Aun trabajaba a sólo dos calles de la casa de mi reciente ex novio Cristian, y eso ponía más difícil mi intención de no llevarle al hartazgo con constantes visitas, reproches, llantos y demás dramas post ruptura. No me considero un ex especialmente incómodo; aunque en mi mente no hubiese espacio para nada más que el lamento por la pérdida, evitaba ese contacto que finalmente siempre se transforma en chantaje emocional.
Caso aparte eran esos días que el alcohol terminaba por extinguir cualquier rescoldo de amor propio, y contactaba a la desesperada con quien ya no me quería para pedir una nueva oportunidad.
Como digo, trabajar cerca de él y pasar cada día por delante de su casa, representaba una insistente tentación de hacerle una visita. Y tras dos semanas sin tener noticias suyas, un día entré por sorpresa y sin llamar a la que había sido nuestra casa.
Él se encontraba durmiendo y despertó de un salto al oír la puerta. Al verme corrió hacia mí, me besó y me abrazo con fuerza. No significaba nada especial, simplemente que como es lógico tras convivir tanto tiempo, también me había echado de menos.
Yo aproveché ese momento suyo de debilidad para «venderle» que había dejado de beber, y que si volvíamos todo sería como al principio. Sé que ya no me quería, que sólo lo hizo por ayudarme, pero el caso es que aceptó.
Ese paso desgraciadamente representó para Cristian llegar a conocer sus propios límites.
No sólo no dejé de beber, sino que bebí más que nunca; mañana y noche. Sentía frustración por no poder recuperar el amor de Cristian, que cada vez se hacía más independiente. Y si eso no era suficiente, llegó la bomba que me lanzó a perder todo el control sobre mí
—¿Quién es ese Gerardo? —le pregunté con el rostro desencajado mientras le mostraba el mensaje que acababa de encontrar en su móvil—. ¡A la mierda todo! —grité, lancé el teléfono contra la pared y salí de nuestra habitación.
Minutos más tarde salió a dar la cara, y con convencimiento me afirmó que había tenido algunos encuentros con varios chicos.
—No estábamos juntos, fue en las semanas que estuvimos separados. —Se puso a llorar, y me explicó—. Yo también lo estoy pasando mal ¿vale? No siempre eres tú la victima de todo…
En ese momento preferí entenderle y dejarlo pasar; pero después, en las cada vez más constantes discusiones, utilizaba ese tema para hacerle sentir mal, y posicionarme como el único que creía en la relación.
Por primera vez, mi adicción llegó también a afectar mi rendimiento en el trabajo. En los descansos acudía al bar a beber cuantas cervezas tuviera tiempo de consumir, y al llegar la tarde no era difícil encontrarme haciendo «eses» mientras preparaba los pedidos.
Una tarde, la borrachera me llevó a contestar al jefe con varias burradas que hoy ni siquiera recuerdo, pero que supusieron mi despido inmediato.
Por supuesto disfracé el asunto de cara a mi familia y a Cristian; aunque este, estoy seguro, no creyó ni una palabra.
Pasé los días «ocupando» la casa de Cristian, a la que él evitaba ir todo lo posible. Y cuando estábamos juntos el panorama era, si cabía, aun más triste.
Yo estaba impidiendo que fuésemos felices, para lo cual sólo cabía una opción: separarnos definitivamente.
Una tarde, cuando llegó a casa, me encontró cargando de nuevo el coche con mis cosas.
—Ya te dejo vivir tranquilo. Lo siento mucho por todo… —Y le abracé.
Lloramos abrazados un instante eterno.
—Te quiero. —Me dijo sinceramente—. Pero no sé cómo ayudarte.
—Lo sé, no es tu culpa.
No quise alargar más ese momento, le separé de mí y fui hacia la puerta.
—Vas a casa de tu madre ¿no?
—No. Me voy a Madrid.
Sin ninguna capacidad de razonar, me subí al coche y me entregué a cualquier cosa que el destino pudiera depararme. Sólo quería alejarme de todos. Iba a caer derrotado, pero no deseaba que nadie más sufriera por mi culpa.
Me detuve a pasar la noche en Zaragoza. Aparqué el coche en una calle por el centro, y fui de bar en bar hasta prácticamente perder el conocimiento. Debía tener un aspecto horrible, la gente me miraba asustada y hasta se cambiaban de acera para no cruzarse conmigo.
Ya de madrugada, tuve que andar varios kilómetros hasta dar con mi coche, y durante el paseo me vi varias veces «besando el suelo».
Me acomodé en la parte de atrás, y encendí la radio para no sentirme tan solo. Como entretenimiento comencé a morderme el labio inferior, hasta hacerme una herida bastante importante. Finalmente me quedé dormido.
Aun no había amanecido cuando el dolor me despertó. Un terrible dolor de cabeza, que continuaba en el labio, y en todos los lugares del cuerpo que me había golpeado al caer durante la noche. Además pronto noté que tenía el pantalón empapado; me había meado encima al perder el conocimiento.
De nuevo necesité llorar junto a mi madre, y regresé.
—Si me quieres y estas viendo que no soy feliz, que no voy a curarme nunca ¿por qué no dejas que muera de una vez? —le pregunté bajo las mantas, con ella sentada junto a mi, acariciándome la frente.