Sentado en el coche junto a Álex, a quien acababa de dar la noticia de mis analíticas, llamé a Ricardo para intentar conocer algo de lo que me esperaba, o por lo menos saber qué debía hacer ahora.
Impresionado, con un tono de verdadera lástima, me informó de los pasos a seguir, dirigiéndonos a un centro de salud sexual donde Álex pudiese realizarse también las pruebas. Respecto a mí, sólo quedaba esperar la confirmación y recibir la citación para el especialista.
—Lo siento mucho nene. Tú no te mereces eso… —Se despidió.
¿Y quién se lo merece?
Puede que en mi caso, para quienes me conocían, y para mí mismo, fuese menos esperado, acorde a la vida «ordenada» que llevaba por entonces. Pero quien más o quien menos ha asumido riesgos en su vida; y en lo relativo al sexo muchas veces pelea la razón contra el deseo… Todos sintiéndonos a salvo, pero practicando el mismo juego peligroso. El problema es justo ese: que el sexo se haya convertido, a causa de un virus, en un juego peligroso.
A partir de ahí, ya depende de los principios de cada uno.
Tras informarnos en Internet de los centros más cercanos, nos citaron esa misma tarde para realizar la prueba rápida de VIH a Álex, pues a pesar de haberlo dado por sentado aun no contaba con su diagnóstico.
En realidad ni por un segundo le vi dudar, ni yo lo hice tampoco.
Efectivamente el diagnóstico fue el esperado. Volví a romperme al oír «el fallo positivo». Ya no era sólo un papel donde podía leerlo, era una realidad. Ya no cabía espacio para ese error al que, durante algunas horas aun sabiendo que improbable, me había esperanzado.
Álex no se derrumbó en ningún instante. Se dedicaba a tranquilizarme, con total entereza. Volví a dudar de si él ya conocía su diagnóstico desde hacía meses, y había permanecido en silencio para no perderme. Esa suposición fue cogiendo fuerza con el paso de los días y su actitud.
Ya hacía tiempo que yo le había aclarado mis sentimientos, o mi falta de ellos. No quería continuar con él, no me sentía enamorado, y en cambio cada vez me encontraba más metido en la relación.
Y esto no hacía sino empeorar las cosas; también en mis expectativas de romper de una vez por todas.
—No le digas nada a tu familia. Me van a odiar, y no podremos seguir juntos… —Me rogó serio y casi autoritario.
—¿Cómo voy a callarme esto? No voy a ser capaz…
Intenté no herirle más, pues él también debía estar destrozado, a pesar de su fachada. No era el momento de repetir lo que ya llevábamos meses hablando. De nuevo dijo algo con lo que me hizo sentir «atrapado», obviando mi deseo de dejarle:
—Estaremos juntos y todo va a ir bien… —Se estaba aprovechando de la situación; como un arma en su lucha por seguir conmigo—. Siempre juntos…