… Todo parecía poseer una luz interior.» La torre gótica cedió el sitio a una montaña, a un farallón de inconcebible altura, a una colosal garra de ave tallada en la piedra y que avanzaba sobre el abismo, a un interminable despliegue de telas de colores y a una floración de más piedras preciosas. Finalmente hubo una visión de olas verdes y pupúreas que rompían en una playa «con miríadas de luces de los mismos tonos que las olas».
Cada experiencia con la mescalina, cada visión que surge en la hipnosis, es única, pero cabe reconocer que todas ellas pertenecen a la misma especie. Los paisajes, las arquitecturas, los racimos de gemas y los dibujos brillantes y complicados, en su ambiente de luz preternatural, color preternatural y significado preternatural, constituyen el material que forma los antípodas de la mente. ¿Por qué esto es así? No lo sabemos. Es un hecho en bruto que nos proporciona la experiencia; nos guste o no, tenemos que aceptarlo, del mismo modo que aceptamos el hecho de los canguros.
De estos hechos de la experiencia visionaria, pasemos ahora a los relatos de otros mundos, de los mundos habitados por los dioses, por los espíritus de los muertos o por el hombre en su prístino estado de inocencia, que incluyen todas las tradiciones culturales.
Al leer estos relatos quedamos enseguida impresionados por la estrecha semejanza entre la experiencia visionaria inducida o espontánea y los paraísos y regiones de fantasía del folklore y la religión. La luz preternatural, la intensidad preternatural en el color y el significado preternatural son las características de todos los otros mundos y edades de oro. Y, en casi todos los casos, esta luz preternaturalmente significativa ilumina un paisaje —o brota de él— de tal enorme belleza que las palabras no pueden describirlo.
Así, en la tradición grecorromana, hallamos el Jardín de las Hespérides, los Campos Helíseos y la fantástica isla de Leuce, a la que fue llevado Aquiles. Memnón fue llevado a otra isla luminosa, en algún lugar de Oriente. Odiseo y Penélope viajaron en la dirección opuesta y disfrutaron de la inmortalidad con Circe en Italia. Todavía más al Oeste, estaban las islas de los Bienaventurados, primeramente mencionadas por Hesíodo y en las que se creyó tan firmemente que, en fecha tan avanzada como el primer siglo antes de Cristo, Sertorio proyectó enviar una flota desde España para descubrirlas.
Hay también islas mágicamente bellas en el folklore de los celtas y, en el otro extremo del mundo, en el de los japoneses. Y entre Avalón en el extremo Oeste y Horaisan en el Lejano Oriente, está el país de Uttarakuru, el otro mundo de los hindúes. Leemos en el Ramayana: «Este país de los lagos de dorados lotos. Hay ríos a miles, llenos de hojas de color zafiro y del lapislázuli. Y los lagos, resplandecientes como el sol de la mañana, están adornados con dorados mantos de rojo loto. Todo el campo está cubierto de joyas y piedras preciosas, con alegres mantos de lotos azules de dorados pétalos. En lugar de la arena, las perlas, las gemas y el oro forman las orillas de los ríos, a lo largo de los cuales se elevan árboles de un oro que brilla como el fuego. Estos árboles dan perpetuamente flores y frutos, despiden una deliciosa fragancia y están llenos de pájaros.»
Como vemos, Uttarakuru se parece a los paisajes de la experiencia con mescalina en que tiene abundancia de piedras preciosas. Y esta característica es común, a casi todos los otros mundos de la tradición religiosa. Todos los paraísos son ricos en gemas o, por lo menos, en objetos que se parecen a las gemas, en lo que Weir Mitchell llama «fruto transparente». He aquí, por ejemplo, la versión de Ezequiel del Jardín del Eden: «Has estado en el Edén, en el jardín de Dios. Te cubrieron todas las piedras preciosas, el sardónice, el topacio y el diamante, el berilo, el ónix y el jaspe, el zafiro, la esmeralda y el carbúnculo y el oro… Eres el ungido querube que cubres… Has caminado en medio de las piedras de fuego.» Los paraísos budistas están adornados con «piedras de fuego» análogas. Así, el Paraíso de Occidente de la Secta de la Pura Tierra está rodeado de un muro de plata, oro y berilo, tiene lagos de enjoyadas orillas y profusión de lotos resplandecientes. En él, se sientan los entronizados bodhisattvas.
Al describir sus otros mundos, los celtas y los teutones hablan muy pocas veces de piedras preciosas, pero tienen mucho que decir de otra substancia que es para ellos igualmente maravillosa: el cristal. Los galeses tenían un país bienaventurado llamado Ynisvitrin, la Isla de Cristal, y uno de los nombres del reino germánico de los muertos era el Monte de Cristal, Glasberg. Esto recuerda el mar de cristal del Apocalipsis.
La mayoría de los paraísos están adornados con edificios y, como los árboles, las aguas, los montes y los campos, estos edificios resplandecen con piedras preciosas. Todos conocemos la Nueva Jerusalén. «Y la muralla se hizo de jaspe y la ciudad de oro puro, parecido al claro cristal… Y los asientos de la muralla de la ciudad fueron guarnecidos con toda clase de piedras preciosas.»
Descripciones análogas aparecen en la literatura escatológica del hinduismo, el budismo y el islam. El cielo es siempre lugar de gemas. ¿Por qué? Quienes refieren todas las actividades humanas a una estructura social y económica darán una explicación poco más o menos así: las gemas son muy raras en la tierra. Pocas personas las poseen. Como compensación, los voceros de la mayoría hundida en la pobreza han llenado sus imaginarios cielos de piedras preciosas. Esta hipótesis de la «torta en el cielo» contiene, sin duda, un elemento de verdad, pero no explica primero por qué las piedras preciosas se llegaron a considerar preciosas.
Los hombres han gastado enormes cantidades de tiempo, energía y dinero para descubrir, extraer y tallar guijarros de colores. ¿Por qué? El utilitario no puede ofrecer una explicación de conducta tan fantástica. Pero, en cuanto tenemos en cuenta los hechos de la experiencia visionaria, todo resulta claro. En una visión, los hombres perciben una profusión de lo que Ezequiel llama «piedras de fuego», de lo que Weir Mitchell describe como «fruto transparente». Estas cosas tienen su propia luminosidad, exhiben un color de brillo preternatural y son preternaturales en su significado. Los objetos materiales que más se parecen a estas fuentes de iluminación visionaria son las piedras preciosas. Adquirir una de estas piedras es adquirir algo cuyo valor está garantizado por su existencia en el Otro Mundo.
Tal es la razón de la en otra forma inexplicable pasión del hombre por las gemas y de que el hombre les atribuya una virtud terapéutica mágica. Estoy convencido de que la cadena causal comienza en el Otro Mundo psicológico de la experiencia visionaria, desciende luego a la tierra y sube de nuevo al Otro Mundo teológico del cielo. A este respecto, las palabras de Sócrates en Fedón adquieren un nuevo significado. Existe, nos dice, un mundo ideal por encima y más allá del mundo de la materia.
En esta otra tierra, los colores son mucho más puros y brillantes de lo que lo son aquí abajo… Los mismos montes y las mismas piedras tienen un brillo más rico, una transparencia y una intensidad de matiz más bellas. Las piedras preciosas de este mundo inferior, nuestros codiciados jaspes, coralinas, esmeraldas y todas las demás, no son más que simples fragmentos de esas rocas de arriba. En la otra tierra, no hay piedra que no sea preciosa y que no exceda en belleza a cualquiera de nuestras gemas.
En otros términos, las piedras preciosas son preciosas porque tienen una débil semejanza con las resplandecientes maravillas que ve la vista interior del visionario. Y Platón dice: «La visión de este mundo es una visión de espectadores bienaventurados», porque ver las cosas «como son en sí mismas» es una bendición pura e inexpresable.
En los pueblos que desconocen las piedras preciosas o el cristal, el cielo está adornado, no con minerales, sino con flores. Las flores preternaturalmente brillantes florecen en la mayoría de los otros mundos descritos por los escatólogos primitivos y tienen su sitio hasta en los enjoyados paraísos cristalinos de religiones más avanzadas. Recordemos el loto de las tradiciones hindú y budista y la rosa y el lirio de Occidente.
«Dios creó en primer lugar un jardín.» Esta afirmación expresa una profunda verdad psicológica. La horticultura tiene su fuente —o, en todo caso, una de sus fuentes— en el Otro Mundo de los antípodas de la mente. Cuando los fieles ofrecen flores en el altar, están devolviendo a los dioses cosas que saben o que oscuramente —si no son visionarios— comprenden que pertenecen al cielo.
Y este retorno a la fuente no es meramente simbólico; es también asunto de experiencia inmediata. Porque el tránsito entre nuestro Viejo Mundo y sus antípodas, entre Aquí y el Más Allá, es en los dos sentidos. Las gemas, por ejemplo, proceden del cielo visionario del alma, pero también hacen que el alma vuelva a ese cielo. Contemplándolas, los hombres se sienten —como suele decirse— transportados, llevados hacia esa Otra Tierra del diálogo platónico, al mágico lugar donde cada guijarro es una piedra preciosa. Y los mismos efectos pueden tener los artefactos de vidrio y metal, las velas encendidas en la oscuridad, las imágenes y los ornamentos de brillantes colores, las flores, las conchas y las plumas, los paisajes vistos, como Shelley vio Venecia desde los montes de Eugane, a la luz transfigurante del alba o del anochecer.
De hecho, podemos arriesgarnos a una generalización y decir que cualquier cosa que, en la naturaleza o en una obra de arte, se parezca a uno de estos objetos intensamente significativos y de luminosidad propia que se encuentran en los antípodas de la mente es capaz de producir, aunque sólo de forma parcial y atenuada, la experiencia visionaria. A este respecto, el hipnotista nos dirá que, si un paciente puede ser inducido a mirar intensamente un objeto brillantes, es muy posible que entre en trance y que, si entra en trance o simplemente pasa a un estado de ensoñación, verá visiones por dentro y un mundo transfigurado por fuera.
Pero ¿cómo, precisamente, y por qué la vista de un objeto brillante induce al trance o a un estado de ensoñación? ¿Es, como sostenían los victorianos, el resultado de una simple tensión visual provocada por el agotamiento nervioso general? ¿O hay que explicar el fenómeno en términos puramente psicológicos, como una concentración llevada al extremo del monodeísmo y que lleva a su vez a la disociación?
Hay, sin embargo, una tercera posibilidad. Cabe que los objetos brillantes recuerden a nuestro inconsciente de qué se puede disfrutar en el mundo de los antípodas y que estas vagas indicaciones de la vida en el Otro Mundo resulten tan fascinantes que dediquemos menos atención a este mundo y nos hagamos así capaces de experimentar conscientemente algo de lo que, inconscientemente, siempre está en nosotros.
Vemos, pues, que hay en la naturaleza ciertas clases de objetos, ciertos materiales, con el poder de transportar la mente del espectador en dirección a sus antípodas, sacándola del cotidiano Aquí y acercándola al Otro Mundo de la Visión. Análogamente, hay en el reino del arte ciertas obras, hasta ciertas clases de obras, en las que se manifiesta el mismo poder de enajenación. Estas obras que inducen a la visión pueden ser ejecutadas con materiales que tengan ese poder de inducción, como el cristal, el metal, las gemas o pigmentos que a las gemas recuerden. En otros casos, su poder estriba en que reproducen, en forma peculiarmente expresiva, alguna escena o algún objeto con poder enajenante.
Entre todas las artes que inducen a la visión, el arte del orfebre y joyero es, desde luego, el que más depende de sus materias primeras. Los metales pulidos y las piedras preciosas son tan intrínsecamente arrobadores que hasta una joya victoriana o inclusive una joya del art nouveau resultan poderosas. Y cuando a esta magia natural del metal brillante y de la piedra con luminosidad propia se agrega la otra magia de las nobles formas y de los colores hábilmente combinados, nos hallamos en presencia de un auténtico talismán.
El arte religioso ha empleado siempre y en todas partes estos materiales que inducen a la visión. Tenemos el relicario de oro, la estatua crisoelefantina, el símbolo o la imagen enjoyados. Los resplandecientes adornos del altar son cosas comunes a la Europa contemporánea y al antiguo Egipto, a la India y a China, a los griegos, los incas y los aztecas.
Los productos del arte del orfebre son intrínsecamente inspirados. Están en el corazón de todos los misterios, en todos los sancta-sanctorum. Estas joyas sagradas siempre han estado relacionadas con la luz de las lámparas y los cirios. Para Ezequiel, una gema era una piedra del fuego. Inversamente, una llama es una gema viva, dotada del poder arrobador que tiene la piedra preciosa y, en menor medida, el metal pulido. Este poder enajenante de la llama aumenta en proporción a la profundidad y la extensión de la oscuridad del contorno. Los templos más impresionantemente inspiradores son cavernas de penumbra, en las que unos cuantos cirios dan vida a los arrobadores y ultraterrenos tesoros del altar.
Como inductor de visiones, el cristal es casi tan efectivo como las piedras preciosas. De hecho, es en ciertos aspectos más efectivo, por la sencilla razón de que es más abundante. Gracias al cristal, todo un edificio —la Sainte Chapelle y las catedrales de Chartres y Sens, por ejemplo— puede convertirse en algo mágico y arrobador. Gracias al cristal, Paolo Uccello pudo diseñar una joya circular de cuatro metros de diámetro: su gran ventanal de la Resurrección, tal vez la obra de arte inductora de visiones más extraordinaria que jamás se haya producido.
Es manifiesto que para los hombres de la Edad Media la experiencia visionaria tenía un valor supremo. Valía tanto que estaban dispuestos a comprarla con dinero penosamente ganado. En el siglo XII se colocaban cepillos en las iglesias para la instalación y el mantenimiento de las vidrieras de colores. Suger, el abad de Saint Denis, nos dice que siempre estaban llenos.
Pero no cabe esperar que los artistas que se respeten continúen haciendo lo que sus antepasados hicieron ya supremamente bien. En el siglo XIV, los colores fueron remplazados por el claroscuro y las vidrieras dejaron de inducir a la visión. Cuando a finales del siglo XV, el color se puso de moda otra vez, los pintores en cristal sintieron el deseo —y se vieron al mismo tiempo técnicamente equipados para ello— de imitar la transparencia de la pintura del Renacimiento. Los resultados fueron con frecuencia interesantes, pero ya no fueron arrobadores.
Vino luego la Reforma. Los protestantes desaprobaban la experiencia visionaria y atribuyeron una virtud mágica a la palabra impresa. En una iglesia de claros ventanales, los fieles podían leer sus biblias y devocionarios y se veían libres de la tentación de huir del sermón y refugiarse en el Otro Mundo. En el campo católico, los hombres de la Contrarreforma tenían un doble estado de ánimo. Juzgaban que era cosa buena la experiencia visionaria, pero también creían en el valor supremo de la imprenta.
En las nuevas iglesias, rara vez fueron instaladas vidriera de colores, y en muchas de las viejas iglesias estas vidrieras quedaron total o parcialmente reemplazadas por vidrio claro. La luz no oscurecida permitía a los fieles seguir los oficios en sus devocionarios y, al mismo tiempo, contemplar las obras inductoras de visiones que habían creado las nuevas generaciones de escultores y arquitectos barrocos. Estas obras enajenantes fueron ejecutadas en metal y piedra pulida. Mirara donde mirare, el fiel veía el resplandor del bronce, la rica tradición de los colores del mármol, el ultraterreno blancor de las estatuas.
En las raras ocasiones en que los hombres de la Contrarreforma utilizaron el cristal, éste fue un sustitutivo de los diamantes, no de los rubíes o zafiros. Los prismas de cristal entraron en el arte religioso en el siglo XVII y, en las iglesias católicas, siguen colgando hoy de innumerables candelabros. Estos ornamentos encantadores y un tanto ridículos son algunos de los muy escasos artilugios inductores de visiones que el islam permite. Las mezquitas no tienen imágenes o relicarios, pero, en el Oriente Próximo por lo menos, su austeridad está mitigada por el arrobador brillo del cristal rococó.
Del cristal, pintado o tallado, pasamos al mármol y otras piedras que admiten un perfecto pulimento y pueden ser utilizadas en grandes masas. La fascinación que ejercen estas piedras puede ser medida por la cantidad de tiempo y de trabajo que se dedica a obtenerlas. En Baalbek, por ejemplo, y en los puntos que están a cuatrocientos kilómetros más al interior, en Palmira, hallamos, entre las ruinas, columnas de granito rosado procedentes de Asuán. Estos grandes monolitos fueron extraídos de canteras del Alto Egipto, llevados en barcazas Nilo abajo, remolcados por el Mediterráneo hasta Biblos o Trípoli y, desde ahí, acarreados, con bueyes, mulas y hombres, cuesta arriba hasta Homs, hacia el sur, a Baalbek, o hacia el este, a Palmira.
¡Qué labor de titanes! Y desde el punto de vista utilitario, ¡qué maravillosa futilidad! Pero, de hecho, claro está, se perseguía un propósito, un propósito que en la región trascendía de la mera utilidad. Pulidas hasta un resplandor visionario, las rosadas columnas proclamaban su manifiesta afinidad con el Otro Mundo. Al costo de enormes esfuerzos, los hombres habían transportado estas piedras desde sus canteras en el trópico de Cáncer y, ahora, a guisa de recompensa, las piedras estaban transportando a sus transportadores a mitad del camino que lleva a los antípodas visionarios de la mente.
La cuestión de la utilidad y de los fines que están más allá de la utilidad surge de nuevo en relación con la cerámica. Pocas cosas hay más útiles, más absolutamente indispensables, que los cacharros, vasijas y botijos. Pero, al mismo tiempo, pocos seres humanos buscan menos la utilidad que los coleccionistas de porcelanas y lozas. Decir que estas personas tienen el apetito de la belleza no es una explicación suficiente. La fealdad vulgar de los ambientes en que se exhibe con tanta frecuencia la más fina cerámica es prueba bastante de que sus dueños no buscan la belleza en todas sus manifestaciones, sino una clase especial de belleza: la belleza de los curvos reflejos, del brillo suavemente lustroso, de las superficies lisas y pulidas. En pocas palabras, la belleza que arroba al espectador porque le recuerda, oscura o explícitamente, las luces y los colores preternaturales del Otro Mundo. En lo principal, el arte de la alfarería ha sido un arte seglar, pero un arte seglar al que sus innumerables fanáticos han tratado con una reverencia casi idolátrica. A veces, sin embargo, este arte seglar ha sido puesto al servicio de la religión. Los azulejos vidriados se abrieron paso hasta las mezquitas y de ahí pasaron a las iglesias cristianas. De China llegan imágenes de dioses y santos en reluciente porcelana. En Italia, Luca della Robbia creó un cielo de lustroso azul para el blanco lustre de sus Vírgenes con el Niño Jesús. La arcilla cocida al horno es más barata que el mármol y, debidamente tratada, casi tan arrobadora.
Platón y, durante un posterior florecimiento del arte religioso, santo Tomás de Aquino sostuvieron que los colores puros y brillantes eran la esencia misma de la belleza artística. En tal caso, un Matisse sería intrínsecamente superior a un Goya o un Rembrandt. Basta traducir las abstracciones de los filósofos a términos concretos para advertir que esta ecuación de la belleza en general con colores brillantes y puros es absurda. Pero, aunque insostenible, la venerable doctrina no carece totalmente de verdad.
Los colores brillantes y puros son característicos del Otro Mundo. Consiguientemente, las obras de arte pintadas con colores brillantes y puros pueden, en las circunstancias adecuadas, transportar a la mente del espectador hacia sus antípodas. Los colores brillantes y puros son la esencia, no de la belleza en general, sino de una clase especial de belleza, la visionaria. Las iglesias góticas y los templos griegos, así como las estatuas del siglo XIII d. C. y del siglo V a. C., siempre muestran brillantes colores.
Para los griegos y para el hombre medieval, este arte de tiovivo y de figuras de cera era evidentemente arrobador. A nosotros nos parece deplorable. Preferimos la sencillez de nuestros Praxiteles, nuestro mármol y nuestra piedra caliza au naturel. ¿Por qué nuestro gusto moderno es, a este respecto, tan diferente del de nuestros antepasados? Supongo que nos hemos familiarizado excesivamente con los pigmentos puros y brillantes para que puedan conmovernos mucho. Los admiramos, desde luego, cuando los vemos en una vasta o sutil composición, pero, en sí mismos y como tales, no nos transportan.
Los amadores sentimentales de lo pasado se quejan de la sordidez de nuestros tiempos y la comparan desfavorablemente con el alegre esplendor de épocas anteriores. En realidad, es indudable, hay en el mundo moderno una profusión de colores mucho mayor que en el antiguo. El lapislázuli y la púrpura de Tiro eran costosas rarezas; los ricos terciopelos y brocados de los guardarropas principescos y los tapices y cortinajes tejidos o pintados de las mansiones medievales y de los primeros tiempos modernos estaban reservados para una minoría privilegiada.
Hasta los grandes de la tierra poseían muy pocos de estos tesoros inductores de visiones. Ya entrados en el siglo XVII, los monarcas poseían tan escaso mobiliario que viajaban de palacio a palacio con carretadas de vajilla y ropa de cama, de alfombras y de tapices. Para la masa del pueblo, sólo existían los tejidos caseros y unos cuantos tintes vegetales; en la decoración interior, se utilizaban, en el mejor de los casos, colores terrosos, y en el peor —que era las más de las veces—, «el piso de argamasa y las paredes de estiércol».
En los antípodas de cada mente, estaba el Otro Mundo de la luz y el color preternaturales, de las gemas ideales y el oro visionario, pero delante de cada par de ojos estaban únicamente la oscura escualidez de la choza familiar, el polvo o el barro de la calle de aldea, los blancos sucios, los pardos y los castaños verdosos de los harapos. Tal es la razón de la frenética y casi desesperada sed de colores brillantes y puros y tal es también la razón del enorme efecto que causaban estos colores cada vez que se desplegaban en la iglesia o en la corte. Hoy, la industria química produce pinturas, tintas y tintes de variedad infinita en enormes cantidades. En nuestro mundo moderno hay color brillante suficiente para garantizar la producción de miles de millones de banderas e historietas, de millones de luces de circulación y de posición, de cientos de miles de bombas de incendio y envases de coca-cola, de alfombras, papeles pintados y arte no representativo por kilómetros cuadrados.
La familiaridad engendra la indiferencia. Hemos visto demasiado color puro y brillante en los almacenes Woolworth para que nos resulte intrínsecamente arrobador. Y podemos señalar aquí que, por su asombrosa capacidad de procurarnos demasiado de lo mejor, la tecnología moderna ha tendido a la desvalorización de los tradicionales materiales inductores de visiones. La iluminación de una ciudad, por ejemplo, era antes un acontecimiento raro, reservado para las victorias y las fiestas nacionales, la canonización de los santos y la coronación de los reyes. Ahora, es cosa de todas las noches y celebra las virtudes de la ginebra, los cigarrillos y la pasta dentífrica.
Hace cincuenta años, en Londres, los signos eléctricos eran una novedad y tan raros que brillaban en la neblinosa oscuridad como «joyas principales de una gargantilla». A través del Támesis, en el viejo Polvorín, las letras doradas y rojas eran maravillosamente bellas, una féerie. Hoy; la magia ha desaparecido. El neón está en todas partes y, al estarlo, no nos causa el menor efecto, como no sea hacernos pensar a veces nostálgicamente en la noche primigenia.
Sólo con la iluminación sin sombras recuperamos el significado ultraterreno que solía haber, en la época del petróleo y la cera y hasta en los tiempos del gas y del filamento de carbono, en toda isla de luminosidad dentro de la oscuridad sin límites. Iluminados por los reflectores, Notre Dame de París y el Foro Romano son objetos visionarios, con el poder de transportar la mente del espectador hacia el Otro Mundo.[5]
La tecnología moderna tiene en el cristal y el metal pulido el mismo efecto desvalorizador que en los fantásticos focos de luz y en los colores puros y brillantes. Para Juan de Patmos y sus contemporáneos, las paredes de cristal sólo eran concebibles en la Nueva Jerusalén. Hoy, son características de cualquier edificio de oficinas o casa de campo modernas. Y esta profusión de cristal va acompañado de una profusión de cromo y níquel, acero inoxidable y aluminio e infinidad de aleaciones antiguas o nuevas. Las superficies metálicas centellean en los cuartos de baño y las cocinas y se desplazan rutilantes por el paisaje en automóviles y trenes.
Los ricos reflejos convexos que fascinaron a Rembrandt hasta el punto de que jamás se cansó de llevarlos a la pintura son ahora cosas corrientes en el hogar, la calle y la fábrica. Ha quedado mellada la fina punta del placer raro. Lo que fue antaño aguja de deleite visionario se ha convertido en trozo de linóleo desechado.
He hablado hasta ahora únicamente de los materiales que inducen a la visión y de su desvalorización psicológica a causa de la tecnología moderna. Es hora de que consideremos los medios puramente artísticos de crear obras inductoras de visiones.
La luz y el color tienden a crear una cualidad preternatural cuando son vistos en la oscuridad del contorno. La Crucifixión de Fra Angélico, en el Louvre, tiene un fondo negro. Otro tanto sucede con los frescos de la Pasión pintados por Andrea de Castagno para las monjas de Santa Apollonia, en Florencia. Tal es el motivo de que estas obras extraordinarias tengan su intensidad visionaria, su extraño poder arrobador.
En una contextura artística y psicológica totalmente distinta, Goya utilizó frecuentemente el mismo recurso en sus aguafuertes. Esos hombres voladores, ese caballo en la cuerda tensa y esa enorme y fantasmal encarnación del Miedo se destacan, como inundados de luz, sobre un fondo de noche impenetrable.
Con el desarrollo del claroscuro, en los siglos XVI y XVII, la noche salió del fondo y se instaló en la misma pintura, que se convirtió en escenario de una especie de lucha maniquea entre la Luz y la Oscuridad. En la época en que se pintaron, estas obras tuvieron indudablemente un real poder transportador. Para nosotros, que hemos visto ya muchas de estas cosas, nos parecen en su mayoría meramente teatrales. Pero algunas de ellas siguen siendo mágicas. Por ejemplo, ahí está el Entierro de Caravaggio, ahí están esa docena de cuadros mágicos de Georges de Latour[6], ahí están todos esos visionarios. Rembrandt, cuyas luces tienen la intensidad y el significado de la luz de los antípodas de la mente, cuyas sombras están llenas de ricas potencialidades a la espera de su turno para hacerse actuales, para hacerse resplandecientemente presentes en nuestra conciencia.
En la mayoría de los casos, el tema ostensible de los cuadros de Rembrandt está tomado de la vida real o de la Biblia: un chico con sus lecciones o el baño de Betsabé; una mujer vadeando una laguna o Cristo ante sus jueces. A veces, sin embargo, estos mensajes del Otro Mundo son transmitidos por medio de un asunto tomado, no de la vida real o de la historia, sino del reino de los símbolos arquetípicos. Hay en el Louvre una Méditation du Philosophe cuyo tema simbólico es ni más ni menos que la mente humana, con sus preñadas oscuridades, sus momentos de iluminación intelectual y visionaria, sus misteriosas escaleras de caracol que suben y bajan hacia lo desconocido. El filósofo meditabundo está sentado en su isla de iluminación interior y, en el extremo opuesto de la simbólica habitación, en otra isla, más rosada, una vieja está acurrucada ante el fuego. Las llamas iluminan y transfiguran su rostro y vemos, constantemente ilustradas, la paradoja imposible y la suprema verdad: que la percepción es (o por lo menos puede ser, debería ser) lo mismo que la Revelación, que la Realidad brilla en toda apariencia, que lo Uno está total e infinitamente presente en todas las particularidades.
Junto a las luces y los colores preternaturales, las gemas y los dibujos siempre cambiantes, los visitantes de los antípodas de la mente descubren un mundo de paisajes sublimemente bellos, de una arquitectura viva y de figuras heroicas. El poder arrobador de muchas obras de arte puede ser atribuido a que sus creadores han pintado escenas, personas y objetos que recuerdan al espectador lo que, consciente o inconscientemente, sabe del Otro Mundo en el fondo de su mente.
Comencemos con los habitantes humanos o, mejor dicho, más que humanos, de estas lejanas tierras. Blake los llamaba querubines. Y, en efecto, esto es lo que son, sin duda: los originales psicológicos de esos seres que, en la teología de todas las religiones, sirven como intermediarios entre el hombre y la Clara Luz. Los personajes más que humanos de la experiencia visionaria nunca «hacen nada». (Análogamente, los bienaventurados nunca «hacen nada» en el cielo.) Se sienten contentos con la mera existencia.
Con nombres muy diversos y toda clase de atuendos, estas figuras heroicas de la experiencia visionaria del hombre aparecen en el arte religioso de todas las culturas. A veces, se nos muestran en reposo y, a veces, en acción histórica o mitológica. Pero la acción, como hemos visto, no es natural para los habitantes de las regiones antípodas de la mente. Estar atareado es la ley de nuestro ser. La ley del suyo es no hacer nada. Cuando obligamos a estos serenos forasteros a representar un papel en cualquiera de nuestros demasiado humanos dramas, estamos falsificando la verdad visionaria. Por eso, la representación más arrobadora —aunque no necesariamente la más bella— del «querubín» es la que nos lo muestra en su habitación natural, no haciendo nada determinado.
Y esto explica la enorme impresión, que trasciende de lo estético, causada en el espectador por las grandes obras maestras estáticas del arte religioso. Las figuras esculpidas de los dioses y los dioses-reyes de Egipto, las vírgenes y los pantocrátores de los mosaicos bizantinos, los bodhisattvas y lohans de China, los budas sedentes de khmer, las estelas y estatuas de Copán y los ídolos de madera del África tropical tienen una característica en común: una profunda quietud. Y es eso precisamente lo que les atribuye su cualidad inspiradora, su poder para sacar al espectador del Viejo Mundo de la experiencia cotidiana y llevarlo muy lejos, hacia los antípodas visionarios de la psiquis humana.
No hay, desde luego, nada intrínsecamente excelente en el arte estático. Estática o dinámica, una obra mala es siempre una obra mala. Lo único que quiero decir es que, supuesta la igualdad en todo lo demás, una figura heroica en reposo tiene un poder arrobador mayor que el de una figura en acción.
El querubín vive en el paraíso y en la Nueva Jerusalén; en otras palabras, entre edificios prodigiosos levantados en lozanos y luminosos jardines, con distantes perspectivas de llano y monte, río y mar. Esto es un hecho de experiencia inmediata, un hecho psicológico registrado en el folklore y la literatura religiosa de todas las épocas y todos los países. Sin embargo, no ha sido registrado en el arte pictórico.
Si pasamos revista a la sucesión de las culturas humanas, vemos que la pintura de paisajes no existe, es rudimentaria o ha tenido un desarrollo muy reciente. En Europa, la floración plena del arte del paisaje tiene sólo cuatro o cinco siglos de vida; en China, esta vida no excede de un milenio; en la India, a todos los efectos prácticos, no ha existido nunca.
Esto es un hecho curioso que reclama una explicación. ¿Por qué los paisajes se han abierto paso hasta la literatura visionaria de una época y una cultura determinadas y no han llegado, sin embargo, a la pintura? Hecha de este modo la pregunta, ella misma procura la mejor respuesta. Cabe que la gente se haya contentado con la mera expresión verbal de este aspecto de su experiencia visionaria y no haya sentido la necesidad de traducirlo en términos pictóricos.
Es indudable que esto ha sucedido con frecuencia en el caso de individuos. Blake, por ejemplo, veía paisajes visionarios «articulados más allá de cuanto puede producir la mortal y perecedera naturaleza» e «infinitamente más perfectos y minuciosamente organizados que cuanto ha visto el ojo mortal». He aquí la descripción que Blake hizo de uno de esos paisajes visionarios en una de las fiestas nocturnas de la señora Aders: «La otra noche, cuando daba un paseo, llegué a un prado y, en su extremo más distante, vi un rebaño de ovejas. Al acercarme, el campo se puso encendido de flores y las zarzas del aprisco y sus lanudos moradores se mostraron de una belleza pastoral exquisita. Pero miré de nuevo y vi que no se trataba de un rebaño vivo, sino de una bella escultura.»
Vertida en pigmentos, esta visión parecería, supongo, una mezcla inverosímilmente bella de un bosquejo al óleo de Constable con una pintura de animales al estilo mágicamente realista del aureolado cordero de Zurbarán que se halla actualmente en el Museo de San Diego. Pero Blake nunca produjo nada que tuviera ni el más remoto parecido con un cuadro así. Se contentó con hablar y escribir de sus visiones de paisaje y con concentrarse, al pintar, en «el querubín».
Lo que es cierto de un artista individual puede serlo de toda una escuela. Son muchas las cosas que los hombres experimentan y que optan por no expresar; cabe también que traten de expresar lo que han experimentado, pero solamente en una de sus artes. En otros casos más, se expresarán de manera que no tienen afinidad inmediatamente perceptible con la experiencia original. A este respecto el doctor A. K. Coomaraswamy tiene algunas cosas interesantes que decir acerca del arte místico en el Lejano Oriente, el arte en el que «no hay modo de separar la denotación de la connotación», en el que «no se advierte distingo entre lo que una cosa “es” y lo que “significa”».
El supremo ejemplo de este arte místico es la pintura de paisajes de inspiración zen, que surgió en China durante el período Sung y renació en Japón cuatro siglos después. La India y el Oriente Próximo no tienen pintura de paisajes místicos, pero tienen sus equivalentes: «La pintura, la poesía y la música vaisnava en la India, donde el tema es el amor sexual, y la poesía y la música sufí en Persia, dedicadas a enaltecer la embriaguez.»[7]
Como dice sucintamente el proverbio italiano, «la cama es la ópera del pobre». Análogamente, el sexo es el sung hindú y el vino el impresionismo persa. La razón de esto estriba, claro está, en que la unión sexual y la embriaguez tienen algo de esa esencial diferenciación que caracteriza todas las visiones, incluidas las de los paisajes.
Si los hombres han hallado en todas las épocas satisfacción en cierta clase de actividad, hay que suponer que, en los períodos en que esta actividad no se manifiesta, ha tenido que haber algo que la reemplace. En la Edad Media, por ejemplo, los nombres y los símbolos. Cualquier cosa de la naturaleza era inmediatamente desconocida, como ilustración concreta de alguna noción formulada en uno de los libros o leyendas considerados sagrados por la generalidad.
Y sin embargo, en otros períodos de la historia, los hombres han hallado una profunda satisfacción en reconocer la autónoma diferenciación de la naturaleza, incluidos muchos aspectos de la naturaleza humana. La experiencia de esta esencia distinta se expresaba en función del arte, la religión o la ciencia. ¿Cuáles eran los equivalentes medievales de Constable y la ecología, de la observación de las aves y Eleusis, de la microscopia, de los ritos de Dionisos y del haiku japonés? Supongo que hay que buscarlos en las orgías de las Saturnales en un extremo y en la experiencia mística en el otro. Los carnavales y las fiestas mayas permitían una experiencia directa de la diferenciación animal existente bajo la identidad personal y social. La contemplación infusa revelaba esa todavía más diversa diferenciación del divino no-yo. Y en algún punto entre estos dos extremos, estaban las experiencias de los visionarios y de las artes inductoras de visiones, por medio de las cuales se trataba de capturar y crear de nuevo esas experiencias: las artes del joyero, del vidrierista, del tejedor de tapices, del pintor, poeta o músico.
A pesar de una Historia Natural que no era más que una serie de símbolos melancólicamente moralistas, en las garras de una teología que, en lugar de considerar las palabras como signos de las cosas, trataba las cosas y los hechos como signos de palabras bíblicas o aristotélicas, nuestros antepasados permanecieron relativamente en su sano juicio. Y lograron esta hazaña evadiéndose periódicamente de la sofocante prisión de su filosofía presuntuosamente racionalista, su ciencia antropomórfica, autoritaria y no experimental y su religión demasiado articulada, y refugiándose en mundos no verbales, no humanos, habitados por sus instintos, por la fauna visionaria de los antípodas de sus mentes y, más allá y, sin embargo dentro de todo lo demás, por el espíritu morador.
Dejemos ya esta vasta digresión, que ha sido necesaria, y volvamos al caso particular del que hemos partido. Los paisajes, como hemos visto, son un rasgo normal de la experiencia visionaria, hay descripciones de paisajes visionarios en la antigua literatura folclórica y religiosa, pero la pintura de paisajes no hace su aparición hasta tiempos relativamente recientes. A lo que se ha dicho a guisa de explicación sobre equivalentes psicológicos, añadiré unas breves observaciones sobre la naturaleza de la pintura de paisajes como arte inductor de visiones.
Comencemos con una pregunta. ¿Qué paisajes —o, de modo más general, qué representaciones de objetos naturales— son más transportadores, más inductores de visiones? A la luz de mis propias experiencias y de lo que he oído a otras personas acerca de sus reacciones ante las obras de arte, arriesgaré una respuesta. Supuesta la igualdad en las demás cosas —pues nada puede remediar la falta de talento—, los paisajes más arrobadores son, en primer lugar, los que representan objetos naturales muy distantes y, en segundo término, los que los representan a muy corta distancia.
La lejanía procura encantamiento a la visión, pero otro tanto hace la proximidad. Una pintura sung de montes, nubes y torrentes distantes es arrobadora, pero también lo son los primeros términos de las hojas tropicales en las selvas del aduanero Rousseau. Cuando contemplo un paisaje sung, recuerdo —o recuerda alguien de mi no-yo— los despeñaderos, los ilimitados llanos y los luminosos cielos y mares de los antípodas de la mente. Y esas desapariciones en la niebla y las nubes, esas repentinas apariciones de una forma extraña e intensamente definida, como una peña gastada por el tiempo o un viejo pino retorcido por años de lucha contra el viento, también son arrobadoras. Porque me recuerdan, consciente o inconscientemente, ese carácter esencialmente ajeno e imprevisible del Otro Mundo.
Esa pintura de un primer término de una selva es la representación de uno de los aspectos del Otro Mundo y tal es la razón de que me transporte, de que me haga ver con ojos que transfiguran una obra de arte en algo distinto, en algo que está más allá del arte.
Recuerdo —muy vivamente, a pesar de que ocurrió hace muchos años— una conversación con Roger Fry. Estábamos hablando acerca de los Nenúfares de Monet. Roger insistía en que no tenían derecho a su falta absoluta de organización, a carecer tan totalmente de una estructura de composición. En términos artísticos, eran completamente disparatados. Y sin embargo, tenía que admitir que había algo… Sin embargo, diría yo ahora, eran arrobadores. Un artista consumado había optado por pintar un primer término de objetos naturales vistos en su propia contextura y sin referencia a las nociones meramente humanas de qué es qué o qué debería ser qué. Nos gusta decir que el hombre es la medida de todas las cosas. Para Monet, en esta ocasión, los nenúfares eran la medida de los nenúfares. Y así los pintó.
El mismo punto de vista no humano debe ser adoptado por cualquier artista que intente reproducir una escena distante. ¡Qué diminutos son en la pintura china los viajeros que avanzan por el valle! ¡Qué frágil la choza de bambú en la ladera! Y todo lo demás del vasto paisaje es vacío y silencio. Esta revelación del yermo, viviendo su propia vida de acuerdo con las leyes de su propio ser, transporta a la mente hacia sus antípodas, porque la naturaleza primigenia tiene un extraño parecido con ese mundo interior que no tiene en cuenta nuestros deseos personales, ni siquiera los afanes permanentes del hombre en general.
Sólo la media distancia y lo que podría ser llamado el segundo término son estrictamente humanos. Cuando miramos muy cerca o muy lejos, el hombre se desvanece por completo o pierde su primacía. El astrónomo mira todavía más lejos que el pintor sung y ve menos todavía de la vida humana. En el otro extremo de la escala, el físico, el químico y el fisiólogo andan a la busca del primer término, el celular, el molecular, el atómico, el subatómico. No quedan trazas siquiera de lo que a cinco metros, hasta a largo de brazo, parecía un ser humano.
Algo análogo sucede con el artista miope y el amante feliz. En el abrazo nupcial, la personalidad se funde; el individuo —es el tema recurrente de los poemas y novelas de Lawrence— deja de ser él mismo y se convierte en parte del vasto universo impersonal.
Y lo mismo ocurre con el artista que opta por fijar sus ojos en un punto cercano. En su obra, la humanidad pierde su importancia y hasta desaparece por completo. En lugar de hombres y mujeres dedicados a sus fantásticos juegos bajo los altos cielos, tenemos delante algo que nos pide que consideremos a los lirios, que meditemos sobre la belleza ultraterrena de las «meras cosas», cuando quedan aisladas de su contextura utilitaria y son representadas como son, en sí mismas y para sí mismas. Alternativamente —o, en fase más temprana del desarrollo artístico, exclusivamente—, el mundo no humano del primer término nos suele ser ofrecido en dibujos, en modelos. Son en su mayoría abstracciones de hojas y flores —la rosa, el loto, el acanto, la palma, el papiro— y se convierten, con sus repeticiones y variaciones, en algo arrobador que nos recuerda las geometrías vivas del Otro Mundo.
En fecha relativamente reciente —pero muy anterior a la de esos tratamientos de escenas distantes a los que exclusivamente, y equivocadamente también, damos el nombre de pintura de paisaje— hicieron su aparición tratamientos más libres y realistas de la naturaleza a corta distancia. Roma, por ejemplo, tenía sus paisajes de primer término. El fresco de un jardín que adornó antaño una habitación en la villa de Livia es un magnífico ejemplo de esta forma de arte.
Por razones teológicas, el islam tuvo que contentarse casi siempre con «arabescos», exuberantes y —como en las visiones— siempre cambiantes dibujos basados en objetos naturales vistos muy de cerca. Pero ni en el islam fue desconocido el genuino paisaje de primer término. Nada excede en belleza y en poder inductor de visiones a los mosaicos de los jardines y edificios de la gran mezquita omeya de Damasco.
En la Europa medieval, a pesar de la manía prevaleciente de convertir cada dato en un concepto, cada experiencia inmediata en un mero símbolo de algo en un libro, los primeros términos de follajes y flores fueron bastante comunes. Los hallamos tallados en los capiteles de las columnas góticas, como en la Casa del Capítulo del Monasterio de Southwell. Los hallamos en pinturas de escenas de caza, pinturas cuyo tema era ese siempre presente hecho de la vida medieval, el bosque, visto como lo ve el cazador o el viajero extraviado, en una desconcertante intrincación de un detallado follaje.
Los frescos del palacio papal de Avignon son casi los únicos sobrevivientes de lo que, inclusive en los tiempos de Chaucer, era una forma muy difundida de arte seglar. Un siglo después, este arte de un bosque en primer término llegó a su perfección consciente en obras tan magníficas y mágicas como el San Huberto de Pisanello y la Caza en un bosque de Paolo Ucello, ahora en el Museo Ashmolean de Oxford. En íntima relación con los frescos que representaban primeros términos de bosques estaban los tapices, con los que los ricos de Europa septentrional adornaban sus casas. Los mejores entre ellos son obras inductoras de visiones de primerísimo orden. A su modo propio, son tan celestiales, tan poderosamente recordatorios de lo que ocurre en los antípodas de la mente, como las grandes obras maestras de paisajes distantes: los montes Sung en su enorme soledad, los ríos Ming interminablemente bellos, el mundo azul subalpino de las lejanías del Ticiano, la Inglaterra de Constable, las Italias de Turner y de Corot, las Provenzas de Cézanne y Van Gogh, la Ile de France de Vuillard.
Vuillard, por cierto, era un maestro supremo, lo mismo en el arrobador primer término que en la arrobadora lejanía. Sus interiores burgueses son obras maestras de arte inductor de visiones; comparados con ellos, las obras de visionarios tan conscientes y, por decirlo así, tan profesionales como Blake y Odilon Redon parecen débiles en extremo. En los interiores de Vuillard, cada detalle, por muy trivial y hasta por muy feo que sea —el dibujo de un papel pintado de los últimos tiempos victorianos, el bibelot del art nouveau, la alfombra de Bruselas—, es visto e interpretado como una joya viva. Y todas estas joyas se combinan armoniosamente en un conjunto que es una joya de intensidad visionaria de un orden todavía superior. Y cuando los habitantes de la clase media superior de la Nueva Jerusalén de Vuillard salen a pasear, no se encuentran, como habían supuesto, en el departamento de Sena y Oise, sino en el Jardín del Edén, en un Otro Mundo que es esencialmente este mismo mundo nuestro, pero transfigurado y, por lo tanto, arrobador.[8]
He hablado hasta ahora únicamente de la experiencia visionaria bienaventurada y de su interpretación en función de la teología o de su traducción en arte. Pero la experiencia visionaria no es siempre bienaventurada. Es a veces terrible. Si hay un cielo, también hay un infierno.
Como el cielo, el infierno visionario tiene su luz y su significado preternaturales. Pero el significado es intrínsecamente aterrador y la luz es la «luz humosa» del Libro tibetano de los muertos, la «visible oscuridad» de Milton. En el Diario de una esquizofrénica[9], testimonio de una joven del paso por la locura, el mundo del esquizofrénico es llamado le Pays d’Eclairement, «el país de la iluminación». Es un nombre que un místico hubiera utilizado para designar su cielo.
Pero, para la pobre Renée, la esquizofrénica, la iluminación es infernal, un intenso resplandor eléctrico sin una sombra, ubicuo e implacable. Todo aquello que para un visionario sano es una fuente de bienaventuranza provoca, en Renée, únicamente miedo y una sensación de irrealidad que es una constante pesadilla. El sol del verano es maligno; el brillo de las superficies pulidas recuerda, no las gemas, sino las máquinas y el estaño esmaltado; la intensidad de existencia con que cada objeto está animado, cuando se ve de cerca y al margen de su contextura utilitaria, encierra una amenaza.
Y existe luego el horror de la infinitud. Para el visionario sano, la percepción de lo infinito en una particularidad finita es una revelación de la divina inmanencia; para Renée, era una revelación lo que llama «el Sistema», el vasto mecanismo cósmico que existe únicamente para la trituración de la culpa y el castigo, de la vida solitaria y la irrealidad.[10]
La cordura es cuestión de grado y hay muchos visionarios que ven el mundo del mismo modo que Renée, pero arreglándose, ello no obstante, para vivir fuera del manicomio. Para ellos, como para el visionario positivo, el universo está transfigurado, aunque para peor. Todo lo que hay en él, desde las estrellas del cielo hasta el polvo que pisan los pies, es indescriptiblemente siniestro y repugnante; cada suceso está saturado de una significación odiosa; cada objeto manifiesta la presencia de un horror residente, infinito, todopoderoso, eterno.
Este mundo negativamente transfigurado se ha abierto paso, a veces, hasta la literatura y las artes. Se retorció amenazador en los últimos paisajes de Van Gogh; fue el escenario y el tema de todos los relatos de Kafka; constituyó el hogar espiritual de Géricault;[11] lo habitó Goya en sus años de sordera y soledad; fue vislumbrado por Browning cuando escribió Childe Roland; y tuvo su sitio enfrentando a las teofanías, en las novelas de Charles Williams.
La experiencia visionaria negativa está frecuentemente acompañada de sensaciones corporales de una clase muy especial y característica. Las visiones bienaventuradas se asocian por lo general con una sensación de separación del cuerpo, con la impresión de desindividualización. (Es, sin duda, esta impresión de desindividualización lo que permite que los indios que practican el culto del peyotl utilicen la droga, no meramente como un atajo hacia el mundo visionario, sino también como instrumento para crear una cordial solidaridad dentro del grupo participante.) Cuando la experiencia visionaria es terrible y el mundo queda transfigurado para peor, la individualización se intensifica y el visionario negativo se ve asociado con un cuerpo que parece hacerse cada vez más denso, cada vez más apretado, hasta que la persona se siente finalmente reducida a la desesperada conciencia de un espeso trozo de materia, no mayor que una piedra que puede sostenerse entre las manos.
No está de más señalar que muchos de los castigos descritos en las diversas reseñas del infierno son castigos de presión, constricción y encogimiento. Los pecadores de Dante se ven sepultados en barro, encerrados en troncos de árboles, convertidos en gélida piedra dentro de bloques de hielo, aplastados bajo peñascos. El Infierno es psicológicamente veraz. Los esquizofrénicos experimentan muchas de sus penas. Y lo mismo pasa a quienes toman mescalina o ácido lisérgico en condiciones desfavorables.[12]
¿Cuál es la naturaleza de estas condiciones desfavorables? ¿Cómo y por qué el cielo se convierte en infierno? En ciertos casos, la experiencia visionaria negativa es el resultado de causas predominantemente físicas. Después de la ingestión, la mescalina tiende a acumularse en el hígado. Si el hígado está enfermo, la asociada mente puede verse en el infierno. Pero, en relación con nuestra finalidad presente, tiene más importancia el hecho de que la experiencia visionaria negativa pueda ser inducida por medios puramente psicológicos. El miedo y la ira cierran el camino del Otro Mundo celestial y hunden al tomador de mescalina en el infierno.
Y lo que es cierto del tomador de mescalina también lo es de quien ve visiones espontáneamente o bajo la hipnosis. Estos cimientos psicológicos tiene la doctrina teológica de la fe salvadora, una doctrina que se encuentra en todas las grandes tradiciones religiosas del mundo. Los escatólogos siempre han tenido dificultades para conciliar su racionalismo y su sentido moral con los desnudos hechos de la experiencia psicológica. Como racionalistas y moralistas, entienden que la buena conducta debe ser recompensada y que el virtuoso merece ir al cielo. Pero, como psicólogos, saben que la virtud no es la condición única o suficiente de la experiencia visionaria bienaventurada. Saben que las obras nada pueden por sí solas y que es la fe, o acaso la amorosa confianza, lo que garantiza la bienaventuranza de la experiencia visionaria.
Las emociones negativas —el miedo, que es la falta de confianza, el odio, la ira o la malicia, que excluyen al amor— garantizan en cambio que la experiencia visionaria, si es que llega a producirse, será aterradora. El fariseo es un hombre virtuoso, pero de virtud que es compatible con la emoción negativa. Es probable, pues, que sus experiencias visionarias sean más infernales que bienaventuradas.
La naturaleza de la mente es tal que el pecador que se arrepiente y hace un acto de fe en un poder superior tiene más probabilidades de tener una experiencia visionaria bienaventurada que el pilar de la sociedad satisfecho de sí mismo, con sus justas indignaciones, sus afanes en materia de posesiones y pretensiones y sus inveterados hábitos de culpar, despreciar y condenar. Tal es la razón de la enorme importancia que se atribuye, en todas las grandes tradiciones religiosas, al estado de ánimo en el momento de la muerte.
La experiencia visionaria no es la misma cosa que la experiencia mística. La experiencia mística está más allá de la esfera de los opuestos. La experiencia visionaria está dentro de esta esfera. El cielo supone el infierno e «ir al cielo» no es más liberación que el descenso al abismo. El cielo es meramente un punto ventajoso desde el que cabe contemplar el divino fundamento con más claridad que desde el nivel de la existencia individualmente corriente.
Si la conciencia sobrevive a la muerte corporal, sobrevive, según es de presumir, en todos los niveles mentales: en el de la experiencia mística, en el de la experiencia visionaria bienaventurada, en el de la experiencia visionaria infernal y en el de la experiencia individual cotidiana.
En la vida hasta la experiencia visionaria bienaventurada tiende a cambiar de signo si persiste demasiado tiempo. Muchos esquizofrénicos tienen sus momentos de celestial felicidad, pero el que no sepan, en contraste con el tomador de mescalina, cuándo se les permitirá, si es que se les va a permitir alguna vez, volver a la tranquilizadora trivialidad de la experiencia cotidiana hace que hasta el cielo les parezca aterrador. Y para todos los que, por cualquier razón, están aterrados, el cielo se convierte en infierno, la bienaventuranza en horror y la Clara Luz en el odioso resplandor del país de la iluminación.
Cabe que algo parecido suceda en el estado póstumo. Después de haber tenido una vislumbre del insoportable esplendor de la Realidad última y después de haber andado como una lanzadera entre el cielo y el infierno, la mayoría de las almas consiguen retirarse a una más tranquilizadora región de la mente donde pueden utilizar los deseos, recuerdos y caprichos propios y de los demás para construir un mundo muy parecido a aquel en el que han vivido sobre la tierra.
De los que mueren, una minoría infinitesimal es capaz de una unión inmediata con el divino fundamento, unos cuantos pueden soportar la bienaventuranza visionaria del cielo, otros se ven en los horrores visionarios del infierno y la gran mayoría termina en la clase de mundo descrita por Swedenborg y los médiums. De este mundo cabe indudablemente pasar, cuando se hayan cumplido las condiciones necesarias, a los mundos de la bienaventuranza visionaria y de la ilustración final.
Yo parto personalmente del supuesto de que tienen razón tanto el espiritualismo moderno como la vieja tradición. Hay un estado póstumo de la clase que se describe en Raymond, el libro de sir Oliver Lodge, pero hay también un cielo de experiencia visionaria bienaventurada, un infierno de experiencia visionaria aterradora, como la que padecen en este mundo los esquizofrénicos y algunos de los que toman mescalina, y una experiencia, más allá del tiempo, de unión con el divino fundamento.