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La peor acusación

Por muchos años que llevase acudiendo a aquel hospital, nunca me acostumbraba a las sensaciones que me provocaba. Rodeado de caras demacradas, de ojos sin vida, de miradas al suelo escondiendo la vergüenza. Ese es el peor y más doloroso síntoma del SIDA: la falta de comprensión, el rechazo que provoca, y la vergüenza y culpabilidad de quien lo sufre.

Por lo menos ahora, tras seis largos años, controlo las lágrimas mientras espero mi turno en la sala

Cada cuatro meses debía acudir a la consulta para la extracción de sangre, conocer los resultados de mi analítica anterior (nunca espero ese tiempo, siempre llamo con cualquier excusa apenas pasadas dos semanas para conocer mi estado) y recoger la medicación para ese tiempo. Es un proceso mecánico, que realizo con la mayor rapidez posible y evitando cualquier conversación, por muy banal que sea, y por muy maleducado que resulte.

Aun apretando el algodón contra mi brazo tras el pinchazo y mientras me dirigía a toda prisa hacia mi coche, alguien gritó mi nombre y me detuve extrañado a identificarlo. Un chico que no reconocí se dirigía hacia mí con la cabeza agachada. Me había llamado por mi nombre, así que debíamos conocernos. Le esperé, aunque no me resultaba agradable encontrarme con alguien conocido en aquel recinto.

Cuando faltaban solo unos metros para estar a mi altura levantó la mirada y pude verle mejor: era Rafa, un chico con el que había tenido algunos encuentros en su casa, tras conocernos una noche en el bar que frecuentaba.

Le saludé nervioso, como digo por incomodidad. Ya frente a mí, me golpeó casi llorando con la peor acusación posible.

Es un miedo muy común. Después de haber tenido sexo en varios encuentros, y vislumbrando una posible relación, decides contar lo de tu enfermedad. La otra persona se asusta, deja de dormir y te culpa de su inquietud, de sus temores y de no haberle informado antes.

A Rafa nunca le conté nada, porque nunca sentí que lo nuestro fuese a ir a más. Y ahora me culpaba directamente de haber sido yo quien le había contagiado

Tal vez debí haber sido más comprensivo, y hablar con él de por qué creía imposible su afirmación. Nunca podría poner en riesgo a alguien. Conozco a la perfección donde están los límites, y por muy borracho o drogado que pudiese ir, tengo la total convicción de no haberlos traspasado nunca. Por su salud y por la mía propia.

Pero su acusación me ofendió de tal manera que, instintivamente, me defendí de forma agresiva. Le agarré y apreté con fuerza del brazo, acercándole a mí para que nadie pudiese oírnos.

Nunca más, en tu puta vida, vuelvas a tratarme como a un apestado… Vigila lo que haces y a quien le pones el culo sin goma, que seguro ha sido a media Barcelona.

Seguramente su diagnóstico era reciente, y aun rondaban muchas dudas y miedos por su cabeza. Ahora siento no haberle sido de mucha ayuda en un momento así, pero mi defensa se justifica, o eso creo yo, con su aleatorio y equivocado ataque, construido sólo a raíz de verme allí.

No dijo nada, sólo se quedó mirándome a los ojos fijamente. Le solté y me marché, evitando exaltarme más.

Ya en el coche, a través del espejo retrovisor, pude ver que Rafa seguía en el mismo lugar, inmóvil, secándose las lágrimas. Lo sentí por él sinceramente.

De nuevo una opinión negativa de alguien, por poco relevante que él fuese en mi vida, me llevó a beber y a detestarme con todas mis fuerzas.

Apenas eran las diez de la mañana cuando inicié la conocida rutina de no ingerir más que aquello que me hacía perder el miedo y la desconfianza: el alcohol.

Ese fue el inicio de un largo día que terminó en el hospital, tras plantearme seriamente acabar con mi odiada existencia ingiriendo todos los botes de antiretrovirales recogidos esa misma mañana.

¿Qué has hecho? —preguntó mi hermana cuando me vio a la mañana siguiente, tras mi salida del hospital por una crisis de pánico.

Nada. Solo querer morirme